La educación es un derecho teóricamente garantizado en la Constitución y, como todos sabemos, la responsabilidad de su cumplimiento recae sobre el Estado. Sin embargo, tal como ha sido evidente a lo largo de los lustros, los sucesivos gobiernos han sido no solo incapaces de cumplir con esta obligación, sino que jamás han mostrado una verdadera voluntad socio-política para asumir el compromiso que les corresponde. Así las cosas, ya por allá desde los tiempos de La Colonia tuvo lugar la aparición de lo que llamamos educación privada, (promovida entonces primordialmente por las comunidades religiosas), que no es otra cosa que la creación de instituciones educativas por parte de particulares que, si bien no deja de ser claro que han ido transformando el proceso de enseñar en un lucrativo negocio, han recogido las banderas negligentemente abandonadas por el sector oficial y han ofrecido procesos formativos con un cierto grado de calidad, que ha ido mejorando a través de los años.
Se aprecia entonces una clara dualidad planteada por entidades oficiales que se esfuerzan por llevar a cabo su tarea mientras luchan para seguir adelante con exiguos presupuestos, plantas físicas no siempre adecuadas y frecuentemente escasas en insumos y materiales, por una parte, e institutos-empresa, que cuentan con los recursos que provienen de inversionistas que esperan pingües rendimientos, por la otra. La consecuencia inevitable se ha dejado sentir en los niveles de calidad y los logros alcanzados por los estudiantes de uno y otro esquema. Los alumnos del modelo privado pertenecen a familias de clases acomodadas, cuando no simple y llanamente opulentas y su poder adquisitivo abre todas las puertas y les da la oportunidad de ubicarse en inmejorables posiciones laborales, mientras que los egresados de las escuelas públicas se ven abocados a la necesidad de competir a brazo partido para lograr el acceso a empleos diversos, por lo general escasos y con una remuneración cuya equidad, en el mejor de los casos, genera graves y profundas reservas.
Sin embargo y a pesar de la evidente ventaja que han adquirido con los años, de un tiempo a esta parte ha podido observarse en los colegios privados un fenómeno que no deja de ser altamente preocupante, ya que atenta contra todo lo que se busca en un proceso académico serio y de buena calidad. Tal es la injerencia, cada vez mayor, de los padres de los educandos en los pormenores de desarrollo y procedimiento que tienen lugar en el aula. Con asombro hemos podido apreciar que un número significativamente apreciable de los progenitores busca incidir en todas y cada una de las minucias de lo que ocurre en el ejercicio de enseñanza-aprendizaje, con el soterrado propósito de que sus criaturas la tengan fácil y no se vean en la necesidad de asumir los rigores requeridos para alcanzar un adecuado desarrollo de destrezas y habilidades y la adquisición de una voluntad férrea y disciplinada que habrá de ser necesaria en el arduo camino de la vida.
Dialogar con un educador de la escuela privada de los tiempos presentes pude ser una actividad bastante descorazonadora. Casi de manera inmediata puede darse uno cuenta de que la noble ocupación docente atraviesa hoy una crisis que nunca antes se había hecho presente el ámbito educativo. A las tradicionales dificultades que el maestro ha debido encarar desde mucho tiempo atrás, tales como salarios muchas veces bastante menos que modestos, que no alcanzan a satisfacer sus necesidades y que por lo mismo, desde antaño dieron lugar a que quienquiera que se dedicase a este oficio se viese abocado a tener que trabajar en dobles y hasta triples jornadas, la invariable exigencia de tener que llevar trabajo a sus hogares, ya que para la corrección de pruebas y la preparación de clases no se dispone de espacio en las horas laborales y, en fin, el verse a menudo subvalorados y, aún, abiertamente explotados por empleadores codiciosos, ahora se han añadido algunos otros ingredientes que han venido a desmedrar todavía más, si cabe, la manera en que se ejerce esta digna profesión.
El menosprecio que muestran muchos de los estudiantes de la actualidad respecto de los contenidos programáticos y la validez de una formación académica seria, en la que se inculcan la ética y los más elementales valores sociales, ha alcanzado ribetes dramáticos. Inmersos en un esquema socio-cultural en el que la valía del individuo se tasa en virtud, no de lo que soy y lo que he logrado sino más bien con base en lo que tengo, (independientemente de la manera en que lo haya conseguido), muchos de los jóvenes que asisten hoy a colegios privados se hallan infectados desde la más tierna edad por un entorno corrupto y pernicioso que les muestra que lo más importante es alcanzar la opulencia económica y la posesión de un sinfín de bienes materiales, a cualquier costo y a la mayor brevedad posible, sin importar por encima de qué haya que pasar ni a quién haya que pisotear en el camino. En consecuencia, el esfuerzo ineludible que se requiere para acceder a un aprendizaje formal, de resultas del cual se desarrollen las habilidades necesarias para un desempeño pleno y competitivo en el mundo contemporáneo, es mirado con un infinito sentimiento de desprecio. Y, para enturbiar todavía más el panorama, los padres se han ido convirtiendo en entidades mediana o totalmente ausentes que suplen su negligencia con excesivos aportes materiales, o que simplemente se sustraen a su obligación para poder satisfacer intereses más personales.
Cabría suponer que en los estratos privilegiados las cosas tendrían que ser ampliamente satisfactorias en lo que tiene que ver con la asistencia y participación de los progenitores en la educación de sus hijos. Pero de forma lamentable hemos de reconocer que esta es más bien la excepción que la regla. Un sinnúmero de estos padres ve la institución educativa como si fuese una salacuna y con demasiada frecuencia, lejos de reconocer las máculas de sus retoños y contribuir a la labor de los educadores para aplicar los correctivos necesarios, asumen posturas que enfrentan al maestro, le increpan por los fracasos de los estudiantes y culpan de los mismos, no solo a los docentes sino también a las escuelas. ¿Cómo se llegó a esta situación?
La educación ha sido desde siempre un permanente motivo de preocupación para los diversos estamentos de la sociedad. En tiempos pretéritos, cuando los integrantes de la generación anterior se hallaban en pleno desarrollo pedagógico, las características de la enseñanza que entonces se brindaba diferían notablemente de los rasgos predominantes que ciñen y determinan el proceso hoy en día. En aquellas épocas el eje central de la formación de los niños y adolescentes se hallaba enmarcado en un esquema de instrucción vertical y condicionamiento operante, adornado con cierto grado de transmisión de conocimiento, que se centraba a la memorización forzada de datos, nombres y fechas, que debían ser repetidos, “regurgitados” sería una buena forma de describirlo, en interrogatorios verbales o escritos, en los cuales se alcanzaba el éxito o se caía en el fracaso, dependiendo de las habilidades del examinado para recordar la información recibida. Un patrón de premios y castigos condimentaba el modelo y el educando carecía de los más elementales derechos de pensamiento propio, disidencia o eso que hoy tan ampulosamente han dado en denominar libre desarrollo de la personalidad.
Los recuerdos de quienes se “educaron” en aquellos días abarcan una gama bastante amplia que va desde los que se sintieron vapuleados y sometidos a unas condiciones de abuso que prefieren borrar de sus mentes, hasta otros que miran esa época en retrospectiva, con ojos más bien benévolos y con cierto grado de comprensión frente a los vejámenes padecidos. Mas todos sin excepción están de acuerdo en que la educación de entonces era suministrada mediante un autoritarismo a ultranza, con el que se sojuzgaba a los alumnos y se los obligaba a discurrir por senderos previamente demarcados, con líneas de pensamiento ya establecidas y a la búsqueda de unos objetivos que bien poco tenían en cuenta las habilidades o preferencias de aquellos que se hallaban sometidos al proceso de formación.
No obstante, con el transcurso de los años las cosas fueron haciéndose cada vez más tolerables. El movimiento libertario de los años 60 y 70 fue extendiéndose por todo el orbe y ello dio lugar a que todo ese rigor extremo fuera cayendo en desuso, si bien en nuestras latitudes las cosas avanzaron mucho más lentamente. Pero para los 80, vientos de cambio sopaban en los modelos pedagógicos y ya se comenzaba a hablar de los derechos de los niños y del Manual de Convivencia que reemplazaba al Reglamento de Disciplina. Además, fue posible que surgieran los consejos estudiantiles que, si bien se hallaban altamente restringidos en su operatividad, comenzaban ya a sentar unos precedentes nunca antes vistos en las instituciones educativas. Los colegios de avanzada comenzaron a incluir a sicólogos y terapeutas dentro de su planta de personal docente y se consideraron como válidos los principios propuestos por eminentes teóricos, en virtud de los cuales se fueron implantando novedosos métodos didácticos y, de alguna manera, las habilidades innatas de los educandos comenzaron a ser tenidas en cuenta y a establecer diferencias en los estilos de enseñanza-aprendizaje. Un imperecedero agradecimiento a Binet, Piaget y otros como ellos.
Sin embargo, no fue posible evitar (ni prever), el que estas bondades trajeran consigo graves anomalías, tales como el facilismo, la permisividad y la desidia, que germinaron en medio de ese pérfido vendaval que fue y sigue siendo en nuestra realidad actual, la búsqueda afanosa de riqueza abundante y rápida, ojalá con el menor esfuerzo posible.
Pero además de ello, un importante número de quienes fungen hoy como padres recuerda no sin cierta desazón las épocas pretéritas en las que fueron alumnos y debieron verse abocados a una metodología exigente y, en muchos casos, tortuosa y abusiva. Y definitivamente han tomado la determinación de no permitir que sus vástagos se vean sometidos al mismo tipo de procedimiento. De resultas de lo cual, asumen una actitud sobreprotectora, siempre a la defensiva y con un muchas veces bien oculto, pero no menos presente sentimiento de que un maestro riguroso, severo y exigente, es el adversario. Y, en consecuencia, se encierran en un cómodo y absurdo principio de negación, cuandoquiera que les son señaladas las falencias de sus hijos y las necesarias estrategias que deberán aplicarse para corregirlas.
Este favorecimiento encubridor y cómplice, asumido por algunos padres, ha tenido un efecto funesto en la calidad de los procesos educativos y en la adecuada formación humana, académica y profesional de las nuevas generaciones. Al haber hecho carrera el precepto de que es más importante la forma (entiéndase con ello el elaborado diploma con caligrafía gótica, firmado por un grupo de Notables), que el contenido, (es decir los conocimientos adquiridos y las destrezas desarrolladas, de las cuales el mencionado título debe supuestamente dar fe), lo único que parece tener una verdadera importancia es el cartón que se cuelga en la pared, visible, para todos. Pero tras este trasto, cuya función es meramente ornamental, se ocultan muchas veces olímpicas trapisondas que van desde el tristemente célebre copy/paste, utilizado para suplantar un adecuado proceso investigativo y hoy tan difundido como práctica ordinaria entre escolares de todos los niveles, hasta el plagio desvergonzado de tesis y proyectos de grado. “Todo vale”, parece ser la norma.
A esta “ligereza educativa” (o, como dirían los supérstites representantes de la moda actual: esta “educación light”), de la cual se hallan ausentes todos los rasgos que caracterizan a una formación académica y profesional congruente y responsable, le cabe un alto grado de responsabilidad en el caos en el que se hallan inmersas nuestras instituciones ciudadanas, a las que de manera casi impotente vemos naufragar en el pantano de la corruptela y la descomposición. Y el semillero pernicioso de este desbarajuste que hoy nos desborda se halla precisamente en muchos procesos educativos llevados a cabo por instituciones endebles que se han adaptado a este nuevo y malsano contexto en el que todo aquel que se afana por aprender es considerado un nerd, (término peyorativo para designar y hacer mofa de estudiantes dedicados), mientras que aquellos otros que transcurren por la escuela de manera disipada y poco responsable y que luego complementan lo que han dejado de adquirir, haciendo gala de una sorprendente habilidad para la argucia y la engañifa, alcanzan logros inmerecidos y exhiben sus mal habidos títulos, que respaldan habilidades a las que nunca intentaron tener acceso, porque no les interesaba.
No resulta sencillo buscar una salida a este marasmo en el que hemos caído. Esta forma de vida basada en el consumismo, aderezada por los incalculables beneficios originados en el narcotráfico, el cual permeó hasta la médula a todos los estamentos de nuestra sociedad, es la que ha dado lugar a la implantación de la inmediatez y la corrupción como rasgos fundamentales de nuestro ser de hoy. Así las cosas, todo aquello que demande esfuerzo, dedicación y brío, se va dejando de lado como inconveniente y se lo va sustituyendo por utilidades alcanzadas a corto plazo, en esa nociva cultura del atajo que nos caracteriza en la actualidad y que ha sido causal de incalculables perjuicios.
No existen fórmulas mágicas que nos ayuden a corregir el rumbo. Será necesario un inconmensurable esfuerzo de voluntad social y ciudadana para poner fin a tanto desconcierto. Y, sin duda, la educación es una de las herramientas más adecuadas para reencaminar nuestra existencia como nación, como pueblo, como núcleo socio-cultural. Los principales adalides de la formación académica de los jóvenes tendrán que asumir el papel que les corresponde como tales y sacudir el yugo que hoy imponen algunos padres irresponsables que solo buscan el facilismo y la vida muelle para sus hijos. Los procesos educativos no pueden estar liderados por paternalismos mal entendidos y se deben dejar en las manos de profesionales serios y meticulosos que, circunscritos a los más elementales principios de respeto y consideración de las características diferenciales de los educandos, sepan conducir a estos por senderos de rigor y exigencia, que los lleven a desarrollar todo su potencial y los conviertan en seres íntegros, generadores de progreso y buscadores permanentes de la excelencia. Y los maestros, esos artífices anónimos, tendrían que pasar a ocupar un lugar mucho más preponderante en nuestra estructura social. Es urgente que el Estado vuelva sus ojos hacia ellos y comience a cobijarlos con prebendas que puedan venir a satisfacer necesidades largamente sentidas y que les proporcionen el equilibrio que requieren para poder llevar a cabo tan importante labor. ¿Se ha preguntado alguien (si es que de verdad a alguien le importa), de qué manera sobreviven los educadores que suscriben contratos de 10 meses en las instituciones privadas? Los dos meses restantes se deben cubrir con las prestaciones de prima y cesantía, con lo que importantes recursos monetarios que deberían tener otros destinos, (como de hecho los tienen en otros contextos laborales), han de invertirse en necesidades inmediatas e impostergables de sustento y habitación. ¿No deberían gozar estos docentes de una estabilidad laboral más adecuada, en lugar de los avatares azarosos de la renovación anual de contratos? Total, como en cualquier otro contexto de trabajo, si un empleado no “da la talla”, siempre se puede prescindir de él, a través de procedimientos claros, hoy ya enmarcados en la ley. ¿Entonces?
¿Utópico? Quizás. Pero esa puede ser acaso la única forma medianamente viable para salir del caos en que nos hallamos inmersos. Le corresponde a la juventud el encontrar una salida que nos conduzca hacia derroteros prósperos en los que cada individuo asuma su papel, desempeñe su función y aplique todos sus esfuerzos a lograr que el futro para sus hijos sea más promisorio y se vea exento de las enormes fallas que nos aquejan hoy. Y para que eso sea posible, es urgente dar a la educación la importancia que realmente debe tener e impedir que niños y jóvenes caigan víctimas de prácticas contraproducentes que pude parecer que produzcan enormes réditos a corto plazo, pero que conllevan el inmenso lastre de perpetuar el desorden anárquico en el que nuestra sociedad sucumbe hoy, el cual amenaza con desplazar definitivamente a la ciencia, el conocimiento y la verdad para sustituirlos por la superchería, la ignorancia y la falacia, esa posverdad que se ha venido imponiendo recientemente y que solo sirve para la satisfacción de intereses mezquinos de algunos sujetos inescrupulosos, que se han arrogado la imagen de pro-hombres, pero que solo atienden al cumplimiento de sus sórdidas ambiciones personales.
Como puede verse, el reto es de dimensiones colosales. Pero ha de asumirse con entereza y voluntad si de verdad aspiramos a que las cosas puedan llegar a ser mejores en un futuro a mediano plazo. No nos queda otro recurso que esperar con confianza que quienes hayan de asumir las riendas sociales de aquí en adelante, estén realmente a la altura de esta importante misión. Solo de esta manera lograremos alcanzar los nobles propósitos de paz y concordia para todos. El gran interrogante es: ¿Será posible? Solo el tiempo lo dirá.