Al cabo de un par de semanas de lectura, terminé la más reciente novela de Arturo Pérez-Reverte y he de decir que me sentí fascinado y sobrecogido por el relato que allí se nos propone. Haciendo gala de su característica vena narrativa, el español nos conduce, casi de la mano, hasta sumergirnos en los avatares inciertos y trágicos de eso que la historia moderna ha dado en llamar La Revolución Mexicana.
Es, sin lugar a dudas, una recreación singular y maestra de uno de los sucesos más dolorosos de la América Hispana, en el que la ambición, la envidia, la traición y la barbarie hicieron mella en un cúmulo de seres indefensos y, hasta cierto punto de vista inadvertidos, que se vieron envueltos, de un día para otro, en un maremágnum estrambótico y sangriento que alteró sus vidas, acabó con su sosiego y conmovió su tierra.
La narración es prolífica en detalles y no resulta difícil comprobar que el autor se ha esforzado en mantener el rigor histórico, por supuesto hasta donde resulta posible en el caso de una obra de ficción. Pero es que la novela parece más una crónica que recogiera los hechos terribles que enmarcaron ese momento de la vida mexicana. Los personajes, tanto los ficticios como los reales, se van desenvolviendo a medida que avanza el relato y el lector, casi sin darse cuenta, va reconociendo en todos y cada uno de ellos las características de comportamiento y rasgos de personalidad que son producto y resultado de las singulares circunstancias en que se desarrolló su existencia.
La figura central alrededor de la cual suceden los acontecimientos es un joven español que, tal como lo planteara alguna vez Mariano Azuela en su propia obra sobre la revolución, se ve arrebatado, al igual que una brizna de paja, revoloteando en el huracán desatado de los hechos, inmerso en acontecimientos que difícilmente alguien habría buscado por voluntad propia. Bien podemos percibir en él la representación que el autor hace de sí mismo, en virtud de su labor periodística como corresponsal de muchas guerras, lo que sin duda habrá dejado en su ser profunda huella de experiencias vividas, cuyos elementos utiliza para plasmar en la obra el contexto sombrío y calamitoso de un conflicto en el que casi todos resultaron perdedores de sus bienes, su tranquilidad, sus seres queridos y sus vidas.
Así las cosas, lo que tal vez cabe destacar en esta obra, al igual que lo hemos podido percibir en otros escritos en los que Pérez-Reverte ha determinado circunscribir su narración a un marco histórico, es una implícita valoración del momento, de los hechos, los personajes y, eventualmente de las consecuencias. Así por ejemplo, su inolvidable saga del Capitán Alatriste conlleva una posición crítica de la España de la época, de las falencias del rey y los torpes manejos de los ministros del gobierno, que condujeron a la otrora poderosa nación hacia el descalabro político y económico.
Pero el sentimiento que con más frecuencia se aprecia es el repudio a la contienda y a sus terribles consecuencias. Es evidente que, luego de haberla vivido en carne propia y haber sido testigo de muchos de los horrores que de ella se derivan, de una manera consciente o, aún, inconsciente, Pérez-Reverte encauza las novelas que se enmarcan en lo bélico para insertar un mensaje, subyacente pero muy perceptible, de la inmensa desgracia que es la guerra para el ser humano.
Se nos ocurre pensar aquí en el concepto cultural que los griegos plantearon en épocas inmemoriales y que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos. Según este, la gloria de un hombre se alcanzaba en la batalla. Aquiles, por ejemplo, escogió una vida gloriosa y breve en lugar de una existencia longeva y ordinaria. Leónidas y sus 300 espartanos se cubrieron de grandeza al ofrendar sus vidas en las Termópilas. Y así, la historia y la leyenda nos han hecho conocer de qué manera incontables seres humanos, sin vacilar, han realizado el sacrificio supremo en aras de variopintos ideales, y hoy son señalados como héroes y puestos como ejemplo para las generaciones posteriores. De esta forma nos han vendido la idea de que la guerra es inevitable y, aún, deseable, en determinadas circunstancias y que en el balance final las ganancias son superiores a las pérdidas, con lo cual parece que se quisieran justificar los desafueros que tienen lugar en este tipo de conflicto.
De manera magistral, Pérez-Reverte se solaza en su narración para contradecir semejante despropósito. Y para lograrlo nos sumerge en los espeluznantes pormenores de la lucha. Allí, de una manera descarnada, nos vemos inmersos en el barro, la sangre, la desesperación y la tragedia. La muerte acecha en cada recodo, en cada página, en cada párrafo y la vida, el más preciado de los dones, pierde todo valor y toda importancia. Los hombres se convierten en seres irracionales, enceguecidos por el fragor orgiástico del combate y sobreviven o mueren sin que doliente alguno se conduela de su desdicha. Tal es el panorama desolador que se nos plantea en la obra, y que tiene que se ser así, para que los hechos absurdos allí descritos, finalmente nos muevan a cavilar sobre esta costumbre inveterada de los seres humanos, de matarse los unos a los otros.
Infortunadamente, hemos de entender que nada de lo que nos muestren la historia, la literatura o el cine habrá de modificar la tendencia autodestructiva de la humanidad. De manera inevitable hemos sido testigos de la forma en que un tirano megalómano ha agredido con todo su poder a una pequeña nación y amenaza con su armamento nuclear a cualquiera que intente obstaculizar sus oscuros propósitos. No cabe duda de que la inmensa tragedia del pueblo mexicano, según se nos describe en la novela, se ha recrudecido con barbárica intensidad en el territorio ucraniano. Y no parece haber manera de frenar la destrucción.
Tampoco la hubo en México. Uno tras otro, quienes se hicieron cargo de la presidencia en esos aciagos días, Madero, Carranza, Obregón, cayeron víctimas de las balas asesinas, al igual que esforzados luchadores como Villa y Zapata. Y estos son los que la historia recuerda. Pero hubo otras muchas víctimas que sufrieron en carne propia la crudeza y la violencia de los hechos que, dicho sea de paso, a poco o nada condujeron. El pueblo miserable y desarrapado se levantó contra el oprobio a que había sido sometido por el infame porfiriato. Vertió su sangre, sudor y lágrimas en una lucha fratricida que, al final, solo le dejó sinsabores y calamidades. Ya en 1953, Juan Rulfo había puesto de relieve esta tragedia en su colección de cuentos El Llano en Llamas. Allí pueden percibirse no solo la inmensa desdicha sino también la inutilidad que significó la Revolución para el pueblo mexicano. Tal es, igualmente, la percepción que se alcanza en la obra de Pérez-Reverte, aderezada, como queda dicho, con las experiencias de primera mano de su autor, que dan al relato un marco insoslayable de verosimilitud.
Finalmente, ha de decirse que la obra adquiere un significado de enormes proporciones en un momento como el actual, en el que los conflictos parecen multiplicarse en diversas regiones del orbe; una época en la que las ambiciones personales han dado lugar a que los pueblos se vean sumergidos en dolorosos enfrentamientos cuyo colofón es, por lo general, trágico y sangriento. Tal parece ser el mensaje que el autor quiere transmitirnos a través de esta obra, sobrecogedora, pero de lectura ineludible para quienes aspiramos a que, al conocer los enormes errores cometidos en el pasado, acaso logremos encontrar la forma de evitar que se repitan en el presente o el futuro.
Manuel. Veo que te ha impactado en todos los sentidos literarios y sociales este libro de un autor que nos ha fascinado desde que empezó a escribir y nosotros a leerlo. Tu análisis de insigne profesor y autorizad0 ‘fan’ es limpio, certero, descarnado y bello. Felicitaciones! (Una vez más)