El modelo de educar en casa, conocido en algunos ámbitos por la forma en que se lo denomina en inglés: «homeschooling», consiste, como su nombre lo indica, en la contratación de uno o varios profesores particulares o tutores, que habrán de hacerse cargo de la instrucción de los hijos menores y, aún, adolescentes, de una familia cuyos padres mantienen reservas más o menos severas respecto al sistema escolar de la comunidad en que viven. En algunos casos esta educación es impartida por los mismos padres, especialmente en áreas rurales que se encuentran retiradas de los centros urbanos. Aparte de la consideración en virtud de la cual esta fue la forma inicial de educar a los hijos, la tendencia moderna de alejar a los vástagos de las escuelas se originó aproximadamente en la década de los 70 con la publicación del pensamiento de Iván Ilitch, de nacionalidad austriaca, quien ha sido visto como un pensador contestatario con inclinaciones anarquistas, cuyas ideas fueron recogidas y ampliadas en los Estados Unidos por John Caldwell Holt.
Analizar los propósitos que persigue una persona o un grupo de personas cuando asumen unas ciertas características de comportamiento o un estilo de vida específico puede resultar prolijo y hasta aventurado, pero no imposible. Este examen se llevaría a cabo mediante la observación más o menos detenida de los hechos y del contexto en que estos se desenvuelven. En lo referente al tema en discusión, las creencias religiosas más o menos arraigadas, que se ven desbordadas por el movimiento cada vez más generalizado de una educación laica, mirada por muchos como responsable de la perversión de las buenas costumbres y corruptora de la mente y del pensamiento, pueden ser uno de los principales motores que den lugar a que los padres opten por alejar a sus hijos de un ambiente educativo librepensador que pudiera entrar en conflicto con el espíritu místico y devoto en que se mueve la vida familiar.
Adicionalmente, la masificación que se ha venido dando en el proceso educativo, tanto en la educación pública como en la privada; varios lunares que parecen haberse entronizado en el contexto escolar, como el matoneo y el abuso de las drogas; amén de cierta tendencia a la promiscuidad, auspiciada, según algunas formas de pensar, por la apertura hacia la educación sexual y el derecho de cada individuo a vivir su sexualidad según su propia naturaleza, sin que deba someterse al escarnio público o a la discriminación, además de otros problemas que quizás podrían parecer menores pero que inciden de forma inevitable en la formación de los educandos, entre los que puede mencionarse la inequidad del proceso de evaluación y la enseñanza de temas que poco o nada tienen que ver con las realidades que debe enfrentar el ser humano en el mundo moderno, vienen a constituir un piso sólido para aquellos que defienden un modelo educativo más acorde con los valores familiares. Así las cosas, mantener a los hijos en casa y enseñarles lo que la experiencia y las convicciones de los padres señalan como lo más apropiado para sus vidas podría parecer lo más adecuado para formar a las nuevas generaciones.
En lo que respecta al proceso educativo en el mundo moderno, no cabe duda de que las cosas han venido complicándose con el transcurso de los lustros. La vida actual plantea exigencias cada vez más altas y el individuo ha tenido que desarrollar destrezas que le hagan más y más competitivo. Esas habilidades comienzan a desarrollarse a edad cada vez más temprana y los temas de aprendizaje deben irse actualizando de manera vertiginosa para mantener el esquema en concordancia con las características del presente siglo. He ahí el reto que enfrentan las instituciones educativas de hoy, muchas de las cuales han sabido asumirlo a través de un permanente proceso de actualización, capacitación permanente de docentes y revisiones periódicas del pensum. Se han creado entes internacionales enfocados de manera específica en la educación y quienes han tenido la suerte de formarse a la luz de estos parámetros, han cosechado ingentes beneficios en sus procesos de formación y desempeño profesional. De esta manera, guardadas las proporciones y a pesar de los innumerables problemas que todavía la aquejan, puede afirmarse que la escuela ha mantenido su posición preeminente en lo que respecta a la formación integral del individuo.
Frente a estos postulados, ¿qué le ofrece al infante de hoy el proceso de educación en casa? La respuesta a este interrogante no deja de tener una carga inevitablemente apreciativa y, por lo mismo, susceptible de cuestionamientos. Pero es claro que este modelo adolece de falencias puntuales que amenazan convertirse en enormes lastres en la vida futura de quienes hayan discurrido por el mismo. Hay varios aspectos que han de tenerse en cuenta para determinar las diferencias que el hogar tiene frente a la institución escolar propiamente dicha:
- El uso de la tecnología y el desenvolvimiento histórico del proceso.
- La pericia y adecuada preparación de quienes imparten la educación.
- Elementos constitutivos de una formación integral, más allá de la simple instrucción.
Enseñar ha venido a convertirse en una actividad altamente tecnificada. La inclusión de habilidades informáticas en los programas académicos, como también el desarrollo de un pensamiento sistémico que ayude a comprender y asimilar los inmensos volúmenes de información a que se ven expuestos los educandos son el pan de cada día en la educación de hoy. No se nos oculta que la escuela ha ido adaptándose a estos desafíos y que se halla fundamentalmente preparada para la tarea que le corresponde. En contraposición, el hogar es un contexto distinto. Es indiscutible que de allí arranca todo, que los primigenios educadores son los padres y que el nivel más básico y elemental del aprendizaje ocurre en este medio. Pero las necesidades del párvulo desbordan bien pronto la capacidad instructiva de los progenitores. Estos, frente a las demandas propuestas por la consecución del diario sustento, se van quedando rezagados en su papel de educadores. De manera permanente continuarán inculcando valores familiares, éticos y morales a sus retoños, de acuerdo con el sentir ideológico de cada núcleo familiar. Y, al igual que en la Antigua Grecia, acabarán asignando el resto de la formación de los mismos a gentes específicamente elegidas para tal fin. En aquellos albores de la humanidad los maestros eran servidores de la casa, muchos de ellos pertenecientes a la categoría de esclavos, que desarrollaban su labor en unos términos acordes con ese momento histórico-cultural. Sin embargo, el transcurrir de los tiempos dio lugar a que ese esquema fuese sustituido por el de la institución educativa, en donde poco a poco fueron concentrándose todos los elementos requeridos para llevar el proceso de enseñanza-aprendizaje a feliz término.
Hasta hace un tiempo relativamente reciente existía en la mente de muchas personas el convencimiento de que «eso de enseñar es una cosa fácil, para la que no se necesita ninguna preparación.» Tal ha sido una de las principales causas de los diversos problemas y fracasos en la educación, de los que hemos sido testigos desde tiempos pretéritos hasta la fecha. Durante toda la primera mitad del siglo XX, y de ahí para atrás, el proceso de basó en conceptos «cuestionables», por decir lo menos, como por ejemplo aquel resumido en el peregrino refrán de que «La letra con sangre entra». Este modelo, con sus inamovibles esquemas y sus terribles consecuencias, fue presentado de manera magistral por Peter Weir en su producción cinematográfica de La Sociedad de los Poetas Muertos.
A partir de la segunda mitad del siglo resultó cada vez más evidente la necesidad de llevar a cabo un detenido análisis de las diversas maneras de aprender, de la multiplicidad de habilidades en la mente del ser humano y de la consecuente importancia de asumir la educación sobre la base de principios científicos que ya venían enunciándose de tiempo atrás por parte de eminentes figuras como Piaget, Montessori o Kamii. Y de allí derivó la necesidad de formar educadores profesionales que se hicieran cargo de una tarea que, hasta entonces, había estado en manos de aficionados empíricos cuya idoneidad para la misma era más bien dudosa y que enmascararon su incapacidad mediante la aplicación de sistemas impositivos y autoritarios que hicieron poco menos que castrar ideológica y emocionalmente a sus aprendices a lo largo del proceso.
Al mirar las cosas de esta manera no cabe la menor duda de que la formación de un educando debe necesariamente asignarse a personas previamente capacitadas para ello, que hagan gala de las cualidades necesarias para garantizar que tan ingente tarea pueda llevarse a cabo sin los traumatismos que la caracterizaron en el pasado. Y, como en muchos de los oficios a los que el hombre entrega su vida, su esfuerzo y su dedicación, la docencia demanda una enorme voluntad de apostolado. Por todas las anteriores razones es claro que, si los padres no han recibido la preparación adecuada, en modo alguno se los puede considerar capacitados para ejercer la función de educadores. Pero más todavía: aún en el caso de que hayan recibido la formación necesaria, nunca es recomendable ni práctico que asuman la educación de sus propios hijos, en virtud del mismo conflicto emocional que impide a un médico hacerse cargo del tratamiento de salud de uno de sus familiares.
A las anteriores consideraciones podrá oponerse entonces la idea de contratar tutores particulares que asuman la instrucción en casa. Estas personas serían seleccionadas de entre una gama de docentes calificados que pudieran hacerse cargo del trabajo. Si bien este proceder resuelve, en principio, el problema de la idoneidad profesional de los educadores, no puede dejar de observarse el inmediato obstáculo que surge en la elevada carga económica que ello representa. El modelo se torna, de esta manera, inviable y muy selectivo, ya que tan solo un exclusivo número de familias con el poder adquisitivo necesario estarían en capacidad de asumir los gastos que implicaría la contratación de un número plural de profesores que llevaran la enseñanza hasta las puertas de sus casas.
Lo cual nos conduce al tercer aspecto de nuestra consideración. Desde su nacimiento hasta la mediana infancia el individuo lleva una vida que podríamos calificar como totalmente dependiente y centrada de manera casi exclusiva en su propia existencia. Es, en otras palabras, el centro del universo y hacia él confluyen la atención y los cuidados de los adultos que constituyen su entorno. El objetivo de esta primera etapa de la formación consiste en ir desarrollando un creciente grado de autosuficiencia que le lleve a valerse por sí mismo; lo cual, si las condiciones necesarias llegan a darse, se logra hasta cierto punto. Pero aún en un estadio óptimo de este tipo de desarrollo, el infante es y se mira a sí mismo como una entidad única, cuya importancia no tiene parangón, sentimiento perturbado tan solo por la presencia de hermanos con quienes deba compartir ese medio ambiente privilegiado.
Pero será tan solo cuando se enfrente al medio escolar, cuando pase a convertirse en uno más del conglomerado y sin un tratamiento preferencial, que dará sus primeros pasos en ese esquema en el que habrá de desenvolverse de ahí en adelante: el contexto social. Porque la escuela, más allá de ser un centro de instrucción y adquisición de habilidades intelectuales, suministra el ambiente necesario para que el individuo vaya aprendiendo principios fundamentales como la convivencia, la tolerancia, el respeto a la diferencia y el manejo de la frustración. Solo en este mundo podrá comprender a cabalidad que su libertad y sus derechos terminan ahí donde comienzan la libertad y los derechos del otro. Únicamente a través de la experiencia llegará a asimilar el hecho de que nadie es perfecto, que la felicidad es un estado que se alcanza mediante una búsqueda permanente y que a todos asiste el privilegio de discurrir por la misma senda, en igualdad de condiciones. Allí, rodeado de sus pares, aprenderá que todos tropezamos y hemos de sufrir las consecuencias, pero que el éxito de la propia superación no consiste en no dejarse caer sino en saber levantarse.
Tales son los elementos que integran eso que hoy ha dado en llamarse «formación integral», que solo se logra a lo largo de años de entrenamiento en el medio escolar. En él se nos inculca el principio básico de la lucha por la vida, la necesidad de desarrollar nuestra conciencia para que, acorde con las destrezas intelectuales adquiridas, podamos encontrar nuestro lugar en el mundo y convertirnos en individuos auténticos, leales a nuestras propias convicciones y útiles a nosotros mismos, a nuestros seres queridos y a la sociedad. Toda esta gama de características se obtiene sin lugar a dudas mediante el contacto humano con nuestros congéneres y el diario enfrentamiento con las vicisitudes que el mismo nos depara.
Cualquier otro modelo que aparte al individuo de esta estrecha relación con los demás seres que pueblan el mundo, no hará otra cosa que alimentar su egolatría y despertar un cada vez más profundo sentimiento de desprecio por los demás. Nunca llegará a entender los términos en que se desarrolla una verdadera convivencia, puesto que quienes se mueven a su alrededor estarán allí tan solo con el propósito de satisfacer desde sus necesidades más inmediatas hasta sus más superfluos caprichos. Su formación se llevará a cabo al margen de las duras realidades de la vida; crecerá como dentro de una burbuja y día a día afianzará su convencimiento de ser superior a los demás. Se convertirá en un ser asocial, incapaz de relacionarse con otros en igualdad de condiciones. Y, si su desarrollo intelectual alcanza elevados logros, este tan solo contribuirá a que otorgue más y más crédito a la idea de ser mejor. Todo este contexto se convertirá en un excelente caldo de cultivo para consecuencias imprevisibles pero muy poco deseables, que no por hallarse aquí expuestas de manera puramente especulativa, son menos preocupantes:
Por una parte, cuando finalmente deba esta persona enfrentarse con la realidad del medio social, puede ser que su incapacidad de comprensión evolucione en alguna forma de sociopatía, con resultados rayanos en la catástrofe. Repudiará todo aquello que se aleje de la satisfacción de sus necesidades personales y no tendrá reparos en alcanzar sus objetivos por cualquier medio a su alcance.
Pero también puede ser que no logre alcanzar ni siquiera el más elemental estado de adaptación. Que sus niveles de frustración lleguen a ser de tal intensidad que no consiga entender de qué manera es posible que el mundo no sea todo eso que él había imaginado. Se sumirá acaso en estados de depresión profunda y su vida penderá de un hilo.
A pesar de que estas últimas consideraciones puedan ser vistas como apocalípticas y/o alarmistas, el propósito general de los planteamientos expuestos se halla relacionado con la importancia de educar al ser humano dentro de un contexto eminentemente social. Desarrollar al máximo su capacidad de relacionarse con los demás en forma igualitaria, eficaz y fructífera para que, de esa manera, las habilidades y destrezas adquiridas a lo largo del proceso formativo lleguen a convertirse en valiosas herramientas que lo lleven a ocupar un lugar apropiado en su mundo, en el que le sea posible alcanzar una plena realización personal y una existencia satisfactoria y pletórica de triunfos.