TRUMP

De manera paulatina, lenta pero inexorable, se acerca el final del período de gobierno del primer presidente afroamericano en la historia de los Estados Unidos. Independientemente de sus éxitos y fracasos como líder de la única superpotencia del planeta, su presencia en la Casa Blanca ha marcado un hito trascendental, acaso tan solo comparable con la resolución de liberar a los esclavos, adoptada por el presidente Lincoln en 1863, la cual ya entonces dio lugar a una bárbara confrontación bélica. La similitud, pues, no es caprichosa: en una nación poblada por comunidades primordialmente originarias de la Gran Bretaña que, desde el mismo comienzo de su asentamiento, demostraron un manifiesto desdén hacia cualquier otra etnia, fuese esta los aborígenes, llevados al borde del exterminio total, quienes eran dueños de una tierra que les fue arrebatada a sangre y fuego; o los cientos de inmigrantes asiáticos, chinos en su mayoría, que en el siglo XIX llegaron a sus costas y que recibieron un trato caracterizado por el desprecio y la humillación; o, por supuesto, los miles de africanos explotados y vejados, sobre cuyo sudor, sangre y lágrimas se erigió gran parte de la grandeza nacional de la que hoy el pueblo se siente tan orgulloso, no deja de ser una circunstancia insólita que se haya dado el caso de un gobernante no perteneciente a la “sacrosanta” casta de los americanos blancos, anglosajones y protestantes.

Facciones radicales existentes en el país no tuvieron otro remedio que soportar en un muy relativo silencio lo que consideraban y aún consideran un despropósito violatorio de todo aquello que ellos creen que debe ser esa “América bendecida por Dios”. Optaron por organizarse para obstaculizar hasta donde fuera posible el quehacer del “intruso” y rumiar, a veces calladamente y otras no tanto, su sorda amargura, su rencor y sus ansias de revancha. Evidencia de ello han sido los obtusos pero con frecuencia eficaces escollos que el congreso, de mayoría republicana, ha interpuesto para torpedear iniciativas progresistas como el programa de salud, la ley de migración o el proyecto para inducir un mayor control de las armas, todas ellas pensadas única y exclusivamente con el deseo de mejorar la calidad de vida de cada uno de los habitantes.

Ahora, cuando se acerca el final, de entre las filas de recalcitrantes ha saltado a la palestra una variopinta gama de proponentes que, aparte de cierta variedad en los matices de su discurso, por igual se comprometen a devolver la dignidad a la nación americana. Una decorosa integridad, según ellos perdida en los dos últimos cuatrienios. (Qué fácil les resulta olvidar de manera conveniente que ese pundonor por el que tanto vociferan desapareció sin dejar rastro en los fiascos criminales de Iraq, agredido sin misericordia con falaces pretextos, el oprobio infame de la prisión de Guantánamo o la ocupación de Afganistán, llevada a cabo para combatir a antiguos aliados que se habían vuelto  “incómodos”, para las pretensiones de adinerados y codiciosos industriales petroleros; procederes de los cuales es directo responsable el republicano anterior gobernante, modelo de incompetencia, torpeza y desfachatez.)

Entre esta gama de aspirantes ha venido a destacarse el señor Trump, un opulento magnate cuyo más importante pergamino es simplemente el de ser rico, (“Poderoso caballero es don dinero…” decía don Francisco de Quevedo), quien ha tomado la determinación de esgrimir lo más obsoleto, retardatario y extremista de un fanatismo racial que, hasta la fecha, había venido superándose, así fuera muy lentamente, en la nación del norte, pero que ha resurgido con una fuerza inusitada entre sus seguidores, muchos de los cuales quizás aspiran a vestir de nuevo el capirote y la túnica blanca y marchar por las calles y las praderas con sus cruces ardientes, para mostrar al mundo la fuerza de la supremacía de su raza.

Observado desde una perspectiva externa, Donald Trump no pasa de ser un estrepitoso saltimbanqui que enmascara sus múltiples deficiencias, no solo en lo político sino también en lo intelectual, con un discurso grandilocuente, etéreo y vacío, incapaz de soportar ni el más modesto análisis de una mente inteligente, pero destinado a despertar la misma irracional y feroz animosidad que ha caracterizado a los grupos supremacistas blancos que pusieron la bomba en las manos de Timothy Mc Veigh y Terry Nichols y el rifle en las de James Earl Ray, (o de quienquiera que haya sido el asesino del Dr. Martin Luther King.)

La vacuidad de su perorata fundamentalista ha llegado a generar hilaridad entre muchos de los norteamericanos, ya que  resultan particularmente estrambóticos sus postulados, referentes a una sociedad americana anterior a la proclamación de la Ley de Derechos Civiles, y que él enuncia como en una especie de rememoración nostálgica de tiempos pasados. Es evidente que una importante parte de los estadounidenses lo mira como miraría a un payaso de una función circense, que se desgañita en diatribas incoherentes que carecen del más elemental ápice de solidez.

Más sin embargo, existe también la percepción de que el contenido de este tendencioso discurso no solo emana de, sino que también está dirigido a un muy específico y nutrido conglomerado de ciudadanos para quienes todo aquello que suene a justicia social, igualdad de derechos sin distingos de raza, credo, género u orientación sexual y cualesquiera otros conceptos que propendan por la equidad y la tolerancia, es poco menos que un enorme anatema. Estas gentes, enclaustradas en sus torres de marfil, conducidas única y exclusivamente por la estrechez de sus mentes y de sus miras y convencidos de que su derecho a prevalecer se origina en lo que ellos llaman el “estado natural de las cosas, dispuesto así por el mismo Dios”, han levantado sus voces de alabanza y han aplaudido de manera ferviente los planteamientos del fantoche, lo cual no ha hecho otra cosa que exacerbarlo y hacerle creer que él sí es, verdaderamente, un postulante válido para ostentar la Primera Magistratura del país.

Ahora: a pesar de haberse convertido los Estados Unidos en una aglutinación multirracial y multicultural, los americanos de hoy están lejos de constituir una sociedad de carácter pluralista. Tanto los que allí nacieron como los que después llegaron, todos han ido acogiéndose a una de las dos corrientes socio-políticas que conforman la Cosa Pública: demócratas (con ideología de liberales, librepensadores y progresistas, no de una forma plena sino más bien hasta donde tales adjetivos se pueden aplicar en el contexto de esta nación), y republicanos (caracterizados por ser conservadores,  fervorosamente creyentes y reaccionarios, algunos de ellos un tanto moderados y otros, por el contrario, sumamente extremistas), mentalidades que se encuentran distribuidas casi que por partes iguales a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Y es ahí, en estos últimos, en virtud del peligro de que lleguen a perder de vista la realidad y acepten en cambio la farsa como una nueva realidad, más acorde con su manera de pensar, en donde radica el riesgo de que el bufón pudiera llegar a convertirse en el Maestro de Ceremonias.

La única opción de conjurar lo que podría pasar de ser una guasa extravagante a tornarse en una amenaza real y tangible para el mundo moderno se encuentra en la otra colectividad y entre las gentes temperadas y sensatas que logren entender la dimensión real de lo que pudiera llegar a acontecer si este sujeto, en el que se mezclan la supina ineptitud de George W. Bush y la actitud de matón de barrio de Chuck Norris, se convirtiese en el presidente de la nación.

Para salirle al paso a semejante contingencia será necesario que todas las gentes se mantengan profusamente informadas, que logren sacudirse la intemperancia y el miedo que transmite el discurso del aspirante y que de manera firme y certera se muestren dispuestos a impedir el regreso de su país a momentos pretéritos, plagados de tensiones y conflictos que no harán otra cosa que añadirse a las muy reales dificultades que enfrentan en el mundo de hoy. Es importante que entiendan que un planteamiento racial-xenófobo como el que Trump propone no apunta realmente a combatir los problemas que aquejan al país. El desempleo, la crisis económica, la inseguridad territorial son el resultado de estrategias y políticas de vieja data que demandan una urgente revaluación, habida cuenta del detrimento que han significado para la calidad de vida de un incontable número de ciudadanos, y nada tienen que ver con los afroamericanos, los inmigrantes,  los árabes, los hispanos o la comunidad LGBT.

Por lo demás, las soluciones que propone el hombre del peluquín no dejan de suscitar algunos interrogantes que convendría tener en cuenta: ¿Será que los americanos blancos, anglosajones y protestantes están dispuestos a asumir las múltiples tareas agrícolas, de aseo y de labores de mano de obra no calificada que hoy llevan a cabo los inmigrantes, legales o ilegales, a cambio de ínfimos salarios y sin ningún beneficio social? ¿Es que acaso puede llegar a creerse en algún momento que todo musulmán sea por principio un terrorista?

Es urgente que las gentes de mente abierta pongan en su verdadera dimensión el contenido delirante de las afirmaciones que este individuo lanza a diestra y siniestra. Que entiendan la importancia de continuar dando pasos hacia el futuro, en lugar de recular hacia posiciones revaluadas por el tiempo y el devenir de los acontecimientos. La nación más poderosa del mundo enfrenta retos inconmensurables que no se resolverán mediante la agresión a las minorías. Ha llegado el momento de mirar lo que ocurre en el resto del mundo y obrar en consecuencia. Se requieren una inteligencia y una sagacidad capaces de ver a través de la bruma de los ingentes conflictos que se suscitan hoy en día, con la habilidad suficiente para liderar la búsqueda de soluciones que beneficien a todos. Y, definitivamente, Donald Trump, con la simpleza elemental de su actitud pugnaz plena de un intemperante matoneo, ha mostrado carecer de las destrezas necesarias para ponerse al frente del timón en estos convulsos tiempos del siglo XXI.

La única esperanza que le queda al resto del mundo es que, además del sinnúmero de recalcitrantes, exista entre la población norteamericana un conglomerado de gentes bien informadas, de mente abierta y capaces de percibir el inminente peligro que representa, no solo para su país sino también para la estabilidad de las demás naciones del orbe, la eventual llegada de un hombre como Donald Trump a la presidencia. Y el gran interrogante es si estos individuos estarán a la altura intelectual y moral que se requiere para que estén dispuestos a acudir a las urnas e impedir con sus votos lo que, sin duda, no vendría a ser otra cosa que un salto hacia el abismo fundamentalista. Los habitantes del resto del globo miramos con ansiedad y preocupación impotentes el proceso electoral de la nación americana.  Y no nos queda otro recurso que esperar que los electores tengan la suficiente perspicacia y logren “separar el grano de la paja” y así evitar que lo que hoy no es otra cosa que una broma de mal gusto llegue a transformarse en una trágica pesadilla de muy previsibles y funestas consecuencias.