UN INMENSO RETO PARA LA EDUCACIÓN PRIVADA

La educación es un derecho teóricamente garantizado en la Constitución y, como todos sabemos, la responsabilidad de su cumplimiento recae sobre el Estado. Sin embargo, tal como ha sido evidente a lo largo de los lustros, los sucesivos gobiernos han sido no solo incapaces de cumplir con esta obligación, sino que jamás han mostrado una verdadera voluntad socio-política para asumir el compromiso que les corresponde. Así las cosas, ya por allá desde los tiempos de La Colonia tuvo lugar la aparición de lo que llamamos educación privada, (promovida entonces primordialmente por las comunidades religiosas), que no es otra cosa que la creación de instituciones educativas por parte de particulares que, si bien no deja de ser claro que han ido transformando el proceso de enseñar en un lucrativo negocio, han recogido las banderas negligentemente abandonadas por el sector oficial y han ofrecido procesos formativos con un cierto grado de calidad, que ha ido mejorando a través de los años.

Se aprecia entonces una clara dualidad planteada por entidades oficiales que se esfuerzan por llevar a cabo su tarea mientras luchan para seguir adelante con exiguos presupuestos, plantas físicas no siempre adecuadas y frecuentemente escasas en insumos y materiales, por una parte, e institutos-empresa, que cuentan con los recursos que provienen de inversionistas que esperan pingües rendimientos, por la otra. La consecuencia inevitable se ha dejado sentir en los niveles de calidad y los logros alcanzados por los estudiantes de uno y otro esquema. Los alumnos del modelo privado pertenecen a familias de clases acomodadas, cuando no simple y llanamente opulentas y su poder adquisitivo abre todas las puertas y les da la oportunidad de ubicarse en inmejorables posiciones laborales, mientras que los egresados de las escuelas públicas se ven abocados a la necesidad de competir a brazo partido para lograr el acceso a empleos diversos, por lo general escasos y con una remuneración cuya equidad, en el mejor de los casos, genera graves y profundas reservas.

Sin embargo y a pesar de la evidente ventaja que han adquirido con los años,  de un tiempo a esta parte ha podido observarse en los colegios privados un fenómeno que no deja de ser altamente preocupante, ya que atenta contra todo lo que se busca en un proceso académico serio y de buena calidad. Tal es la injerencia, cada vez mayor, de los padres de los educandos en los pormenores de desarrollo y procedimiento que tienen lugar en el aula. Con asombro hemos podido apreciar que un número significativamente apreciable de los progenitores busca incidir en todas y cada una de las minucias de lo que ocurre en el ejercicio de enseñanza-aprendizaje, con el soterrado propósito de que sus criaturas la tengan fácil y no se vean en la necesidad de asumir los rigores requeridos para alcanzar un adecuado desarrollo de destrezas y habilidades y la adquisición de una voluntad férrea y disciplinada que habrá de ser necesaria en el arduo camino de la vida.

Dialogar con un educador de la escuela privada de los tiempos presentes pude ser una actividad bastante descorazonadora.  Casi de manera inmediata puede darse uno cuenta de que la noble ocupación docente atraviesa hoy una crisis que nunca antes se había hecho presente el ámbito educativo. A las tradicionales dificultades que el maestro ha debido encarar desde mucho tiempo atrás, tales como salarios muchas veces bastante menos que modestos, que no alcanzan a satisfacer sus necesidades y que por lo mismo, desde antaño dieron lugar a que quienquiera que se dedicase a este oficio se viese abocado a tener que trabajar en dobles y hasta triples jornadas, la invariable exigencia de tener que llevar trabajo a sus hogares, ya que para la corrección de pruebas y la preparación de clases no se dispone de espacio en las horas laborales y, en fin, el verse a menudo subvalorados y, aún, abiertamente explotados por empleadores codiciosos, ahora se han añadido algunos otros ingredientes que han venido a desmedrar todavía más, si cabe, la manera en que se ejerce esta digna profesión.

El menosprecio que muestran muchos de los estudiantes de la actualidad respecto de los contenidos programáticos y la validez de una formación académica seria, en la que se inculcan la ética y los más elementales valores sociales, ha alcanzado ribetes dramáticos. Inmersos en un esquema socio-cultural en el que la valía del individuo se tasa en virtud, no de lo que soy y lo que he logrado sino más bien con base en lo que tengo, (independientemente de la manera en que lo haya conseguido), muchos de los jóvenes que asisten hoy a colegios privados se hallan infectados desde la más tierna edad por un entorno corrupto y pernicioso que les muestra que lo más importante es alcanzar la opulencia económica y la posesión de un sinfín de bienes materiales, a cualquier costo y a la mayor brevedad posible, sin importar por encima de qué haya que pasar ni a quién haya que pisotear en el camino. En consecuencia, el esfuerzo ineludible que se requiere para acceder a un aprendizaje formal, de resultas del cual se desarrollen las habilidades necesarias para un desempeño pleno y competitivo en el mundo contemporáneo, es mirado con un infinito sentimiento de desprecio. Y, para enturbiar todavía más el panorama, los padres se han ido convirtiendo en entidades mediana o totalmente ausentes que suplen su negligencia con excesivos aportes materiales, o que simplemente se sustraen a su obligación para poder satisfacer intereses más personales.

Cabría suponer que en los estratos privilegiados las cosas tendrían que ser ampliamente satisfactorias en lo que tiene que ver con la asistencia y participación de los progenitores en la educación de sus hijos. Pero de forma lamentable hemos de reconocer que esta es más bien la excepción que la regla. Un sinnúmero de estos padres ve la institución educativa como si fuese una salacuna y con demasiada frecuencia, lejos de reconocer las máculas de sus retoños y contribuir a la labor de los educadores para aplicar los correctivos necesarios, asumen posturas que enfrentan al maestro, le increpan por los fracasos de los estudiantes y culpan de los mismos, no solo a los docentes sino también a las escuelas. ¿Cómo se llegó a esta situación?

La educación ha sido desde siempre un permanente motivo de preocupación para los diversos estamentos de la sociedad. En tiempos pretéritos, cuando los integrantes de la generación anterior se hallaban en pleno desarrollo pedagógico, las características de la enseñanza que entonces se brindaba diferían notablemente de los rasgos predominantes que ciñen y determinan el proceso hoy en día. En aquellas épocas el eje central de la formación de los niños y adolescentes se hallaba enmarcado en un esquema de instrucción vertical y condicionamiento operante, adornado con cierto grado de transmisión de conocimiento, que se centraba a la memorización forzada de datos, nombres y fechas, que debían ser repetidos, “regurgitados” sería una buena forma de describirlo, en interrogatorios verbales o escritos, en los cuales se alcanzaba el éxito o se caía en el fracaso, dependiendo de las habilidades del examinado para recordar la información recibida. Un patrón de premios y castigos condimentaba el modelo y el educando carecía de los más elementales derechos de pensamiento propio, disidencia o eso que hoy tan ampulosamente han dado en denominar libre desarrollo de la personalidad.

Los recuerdos de quienes se “educaron” en aquellos días abarcan una gama bastante amplia que va desde los que se sintieron vapuleados y sometidos a unas condiciones de abuso que prefieren borrar de sus mentes, hasta otros que miran esa época en retrospectiva, con ojos más bien benévolos y con cierto grado de comprensión frente a los vejámenes padecidos. Mas todos sin excepción están de acuerdo en que la educación de entonces era suministrada mediante un autoritarismo a ultranza, con el que se sojuzgaba a los alumnos y se los obligaba a discurrir por senderos previamente demarcados, con líneas de pensamiento ya establecidas y a la búsqueda de unos objetivos que bien poco tenían en cuenta las habilidades o preferencias de aquellos que se hallaban sometidos al proceso de formación.

No obstante, con el transcurso de los años las cosas fueron haciéndose cada vez más tolerables. El movimiento libertario de los años 60 y 70 fue extendiéndose por todo el orbe y ello dio lugar a que todo ese rigor extremo fuera cayendo en desuso, si bien en nuestras latitudes las cosas avanzaron mucho más lentamente. Pero para los 80, vientos de cambio sopaban en los modelos pedagógicos y ya se comenzaba a hablar de los derechos de los niños y del Manual de Convivencia que reemplazaba al Reglamento de Disciplina. Además, fue posible que surgieran los consejos estudiantiles que, si bien se hallaban altamente restringidos en su operatividad, comenzaban ya a sentar unos precedentes nunca antes vistos en las instituciones educativas. Los colegios de avanzada comenzaron a incluir a sicólogos y terapeutas dentro de su planta de personal docente y se consideraron como válidos los principios propuestos por eminentes teóricos, en virtud de los cuales se fueron implantando novedosos métodos didácticos y, de alguna manera, las habilidades innatas de los educandos comenzaron a ser tenidas en cuenta y a establecer diferencias en los estilos de enseñanza-aprendizaje. Un imperecedero agradecimiento a Binet, Piaget y otros como ellos.

Sin embargo, no fue posible evitar (ni prever), el que estas bondades trajeran consigo graves anomalías, tales como el facilismo, la permisividad y la desidia, que germinaron en medio de ese pérfido vendaval que fue y sigue siendo en nuestra realidad actual, la búsqueda afanosa de riqueza abundante y rápida, ojalá con el menor esfuerzo posible.

Pero además de ello, un importante número de quienes fungen hoy como padres recuerda no sin cierta desazón las épocas pretéritas en las que fueron alumnos y debieron verse abocados a una metodología exigente y, en muchos casos, tortuosa y abusiva. Y definitivamente han tomado la determinación de no permitir que sus vástagos se vean sometidos al mismo tipo de procedimiento. De resultas de lo cual, asumen una actitud sobreprotectora, siempre a la defensiva y con un muchas veces bien oculto, pero no menos presente sentimiento de que un maestro riguroso, severo y exigente, es el adversario. Y, en consecuencia, se encierran en un cómodo y absurdo principio de negación, cuandoquiera que les son señaladas las falencias de sus hijos y las necesarias estrategias que deberán aplicarse para corregirlas.

Este favorecimiento encubridor y cómplice, asumido por algunos padres, ha tenido un efecto funesto en la calidad de los procesos educativos y en la adecuada formación humana, académica y profesional de las nuevas generaciones. Al haber hecho carrera el precepto de que es más importante la forma (entiéndase con ello el elaborado diploma con caligrafía gótica, firmado por un grupo de Notables), que el contenido, (es decir los conocimientos adquiridos y las destrezas desarrolladas, de las cuales el mencionado título debe supuestamente dar fe), lo único que parece tener una verdadera importancia es el cartón que se cuelga en la pared, visible, para todos. Pero tras este trasto, cuya función es meramente ornamental, se ocultan muchas veces olímpicas trapisondas que van desde el tristemente célebre copy/paste, utilizado para suplantar un adecuado proceso investigativo y hoy tan difundido como práctica ordinaria entre escolares de todos los niveles, hasta el plagio desvergonzado de tesis y proyectos de grado. “Todo vale”, parece ser la norma.

A esta “ligereza educativa” (o, como dirían los supérstites representantes de la moda actual: esta “educación light”), de la cual se hallan ausentes todos los rasgos que caracterizan a una formación académica y profesional congruente y responsable, le cabe un alto grado de responsabilidad en el caos en el que se hallan inmersas nuestras instituciones ciudadanas, a las que de manera casi impotente vemos naufragar en el pantano de la corruptela y la descomposición. Y el semillero pernicioso de este desbarajuste que hoy nos desborda se halla precisamente en muchos procesos educativos llevados a cabo por instituciones endebles que se han adaptado a este nuevo y malsano contexto en el que todo aquel que se afana por aprender es considerado un nerd, (término peyorativo para designar y hacer mofa de estudiantes dedicados), mientras que aquellos otros que transcurren por la escuela de manera disipada y poco responsable y que luego complementan lo que han dejado de adquirir, haciendo gala de una sorprendente habilidad para la argucia y la engañifa, alcanzan logros inmerecidos y exhiben sus mal habidos títulos, que respaldan habilidades a las que nunca intentaron tener acceso, porque no les interesaba.

No resulta sencillo buscar una salida a este marasmo en el que hemos caído. Esta forma de vida basada en el consumismo, aderezada por los incalculables beneficios originados en el narcotráfico, el cual permeó hasta la médula a todos los estamentos de nuestra sociedad, es la que ha dado lugar a la implantación de la inmediatez y la corrupción como rasgos fundamentales de nuestro ser de hoy. Así las cosas, todo aquello que demande esfuerzo, dedicación y brío, se va dejando de lado como inconveniente y se lo va sustituyendo por utilidades alcanzadas a corto plazo, en esa nociva cultura del atajo que nos caracteriza en la actualidad y que ha sido causal de incalculables perjuicios.

No existen fórmulas mágicas que nos ayuden a corregir el rumbo. Será necesario un inconmensurable esfuerzo de voluntad social y ciudadana para poner fin a tanto desconcierto. Y, sin duda, la educación es una de las herramientas más adecuadas para reencaminar nuestra existencia como nación, como pueblo, como núcleo socio-cultural. Los principales adalides de la formación académica de los jóvenes tendrán que asumir el papel que les corresponde como tales y sacudir el yugo que hoy imponen algunos padres irresponsables que solo buscan el facilismo y la vida muelle para sus hijos. Los procesos educativos no pueden estar liderados por paternalismos mal entendidos y se deben dejar en las manos de profesionales serios y meticulosos que, circunscritos a los más elementales principios de respeto y consideración de las características diferenciales de los educandos, sepan conducir a estos por senderos de rigor y exigencia, que los lleven a desarrollar todo su potencial y los conviertan en seres íntegros, generadores de progreso y buscadores permanentes de la excelencia. Y los maestros, esos artífices anónimos, tendrían que pasar a ocupar un lugar mucho más preponderante en nuestra estructura social. Es urgente que el Estado vuelva sus ojos hacia ellos y comience a cobijarlos con prebendas que puedan venir a satisfacer necesidades largamente sentidas y que les proporcionen el equilibrio que requieren para poder llevar a cabo tan importante labor. ¿Se ha preguntado alguien (si es que de verdad a alguien le importa), de qué manera sobreviven los educadores que suscriben contratos de 10 meses en las instituciones privadas? Los dos meses restantes se deben cubrir con las prestaciones de prima y cesantía, con lo que importantes recursos monetarios que deberían tener otros destinos, (como de hecho los tienen en otros contextos laborales), han de invertirse en necesidades inmediatas e impostergables de sustento y habitación. ¿No deberían gozar estos docentes de una estabilidad laboral más adecuada, en lugar de los avatares azarosos de la renovación anual de contratos? Total, como en cualquier otro contexto de trabajo, si un empleado no “da la talla”, siempre se puede prescindir de él, a través de procedimientos claros, hoy ya enmarcados en la ley. ¿Entonces?

¿Utópico? Quizás. Pero esa puede ser acaso la única forma medianamente viable para salir del caos en que nos hallamos inmersos. Le corresponde a la juventud el encontrar una salida que nos conduzca hacia derroteros prósperos en los que cada individuo asuma su papel, desempeñe su función y aplique todos sus esfuerzos a lograr que el futro para sus hijos sea más promisorio y se vea exento de las enormes fallas que nos aquejan hoy. Y para que eso sea posible, es urgente dar a la educación la importancia que realmente debe tener e impedir que niños y jóvenes caigan víctimas de prácticas contraproducentes que pude parecer que produzcan enormes réditos a corto plazo, pero que conllevan el inmenso lastre de perpetuar el desorden anárquico en el que nuestra sociedad sucumbe hoy, el cual amenaza con desplazar definitivamente a la ciencia, el conocimiento y la verdad para sustituirlos por la superchería, la ignorancia y la falacia, esa posverdad que se ha venido imponiendo recientemente y que solo sirve para la satisfacción de intereses mezquinos de algunos sujetos inescrupulosos, que se han arrogado la imagen de pro-hombres, pero que solo atienden al cumplimiento de sus sórdidas ambiciones personales.

Como puede verse, el reto es de dimensiones colosales. Pero ha de asumirse con entereza y voluntad si de verdad aspiramos a que las cosas puedan llegar a ser mejores en un futuro a mediano plazo. No nos queda otro recurso que esperar con confianza que quienes hayan de asumir las riendas sociales de aquí en adelante, estén realmente a la altura de esta importante misión. Solo de esta manera lograremos alcanzar los nobles propósitos de paz y concordia para todos. El gran interrogante es: ¿Será posible? Solo el tiempo lo dirá.

LA ENCRUCIJADA DE LA EDUCACIÓN

Los problemas de la educación en nuestro país no son de factura reciente. Desde tiempos casi inmemoriales el acto que conlleva la formación intelectual, alfabetización y culturización de la gente se ha visto envuelto en un enmarañado proceso en el que se han conjugado intereses de diversa índole, tales como lo social, económico, político y, por qué no, también lo cultural. Desconociendo la importancia que tiene, para el desarrollo de la nación, educar debida y adecuadamente al pueblo, sucesivos gobiernos han mirado esta tarea con escaso interés y se han convertido en los principales responsables de la crisis actual. Ahora, frente a la incontrovertible realidad, los funcionarios se “rasgan las vestiduras” y se estremecen inquietos en sus cargos, pero tan solo porque les asusta llegar a perderlos, no porque en serio les preocupe una verdad de a puño que bien podía percibirse desde tiempo atrás, pero ante la cual todos hasta ahora, sin excepción, prefirieron desviar discretamente la mirada.

A partir de la entronización de la Ilustración, fue evidente para todas las comunidades, pueblos y naciones que era necesario instruir al individuo para que ello redundara en el progreso del conglomerado. Cabe entonces preguntarse cómo pudo llegar a ser posible que tan apremiante asunto se haya dejado de lado y haya sido arrojado al fondo de la tabla de prioridades. Era un hecho que había que educar al pueblo. Pero, si bien de manera más bien especulativa, podemos suponer que, poco a poco, en las mentes de líderes y dirigentes, seguramente fueron apareciendo oscuras inquietudes frente a las implicaciones de diverso orden que podían derivarse de la aplicación indiscriminada de tan loable principio.

La primera consideración era, por supuesto, el elevado costo y el ingente consumo de recursos que serían necesarios para poner en práctica un proyecto masivo de magnitud hasta entonces desconocida. ¿Quién querría disminuir sus beneficios económicos para favorecer a las masas?

Un segundo motivo de preocupación radicaba en lo social. Valga recordar que, durante toda la Edad Media y una buena parte de la Edad Moderna, el acceso a un proceso de formación intelectual y, por ende, al conocimiento, fue una exclusividad del clero y de una muy selecta minoría laica, quienes se beneficiaban enormemente del statu quo y, por lo consiguiente, apoyaban con su ideología y su manera de actuar las condiciones existentes, representadas en el saber de unos pocos y la ignorancia supina de muchos. Un ejemplo que nos ilustra el pensamiento extremo y recalcitrante a que se llegó, fue el nacimiento, en diversos momentos de la historia de la humanidad, de sociedades secretas a las cuales el ingreso estaba drásticamente restringido y cuyo único objetivo era alcanzar un conocimiento que tan solo se brindaba a los iniciados y que garantizaba el ejercicio de un poder casi omnímodo sobre sus semejantes. (Hemos de recordar, sin ir más lejos, que en el imaginario judeo-cristiano, la única prohibición impuesta en el Jardín del Edén era “comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal”; es decir, acercarse al conocimiento. Si nuestros Primeros Padres querían vivir eternamente felices, debían mantenerse voluntariamente en un dichoso estado de ignorancia. Tal es lo que, por años, se nos ha inculcado con las primeras letras.)

Un tercer ángulo de apreciación tiene que ver fundamentalmente con las relaciones de los medios de producción. Si se tiene en cuenta el hecho cierto de que la educación es un elemento altamente condicionante del comportamiento y de las expectativas, el que la masa iletrada que conformaba una fuerza de trabajo abundante, auto reproductiva y barata, buscara a través de la educación unas mejores condiciones de vida, era algo que no dejaba de quitarles el sueño a los integrantes de las clases más favorecidas. (Ya en pleno siglo XX, un destacado estadista e intelectual afirmó sin sonrojo que: “si educamos a los emboladores, ¿quién nos va a lustrar los zapatos en las esquinas?”).

Por último, una tercera causa de desasosiego para quienes detentaban el poder tenía que ver con lo político. Siempre era más fácil manipular a una masa de seres ignorantes, luego: ¿convenía sacarlos de su ignorancia?

De esa manera, calladamente, como quien no quiere la cosa, la educación se fue convirtiendo en un privilegio exclusivo de una minoría. Se diseñaron y pusieron en práctica, claro está, programas que se ofrecieron al pueblo con la intención de mostrar un principio de equidad, pero que de ninguna manera llegaron nunca a convertirse en una herramienta real y significativa que abriera el camino de la superación a las grandes multitudes. Esa no era la idea, por supuesto.

Hoy, ya entrados en un nuevo milenio, cuando la tecnología nos ha abierto tantos caminos y ha puesto a nuestro alcance recursos que hace un poco más de medio siglo habrían sido inimaginables, exhaustivos estudios acaban de “descubrir” que nuestro proceso educativo es vetusto, ineficaz y paquidérmico y que las nuevas generaciones, que deberían hacerse cargo de las banderas, imprimir un nuevo impulso a nuestro avance hacia la modernidad y sacarnos del marasmo en que sujetos torpes pero colmados de una impúdica rapacidad nos sumieron durante tantos lustros, no están a la altura de las circunstancias. Las reformas que varios dirigentes han intentado llevar a cabo no han hecho otra cosa que “maquillar” el desbarajuste y, en el mejor de los casos, dar palos de ciego en fútiles intentos por transformar un esquema cuyas inmensas falencias han desbordado siempre las más que tímidas modificaciones. A ello se añaden las fallidas importaciones de modelos educativos que, por haber resultado exitosos en otras latitudes, se considera que deberían surtir efecto entre nosotros, pero que no se adecúan sino que se trasplantan sin estudios ni análisis idiosincrásicos o culturales y que, por lo mismo, terminan siendo totalmente inocuos, cuando no un remedio más nocivo que la misma enfermedad.

Como puede apreciarse, la situación es de una gran complejidad, hasta tal punto que el Estado, directo responsable de garantizar que la educación esté al alcance de todos, como reza la Constitución, ha sido incapaz de cumplir con la tarea. Hoy por hoy es un hecho que los recursos del presupuesto nacional se destinan a otros muchos menesteres y que un adecuado desarrollo intelectual y cultural de la población no se encuentra precisamente entre las más urgentes prioridades. Los colegios oficiales adolecen de grandes deficiencias y carecen de muchos de los más elementales implementos para desarrollar su labor. Es angustioso el número de instituciones cuyas plantas físicas se hallan seriamente deterioradas o amenazan ruina, poniendo así en riesgo la integridad física de quienes allí se desempeñan como educadores o como educandos. Todo ello sin mencionar el abandono en que están tantas regiones de provincia, con falta casi absoluta de locales y personal que satisfagan la necesidad de cientos de compatriotas que no ven otra alternativa que dedicarse al trabajo desde la más tierna edad y sumergirse en la ignorancia, el hambre y, por ende, en la falta de oportunidades. ¿Y nos parece incomprensible que algunos de estos seres opten por la delincuencia o sucumban a la presión de ir a engrosar los grupos armados que tanta sangre y lágrimas han causado en nuestro suelo?

Y, en la forma de un lóbrego contraste, se presenta ante nosotros, como un aspecto que no puede sustraerse a nuestra apreciación, la disparidad manifiesta entre la educación privada y la pública. Como ya ha quedado planteado, la incompetencia del Estado ha dado lugar a una condición educativa seriamente comprometida en nuestro país, de lo cual son conscientes todos aquellos que han llegado a ocupar cargos directivos en el gobierno. Por otra parte, la educación privada es ya casi una tradición que viene desde los pretéritos tiempos coloniales y que se ha multiplicado, en virtud del negocio que representa. Primero fueron los clérigos, que de manera acuciosa aplicaron esfuerzos enormes al proceso formativo, circunscrito a un esquema de orientación específicamente religiosa. Con el pasar del tiempo, seglares diversos asumieron también la tarea. Ingentes recursos particulares se invirtieron en este propósito, pero la necesidad de recuperar la inversión, como también la de obtener un medio de subsistencia, por parte de aquellos que habían asumido esta tarea como su modus laborandi, (en resumidas cuentas era una actividad comercial y se esperaba que rindiera beneficios),fue encareciendo paulatinamente los costos de acceso hasta convertir la educación privada en un bien exclusivo para una selecta minoría.

Hoy por hoy, los colegios particulares imponen elevados rubros a quienes se acercan a sus aulas. En retribución, mantienen un relativamente constante proceso de investigación y mejoramiento. En un todavía más selecto nivel (si cabe), se contrata a profesores extranjeros los cuales, se espera, habrán de aportar criterios educativos ultramodernos y traspasar su mentalidad del Primer Mundo a sus tercermundistas educandos. Todo ello sin tener en cuenta el riesgo de incurrir en delicados efectos secundarios de carácter social y cultural que esta, hoy por hoy muy extendida práctica, conlleva en nuestro medio.

De esta manera, tal como se ha expuesto más arriba, el acceso al conocimiento sigue estando restringido y controlado por el poder adquisitivo de quien lo pretende. Así las cosas, la población se mantiene dividida en tres grupos que son más o menos fácilmente identificables: un exclusivo nivel altamente elitista, en el que unos pocos acceden a lo mejor que se ofrece en materia educativa (y que, a pesar de todo, en muchos casos no satisface las expectativas ni cubre todas las necesidades, como consecuencia, entre otras cosas, del espíritu de facilismo que ha ido imponiéndose en este estrato, a partir de la opulencia en que se vive y de la convicción de que el dinero es herramienta suficiente para facilitar el camino al éxito, sin que sea absolutamente necesario cultivar el intelecto.) Un nivel intermedio, dividido en varios sub-niveles, en el que el producto oscila entre lo mediocre y lo deficiente. Y un nivel bajo en el que una verdadera educación y una adecuada formación intelectual brillan por su ausencia.

¿Y los docentes? He aquí un apéndice adicional del enorme problema. La actividad del magisterio es mirada por nuestra sociedad con soterrado menosprecio. Considerada más un oficio que una profesión, por incontables lustros ha sido evidente que muchos la miran como algo para lo que no se necesita mayor preparación. (“Ayúdeme a que mi hijo termine el bachillerato para que aunque sea de profesor se meta”, le decía una madre a un maestro en un colegio privado de primera categoría).

Y bien mirado, cabe preguntarnos cuál es la esencia de la formación que se proporciona a quienes eligen la docencia como profesión. Los programas que se desarrollan en universidades públicas o privadas suelen hallarse saturados de una más o menos interesante variedad de contenidos académicos, más teóricos que prácticos, con los que se trata de adiestrar las mentes de futuros profesores en diversas áreas del conocimiento. Los procesos investigativos, cuando los hay, son más bien escasos en el pre-grado y, aunque se intenta que tengan lugar en cursos de post-grado, ello no siempre se da de la manera más adecuada.

Sin embargo, a pesar de las deficiencias de su formación profesional, quienes optan por la actividad educativa lo hacen con un gran espíritu de apostolado y asumen su papel con energía y vitalidad. Es por esta razón que un enorme sentimiento de desconsuelo nos abate cuando miramos las condiciones laborales de estos abnegados servidores. Durante mucho tiempo fue de público conocimiento que un docente empleado en el medio oficial tenía que trabajar mínimo dos, cuando no tres jornadas, para alcanzar un medio de subsistencia apenas medianamente digno. Con mucha frecuencia, el escalafón nacional, unidad de medida para estratificar a los profesores de acuerdo con su nivel de preparación y tiempo de experiencia, fue utilizado por las autoridades gubernamentales como un instrumento político, para tratar de “meter en cintura” a los díscolos integrantes de la comunidad del magisterio. Y cuando ello no era suficiente, determinaciones de reubicación, traslados y modificación de cargos fueron empleados para recordar a los maestros “cuál era su lugar”.

En el medio de la educación privada las cosas no son ni han sido mejores. Desde hace muchos años se tomó la decisión de ofrecer contratos a término fijo, por la duración del año académico. De esta manera, miles de docentes quedan prácticamente desempleados al final de cada año, sometidos a los variables avatares de procedimientos de evaluación no siempre equitativos, que con frecuencia, más que la idoneidad profesional miden la disposición de los maestros de someterse a los dictámenes de las directivas en materias disímiles que van desde arbitrarias extensiones de la jornada (sin ningún reconocimiento pecuniario, por supuesto), exigencias de dedicación exclusiva que limitan las posibilidades de mejorar el ingreso y atentan contra la libertad del individuo, hasta el desempeño de oficios varios, muchos de ellos ajenos al ejercicio docente como tal. Todo esto sin haber mencionado el leonino “contrato de diez meses”, que deja al profesor con dos meses al año sin devengar salario y lo obliga a recurrir a las prestaciones para poder subsistir, con el consiguiente detrimento de su patrimonio.

El panorama es altamente desolador. Nos encontramos ante una verdadera encrucijada, rodeados de sombras y sin que podamos siquiera llegar a suponer que pueda existir luz al final del túnel. Cada vez que surgen motivos de preocupación por la calidad educativa, como en la actualidad, mucho ruido se escucha en los diversos estamentos nacionales y se desencadenan acciones diversas que de manera convulsa y desordenada señalan responsables, buscan soluciones y nos muestran a los funcionarios corriendo alocadamente de un lugar a otro; reacciones estas que semejan la actividad de una bicicleta estática, que mucho es lo que se mueve pero que no va a ninguna parte.

Un verdadero plan que logre sacarnos del pantano en que nos hallamos tendría necesariamente que incluir, en primer lugar, una ingente revisión del presupuesto, con los incrementos que fueran necesarios para mejorar las condiciones en que se desarrolla la educación en todo el territorio nacional. Mejora de las plantas físicas, atractivos incrementos salariales para los maestros y programas de investigación que eleven la calidad formativa y el desempeño de los docentes. De igual manera, sería necesario que se diseñara un esquema de subsidios que ofreciera el acceso a la educación a las gentes de las clases menos favorecidas que tendrían, de esa manera, la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida en el competitivo mundo del nuevo milenio. Un detenido análisis de los programas académicos, para excluir de ellos todo lo que pueda haber de anecdótico y memorístico y reemplazarlo por un proceso en el que verdaderamente se busque desarrollar la capacidad analítica de los estudiantes, a quienes deberá vincularse como verdaderos entes activos de su propia formación, en lugar del papel pasivo que representan, aún en la actualidad, en la educación bancaria que todavía hoy tiene lugar en muchas instituciones. Tendría que haber planes de revisión y mejoramiento a corto y mediano plazo, con el propósito de buscar las fallas que pudieren presentarse y aplicar los correctivos necesarios, teniendo siempre en cuenta que la educación debe considerarse como una entidad viva y en permanente estado de evolución. Pero para que todo eso pudiera llegar a ser posible, lo más importante es la voluntad de la clase dirigente, que tendría que mostrarse dispuesta a proveer el esfuerzo y los recursos para lograr un cambio verdadero y significativo.

Así pues, no nos enfrentamos a una fácil tarea. Tenemos ante nosotros un inmenso desafío para el cual, la verdad sea dicha, no sé si estamos preparados. La recalcitrante miopía de ciertos exclusivos estamentos de la sociedad, que intentan conservar el actual estado de cosas, porque de él se han beneficiado por muchos lustros, es uno de los principales obstáculos para que el sueño de cambio pueda llegar a realizarse. Es esencial entender que la tan anhelada Paz solo se alcanzará mediante la aplicación de principios de equidad y de justicia, aún a expensas de la posición de privilegio de algunos, y que una adecuada educación puede finalmente brindar, acaso no a nosotros pero sí a nuestros descendientes, un país más amable y una sociedad más igualitaria, en la que la prosperidad sea un beneficio de todos y no una prerrogativa exclusiva de una minoría selecta. ¿Será posible? No soy muy optimista, pero la esperanza es lo último que se pierde.