CORREVEIDILE

La historia política de nuestro país no es precisamente encomiable ni digna de ser considerada como un modelo de estructura gubernamental, social, económica o humana. Incontables circunstancias que podrían ser miradas como tragicómicas, si no fuesen tan funestas, dan lugar a que la nuestra sea, en el mejor de los casos, una concatenación de acontecimientos mitad fortuitos y mitad fríamente calculados por una plutocracia elitista que ha afincado sus tentáculos en todas y cada una de las instancias del Estado, con el único propósito de obtener cuantiosos beneficios, (contexto en el cual se han acuñado aforismos tales como la ley es para los de ruana o el ignominioso e infamante usted no sabe quién soy yo, muestras inquietantes de una cultura social fundamentada en la exclusión y en el fomento de privilegios concebidos para una minoría selecta).  Tal ha sido nuestro karma a lo largo de los lustros, y poco o nada hemos podido hacer los demás miembros de la población, para lograr un cambio significativo.

Los personajes que han ascendido al solio presidencial siempre han salido de ese grupo minoritario el cual, de manera habilidosa, ha manejado los entresijos del poder para relegar a cualquiera que pudiera poner en riesgo su hegemonía. Y, cuandoquiera que las triquiñuelas no han sido suficientes para alcanzar este objetivo, no ha vacilado en recurrir a métodos más expeditos. Las muertes de Gaitán, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Pizarro y, aún del mismo Galán, además del genocidio sistemático llevado a cabo en contra de los militantes de la Unión Patriótica y los recientes asesinatos de líderes sociales y comunitarios, junto con la descalificación de los evidentes motivos y la “vista gorda” cómplice del gobierno, dan buena fe de ello.

En tales circunstancias resulta un tanto irrisorio el que la sociedad de hoy se rasgue las vestiduras como resultado de la conducta, por demás inconsecuente y torpe, del presidente electo en su entrevista con el rey de España. No cabe duda de que su manera de actuar como recadero, como lacayo, en lugar de comportarse con la dignidad de un verdadero dirigente, constituye una vergüenza enorme para el país que, supuestamente, dice representar. Pero tampoco es para tanto; no debemos olvidar que no es la primera vez (y seguramente no será la última), que el presidente de los colombianos se pone en ridículo, “hace el oso” o simplemente se despoja de su magna investidura para asumir actitudes banales o vergonzantes, que desdicen de la solemnidad de su cargo o de la rectitud meridiana que debiera ostentar quien lo ocupa. Sucesos del pasado son fehacientes testigos.

El presidente Valencia tenía algunas preferencias muy particulares y es de público dominio que se escabullía de Palacio y eludía la vigilancia de su servicio de seguridad, para ir a satisfacerlas. Misael Pastrana recibió del gobierno norteamericano un trozo de roca lunar y, al concluir su mandato, se la llevó para su casa. Solo algún tiempo después alguien planteó que la donación no se le había hecho a la persona sino al cargo y que, por lo tanto, le pertenecía a la nación; en consecuencia, se vio obligado a devolverla. (Eso sin mencionar el deshonroso subterfugio orquestado en su favor por el gobierno de Lleras Restrepo, que lo llevó a la presidencia). De boca en boca circularon las referencias a la conducta disipada de Julio César Turbay, cuyo momento culminante tuvo lugar en una recepción oficial durante la cual, ya afectado por los humos espirituosos del alcohol, pidió a gritos a la banda musical que volvieran a tocar “El Polvorete”. Mandatarios más recientes han incurrido así mismo en actitudes cuestionables que, en mayor o menor medida han dejado sentir su nefasto efecto sobre la nación. Samper afirmó que la financiación de su campaña, por parte de un grupo de narcotraficantes, había sido “A sus espaldas” y se aferró al poder, aún en contra del más elemental sentido de la decencia que habría cabido esperar de un gobernante tan controvertido. “No estarían cogiendo café” dijo Uribe y de un plumazo avaló el crimen de lesa humanidad de los llamados falsos positivos. “El tal paro camionero no existe”, dijo Santos, mientras regiones del país sufrían desabastecimiento por la huelga del gremio.

Si bien los ejemplos citados hacen referencia a manejos y comportamientos debatibles y ampliamente impugnados, son todos y cada uno, ejemplos representativos de la forma en que la mencionada élite gobernante vive y siente respecto al país, a su gente y hacia lo que ellos conciben como su derecho inalienable a perdurar y prevalecer. Así las cosas, lo que se percibe hoy como la enorme metedura de pata de Iván Duque, no viene sino a ser un mal menor, un pecado venial, producto de una supina inmadurez, de la impericia en materias de Estado y política y, sobre todo y por encima de todo, de su figura de comodín, colocado en esa posición, no por sus méritos de estadista y político avezado sino precisamente por esa inexperiencia que lo incapacita desde ya para asumir su cargo con autonomía e independencia y que lo convierte en un personaje maleable, dócil y que no vacilará en plegarse a la voluntad esperpéntica de quien lo catapultó a la Casa de “Nari” y que, no nos quepa la menor duda, planea ejercer su poder omnímodo, por interpuesta persona.

No faltan, claro está, quienes consideran que la percepción que se tiene de lo que está por ocurrir en el nuevo gobierno es derrotista, injusta y se halla poco sustentada. Sin embargo, los rayos y centellas que se alcanzan a vislumbrar en el horizonte son un elocuente vaticinio de lo que se avecina. Hay varios botones de muestra que pueden citarse para respaldar el sentimiento pesimista que agobia a una importante cantidad de ciudadanos:

El designado Ministro de Hacienda es un ominoso tecnócrata, causante, entre otras cosas, de las reducciones impuestas a los pensionados mientras se convertía en el adalid de bochornosos incrementos salariales y prestacionales para la clase política, y quien no ha dejado de aseverar con firme convicción que “el salario mínimo es exorbitantemente alto”. El Ministro de Defensa ha expresado sin ambages su opinión sobre la necesidad de “reglamentar la protesta social”. La senadora Paloma Valencia se ha entretenido en armar un confuso tinglado que pretende dar al traste con la JEP, como un primer paso en el proceso de hacer trizas los acuerdos de paz. Todo ello bajo la mirada complaciente de su jefe político, el Presidente Eterno, quien a pesar de las serias acusaciones que pesan en su contra, ostenta hoy un vergonzoso nivel de impunidad y una incomprensible condición de hallarse por encima de la ley y lejos de cualquier acción de la justicia. (El llamado a indagatoria por parte de la Corte Suprema de Justicia podría significar que algo se está haciendo para cambiar eso, pero…. aún está por verse).

De todo ello se desprende que el discreto papel de “correveidile”, representado por ese a quien diez millones de colombianos eligieron como su Primer Mandatario, no es otra cosa que un augurio más de lo que le espera al país y a la población durante los próximos cuatro años. La mano de su mentor seguramente se dejará sentir sutil o palpablemente en el ejercicio de sus funciones y será cuestión de ver hasta dónde llega la influencia del titiritero en el comportamiento de su títere. Una particular importancia habrá de tener la forma en que decida llevar a cabo la tan mentada “unificación” de las instancias judiciales en lo que han dado en llamar una “supercorte”, que, suponemos, se constituirá en un tribunal de bolsillo, cuya principal función será la de archivar y desaparecer ciertos incómodos procesos, actualmente en curso.

Como puede apreciarse, el panorama político está lejos de ser claro. Se apercibe un tercer mandato del Eterno, y todos aquellos que hayan sido sus críticos se verán en condición de vulnerabilidad frente los diversos grados de revancha que conciba su ampulosa soberbia. Ya han tenido lugar violentas amenazas a eminentes periodistas que algunos de sus más acuciosos áulicos han venido adelantando y que hacen que comience a cernirse sobre nosotros un clima de temor e inestabilidad. Tal como lo expusieron en su momento importantes pensadores y analistas políticos y sociales, la elección de Iván Duque constituye una lamentable regresión en el proceso de desarrollo político y social de nuestro país y nos devuelve a situaciones que parecían ampliamente superadas.

Ojalá que las anteriores consideraciones no sean más que el producto de un excesivo pesimismo. Porque, de otra manera, oscuros momentos se avecinan para todos. No obstante, independientemente de cómo resulten las cosas y, aún, a pesar de ello, Duque ha sido el presidente elegido por el pueblo en esta curiosa y frecuentemente incomprensible democracia de carnaval. Y ya lo dijo Joseph de Maistre (y lo repitió Winston Churchill): “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.