LA CRISIS DE LA EDUCACIÓN

Hace algunos días los medios de comunicación informaron que el colegio Sans Façon ha dispuesto cerrar sus puertas y suspender su labor educativa. Ello ha sido una muy triste e inesperada sorpresa, en un país tan necesitado de procesos de formación para las juventudes. Esta tradicional y muy respetable institución educativa pone punto final a más de un siglo de labor académica, ante la evidente inviabilidad de su economía.

Se alinea así con otras, al parecer más de 700 entidades escolares, como el muy respetado Colegio del Rosario, que también cancelara sus labores hace ya algunos años. A pesar de su larga trayectoria y no obstante hallarse arraigado en la historia nacional, al parecer se vio en la necesidad de dar por terminadas sus labores ante la imposibilidad económica a la que se enfrentaba. Como ha podido establecerse, hay otras instituciones educativas que atraviesan dificultades financieras y que, eventualmente, podrían seguir el camino de la desaparición. Pero ¿cuáles pueden ser las causas de tan deplorable situación? Podemos responder con casi absoluta certeza: la falta de estudiantes.

No cabe duda de que la estructura y las características de la población de hoy son abismalmente distintas de aquellas de hace apenas medio siglo. Circunstancias de orden social, político, económico y, aún cultural, han dado lugar a radicales transformaciones en el sentir de las gentes y a la forma en que los individuos de hoy conciben su futuro y su función en el mundo en que viven. Pero quizás no toca ir muy lejos para determinar que un importante ingrediente de esa nueva forma de pensar es un alto grado de desesperanza, de incertidumbre en el porvenir, habida cuenta, entre otras cosas, de la caótica situación de la realidad actual, lo cual puede haber impulsado al individuo de hoy a buscar la rápida satisfacción de sus necesidades y deseos y el goce a corto plazo. Cabe, pues, preguntarnos: ¿Qué está pasando?

Lo primero que se presenta a nuestros ojos es el desplome estrepitoso del sentimiento religioso. Las diversas confesiones místicas o espirituales que pulularon en el mundo durante un milenio han perdido su poder de influencia entre los hombres. La vacuidad de las banales promesas de clérigos, pastores, chamanes y gurús de todo tenor se puso cada vez más en evidencia frente a la creciente certeza de la total carencia de sentido de la existencia humana. El ofrecimiento de una eternidad bienaventurada ha ido perdiendo validez ante las múltiples miserias que nos aquejan aquí y ahora, y la figura de un Ser Superior con un Magno Plan se ha tornado insuficiente e ineficaz como paliativo para tanto sufrimiento.

Visto lo anterior, el sentir del hombre moderno y contemporáneo se ha circunscrito a conseguir el bienestar de la vida presente, sin que para su logro llegue a tener importancia el camino que sea necesario recorrer. Siempre en el pasado se nos inculcó la máxima de que el fin no justifica los medios. Bien sabemos que esta no tuvo ninguna significación para los poderosos de todas las épocas, pero en la actualidad somos conscientes de que el hombre moderno, independientemente de su condición, raza, origen o etnia, pone en práctica justamente la premisa opuesta. A partir de ello, el disfrute pleno de todo lo que la vida pueda ofrecer se ha convertido en el objetivo último de quienes deambulamos por este planeta. Y, como los recursos son escasos y la opulencia no alcanza para todos, cada uno de nosotros parece dispuesto a alcanzar este logro, a como dé lugar, no importa a quien se pisotee o sobre quién haya que pasar. Manolito, el célebre amigo de Mafalda, corto de entendederas pero con una perspectiva clara del mundo en que vivía, afirmaba sin ambages: “Nadie puede amasar una fortuna sin hacer harina a los demás”. Tal es, hoy por hoy, la manera en que el género humano combate su sentimiento de desamparo. ¿Y de qué manera todo lo anterior se relaciona con la crisis de la educación?

Quienes hayan hecho tránsito por los procesos educativos, tanto primarios como secundarios o universitarios estarán de acuerdo en que los mismos, en todas las épocas, han implicado un denodado esfuerzo, trabajo y dedicación de los educandos para llegar a los objetivos propuestos. A esta situación han de sumarse los largos años que ello conlleva y los costos que hay que asumir. Hasta más o menos la primera mitad del siglo XX, semejantes desvelos eran aderezados con conceptos de valía y superación personal, pero sobre todo con la idea de que era necesario forjarse un esquema intelectual y desarrollar unas destrezas que proporcionaran las herramientas para alcanzar una buena posición económica. “Estudie para que pueda defenderse en la vida”, nos decían nuestros padres.

Sin embargo, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y, más específicamente, al comienzo de los años 50s, la interpretación del hombre respecto a la realidad circundante comenzó una transformación irreversible e incontenible. Lo acaecido en los dos conflictos bélicos previos puso en evidencia la inestable fragilidad de todo lo que existe y mostró de manera inequívoca cómo, ello puede terminar en cualquier momento, de forma abrupta y violenta, sin que siglos de evolución civilizadora logren impedir la debacle. Supimos entonces que lo único cierto que poseemos es el aquí y el ahora y abrimos nuestros ojos a la urgente necesidad de aprovecharlo al máximo, mientras dure.

A partir de entonces, por lo menos en Occidente, se generó la búsqueda de nuevas y más intensas emociones y experiencias, lo cual condujo, entre otras cosas, a la aparición del movimiento hippie, con sus cada vez más atrevidas expresiones de rebeldía, amor libre y experimentación con las drogas. Así mismo, han venido haciendo carrera esos que han dado en llamarse “deportes extremos”, con su carga de adrenalina y el elevado riesgo en que se pone la vida de quienes los practican. De una manera paralela, las políticas económicas se concentraron todavía más en la adquisición de bienes materiales, los cuales vinieron a ser el epítome de progreso y bienestar. La sentencia de Jorge Villamil: Amigo, cuanto tienes, cuanto vales, se convirtió en la máxima fundamental del mundo moderno.

Por lo consiguiente, la búsqueda de ágiles y expeditos procesos de enriquecimiento a corto plazo fue creciendo imparable, junto con la tendencia de alcanzar el máximo aprovechamiento, mientras fuera posible. Antiguas cortapisas y barreras ético-morales de comportamiento, ya de por sí debilitadas, fueron cayendo una tras otra y la única premisa válida vino a ser obtener el máximo con el mínimo esfuerzo y en el menor tiempo posible.

Tal ha sido la carrera de los seres humanos desde entonces hasta el día de hoy. Y en este contexto, la educación, la formación intelectual, lenta, tortuosa y bajo la dirección impositiva de maestros exigentes y faltos de paciencia, simplemente dejó de ser importante para convertirse en un camino espinoso y poco prometedor y, en diversos ámbitos, en un fastidioso objeto de burla. El cine, la televisión y la música derivaron parte de su producción a la ridiculización de quienes persistían en dedicarse al estudio, los nerds, y al acoso vocinglero e irreverente hacia los maestros. (…hey, teacher!, leave us kids alone…, decía Pink Floyd).

Al desaparecer todas las barreras morales, surgieron muchas otras formas de alcanzar la riqueza a corto plazo. Los jóvenes, y también los más entrados en años, incrementaron su búsqueda de nuevas experiencias, lo cual los llevó a la adquisición y consumo habitual de diversas drogas, lo que generó en el mundo una cada vez mayor necesidad de tales sustancias. En consecuencia, la satisfacción de esta creciente demanda se convirtió en un gran negocio para vendedores con deseos de ganancia rápida y pocos escrúpulos. (Los ingleses ya habían dado los primeros pasos con su comercio del opio en China, lo cual los convirtió en los primeros narcotraficantes de la historia reciente). Cuando, por diversas razones, algunas humanitarias y otras no tanto, se desató la guerra contra las drogas, las ganancias aumentaron enormemente en virtud de la prohibición y aparecieron casi como de la nada, nuevos ricos que hacían impúdica ostentación de sus fortunas. El mensaje reforzó el sentimiento de muchos: Hacer dinero por cualquier medio, en forma rápida y abundante. Por supuesto, la educación y el trabajo arduo no tenían ninguna posibilidad de constituir una vía para alcanzar tal objetivo.

Tan solo a manera de ejemplo cabe citar, entre las varias recientes maneras de ganar dinero, un fenómeno sin precedentes que se ha desarrollado a partir de la cada vez más amplia utilización de las redes sociales. Me refiero a esos que se han dado en llamar influencers o, como se los conoce también, los creadores de contenido. Gentes de diversa condición, edad y variopinta formación intelectual realizan publicaciones y, dependiendo de lo mucho que logren agenciarse una audiencia de seguidores, consiguen avisos publicitarios que les proporcionan buenos réditos. Cada vez que uno de nosotros abre una página y ve el contenido hasta el final, el autor de la misma va facturando. Y ello se incrementa si nos suscribimos y “activamos la campanita”, porque a partir de entonces, cada nuevo video se nos ofrece automáticamente y su autor sigue acrecentando su cuenta bancaria. ¿Cuál de estos influencers dejaría esta actividad para matricularse en un colegio o en una universidad?

Y por supuesto, el otro ingrediente que contribuye a acrecentar el sentimiento de desesperanza que hoy aqueja a la humanidad es la misma realidad circundante, caracterizada, entre otras cosas, por  la explotación del hombre por el hombre, las guerras con sus miles de muertos y desplazados, la tozuda codicia de los dueños de los medios de producción, en virtud de la cual se niegan a inducir modificaciones que favorezcan la protección del Medio Ambiente y que simplemente no están dispuestos a la permitir que se reduzcan sus ganancias, la convicción cada vez más firme de que todo puede terminar súbita e inopinadamente. Esta dramática situación ha redundado en una drástica disminución de la tasa de natalidad. Los jóvenes no quieren tener hijos, no solamente por el fatigoso compromiso que ello conlleva sino porque no quieren que sus vástagos vengan a un mundo que se desmorona. Por lo consiguiente, tal como lo afirmara, un representante de las directivas del Sans Façon el número de infantes que ingresan al parvulario ya no compensa el de los estudiantes que culminan su bachillerato o que abandonan la escuela por diversos motivos. Y, mientras que el costo de los insumos no para de crecer, junto con la ineludible necesidad de mejorar los sueldos de los maestros año tras año, los ingresos van mermando de manera alarmante. No hay posibilidad de que las cuentas cuadren.

Dos reflexiones finales se nos ocurren, en la medida en que miramos la preocupante realidad del mundo actual. En primer lugar, no deja de ser estimulante el hecho de que todavía existe un importante número de jóvenes que no han caído en la deslumbrante atracción de la riqueza rápida y optan por la formación académica. Ellos vendrán a constituir el soporte científico y profesional que habrá de sostenernos en el corto y mediano plazo. Hemos de tener muy claro el hecho incontestable de que no fueron los buscadores del dinero fácil, hoy tan abundantes, quienes nos llevaron a la luna, nos aportaron las vacunas que nos defienden contra las infecciones o nos señalan los grandes misterios del cosmos.

En segundo lugar, será necesario que la sociedad haga un alto en esta enloquecida carrera por los bienes materiales e intente establecer una clara diferencia entre el lugar hacia donde vamos y aquel a donde queremos llegar, para poder establecer de qué manera es necesario corregir el rumbo, antes que sea demasiado tarde. Enormes retos se presentan a nuestros ojos como especie y nuestro futuro dependerá de la manera en que los asumamos. Solo así tendremos, como lo dijera García Márquez, “una segunda oportunidad sobre la tierra” y la posibilidad de que las próximas generaciones puedan acceder a una forma de vida digna y sosegada. Únicamente la ciencia y sus estudiosos tienen la capacidad de determinar de qué manera deberemos cambiar nuestro estilo de vida sin, necesariamente, volver a la Edad Media. El efecto invernadero, el deshielo de los polos y las alteraciones climáticas son amenazas reales que no podemos seguir ignorando. El tiempo se nos agota rápidamente y el declive de la educación es un ingrediente adicional de la tragedia humana que se está gestando ante nuestros ojos.