UNA CONTIENDA SECULAR

Los acontecimientos acaecidos en Europa por cuenta del ataque a una revista de caricaturas, en Francia, y la detección de un plan de ataque con bomba en el territorio belga, por parte de un grupo extremista, de nuevo nos llevan a sobrecogernos ante los aterradores niveles de inseguridad que vive, hoy por hoy, el Mundo Occidental, cuya población parece hallarse inerme ante la agresión y totalmente desprotegida, en virtud de la aparente incapacidad de los sistemas policiales para garantizar la tranquilidad, el derecho a la vida, a la libre expresión y a otras tantas prebendas de las que las gentes de este lado del orbe habían venido disfrutando hasta ahora, (casi de manera exclusiva, habida cuenta de la opresión que viven los habitantes de otras latitudes). Grupos islámicos recalcitrantes han convertido a Occidente en el blanco de su furia incontenible. Nos han tipificado cono el “Gran Satán” y se han vuelto contra nosotros con sevicia vesánica, convencidos de estar llevando a cabo la obra de Dios. ¿Qué pudo exacerbar hasta tal grado los ánimos de un pueblo? ¿En dónde podrían encontrarse las causas de un odio tan acerbo, que pueda llevar a muchos de ellos a entregarse a la muerte, si con ello logran hacernos daño? Ante hechos tan graves como los que hemos vivido, aún antes del fatídico 11 de septiembre, (no olvidemos la tragedia de Münich, por mencionar tan solo un incidente), resultaría primordial comenzar a buscar una respuesta a estos interrogantes, tal vez como un primer paso para intentar contener esta escalada de violencia, que viene a sumarse a las muchas otras miserias que aquejan al género humano.

Podríamos comenzar haciendo referencia al nacimiento de la fe musulmana, alrededor del año 600 de nuestra era, aproximadamente. Nacido en una de las tantas tribus que conformaban la raza agarena y enviado, según la costumbre, al desierto, Mahoma se convirtió pronto en un instrumento de cohesión de los diversos clanes, a través de su prédica religiosa. A pesar del rechazo inicial, el número de sus seguidores fue creciendo y fortaleciéndose. Una de las primeras decisiones del líder fue volverse contra aquellos que lo habían repudiado y, aún, perseguido. Tal fue el nacimiento de la Guerra Santa que se trasladó luego a la búsqueda de conquistas más ambiciosas en el Este de Europa. Como sabemos, los musulmanes lograron penetrar en la Península Ibérica, donde permanecieron siete siglos.

Pero, ¿podemos, acaso, considerar que las raíces de su aversión hacia la cultura occidental se encuentran tal vez enclavadas en los finales de la Edad Antigua y gran parte de la época Medieval? Estos momentos históricos se caracterizaron, entre otras cosas, por la lucha de los pueblos cristianos europeos contra los llamados “moros”. Imbuidos de un sentimiento religioso más o menos estructurado, impulsados además por el sueño de un dividendo en ganancias materiales y también, de paso, por la oferta de beneficios espirituales que esperaban obtener, los reyes y señores feudales de Occidente marcharon contra los árabes durante las famosas cruzadas, con el propósito, según decían, de recuperar para la cristiandad el dominio de Tierra Santa que se hallaba, a la sazón, en manos de los infieles islámicos y, tanto la lucha de conquista de los musulmanes como los diversos lances emprendidos por los cristianos vinieron a constituir el escalamiento de una guerra de religión que perdura hasta hoy. Con desasosiego ha de reconocerse que ningún objetivo fue alcanzado por ninguna de las partes, como no fuera el de arrasar la tierra, bañarla con sangre y lágrimas y enemistar para siempre a dos culturas que, a pesar de sus muchas diferencias, perseguían el propósito común de honrar y alabar a un único Dios.

Al paso de los siglos subsiguientes, cada una de estas comunidades se desarrolló de acuerdo con los principios básicos de sus creencias. El genio árabe se manifestó a través de inmensos aportes hechos a la ciencia y al conocimiento aunque, de manera inexplicable, con el transcurrir de los años fue palideciendo hasta casi desaparecer del todo, mientras que Occidente discurría por aguas más turbulentas que tranquilas, hacia la modernidad. (No olvidemos los horrores de la infame Inquisición, nacida de la arrogante convicción de hallarse en posesión de la verdad absoluta, que se entronizó en las mentes de la clerecía occidental, por aquel entonces).

Estos dos rivales tendrían que haber permanecido así, en una especie de Guerra Fría, tolerándose más que cualquier otra cosa, de no haber sido por un factor que vino, ya desde tiempo atrás, a sulfurar los ánimos: la urgencia de los europeos de satisfacer sus necesidades primarias, secundarias y hasta terciarias, una de las más notables, la codicia, mediante el usufructo de bienes y riquezas que abundaban en el Medio y el Lejano Oriente. Y hacia allí se dirigieron para apoderarse de ellas, recurriendo a la astucia, el engaño el trueque leonino o la simple y llana fuerza bruta, de los que se derivaron la dominación, el avasallamiento y el genocidio indiscriminado. Ninguna de las culturas orientales estaba preparada para hacer frente a semejante proceso de invasión y latrocinio. Y, llegado el siglo XX, las cosas tan solo empeoraron para los pueblos árabes cuando apareció ese otro bien de consumo, el petróleo, que hasta el día de hoy mantiene funcionado al mundo y que se encuentra de manera abundante en el subsuelo de la tierra que les pertenece. Tales fueron las circunstancias que terminaron de enardecer los ánimos y construyeron en las mentes de estas comunidades la idea de que Occidente era, desde cualquier punto de vista, un enemigo que no ha hecho otra cosa que victimizarlos una y otra vez para satisfacer sus ambiciones.

Como bien sabemos, las potencias de esta parte del mundo ha recurrido a incontables subterfugios, cuando no a innumerables abusos para apoderarse de la inconmensurable riqueza del “oro negro”: En virtud de los sistemas socio-políticos absolutistas que gobiernan a las naciones árabes, se han establecido alianzas con sultanes, pachás, maharajás y demás tiranuelos de la región, quienes se han enriquecido de manera grotesca al vender como si fuese propio, un recurso que tendría que ser propiedad y patrimonio de todo el pueblo. Sojuzgados de esta manera por los déspotas locales, una presencia extranjera ominosa y amenazadora, cuando no directa y abiertamente opresiva y un sentimiento religioso inamovible, impuesto casi a la fuerza desde los sistemas teocráticos que rigen sus países, las gentes del Oriente Medio se han debatido a lo largo de los lustros entre la pobreza, la miseria y el hambre y, sobre todo, la frustración que seguramente les causa el hecho de estar en posesión de un subsuelo preñado de una riqueza que tan solo beneficia a una muy escasa minoría de los suyos y sí, por el contrario, a las inmensas mayorías de los pueblos occidentales que, por lo demás, como resultado de la incomprensión y de una inveterada costumbre de desconfianza y, aún de rechazo hacia la diferencia, miran con reserva y a veces con mal disimulada animadversión a su cultura, forma de vida y credo. Todo ello sin mencionar al pueblo que, a pesar de los padecimientos todavía hoy recientes de un genocidio criminal, olvidando las enormes penalidades de antaño, se ha tornado a su vez en fuerza genocida que inflige a otros la barbarie de la fuera víctima, auspiciado por las potencias occidentales que le brindan su respaldo en virtud de la riqueza y, por ende, de la influencia que poseen muchos de sus integrantes. Quizás de esta manera pudiera llegar a ser comprensible que, con el transcurrir del tiempo, oscuros sentimientos anti-occidentales hayan ido germinando entre la comunidad islámica.

Para nadie es hoy un secreto que la religión, astutamente manipulada, constituye una herramienta valiosa de dominio y sometimiento y que los líderes político-religiosos se han valido de ella para ejercer un férreo control de masas a todo o largo y ancho del planeta. Y los pueblos árabes no han sido la excepción. Si bien, desde un punto de vista esencialmente progresista podría llegar a considerarse que la forma de establecer relación con la Divinidad debe evolucionar en la medida en la que lo hacen las sociedades, es un hecho que tal adecuación no ha tenido lugar entre los musulmanes. Ninguno de los procesos socio-político-culturales por los que atravesara Occidente tuvo lugar en estas comunidades y sus integrantes por siglos se han aferrado a sus creencias primigenias.

Por el contrario, inéditas maneras de pensar y de ver la vida han surgido en nuestra parte del globo. Con el despertar a una realidad nunca antes percibida, a partir de una nueva forma de existencia en la que la falacia mística ha perdido su poder de intimidación, los occidentales han fijado su atención en el presente como única certeza y han hecho del libre pensamiento, el hedonismo y la inmediatez los fundamentos de su transcurrir por el mundo. A pesar de las bondades de este espíritu libertario, no ha sido posible evitar la caída de muchos en un estado de desbarajuste ético-moral que es mirado con horror por los miembros de la fe musulmana, cuyas mentes se hallan inmersas en una religiosidad a ultranza.

En tales circunstancias no es extraño que el repudio hacia lo que somos haya cundido en sus mentes y se haya convertido en caldo de cultivo para los sentimientos fundamentalistas que han ido apareciendo en los últimos cincuenta años, lo cual ha dado lugar a funestos choques que ahora, al igual que en el pasado, han cobrado la vida de innumerables inocentes. Poca o ninguna diferencia puede percibirse entre el tristemente célebre Septiembre Negro y la tenebrosa organización del Estado Islámico, cada una de las cuales muestra a su manera el aborrecimiento al Mundo Occidental; e incontables han sido las víctimas de este pavoroso enfrentamiento. Por otra parte, igualmente desgarradores son el clamor del pueblo norteamericano ante sus casi tres mil muertos, como el llanto de las madres árabes que han perdido a sus hijos en la represión inclemente desatada por autócratas locales, muchas veces respaldados por las potencias occidentales, como también en los bombardeos indiscriminados que de manera repetitiva se ciernen sobre su territorio. (*)

Y un nuevo motivo de angustia ha venido a añadirse a las vicisitudes de Occidente: el credo extremista de que hacen gala los grupos fundamentalistas, de manera pasmosa ha venido a permear la mentalidad de muchas gentes de este lado del mundo, especialmente de una generación de jóvenes que han abrazado el Islam, acaso como en una búsqueda de algo más profundo, más significativo y mucho menos nimio y superficial que lo que tienen a su disposición en el entorno en que viven. Si bien cada individuo posee el derecho de estructurar su fe de acuerdo a lo que haya elegido creer, no deja de ser preocupante que muchos de estos nuevos musulmanes hayan caído en las redes de los grupos extremistas. Con celo fervoroso asumen como suya la lucha de otros e incurren en cualquier clase de exabruptos, se camuflan entre nosotros y golpean donde y cuando nadie se lo espera. Así, por ejemplo, el bárbaro sayón del Estado Islámico ha sido parcialmente identificado como un hombre formado en Occidente. Sería conveniente echar una mirada a este fenómeno que ha venido a añadir un nuevo ingrediente a la confrontación.

¿Qué puede motivar a jóvenes europeos a abandonar su casa, sus familias, su estilo de vida, para ir a participar en una lucha que no es la suya? Tal vez la respuesta pueda hallarse en el contexto en que se desenvuelven, sus relaciones con el entorno y las expectativas de existencia. Cabe suponer, quizás, que este mundo desasosegado, competitivo e inhumano que les ha correspondido en suerte no les plantea ninguna forma de porvenir atractivo y sugerente; es posible que alcanzar el éxito material a cualquier precio, en una carrera en la que puede resultar necesario pisotear a más de varios congéneres no se presente a sus ojos como un desafío que valga la pena asumir, mientras a su alrededor se multiplican la injusticia, la corrupción y la miseria de muchos. Cunde entre ellos la desesperanza que con frecuencia conduce a la depresión y, eventualmente, al suicidio. A menos, claro está, que surja en el horizonte un estímulo nuevo, atractivo, que resalte los aciagos resultados de este esquema de existencia y de inequidad rampante y que les muestre una manera susceptible de equilibrar la balanza y darle un sentido a su deambular por este bien llamado “Valle de Lágrimas”. Podemos llegar a pensar que, entonces, el cúmulo de preceptos religiosos a que tal vez se vieron expuestos en algún momento de su crianza, cuya práctica abandonaron por considerarla insulsa y carente de significado, se reinventa en sus mentes, alimentado por las doctrinas de esta, para ellos nueva fe, que pretende mostrar que la corrupta forma de vida de Occidente es la raíz y la causa de todos los males del mundo y que, por lo consiguiente, resulta imprescindible erradicarla, así sea mediante el sacrificio supremo.

El balance que se extrae no es particularmente halagüeño. El Mundo Occidental se halla hoy enfrentado a una comunidad profundamente creyente, cuya religiosidad se ha mantenido más o menos incólume en su esencia, a lo largo muchos siglos. Son ellos un conglomerado humano que ha sufrido a lo largo de ese mismo lapso toda suerte de agresiones e inimaginables formas de violencia, nacida no solo en el seno de su propia cultura, por parte de gobernantes inescrupulosos con conductas rayanas en el crimen, sino también como consecuencia de tesoros que han estado en su posesión casi sin que ellos así lo hayan deseado y que se han convertido en el objetivo de la codicia de otros. Entonces, no de manera súbita sino paulatina, ha ido germinando en las mentes de algunos de ellos la idea de devolver los golpes. Su ideología se ha radicalizado y aquí estamos ahora, ante una forma de guerra para la que los estados occidentales jamás se prepararon. Una lucha de infiltración, de golpe y escape o, como los legendarios pilotos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, de ataques kamikaze. Aún no nos reponíamos de nuestro asombro ante los infaustos acontecimientos del 11 de septiembre, cuando nos estremeció el atentado del 11 de marzo en Madrid. Y no terminaba de asentarse el polvo en Atocha, cuando se produjeron las explosiones del 21 de julio en Londres. Y los recientes incidentes en París y Bélgica, además de las tenebrosas imágenes de decapitaciones y de un hombre quemado vivo, (en una espeluznante rememoración de los años siniestros del Oscurantismo), difundidas por el Estado Islámico, nos dicen que el horror está lejos de terminar.

Con un particular sentimiento de angustia podemos llegar a suponer que el planeta entero avanza en una desbocada carrera hacia un profundo abismo. Aún si abandonamos por un instante nuestra observación del caso que nos ocupa, nuestra vista no encuentra un oasis de tranquilidad en este inmenso desierto: la ambición desmedida, el hambre, el genocidio y la explotación del hombre por el hombre están a la orden del día dondequiera que se posen nuestros ojos. Y esta contienda secular que enfrenta a Occidente con los extremistas del mundo musulmán no parece tener un posible fin a corto o mediano plazo.

Con la natural ansiedad que nos genera la incertidumbre del sino que habrá de corresponderles a nuestros hijos y a las generaciones venideras, no podemos dejar de preguntarnos si existe alguna forma de soslayar este catastrófico enfrentamiento y eludir las fatídicas consecuencias que se avizoran. No será una empresa fácil. Pero, dado el estado de conmoción que cada nuevo incidente nos causa, casi como recurso de mecanismo de defensa ante la adversidad tomo la determinación de soñar: se me ocurre pensar que un primer paso pudiera ser, tal vez, convencer a los pueblos occidentales de modificar de manera radical su posición, no solo frente al Oriente Medio sino también respecto al resto de los mortales, mucho menos favorecidos por la diosa fortuna. Si estuviésemos dispuestos a tenderles una mano para ayudarles a salir de esa milenaria condición de atraso en que hoy naufragan, si compartiéramos con ellos nuestros recursos y nuestro pan para que pudieran erradicar de sus vidas la hambruna, la pandemia y la desesperanza, entonces tal vez, transcurrido algún tiempo, lográsemos convencerlos de que los vemos como nuestros iguales, que no somos sus enemigos y que nunca más volveremos a representar una amenaza para ellos. Quizás de esa manera pudiéramos obtener su apoyo y su cooperación para identificar y detener a los integrantes de esa minoría recalcitrante y contumaz que también los daña a ellos. Aunados todos en la búsqueda de una paz duradera, fundamentada en la tolerancia y el respeto a la diferencia, eliminaríamos la necesidad de desquite y retaliación que alimenta a los extremistas. El camino sería sin duda tortuoso, largo y colmado de peligros, pero por lo menos estaríamos luchando mancomunadamente para poner fin a esta inmensa locura que ha tomado las vidas de tantos y que no promete otra cosa que continuar la matanza. Así, pudiera ser que en un par de generaciones alcanzáramos la anhelada meta.

Tomo conciencia de lo quimérico de tan utópica idea. Ese primer paso que se le sugiere a Occidente puede nunca llegar a darse, puesto que este hemisferio se halla conformado por una infinidad de gentes y culturas disímiles, con intereses distintos y también con inmensas necesidades. No puede imaginarse de qué forma sería posible persuadir a todos nosotros de la urgencia de asumir una posición unificada, sólida y sostenible que convenciera a los otros de nuestras buenas intenciones. Ellos, por otra parte, mirarían con gran reserva nuestro proceder y solo el tiempo habría de demostrarles lo que pretendemos. Mientras tanto, el riesgo sería enorme.

Pero a pesar del hecho de que esta idea constituya una fantasía que parece prácticamente irrealizable, considero que es de capital importancia dar rienda suelta a este tipo de elucubraciones. Mentes más encumbradas, de hombres sabios y mejor informados tendrían que dedicarse a la tarea de buscar una solución a esta sinrazón. No se necesita mucho para entender que las cosas, tal como están, solo tienen visos de empeorar. ¿Se ha detenido alguien a pensar en la escalofriante pero incontrovertible posibilidad de que alguno de estos grupos pudiera llegar a tener, eventualmente, acceso a un poder de destrucción masiva, para que se dé lo cual puede ser que solo se necesite el transcurrir de un más o menos breve lapso de tiempo? No podemos esperar a tener la tragedia frente a nosotros. A la fecha, nadie sabe cómo establecer una línea de defensa viable ante los ataques de un enemigo que es casi invisible. Ya hemos visto de lo que son capaces y ello nos da una idea de lo que puede llegar a ocurrir. Pertinente resulta aquí citar las palabras de Petros Márkaris, enunciadas a través de uno de sus personajes, Katerina Jaritos: “La lucha represiva contra el terrorismo es necesaria pero insuficiente. Sin medidas preventivas que reduzcan las causas que provocan el terrorismo, la justicia seguirá siendo incapaz de abordar el problema. Del mismo modo que la prevención es necesaria en la lucha contra el cáncer, también lo es en la lucha antiterrorista.” (El resaltado es mío.) (**)

Así, el propósito más urgente es salir a buscar la paz. Habremos de promover un cambio en nuestra actitud, para probarles a estas comunidades que de verdad queremos poner un alto a la demencia. Esta es la única forma de pensar que conlleva la esperanza de un futuro promisorio. No cabe duda de que la senda será tortuosa y plagada de escollos y que las posibilidades de fracaso serán tal vez mayores que las opciones de éxito. Pero no hay otro camino. La alternativa sería dejar las cosas como están y que cada bando continúe recogiendo a sus muertos. Y cuando nuestros hijos y sus hijos contemplen la magnitud de la tragedia, no dejarán de preguntarse cómo fue posible que mantuviésemos una actitud apática e inactiva y nunca intentáramos prevenir la catástrofe. Su juicio nos condenará por irresponsables e ineptos y con estos epítetos seremos eternamente recordados. Ahora, cabe preguntarnos: ¿Es ese el escenario que deseamos para el futuro? Pienso que ante tan funesta perspectiva lo único que me queda es mantener la esperanza de un cambio de rumbo, por más utópico e irrealizable que pueda parecer.

_________________________________

(*) Esta afirmación no es hecha a la ligera. El desgarrador documental de Hernán Zin, “Nacido en Gaza”, da fe testimonial de lo que le ocurre hoy al pueblo palestino.

(**) MÁRKARIS, Petros. El Accionista Mayoritario. Tusquets Editores, 2014, pg. 11.