Lo obvio:
Sin lugar a dudas, una consecuencia adyacente de la pandemia, aparte de habernos obligado a reescribir el esquema de nuestro desenvolvimiento laboral, educativo e interpersonal, ha sido la de sacar a flote las falencias de ese un tanto precario modelo de nuestros derechos y deberes.
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, instancia en la que se reconoció el carácter igualitario de todos los individuos pertenecientes a nuestra especie y, por ende, el inalienable acceso que cada uno debería tener a las garantías mínimas que nos prodigasen una existencia digna, nunca como hoy o, por lo menos, nunca de una manera tan perentoria, se había puesto sobre el tapete la por demás delicada cuestión de los derechos colectivos, enfrentados a los derechos individuales.
Sin ánimo de entrar aquí en una nueva discusión respecto al hecho incontrovertible de que una importante parte de esos Derechos no han venido a ser otra cosa que letra muerta, en virtud de las violaciones de todo tenor que tienen lugar a lo largo y ancho del planeta y de las inconmensurables carencias en salud, educación, alimentación adecuada y tratamiento decoroso que numerosos pueblos del orbe han padecido y padecen hoy, sin que sus congéneres se conduelan, se plantea ahora el interrogante sobre la posibilidad de que los gobiernos impongan la vacuna de manera obligatoria a los ciudadanos.
Por supuesto, nos referimos aquí a gobiernos de ese que llamamos el Mundo Occidental, donde supuestamente se atesoran y promueven prerrogativas como la libertad de expresión y de culto, el libre desarrollo de la personalidad, la igualdad de todos ante la ley y el derecho a vivir y morir dignamente. Por lo consiguiente, se excluyen de la presente consideración todos aquellos pueblos en los que el concepto de democracia se halla en entredicho, o aquellos otros que se desenvuelven bajo el sometimiento a regímenes dictatoriales, tiránicos y totalitarios, en los que las libertades y derechos son amplia y permanentemente coartados, en virtud de lo que los gobernantes denominan la seguridad del Estado.
Pero ahora, el avance incontenible de la pandemia ha significado un nuevo replanteamiento en lo que atañe a esas libertades y derechos. Al encontrarnos prácticamente inermes ante un patógeno agresivo y virulento, los científicos, como hemos podido ver, volcaron su quehacer al desarrollo de las vacunas que hoy se hallan disponibles. Y aunque estas adolecen de imperfecciones en lo referente al carácter variable de su efectividad y al hecho de que, a la fecha, los efectos secundarios a mediano y largo plazo constituyen una incógnita todavía por dilucidar, no se nos oculta que son, hoy por hoy, la única arma que tenemos a nuestro alcance para defendernos. El proceso de vacunación avanza en todo el mundo y no se han escatimado recursos para campañas de divulgación que convenzan a las personas de la importancia de inocularse.
No obstante, aún desde antes de que se desatara la tragedia, sabemos que han surgido, alrededor del globo, numerosos grupos de gentes que se manifiestan en contra de las vacunas de todo tipo. Hay una gran variedad de razones culturales, sociales y, sobre todo, religiosas para que tales individuos hayan optado por asumir esta actitud. Y ahora, frente a esta gran crisis sanitaria, la posición se ha tornado más pertinaz, si cabe, como resultado de la desinformación, el temor y, de una manera particular en Estados Unidos, como una actitud de extremismo político que intenta respaldar a un exgobernante torpe y megalómano, cuya calamitosa gestión mantiene al país, todavía hoy, en un crítico estado de conmoción.
Tal como queda dicho, el movimiento antivacunas se ha hecho fuerte y diversos grados de manipulación de la información han dado lugar a que muchas personas hayan adherido a tal actitud. Ello ha tenido como consecuencia que exista un porcentaje muy significativo de la población del planeta, que ha tomado la determinación de no vacunarse, lo que plantea un inevitable conflicto frente a la meta propuesta de la tal inmunidad de rebaño, la cual parece ser, hasta el momento, la única esperanza viable de vencer a este enemigo. Así llegamos al meollo de la discusión.
Los científicos han podido comprobar que las variantes del virus se generan en los cuerpos de los infectados. Al parecer, es allí donde tienen lugar las mutaciones que luego se transmiten a otras personas. Según se afirma, es de capital importancia detener la cadena de transmisión y eso solo se puede lograr a través de la inmunización masiva. Sostienen que, cuando se alcance este propósito, se reducirá el número de contagios y, por ende, las variantes, de tal manera que el sistema inmunitario de la gente se encargue de luchar contra la invasión de los virus que todavía circulan en el ambiente y convierta la infección en algo apenas levemente más severo que un resfriado común.
Sin embargo, tal objetivo se está viendo obstaculizado por el sinnúmero de individuos que se han negado a vacunarse, muchos de los cuales, según se ha podido establecer por la evolución de la epidemia en algunas regiones de Estados Unidos, han sido los más afectados por los recientes contagios que están teniendo lugar. Y, antes de terminar en una UCI, estas gentes han circulado por las calles, han estado en contacto con familiares y amigos y han diseminado la infección, sin ser conscientes de haberse convertido en portadores.
Al parecer, de acuerdo con la información que se ha divulgado, la única manera de revertir esta situación es mediante el incremento persistente del número de vacunados; y, a pesar de que todavía las personas están haciéndose presentes en los centros de vacunación, el número de quienes se rehúsan a hacerlo y las consecuentes implicaciones negativas que ello tiene, respecto de la contención del virus, han venido a constituirse en la mayor amenaza contra el esquema propuesto para encontrar una solución que le ponga freno a la tragedia.
De esta manera, algunas naciones de nuestro hemisferio, al parecer lideradas por Francia, han considerado seriamente la posibilidad de imponer la vacuna como una obligatoria responsabilidad de todos los integrantes de la población. ¿Qué viene a significar esto, en términos de los modelos libertarios de que se ufana Occidente? Este y otros interrogantes similares surgen a nuestro paso, mientras vamos echándole cabeza a una propuesta que ya se plantea como autoritaria, coercitiva y contraria a todo lo que nuestras sociedades han alegado defender.
La cuestión:
Y es aquí donde aparece la gran pregunta, que parece ser la clave de la discusión que ya se ha generado. El contexto no podría ser más claro: en el plano individual, cada uno tiene el derecho de decidir libremente que no va a vacunarse, por las razones que sea. Quien así opta, asume los riesgos y las implicaciones de su decisión y, eventualmente, se somete a las consecuencias de la misma. Su derecho es inalienable. Pero en el plano colectivo, es necesario considerar los efectos que tal decisión unilateral puede acarrear a otros miembros de la comunidad. Y, como bien podemos colegir de los más recientes sucesos de contagio de que hemos tenido noticia, los no vacunados son bastante más propensos a infectarse y convertirse en transmisores de la mortal enfermedad. Y de esa manera, una decisión personal e individual se torna en una amenaza para los demás seres del entorno. ¿Entonces?
Lo primero que se nos ocurre es que los no vacunados tendrían que mantenerse aislados de la población que ya ha sido inmunizada. La razón primordial radica en el hecho de que muchos vacunados se han infectado y han muerto, por lo que, de todas maneras, habría que prevenir que se hallen expuestos al contagio. Pero el modelo tiene varios inconvenientes; en primer lugar, no todos los que no se vacunan se contagian, previsto que sigan las normas de bio-seguridad. Por lo tanto, no-vacuna-igual-infección resultaría ser un exabrupto de enormes proporciones. Y ello sin entrar a considerar el flagelo oprobioso de la segregación, contra el cual la sociedad ha luchado grandes batallas, muchas de ellas perdidas y que vendría a otorgar a la vil discriminación algo así como una patente de corso que, sin lugar a dudas, terminaría extendiéndose a otros ámbitos de la vida en sociedad. Y, aún en el caso de que tal principio de separación llegara a aplicarse, al ser los unos indistinguibles de los otros, sería necesario establecer una herramienta física de diferenciación. Estaríamos invitando a la implementación de un nuevo rótulo de la infamia, como aquel denigrante brazalete amarillo con la estrella de David.
Se ha considerado establecer prebendas y beneficios de algún tipo como incentivo para aquellos que opten por vacunarse. Podría parecerse a la política aplicada en algunos países europeos con tasas de natalidad negativas, que ofrecía beneficios económicos a las mujeres que llevaran a término un embarazo. No obstante, algunos sociólogos han afirmado que, cuando el premio es excesivamente elevado, coarta la libertad con que una persona deberá tomar una decisión. Desde esa perspectiva, el objetivo a alcanzar se convierte en una imposición. Por otra parte, si lo que se ofrece no es suficientemente significativo, no llegará a cumplir el propósito. Así, por ejemplo, en nuestro medio, el certificado electoral otorga ciertas ventajas para quien lo posee. Pero la última vez que lo utilicé, fue al solicitar mi pasaporte. En aquel entonces el documento costaba unos $120.000 y, por presentar el certificado, me descontaron $12.000. Aparte de la irrisoria suma que constituía el beneficio, ¿cuál es el porcentaje de personas que solicitan un pasaporte, en el marco del total de la población nacional y, que por lo tanto, estén en la posición de poder acogerse a la prebenda?
La alternativa:
Por lo consiguiente, no queda sino la coerción. Esta se hallaría sustentada por la inevitable prioridad del bien común frente al bien individual. Y, al parecer, cuando los derechos de la comunidad entran en conflicto con los de un individuo, aquellos han de sobreponerse mientras que estos tendrán que quedar suprimidos o, por lo menos, limitados. Así, según se ha visto, en períodos de grandes conmociones sociales, como una guerra, por ejemplo, los gobiernos han tenido a su alcance y no han vacilado en aplicar la medida extrema de la declaratoria de la ley marcial. Si bien esta figura varía de un pueblo a otro, el principio general es que las garantías constitucionales y las libertades individuales quedan suspendidas. El mejor ejemplo que mucho se le asemeja, fue la Ley Patriota, promulgada por el gobierno de George W. Bush, luego de los atentados del 11 de septiembre, en virtud de la cual, el derecho a la privacidad fue desarticulado, al conceder a las agencias de seguridad la autonomía de espiar a los ciudadanos y recopilar información sobre sus vidas y sus actividades. Así mismo, se pusieron en práctica mecanismos de detención por parte de las autoridades, sin que fuera necesaria una orden emitida por un organismo judicial. La premisa primordial sobre la que se sustentaron tales ataques a sacrosantos privilegios, acunados por la nación norteamericana desde su fundación, era que el pueblo debía decidir entre libertad y seguridad. Al parecer, para garantizar la primera, aún en detrimento de la misma, era necesario fortalecer la segunda.
El mundo se encuentra, pues, ante los complejos dilemas planteados por la crisis desatada por la pandemia. Resulta evidente que las circunstancias en que se había venido desarrollando la vida de las gentes hasta la aparición del Covid han cambiado drásticamente; y no sabemos cuándo, o si, podremos retornar a las condiciones en que nos desenvolvíamos anteriormente. Por esta razón es apenas comprensible que las dinámicas de nuestra existencia, que hasta ayer dábamos por sentadas, hoy por hoy resulten inadecuadas y requieran revaluación y urgentes ajustes. “A grandes males, grandes remedios”, decían las abuelas.
Es un hecho que la medida de hacer obligatoria la vacunación aún genera enormes dudas en las autoridades de las naciones del mundo, no solo en el plano ético sino también en lo que tiene que ver con el aspecto logístico. También podemos percibir que ciudadanos de países en los que los derechos individuales se han afincado y enraizado hasta pasar a ser parte de la entraña de la estructura social, sin lugar a dudas levantarán sus voces de protesta, y puede ser que algunos de los más recalcitrantes promuevan acciones de repudio y movimientos, unos pacíficos y otros no tanto, que expresen su disconformidad. Sin ir más lejos, ya hemos visto de qué manera las turbas extremistas de Estados Unidos reaccionaron ante la falacia del fraude electoral. Resulta inquietante pensar de lo que pueden ser capaces, armados hasta los dientes, si una providencia de obligatoriedad llegara a implementarse en esta nación.
En conclusión:
La realidad que estamos enfrentando es implacable y es primordial encontrar estrategias y mecanismos que busquen la manera de devolvernos el control de nuestras vidas. La opción de decidir lo que pasa con su cuerpo es, supuestamente, un derecho que asiste a cada uno de los seres humanos. A pesar de ello, todavía en muchos países del orbe, las leyes y los gobiernos avasallan y violentan esta prerrogativa en circunstancias como un embarazo no deseado, al negar a la mujer el privilegio de decidir si lleva su preñez a término o si, eventualmente, opta por abortar. Su elección, cualquiera que sea, de ninguna manera pone en riesgo otras vidas, aparte de la suya propia, (algunos dirán que también ha de tenerse en cuenta la vida del feto, pero ello dista mucho de ser algo que amenace la seguridad de los demás miembros de la comunidad), y es, por todo y ante todo, una determinación que ella toma con respecto a su propio cuerpo. No obstante, normas, leyes y disposiciones, las más de las veces establecidas por varones (criaturas no gestantes), imponen en muchos casos el camino que ha de seguirse. O sea que ese principio del derecho que cada ser pudiera tener sobre sí mismo no es, ni ha sido jamás, absoluto o inalienable.
Habida cuenta de lo anterior y mirando de frente la catástrofe que ha significado esta situación de salud, es responsabilidad de los líderes del mundo hacer efectivos los mecanismos que el actual conocimiento del virus, por exiguo que fuere, ponga a su alcance para frenar la hecatombe. Puede ser que eso signifique desconocer algunas libertades y derechos de una que en la actualidad se percibe como franca minoría, que se rehúsa a vacunarse; especialmente si se llega a la conclusión de que tal actitud representa un riesgo de vida o muerte para el resto de los habitantes del planeta. Todo eso con el propósito de alcanzar la tan ansiada inmunidad de rebaño, que parece ser, hasta la fecha, la mayor esperanza para derrotar al Covid.
Imponer la vacuna será, seguramente, una tarea titánica. Significará múltiples controles, el secuestro de bienes y servicios para quienes no se acojan a lo dispuesto y el establecimiento de medidas preventivas y estrategias de manejo para los casos de protesta y rebeldía declaradas, que pudieran poner en riesgo el orden público y la tranquilidad. Será, sin duda, una determinación no exenta de peligros. Pero el sendero por el que nos hemos visto obligados a discurrir, como consecuencia de esta crisis sanitaria, se ha mostrado sembrado de escollos y ha traído múltiples sinsabores a millones de seres humanos. A nadie se le oculta que es necesario cambiar el rumbo y que el bienestar de las generaciones venideras habrá de depender de las decisiones que tomemos hoy. Estamos, al igual que César, frente al dilema del cruce del Rubicón. Pero la suerte está echada y, a menos que sepamos estar a la altura del inmenso reto que se nos plantea, estaremos abocados a enfrentar un futuro oscuro y doloroso. De ninguna manera podemos permitir una consecuencia similar a lo que fue la tenebrosa peste negra de la Edad Media, con sus cuarenta años de duración. Dos tercios de la población, que sucumbieron entonces, equivalen hoy día a 4.600 millones de seres. Es decir que, aparte de nosotros, muchos de nuestros hijos, nietos y biznietos habrán de contarse entre las víctimas fatales. Es evidente que se debe hacer lo que sea necesario para prevenir una catástrofe de semejantes proporciones.
Buen artículo, sin duda un tema muy controvertido, pero sin lugar a dudas debe imponerse la vacuna obligatoria para todos y el que no lo haga, aislarlo, de lo contrario tendremos pandemia para mucho rato.