INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Algunos aspectos introductorios:

Una mirada en retrospectiva a la senda seguida por el ser humano en su proceso de desarrollo nos muestra de qué manera el permanente anhelo de incrementar el conocimiento  ha sido el motor que nos ha conducido a los enormes logros que hemos alcanzado en los diversos campos del saber. El carácter por demás curioso de nuestra especie condujo a nuestros ancestros a buscar, indagar, preguntar y, si bien en muchos casos fue necesario un doloroso procedimiento de ensayo y error, todo lo que somos hoy en materia de ciencia y tecnología se encuentra inexcusablemente apoyado sobre los hombros de esos antepasados que con frecuencia sacrificaron su casa, su hacienda y su bienestar con el único objetivo de conocer.

No obstante, no fueron pocos los escollos. A título de ejemplo: si hace cien años (1916) alguien hubiera dicho que los órganos defectuosos de un ser vivo podrían ser reemplazados por otros extraídos a una persona fallecida, tal afirmación habría sido tomada con una escéptica sonrisa de incredulidad. Si esa afirmación se hubiese hecho hace doscientos años (1816), el imprudente divulgador habría sido tildado de demente y quizás habría sido denunciado a las autoridades por propender por la perturbación del eterno descanso de los difuntos. Ahora, si el asunto hubiera tenido lugar hace trescientos años, (1716), quien cometiera tal ligereza hubiese sido objeto de un juicio sumarísimo y conducido inmediatamente a la hoguera. Y sin embargo, los trasplantes son hoy un método ordinario de prolongar la vida, amén de las dificultades que todavía subsisten en términos de donantes y los astronómicos costos pecuniarios que conllevan. Así pues, es evidente que la necesidad de incrementar el conocimiento es un poderoso impulso. Con absoluta convicción podemos afirmar que tal inquietud forma parte integral de nuestra naturaleza y que nada ni nadie podrá menguar esa imperiosa urgencia de búsqueda.

Dicho lo anterior, conviene proceder a la explicación definitoria de un concepto que habrá de servir de base al asunto central de las presentes consideraciones. Me refiero a la noción, hoy acaso caída en el olvido, del Síndrome de China. En los años 60, frente al denodado aumento en el tamaño y la potencia de los reactores nucleares, surgió el temor de una eventual pérdida de control y un escape del núcleo radiactivo. Se llegó a pensar que este podría penetrar el subsuelo y atravesar la corteza terrestre, llegando hasta los antípodas. Si bien que esto ocurriera era (y es) una imposibilidad física, las consecuencias de una pérdida de control en una planta nuclear han sido trágica y dramáticamente reales en  casos como la Isla de Tres Millas, Chernóbil y Fukushima.

No obstante y a pesar de todo, cabe señalar que la inquietud investigativa del hombre no se arredrará ante estos ominosos sucesos, como tampoco permitirá (ni ha permitido hasta el día de hoy), que barreras éticas, morales o religiosas se interpongan o pretendan frenar el curso de los estudios. Sin lugar a dudas y a pesar de las voces que se levanten en protesta, la exploración sobre las células madre seguirá adelante y en un futuro tal vez no muy lejano veremos los primeros clones de seres humanos. Ninguna cortapisa podrá inmiscuirse en el presente o en el futuro, como no lo hicieron hace ya casi un siglo las advertencias sobre el poder destructivo de las bombas atómicas que, de todas maneras, fueron utilizadas en forma inmisericorde contra poblaciones indefensas.

Tal es, hasta aquí, el marco contextual de un planteamiento que parece ser de capital importancia, puesto que compromete, a mi manera de ver, la forma en que habrá de desenvolverse la vida del género humano y, aún, la existencia misma de nuestra especie, si no a corto, muy seguramente a mediano plazo.

 

El meollo de la cuestión:

Científicos de todo el mundo han venido concentrándose de manera creciente en la investigación que habrá de dar lugar a la creación de un organismo cibernético inteligente y autosuficiente. Es lo que se conoce en términos profanos como inteligencia artificial. Los alcances reales en el progreso de este trabajo no son conocidos, (seguramente por las implicaciones armamentísticas que puede llegar a tener, razón por lo cual, como es lógico, los militares se hallan cercana y directamente involucrados),  pero recientemente, algunos documentales de divulgación científica en los que suelen participar importantes figuras del saber, como Michio Kaku, Alex Filippenko y el mismo Stephen Hawking, nos han mostrado visos de los importantes avance que se han venido logrando en la materia. Sin ir más lejos, los drones son hoy un avance notable en términos de observación, espionaje y ataque. Si bien todavía dependen del control ejercido a distancia por personal humano, podemos estar seguros de que no falta mucho para que estas máquinas puedan desempeñarse de manera autónoma, con poco o ningún concurso de sus creadores.

Ahora bien: para nadie es un secreto la abismal diferencia que subsiste entre una unidad de mente computarizada, fría, calculadora y asombrosamente eficiente, dentro de los parámetros de desempeño para el cual ha sido creada y la mente humana, apasionada y muy proclive a la falibilidad. Desde los primeros albores de su existencia, el hombre se ha caracterizado por una dualidad evidente, en la que se mezclan una mente calculadora y un cúmulo de emociones que, con frecuencia, ejercen un poderoso ascendente sobre sus decisiones y su quehacer. Lo cual implica que, en más de una ocasión, se adopten determinaciones equivocadas que pueden llegar a tener impredecibles consecuencias para el actuante, su entorno cercano y, eventualmente, las gentes, pueblos o naciones que se encuentren dentro de su esfera de influencia. Pero eso es lo que somos; el error es parte integral de nuestra existencia y hemos aprendido a vivir con él, asumirlo y estar en todo momento, prestos a corregirlo. Sobreponernos a nuestros desaciertos ha venido a ser un elemento fundamental de nuestro crecimiento.

Pero deberíamos pasar a reflexionar sobre los procesos de actuación, toma de decisiones y desenvolvimiento general de una mente cibernética. Una vez que nuestros esfuerzos hayan logrado desarrollar una entidad capaz de autoabastecerse, aprender y, como resultado de ello, reconfigurar su programación, tendríamos que entrar a considerar muy detenidamente cuál irá a ser el esquema en el que vaya a tener lugar su interacción con nosotros. ¿Cuál será la percepción de este nuevo ser respecto a estas imperfectas y, por lo mismo, frecuentemente erráticas entidades de carbono? A menos que nuestros científicos logren introducir en sus circuitos una reproducción imitativa de las emociones humanas, habremos de vérnoslas con un ser frío, calculador y desapasionado, cuyas decisiones estarán inevitablemente dictadas por la lógica. Muy probablemente no estará en posibilidad de cometer errores, atenderá de manera primordial a su propia conservación y supervivencia y mirará nuestras múltiples incertidumbres y vacilaciones con gran reserva.

¿Y cómo asumirá el género humano la presencia en el mundo de una mente infalible y poseedora de extraordinarias capacidades deductivas y analíticas? Puede ser que, inicialmente, tal alcance constituya un gran motivo de orgullo para la ciencia y la tecnología, al haber sido el mismo, un producto desarrollado por nuestro intelecto. Pero con el transcurrir del tiempo nos iremos dando cuenta de que, por primera vez desde que abandonamos las cavernas, tendremos frente a nosotros a un ser altamente dotado, con la posibilidad de disputarnos el derecho a prevalecer y que bien pudiera llegar a convertirse en la especie dominante del planeta. ¿Estaremos sicológica y emocionalmente preparados para tan incontestable realidad?

La ciencia-ficción o anticipación científica, como también ha sido llamada, nos ha propuesto diversos escenarios relacionados con la creación de estas mentes cibernéticas autosuficientes. Salvo un caso específico del que tenga noticia, que se mencionará posteriormente, en la mayor parte de las historias la humanidad ha terminado llevando la peor parte. Como ilustración de lo que aquí pretendo plantear, quisiera referirme a un par de ejemplos que pueden ser bastante significativos:

Arthur C. Clarke colaboró con Stanley Kubrick en la creación de un libreto para una película que el cineasta quería hacer y que terminó convertido en una novela de ciencia-ficción. En “2001 Una Odisea del Espacio”, un grupo de científicos y astronautas emprende un largo viaje a bordo de una moderna nave espacial controlada por la supercomputadora Hal 9000, una imponente máquina, con algo muy parecido al determinismo autosuficiente. Pero algo sale terriblemente mal. Nunca se aclara realmente si esta mente computarizada cometió el error que se le imputa, si bien el desarrollo de los acontecimientos y la consecuente manera de actuar de los personajes inducen al lector-espectador a suponer que así fue aunque, sin embargo, ella misma no es consciente de su mal funcionamiento y al no serlo, toma la decisión de privilegiar los parámetros del viaje por encima de las vidas mismas de los hombres involucrados. Las consecuencias para la misión habrán de ser del todo inesperadas. En este ejemplo, los humanos fundamentaron toda su actividad en la convicción de contar con una herramienta que era, al parecer, incapaz de equivocarse. Sin embargo, al descubrir que no era así, intentaron aislarla y recuperar el control, lo que dio lugar a una confrontación. Y, convencida de su incuestionable superioridad, la entidad se volvió contra ellos.

En 1984 James Cameron y Gale Anne Hurd dieron vida a “Terminator”, o “El Exterminador”, que se convirtió en una saga de varias películas, en virtud del éxito de la cinta inicial. Aparte de los pormenores referentes a Sarah Connor, a su protector y a los asesinos enviados del futuro para acabar con su vida, el tema central de la trama gira alrededor una mente robótica, Skynet, que ha dispuesto exterminar a la raza humana por considerarla anómala, falible y, en consecuencia, peligrosa para la existencia misma del organismo cibernético. Este escenario, que bien podría llegar a darse, como resultado de un eventual conflicto de intereses entre los hombres y las máquinas, es lo que podríamos categorizar como el Síndrome de Terminator: entidades de inteligencia artificial, creadas por nuestros científicos para ser autosuficientes y autodidactas, llegan a la conclusión lógica, coherente y desapasionada de que la humanidad constituye un riesgo para la seguridad de todo lo demás que existe, (en lo cual, dicho sea de paso con cierta dosis de cinismo, no estarían del todo equivocadas) y por lo consiguiente la única forma de auto preservación y de protección del medio ambiente y del planeta sería la erradicación de esa parasitaria infección. La confrontación resultante plantea una tragedia bélica de proporciones dantescas que apenas deja medianamente bien parados a los humanos y que jamás concluye en su totalidad. (No puede hacerlo, por supuesto, dados los inmensos réditos económicos que cada nueva producción representa para Hollywood).

El caso sugerido en el que los seres humanos no terminan en franca desventaja frente a las entidades cibernéticas se encuentra en los planteamientos hechos por Isaac Asimov, el gran escritor de ciencia-ficción, quien también vaticinó en sus obras la creación de seres robóticos prácticamente autosuficientes. No obstante, el autor consideró que tales unidades tendrían que estar plena y absolutamente al servicio y bajo el control de los hombres que los crearon. Para ese propósito planteó que, en la programación de los circuitos positrónicos que llevarían estos entes habría de ser necesario incluir lo que él llamó las tres leyes de la robótica, a saber:

  1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano resulte dañado.
  2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.
  3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.

En las obras de Asimov se da con mucha asiduidad la interacción entre los humanos y los robots. Con mucha frecuencia salen a relucir las leyes aquí mencionadas y su aplicación a lo largo de las diversas tramas da lugar a una variada gama de situaciones conflictivas, especialmente en lo que tiene que ver con las entidades cibernéticas, plenamente conscientes de sí mismas, pero siempre supeditadas al control de hombres y mujeres que con muy poca frecuencia se comportan de manera lógica y generan en las máquinas profundos dilemas. Pero a pesar de todo, la humanidad mantiene el control.

Todo lo anterior nos mueve a reflexionar sobre lo que habrá de ser la convivencia del género humano con estos otros seres cuyas mentes ostentarán esos elevados niveles de razonamiento lógico, que muy pocas veces están a  nuestro alcance, y que carecerán de cualquier forma de emocionalidad en sus procesos de toma de decisiones. Si asumimos como base de  nuestro análisis la inveterada intolerancia que nos ha caracterizado siempre para soportarnos los unos a los otros, la cual nos ha hecho prácticamente incapaces de aceptar las diferencias de nuestros congéneres en términos de raza, religión, género, orientación sexual y demás, muchas de las cuales han dado lugar a bárbaras confrontaciones que han cubierto con nuestra sangre el suelo que pisamos, no se nos oculta que la coexistencia con este tipo de entidades electro-mecánicas, producto de  nuestra inventiva pero tan inconmensurablemente distintas a lo que somos, habrá de ser un asunto particularmente conflictivo, por decir lo menos, y que, bien podríamos predecirlo, irá escalando hasta alcanzar los ribetes de un muy seguramente trágico enfrentamiento.

 

Una cierta forma de conclusión.

Es un hecho que la investigación científica no se detendrá. Como queda dicho, la permanente búsqueda de conocimiento forma parte integral de la naturaleza humana y, por lo mismo, nada ni nadie puede impedir que continúen los estudios que habrán de llevarnos hacia logros hoy insospechados. Pero hemos alcanzado un nivel de desarrollo intelectual que nos otorga la posibilidad de examinar con mayor detenimiento las implicaciones y las consecuencias de nuestros actos. Hasta el día de hoy no hemos hecho otra cosa que movernos en forma desaforada en una o en otra dirección, inconscientes e irresponsablemente indiferentes a lo que pueda depararnos el siguiente recodo del camino. Pero las circunstancias de lo acaecido en el pasado, como también los alcances de los logros del presente nos proporcionan la invaluable oportunidad de pronosticar nuestro futuro con cierto grado de precisión.

Así pues, científicos, dirigentes, líderes sociales y comunitarios y también todos los demás en el debido grado de proporción que nos corresponda, cargamos con la grave responsabilidad de las ramificaciones y la trascendencia que nuestras acciones de hoy tendrán en el futuro mediato en inmediato.

Nadie puede tener la absoluta certeza de que haya de presentarse un conflicto entre entidades cibernéticas autosuficientes y los seres humanos. Las consideraciones aquí planteadas no son otra cosa que una mirada ansiosa hacia el horizonte, con la intención escueta de proponer un contexto situacional que podría llegar a ser posible y que, por lo mismo y dadas sus siniestras características, debería ser tenido en cuenta a la hora de tomar importantes decisiones que involucren la eventual posibilidad de una catástrofe para  nuestra especie. De la misma manera que las espantosas consecuencias de una guerra nuclear nos han llevado, si bien al borde de la locura, pero nunca más allá, acaso resulta urgente que los científicos de hoy, empeñados en la creación de esa Inteligencia Artificial, mantengan en sus mentes la importancia de incluir en sus investigaciones el diseño de un procedimiento similar  las leyes de Asimov, orientado a prevenir las que pudieran ser unas nefastas secuelas de su arduo trabajo.

Para todos nosotros es un axioma que de ninguna manera ha de detenerse el avance tecnológico-científico, del cual la humanidad ha derivado tantos beneficios, a la par que otros cuantos infortunados estragos. Por lo cual es de capital importancia que la subsecuente búsqueda del conocimiento suponga un continuado logro de los primeros y también un perentorio método de prevención de los segundos. El gran interrogante es si llegaremos a ser capaces de tan alto grado de sensatez. Alguna vez alguien dijo que: “Quienquiera que se encuentra al borde de un abismo, debería entender que progreso también puede ser dar un paso atrás”. Pero, ¿tendremos la inteligencia suficiente para reconocer ese borde, cuando lleguemos a él? Solo el tiempo lo dirá.

TRUMP

De manera paulatina, lenta pero inexorable, se acerca el final del período de gobierno del primer presidente afroamericano en la historia de los Estados Unidos. Independientemente de sus éxitos y fracasos como líder de la única superpotencia del planeta, su presencia en la Casa Blanca ha marcado un hito trascendental, acaso tan solo comparable con la resolución de liberar a los esclavos, adoptada por el presidente Lincoln en 1863, la cual ya entonces dio lugar a una bárbara confrontación bélica. La similitud, pues, no es caprichosa: en una nación poblada por comunidades primordialmente originarias de la Gran Bretaña que, desde el mismo comienzo de su asentamiento, demostraron un manifiesto desdén hacia cualquier otra etnia, fuese esta los aborígenes, llevados al borde del exterminio total, quienes eran dueños de una tierra que les fue arrebatada a sangre y fuego; o los cientos de inmigrantes asiáticos, chinos en su mayoría, que en el siglo XIX llegaron a sus costas y que recibieron un trato caracterizado por el desprecio y la humillación; o, por supuesto, los miles de africanos explotados y vejados, sobre cuyo sudor, sangre y lágrimas se erigió gran parte de la grandeza nacional de la que hoy el pueblo se siente tan orgulloso, no deja de ser una circunstancia insólita que se haya dado el caso de un gobernante no perteneciente a la “sacrosanta” casta de los americanos blancos, anglosajones y protestantes.

Facciones radicales existentes en el país no tuvieron otro remedio que soportar en un muy relativo silencio lo que consideraban y aún consideran un despropósito violatorio de todo aquello que ellos creen que debe ser esa “América bendecida por Dios”. Optaron por organizarse para obstaculizar hasta donde fuera posible el quehacer del “intruso” y rumiar, a veces calladamente y otras no tanto, su sorda amargura, su rencor y sus ansias de revancha. Evidencia de ello han sido los obtusos pero con frecuencia eficaces escollos que el congreso, de mayoría republicana, ha interpuesto para torpedear iniciativas progresistas como el programa de salud, la ley de migración o el proyecto para inducir un mayor control de las armas, todas ellas pensadas única y exclusivamente con el deseo de mejorar la calidad de vida de cada uno de los habitantes.

Ahora, cuando se acerca el final, de entre las filas de recalcitrantes ha saltado a la palestra una variopinta gama de proponentes que, aparte de cierta variedad en los matices de su discurso, por igual se comprometen a devolver la dignidad a la nación americana. Una decorosa integridad, según ellos perdida en los dos últimos cuatrienios. (Qué fácil les resulta olvidar de manera conveniente que ese pundonor por el que tanto vociferan desapareció sin dejar rastro en los fiascos criminales de Iraq, agredido sin misericordia con falaces pretextos, el oprobio infame de la prisión de Guantánamo o la ocupación de Afganistán, llevada a cabo para combatir a antiguos aliados que se habían vuelto  “incómodos”, para las pretensiones de adinerados y codiciosos industriales petroleros; procederes de los cuales es directo responsable el republicano anterior gobernante, modelo de incompetencia, torpeza y desfachatez.)

Entre esta gama de aspirantes ha venido a destacarse el señor Trump, un opulento magnate cuyo más importante pergamino es simplemente el de ser rico, (“Poderoso caballero es don dinero…” decía don Francisco de Quevedo), quien ha tomado la determinación de esgrimir lo más obsoleto, retardatario y extremista de un fanatismo racial que, hasta la fecha, había venido superándose, así fuera muy lentamente, en la nación del norte, pero que ha resurgido con una fuerza inusitada entre sus seguidores, muchos de los cuales quizás aspiran a vestir de nuevo el capirote y la túnica blanca y marchar por las calles y las praderas con sus cruces ardientes, para mostrar al mundo la fuerza de la supremacía de su raza.

Observado desde una perspectiva externa, Donald Trump no pasa de ser un estrepitoso saltimbanqui que enmascara sus múltiples deficiencias, no solo en lo político sino también en lo intelectual, con un discurso grandilocuente, etéreo y vacío, incapaz de soportar ni el más modesto análisis de una mente inteligente, pero destinado a despertar la misma irracional y feroz animosidad que ha caracterizado a los grupos supremacistas blancos que pusieron la bomba en las manos de Timothy Mc Veigh y Terry Nichols y el rifle en las de James Earl Ray, (o de quienquiera que haya sido el asesino del Dr. Martin Luther King.)

La vacuidad de su perorata fundamentalista ha llegado a generar hilaridad entre muchos de los norteamericanos, ya que  resultan particularmente estrambóticos sus postulados, referentes a una sociedad americana anterior a la proclamación de la Ley de Derechos Civiles, y que él enuncia como en una especie de rememoración nostálgica de tiempos pasados. Es evidente que una importante parte de los estadounidenses lo mira como miraría a un payaso de una función circense, que se desgañita en diatribas incoherentes que carecen del más elemental ápice de solidez.

Más sin embargo, existe también la percepción de que el contenido de este tendencioso discurso no solo emana de, sino que también está dirigido a un muy específico y nutrido conglomerado de ciudadanos para quienes todo aquello que suene a justicia social, igualdad de derechos sin distingos de raza, credo, género u orientación sexual y cualesquiera otros conceptos que propendan por la equidad y la tolerancia, es poco menos que un enorme anatema. Estas gentes, enclaustradas en sus torres de marfil, conducidas única y exclusivamente por la estrechez de sus mentes y de sus miras y convencidos de que su derecho a prevalecer se origina en lo que ellos llaman el “estado natural de las cosas, dispuesto así por el mismo Dios”, han levantado sus voces de alabanza y han aplaudido de manera ferviente los planteamientos del fantoche, lo cual no ha hecho otra cosa que exacerbarlo y hacerle creer que él sí es, verdaderamente, un postulante válido para ostentar la Primera Magistratura del país.

Ahora: a pesar de haberse convertido los Estados Unidos en una aglutinación multirracial y multicultural, los americanos de hoy están lejos de constituir una sociedad de carácter pluralista. Tanto los que allí nacieron como los que después llegaron, todos han ido acogiéndose a una de las dos corrientes socio-políticas que conforman la Cosa Pública: demócratas (con ideología de liberales, librepensadores y progresistas, no de una forma plena sino más bien hasta donde tales adjetivos se pueden aplicar en el contexto de esta nación), y republicanos (caracterizados por ser conservadores,  fervorosamente creyentes y reaccionarios, algunos de ellos un tanto moderados y otros, por el contrario, sumamente extremistas), mentalidades que se encuentran distribuidas casi que por partes iguales a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Y es ahí, en estos últimos, en virtud del peligro de que lleguen a perder de vista la realidad y acepten en cambio la farsa como una nueva realidad, más acorde con su manera de pensar, en donde radica el riesgo de que el bufón pudiera llegar a convertirse en el Maestro de Ceremonias.

La única opción de conjurar lo que podría pasar de ser una guasa extravagante a tornarse en una amenaza real y tangible para el mundo moderno se encuentra en la otra colectividad y entre las gentes temperadas y sensatas que logren entender la dimensión real de lo que pudiera llegar a acontecer si este sujeto, en el que se mezclan la supina ineptitud de George W. Bush y la actitud de matón de barrio de Chuck Norris, se convirtiese en el presidente de la nación.

Para salirle al paso a semejante contingencia será necesario que todas las gentes se mantengan profusamente informadas, que logren sacudirse la intemperancia y el miedo que transmite el discurso del aspirante y que de manera firme y certera se muestren dispuestos a impedir el regreso de su país a momentos pretéritos, plagados de tensiones y conflictos que no harán otra cosa que añadirse a las muy reales dificultades que enfrentan en el mundo de hoy. Es importante que entiendan que un planteamiento racial-xenófobo como el que Trump propone no apunta realmente a combatir los problemas que aquejan al país. El desempleo, la crisis económica, la inseguridad territorial son el resultado de estrategias y políticas de vieja data que demandan una urgente revaluación, habida cuenta del detrimento que han significado para la calidad de vida de un incontable número de ciudadanos, y nada tienen que ver con los afroamericanos, los inmigrantes,  los árabes, los hispanos o la comunidad LGBT.

Por lo demás, las soluciones que propone el hombre del peluquín no dejan de suscitar algunos interrogantes que convendría tener en cuenta: ¿Será que los americanos blancos, anglosajones y protestantes están dispuestos a asumir las múltiples tareas agrícolas, de aseo y de labores de mano de obra no calificada que hoy llevan a cabo los inmigrantes, legales o ilegales, a cambio de ínfimos salarios y sin ningún beneficio social? ¿Es que acaso puede llegar a creerse en algún momento que todo musulmán sea por principio un terrorista?

Es urgente que las gentes de mente abierta pongan en su verdadera dimensión el contenido delirante de las afirmaciones que este individuo lanza a diestra y siniestra. Que entiendan la importancia de continuar dando pasos hacia el futuro, en lugar de recular hacia posiciones revaluadas por el tiempo y el devenir de los acontecimientos. La nación más poderosa del mundo enfrenta retos inconmensurables que no se resolverán mediante la agresión a las minorías. Ha llegado el momento de mirar lo que ocurre en el resto del mundo y obrar en consecuencia. Se requieren una inteligencia y una sagacidad capaces de ver a través de la bruma de los ingentes conflictos que se suscitan hoy en día, con la habilidad suficiente para liderar la búsqueda de soluciones que beneficien a todos. Y, definitivamente, Donald Trump, con la simpleza elemental de su actitud pugnaz plena de un intemperante matoneo, ha mostrado carecer de las destrezas necesarias para ponerse al frente del timón en estos convulsos tiempos del siglo XXI.

La única esperanza que le queda al resto del mundo es que, además del sinnúmero de recalcitrantes, exista entre la población norteamericana un conglomerado de gentes bien informadas, de mente abierta y capaces de percibir el inminente peligro que representa, no solo para su país sino también para la estabilidad de las demás naciones del orbe, la eventual llegada de un hombre como Donald Trump a la presidencia. Y el gran interrogante es si estos individuos estarán a la altura intelectual y moral que se requiere para que estén dispuestos a acudir a las urnas e impedir con sus votos lo que, sin duda, no vendría a ser otra cosa que un salto hacia el abismo fundamentalista. Los habitantes del resto del globo miramos con ansiedad y preocupación impotentes el proceso electoral de la nación americana.  Y no nos queda otro recurso que esperar que los electores tengan la suficiente perspicacia y logren “separar el grano de la paja” y así evitar que lo que hoy no es otra cosa que una broma de mal gusto llegue a transformarse en una trágica pesadilla de muy previsibles y funestas consecuencias.

LA POSESIÓN DE LA VERDAD ABSOLUTA

La verdad. Noción difícil de comprender. Defínela el diccionario de la Real Academia Española como: “Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente”. Es decir, que será verdad cuando el intelecto alcance una percepción de la realidad que se halle en concordancia con la realidad misma. En ese sentido y dada la falibilidad del ser humano, tal conocimiento de la verdad dependerá única y exclusivamente de los parámetros de medición y verificación de que pueda disponerse, para que sea posible alcanzar algún grado de certeza respecto de lo que se conoce. Así, por ejemplo, a pesar de los avances de antiguos textos hindúes y de apreciaciones expresadas en su momento por Platón y Aristóteles, entre otros,  la concepción de la redondez del mundo solo vino a sustituir a la idea de que la Tierra era plana, a partir de los estudios de Copérnico y Galileo y los viajes de Colón, los cuales ofrecieron una certeza inequívoca de la forma del planeta.

Visto de esa manera, cabe suponer, a partir de la experiencia, que la mente humana con frecuencia percibe la realidad de manera incorrecta, como ocurrió tantas veces en el pasado y que la única manera de establecer la exactitud de lo que sabemos o creemos saber, más allá de toda duda, es disponer de herramientas de comprobación que nos conduzcan a la certidumbre de que nuestras apreciaciones, nuestras apropiaciones mentales, se ajustan a la realidad. Todo ello enfocado, por supuesto, al universo tangible que nos rodea, el cual podemos medir, pesar, calibrar, para extraer conclusiones que hagan, de alguna manera, valedero nuestro conocimiento.

Pero es un hecho que nos movemos en un mundo dual, en el que las realidades materiales a nuestro alrededor cohabitan con elementos menos medibles, más abstractos, que sin embargo imponen su presencia y constituyen una parte integral de nuestra realidad. En este terreno la verdad se torna difusa, intangible y esquiva y no nos queda otro recurso que ir tras ella, con la esperanza de acercarnos a su vera, aunque sin la certeza absoluta de llegar a poseerla plenamente. Es en tal sentido que muchos seres humanos fundamentan su discurrir por el mundo en eso que todos dan en llamar, “la búsqueda de la verdad”; actividad que llega a convertirse en el quehacer cotidiano y, en muchos casos, el fin último de la existencia del hombre, en virtud de la perspectiva de ser este un espécimen racional, inteligente y con un permanente deseo de conocer e interpretar el entorno en el que se desenvuelve su existencia.

Sin embargo, tal como ha quedado señalado, se nos presentan dos planos definidos y bien diferenciados en lo referente a esa correspondencia entre lo que llegamos a conocer y la realidad circundante. En el ámbito material y medible, es posible alcanzar un alto grado de certeza respecto a la precisión del concepto que nuestra mente se forja, a partir del mundo que nos rodea. Y, entre mayores y más eficaces lleguen a ser los métodos de comprobación que podamos tener a nuestro alcance, mayor será nuestra certidumbre. Nadie cuestiona hoy la redondez del planeta que habitamos. Podemos afirmar de manera casi absoluta, sin temor de equivocarnos, que eso es verdad.

Por otra parte, además, existe un plano alterno en el que se afinca la mente de un inmenso número de nuestros congéneres. Tal es lo que muchos llaman la dimensión espiritual: una experiencia interior y profunda de la persona, fundamentada por lo general en la fe o, en su defecto, en la convicción que el individuo pueda llegar a tener, de ser un ente trascendental y con un propósito definido, de cualquier naturaleza, supuestamente localizado más allá de la existencia material. Desde épocas inmemoriales, como resultado del gran temor que el entorno infundía en sus mentes, nuestros ancestros, ávidos de protección, volvieron sus ojos hacia los cielos, los astros y los elementos y los deificaron. Aquellas primeras divinidades fueron el sol, la luna, la lluvia y la tierra. Y a ellos dirigieron sus súplicas, invocando su amparo e intervención para que la vida fuese menos azarosa. Con el paso del tiempo, las deidades se multiplicaron, se hicieron más abstractas e imponentes y fueron, además, definidas a partir de muchas de las características de los humanos que las crearon; la mitología griega, sin ir más lejos, nos ofrece una variada gama de ejemplos en este sentido. De esa manera, convencidos de contar con su poderosa contribución, los hombres afianzaron su seguridad en ellos mismos y emprendieron el camino de la superación y el progreso. No solo los primeros códigos morales de ética y comportamiento, sino también muchas de las formas de expresión cultural de varias comunidades y pueblos, surgieron de la intención de agradar y mantener satisfechos a los dioses, quienes de lo contrario, podían encolerizarse y castigar con saña a justos y a pecadores. Eran épocas primitivas y los parámetros de interpretación especulativa, más que de certidumbre, de que se disponía entonces, no pasaban de ser incidentes cuasi-cotidianos, tales como una cosecha abundante, una epidemia o un fenómeno natural. Con base en ellos, la única “verdad” a la que podían llegar a los individuos de entonces era el buen o mal talante de esas divinidades.

Como era de esperarse, las creencias evolucionaron junto con la especie humana, a medida que se ampliaba la comprensión del mundo circundante. La percepción de lo divino se fue moldeando y adaptando a las nuevas circunstancias y la imagen de una Entidad todopoderosa fue difuminándose, en la medida en que la evidencia nos iba mostrando que los hechos que se atribuían a su intervención no eran otra cosa que simples acontecimientos imputables al caótico azar que rige el comportamiento de la Madre Naturaleza. Lo que nos trae al momento presente. La avidez de conocimiento, entre otras motivaciones, ha logrado inmensos progresos en el desarrollo técnico científico. Ahora sabemos que las pestes, los terremotos y las sequías son hechos que nada tienen que ver con una deidad enardecida y ansiosa de descargar su ira sobre nosotros, sino que son el resultado de circunstancias aleatorias, que forman parte integral del mundo que nos rodea y, lo más importante, que somos capaces de prevenirlos hasta cierto punto y de luchar contra ellos para sacudir su frecuentemente ignominioso yugo.

No obstante, ha de tenerse en cuenta que, a pesar de los avances en el conocimiento y en la ciencia, el sentimiento de hallarnos sometidos al escrutinio de un poder superior, profundamente arraigado en nuestros genes, ha pervivido incólume en la mente de muchos. Así, un incontable número de individuos de todas las condiciones, orígenes, razas y género ha mantenido la creencia en un Ser Superior y en su capacidad para incidir sobre las vidas de todos, para bien o para mal. Todas las religiones hoy vigentes cuentan con un complejo esquema en el que se conjugan divinidades, ángeles, demonios y lugares o estados de existencia post mortem, con las consabidas ofertas de premios y castigos. Todo ello constituye la FE de un individuo, la cual debe presumiblemente determinar, mediante una innumerable variedad de preceptos y prescripciones, sus acciones a lo largo de su deambular por la vida. Y, con el propósito de desvirtuar cualquier interpretación que pudiere asignarle un objetivo tendencioso o parcializado a estas apreciaciones, consideramos esencial dejar claro que entendemos de manera incuestionable, que el mantener este conjunto de creencias y vivir de acuerdo con ellas es un derecho inalienable de cada uno de los seres humanos, siempre y cuando este esquema de vida respete a todos los demás y se abstenga de intentar influir sobre la forma en que otros han decidido llevar la suya propia. Sin que nos quepa la menor sombra de duda, cada cual es libre de creer todo aquello que haya elegido creer.

Pero las cosas no son así de sencillas. Si el sentimiento religioso hubiera sido siempre una parte integral y exclusiva del mundo interior de un individuo o de una comunidad, si la creencia en su Ser Supremo hubiera servido únicamente para reencontrarnos con nosotros mismos y, sobre la base de nuestra fe, afianzar nuestra autoestima y nuestro deseo de ser cada vez mejores, bajo la premisa inamovible del mencionado respeto a los demás, esa que hemos llamado dimensión espiritual habríase convertido en una valiosa manifestación cultural que hubiera podido ayudar a todos en este discurrir por la existencia.

Sin embargo, aún desde los más tempranos albores de la humanidad, ciertas características de la naturaleza humana, tales como la avaricia, la codicia y la ambición no tardaron en aflorar y alentar a un cierto número de individuos con muy pocos escrúpulos a aprovecharse de las incertidumbres y temores de los demás seres a su alrededor. Así nacieron sacerdotes, chamanes, augures y profetas de toda índole que, con la falaz pretensión de estar en comunicación con las deidades, fueron sometiendo a su dominio e imponiendo su voluntad sobre los demás miembros de sus comunidades. En forma ladina y artera se las ingeniaron para acrecentar los miedos de la gente y fueron creando poco a poco una parafernalia temática, enmarañada y confusa, de la cual se valieron para alcanzar soterrados propósitos, directamente relacionados con la satisfacción de mezquinos intereses, suyos, o de poderosas minorías opulentas a cuyo servicio desempeñaron tan innoble tarea.

Estos sujetos afirmaron entonces (y continúan afirmándolo hasta el día de hoy), hallarse en posesión de la verdad absoluta. Solo a través de ellos podía el resto de los mortales lograr una estabilidad razonable a nivel emocional, alcanzar un adecuado nivel de buen  comportamiento y aspirar a una eterna bienaventuranza o a un interminable sufrimiento en hipotéticos lugares, creados para tales propósitos desde el mismo comienzo de los tiempos. Y, aprovechando las múltiples necesidades espirituales que se fueron creando, los mencionados gurúes se fueron arrogando el derecho exclusivo de “guiar” los pasos de sus congéneres por la senda de la verdad. No obstante, es importante anotar que, aún en este caso, a pesar del abuso que significaba el esquema de superstición mística así constituido, el único gran señalamiento que hubiera podido hacerse habría sido el de un grupo de avivatos que engañaban a la gente con su verborrea, con el objetivo de sacar algún beneficio. Solo que ellos  no se quedaron ahí.

La tradición judeo-islámico-cristiana se ha caracterizado a lo largo de la extensa historia de la humanidad, por la máxima simple, pero contundente y categórica de que “…quien no está conmigo, está contra mí.” Bajo este principio, los iluminados que afirman ser representantes de la divinidad que, en cualquiera de los casos corresponde a una entidad megalómana, furibunda y vengativa, se han dedicado a perseguir, castigar y, aún, exterminar a todos aquellos que manifiesten sus reservas frente a la “Gran Verdad” que ellos pregonan. Así, desde tiempos inmemoriales,  se entronizó la “guerra de religión” como un elemento cultural-histórico que enfrentó pueblos y naciones y que vino a añadirse a las muchas otras penurias que, como las hambrunas, las pestes, la explotación y la esclavitud, han agobiado desde siempre a nuestra sufrida especie. Quedó claro que, para que una “Verdad Religiosa”, de cualquier naturaleza u origen, pudiese ser realmente eficaz en el cumplimiento de cualesquiera que fuesen los objetivos propuestos, era necesario imponérsela por la fuerza a los demás. Así, con sangre y fuego, se registraron en los anales del género humano la invasión de los moros y la consecuente reconquista española, la infame inquisición, las guerras de religión que devastaron a Europa y más recientemente la lucha de reivindicación del islamismo recalcitrante y el temible ISIS, todos ellos producto de un extremismo fanático. Los últimos mencionados, a la fecha, amenazan con quebrar la frágil estructura de eso que se nos ha ocurrido llamar el “mundo civilizado moderno”.

No nos cabe duda de que la vida actual se halla inmersa en múltiples vericuetos, grandes desafíos y un sinnúmero de dificultades que las gentes de hoy todavía no han mostrado la fuerza y la entereza para asumir de forma apropiada. Por primera vez en toda nuestra historia enfrentamos la contienda por la supervivencia en un entorno que bien podría no dar cabida a que esta se dé. La sobrepoblación, el envenenamiento del suelo que pisamos y la urgente necesidad de producir alimento para tantos, mientras que los recursos son cada vez más escasos, hacen que el reto adquiera una dimensión colosal que bien podría llegar a superar  nuestras capacidades. Así las cosas, ¿no sería más sensato remitir el misticismo al interior de la mente, allí donde pertenece, para poder preocuparnos de esos mucho más tangibles y urgentes problemas que nos aquejan? A diferencia de la leyenda del pueblo aqueo, cuyos dioses lucharon hombro a hombro con los guerreros en la llanura frente a Troya, divinidades más recientes se han empecinado en mantener un hermético silencio, una inactividad pasmosa ante nuestras ingentes necesidades, hasta el punto de que, racionalmente, ha cundido entre muchos la convicción de que no están realmente ahí.  Creer o no creer son, por lo consiguiente, opciones de carácter estricta y absolutamente individual, cada una de ellas tan válida como la otra, en el plano íntimo y personal; por lo menos hasta que exista evidencia incontestable, si es que puede llegar a darse, de que una de las dos posiciones es cierta y la otra está errada. Por lo demás, el sentimiento místico, exteriorizado, predicado y, como hemos podido apreciar, muchas veces impuesto, con el argumento que sea, constituye un escollo complejo que puede llegar a ser insalvable, en el contexto del objetivo fundamental de hacer de este un mundo mejor y proporcionar una existencia digna a esa inmensa mayoría que, hoy por hoy, carece de los más elementales medios de subsistencia.

La tolerancia de cualquier forma de credo religioso, que necesariamente incluye (o debería hacerlo), el no tener  ninguno en absoluto, forma parte integral de la estructura del Mundo Occidental. En otras regiones, sin embargo, la imposición mística está a la orden del día y se persigue cualquier forma de disidencia; y sustraerse a los preceptos religiosos o expresarse críticamente respecto a ellos puede acarrear tenebrosas consecuencias, incluso una condena de muerte. Pero es que todavía, en muchos lugares del planeta, muchas veces en nuestro mismo vecindario, se sigue utilizando a la religión como una valiosa herramienta de control y manipulación de masas. Hasta nosotros han llegado noticias de conglomerados místicos de diversa naturaleza, cuyos líderes, pastores, gurúes y autoproclamados profetas viven en la opulencia, en virtud de las jugosas donaciones que realizan sus adeptos. Para mantener lo cual, acuden a la radio, la televisión y al púlpito, desde donde lanzan sus diatribas frenéticas que vaticinan el fuego eterno y una existencia colmada de miserias para todos aquellos que no se muestren dispuestos a someterse a sus dictados. Es el fanatismo utilitarista del cual se sirven muchos grupos religiosos para su sostenimiento. ¿Habrá algo que podamos hacer?

No solo hechos históricos que todos conocemos sino también dolorosos y abrumadores acontecimientos de palpitante actualidad dan cuenta de la imposibilidad de razonar con el fanatismo. La Civilización Occidental se está quedando sin argumentos para encarar la tenebrosa organización que se ha creado en el Oriente Medio de tal manera que, con el estremecimiento que esta certeza nos produce, al parecer estamos cayendo en el abismo insondable de otra guerra de religión, cuyas causas son, sin duda, la reivindicación mística y cultural de unos pueblos que se han sentido, desde tiempos inmemoriales, agredidos, por una parte, y los intereses estratégico-económicos y de dominio de imprescindibles recursos naturales, por la otra. Y de nuevo las víctimas serán y, de hecho ya son, el cúmulo de seres inocentes que, como ha podido verse, caen abatidos en el fuego cruzado de una agresión vesánica o que huyen despavoridos de  la tierra que los vio nacer, en un muchas veces fútil intento de salvar aunque sea sus atribuladas vidas.

Así las cosas, una observación somera de lo anteriormente expuesto, todo ello asumido como su fuesen esos parámetros de medición y verificación a que hacíamos referencia, nos permite llegar a una conclusión inquietante: uno de los grandes enemigos de la humanidad es la pretensión que algunos se han arrogado, de hallarse en posesión de la verdad, especialmente referida a esa dimensión interior y personal que debiera ser el sentimiento espiritual. Esta presunción, adoptada no solamente desde la voluntad de un propósito de inspiración mística, del cual se quiere hacer partícipes a otros, ya sea a las buenas o las malas, sino también con soterradas intenciones, más utilitaristas que altruistas, sigue llevando, aún hoy, en los albores del nuevo milenio, a los seres humanos, por la senda oscura de la tragedia. No es claro de qué manera ha de proceder nuestra especie para sacudir un yugo semejante. Pero lo que hoy ocurre ante nuestros aterrados ojos, no solo en el Mundo Occidental sino también en esas otras latitudes agobiadas por la intolerancia, los preceptos que atentan contra la vida y la libertad y la agresión indiscriminada de quienes buscan adueñarse de sus recursos, tiene todo ello que constituir una señal de alerta, una alarma que resuena ya desde hace mucho, y que nos advierte a todos que avanzamos por un empinado despeñadero y que son imprevisibles las consecuencias que pudieran llegar a derivarse del actual estado de cosas. De nuevo se hace patente ante nosotros la urgente necesidad de promover un cambio significativo en nuestra conducta, que poco a poco vaya permeando a esas otras comunidades que hoy nos ven como enemigos y que induzca también en ellos una corrección de rumbo. No es fácil pensar que hemos de dejar de ser lo que hemos sido hasta hoy pero, bien mirado, no parece haber muchas alternativas. Deberemos llegar a la convicción de que nadie posee la verdad de manera absoluta y que lo que más nos dignifica como humanos es continuar en su permanente búsqueda. Solo así alcanzaremos la paz y la concordia que tanto nos hacen falta en estos afligidos tiempos.

LA NECESIDAD DE CONSTRUÍR NUESTRO FUTURO

Estudios científicos y ciertas otras investigaciones, unas bastante bien fundamentadas y algunas otras un tanto especulativas, nos han señalado que los diversos procesos que han tenido lugar en este nuestro planeta han estado, desde tiempos inmemoriales, no solo enmarcados sino también inducidos por un acontecer de carácter esencialmente violento. La existencia misma del cosmos, desde su hipotético nacimiento a partir de la Gran Explosión hasta el día de hoy, su evolución y su esencia misma se hallan signados por un caótico y turbulento devenir que pone de presente la bien poco sosegada naturaleza de todo lo que existe, incluido, por supuesto, el ser humano. En virtud de ello, aún la única especie conocida hasta hoy, con conciencia de sí misma, conlleva en sus genes, en sus moléculas, desde los más lejanos albores de su existencia, la anárquica barahúnda de un desenvolvimiento azaroso, imprevisible y con una permanente tendencia al comportamiento irracional.

Visto de esta manera, casi que podríamos pensar que no tenemos la culpa de ser lo que somos y, por esa misma razón, tampoco se nos puede llamar a cuentas por el sinnúmero de tribulaciones que a diario causamos, no solo a nuestros congéneres sino también a todas y cada una de las demás especies con las que compartimos este suelo que, por causa específicamente nuestra, está a punto de colapsar. Bien podemos pasar a creer que, habida cuenta de lo que somos, muy difícilmente habríamos podido llevar una forma de vida diferente hasta el día de hoy. Pero, ¿será esto verdaderamente cierto?

Sería importante que hiciéramos un análisis somero de nosotros mismos. La naturaleza nos dotó de la incomparable capacidad de raciocinio. Como nuestros científicos han podido determinar, evolucionamos desde primitivas formas de vida hasta la condición actual y poseemos habilidades que nos han sido otorgadas de manera exclusiva, como el lenguaje, la aptitud de la abstracción y la posibilidad de tener plena conciencia de nuestro ser y de nuestra existencia. Tales rasgos han dado como resultado el presente estado evolutivo, junto con todas las “maravillas” del desarrollo tecnológico-científico. Ningún otro ser viviente del que se tenga noticia ha llegado tan alto en su desarrollo.

Sin embargo, atávicas características han permanecido en lo más profundo de nuestro ser. A pesar de las normativas sociales, con frecuencia caemos víctimas de nuestros instintos más primitivos y damos rienda suelta a la barbarie que ha sido y sigue siendo el eje central de nuestro frecuentemente fiero proceder; entonces nos volvemos contra otros con poca o ninguna provocación, liberamos nuestras bajas pasiones y una reconcentrada forma de egolatría individualista, sin que el dolor de los demás, sus lágrimas o sus desgracias lleguen siquiera a conmovernos. Aún en los más serenos momentos de nuestra existencia, estamos prestos a la agresión y nos pasamos media vida organizándonos para repelerla. (Las rejas en las ventanas de nuestras casas y los vehículos blindados en que muchos se transportan, amén de las armas de todo calibre, destinadas a la “protección personal”, son un elocuente ejemplo de ello). Y como colofón, podemos apreciar que  uno de los más importantes logros de la tecnología ha sido el de proporcionarnos mayores, mejores y más destructivos instrumentos para hacer daño a nuestros vecinos, por cualquier “quítame estas pajas”.

Como bien sabemos, mientras que los recursos existentes son, si no escasos, (no por lo menos todavía, aunque las previsiones son poco optimistas), sí por lo menos limitados, las necesidades de una población que crece con coeficientes alarmantes son inmensas. La urgencia de proporcionarnos el alimento, la búsqueda de un territorio adecuado, el deseo inmanente de prevalecer y el instinto de perpetuar la especie constituyen demandas ineluctables que debemos satisfacer de manera cotidiana, en una contienda a brazo partido contra los elementos de un entorno muchas veces hostil. Y, desde siempre, nos hemos visto abocados a confrontaciones violentas, no solo con otros seres del entorno sino también entre nosotros mismos. La convivencia pacífica no ha sido un ingrediente abundante en nuestro discurrir por el mundo. Y nos hallamos en todo momento dispuestos a proteger y defender lo que tan difícilmente hemos conseguido, por cualquier medio, aún a costa de la destrucción de todo aquello que amenace nuestra condición, bien sea a nivel colectivo o individual. A este respecto no se aprecian mayores diferencias con  la instintiva y muy poco racional territorialidad que muestran otras especies.

Pero es que además de las características de supervivencia descritas, los seres humanos adolecemos de ciertos rasgos que de manera exclusiva distinguen a nuestra progenie de todas las demás. Tales son la ambición, la codicia, la intolerancia y el ansia desmedida de poder, (entre otros). Ellos han sido el motor que nos ha impelido a imponer nuestra voluntad sobre la de los demás, a adueñarnos de todo aquello que creemos que nos corresponde por derecho, aún en el caso de que pertenezca a otros y a considerar que somos mejores que los seres que se mueven a nuestro alrededor, en virtud del color de nuestra piel, de nuestras posesiones o de la muy quimérica pero no menos arraigada convicción de haber sido elegidos por Dios. Por ende, desde tiempos inmemoriales nos hemos ido lanza en ristre contra nuestros semejantes y hemos arrastrado a muchos a diversos tipos de disputas, sin otro propósito que la satisfacción de nuestra desmedida avidez y con la consecuencia inevitable del dolor y la tragedia que se levantan alrededor. Argumentos tan disímiles y, hoy por hoy, altamente cuestionables, como la religión, el patriotismo, la búsqueda de la gloria en la batalla y otros más han servido de pretexto para que los humanos tomen las armas y se abalancen contra todo y contra todos en la búsqueda de unos figurados objetivos que por lo general se traducen en pírricas victorias, en virtud de la destrucción y el dolor que se siembra en derredor. Además, claro está, del tan manido propósito de obtener o preservar ciertos derechos que se consideran inalienables, pero que por lo general resultan violentados, transgredidos e ignorados en el fragor de las luchas fratricidas.

Hoy por hoy, luego de siglos y más siglos de experiencia, a pesar de nuestra evolución, nos hallamos todavía sometidos a desoladores y catastróficos enfrentamientos. Hemos sido testigos de la desgracia que todos ellos causaron en el pasado y siguen ocasionando en el presente, sin que hayamos hecho el más mínimo intento de rendirnos ante la evidente necesidad de buscar una forma distinta de hacer las cosas. El fundamentalismo, la intolerancia de carácter racial, religioso o de cualquier otra índole, además de los eternos conflictos por el territorio o por los recursos, mantienen viva e inalterable la propensión hacia la confrontación armada. A pesar de las innumerables y dolorosas experiencias de pasados remotos y recientes, no ha sido posible que las gentes del mundo actual comprendan que en una guerra no hay sino vencidos, que las conquistas que se alcanzan no vienen a ser sino entelequias que palidecen ante los inconmensurables costos materiales y la pérdida de vidas y que las secuelas que van quedando no son otra cosa que el germen de nuevas, futuras y aún más trágicas luchas, en un círculo vicioso que, al parecer, solo tendrá fin cuando no queden contendientes vivos que empuñen los instrumentos de muerte. ¿Tendremos que llegar al borde mismo de la extinción para que finalmente se ponga un alto a esta locura?

Por otra parte, acaso conviene señalar aquí un elemento adicional que, a pesar de sus promisorias características, bien puede terminar añadiendo “más leña al fuego”, de ese conflicto secular en que se han visto envueltos los humanos, casi desde el mismo momento de su aparición sobre el planeta: recientemente se ha hecho la divulgación de estudios científicos que, al parecer, se encuentran ad portas de alcanzar insospechados períodos de longevidad, sin que ese que don Jorge Manrique llamaba “arrabal de senectud” llegue a causar mayor deterioro en la calidad de vida de quienes logren beneficiarse de tan inestimable nivel de progreso. Si volvemos la vista hacia lo que ha sido el desarrollo de la ciencia, tan solo en el último siglo, parece no caber duda de que tal propósito habrá de conseguirse a corto o mediano plazo. Pero, aparte del regocijo que pueda llegar a causarnos la perspectiva de extender nuestra existencia, de vencer el envejecimiento y todo lo que conlleva y de ganarle la partida a las enfermedades, enormes interrogantes surgen ante esta posibilidad, puesto que, de algún modo, la vida tal como la conocemos sufrirá una dramática transformación.

¿Cuáles serán las consecuencias de aumentar todavía más la diferencia entre el promedio de nacimientos y el de decesos? ¿Podemos detenernos a pensar en el costo de producir alimentos para una población que, sin duda, crecerá en progresión geométrica, sobre todo considerando que, en la actualidad, un significativo porcentaje de seres humanos padece hambruna y sucumbe en la inanición? ¿Cuál será el impacto ambiental, teniendo en cuenta que somos una raza desaforadamente contaminante y que ya hoy los recursos naturales, entre ellos el agua, amenazan con tornarse peligrosamente escasos? Y, como una consecuencia directa de nuestra natural agresividad, ¿hacia dónde creemos que pueda derivar la inevitable confrontación que surja de la superpoblación?

Con angustiosa certeza nos vemos en la necesidad de afirmar que nuestra mente, nuestra psique (o como quiera que le llamemos), es un importante elemento nuestro que no evolucionó. Las mismas pasiones que, milenios en el pasado, dieron lugar a que, supuestamente por causa del rapto de una mujer, (aunque ha podido determinarse que fueron en realidad razones de carácter comercial, más que todo), se pusiera sitio a una ciudad durante diez largos años y que después se aniquilase indiscriminadamente a su población, perviven hoy en las incontables contiendas que se desarrollan a todo lo largo y ancho del globo. Lo que sí fuimos capaces de perfeccionar y modernizar son las herramientas con las que nos masacramos unos a otros. Y nuevos enfrentamientos se perciben en el horizonte, sin que pueda vislumbrarse un medio eficaz que conduzca a una convivencia realmente pacífica.

Así las cosas, la gran pregunta es si nuestra conciencia de nosotros mismos está preparada y tiene la capacidad para encaminarse hacia un drástico proceso de autorreflexión. Es, por demás, urgente, que hagamos un alto y utilicemos el don del raciocinio para realizar un análisis retrospectivo de lo que hemos hecho hasta ahora, en términos de coexistencia, de cuál ha sido su doloroso resultado y que, sobre esa base, adoptemos las medidas necesarias para impulsar un cambio radical en nuestro comportamiento. Será necesario que entendamos que ninguno de nosotros se halla en posesión absoluta de la verdad, que todos, a pesar de nuestras evidentes diferencias, tenemos los mismos derechos (y también los mismos deberes), que ninguna fuerza natural ni sobrenatural ha señalado a nadie para que prevalezca sobre sus congéneres y que, ante los nuevos y nunca antes enfrentados retos que nos irán saliendo a la vera del camino, no solo en el presente sino también en el futuro inmediato, lo que verdaderamente importa es la forma en que vamos a conseguir que la existencia pueda llegar a ser menos azarosa y más llevadera para todos los seres humanos.

Es un hecho que deberemos modificar nuestra naturaleza. Para eso somos seres racionales. Si hemos sido capaces de alterar estructuras genéticas, de sustituir órganos de nuestro cuerpo, de cambiar nuestra apariencia física casi a voluntad, por una parte, y si nos hallamos en posibilidad de extender nuestra vida por períodos de tiempo nunca antes vistos, por la otra, entonces tenemos que poder inducir paulatinas variaciones en nuestra psiquis para que podamos percibir el mundo como el hogar de todos y nos encontremos, finalmente, en posición de mejorar las características de nuestra existencia. Este habrá de ser el mayor desafío que hayamos enfrentado como especie, desde las épocas inmemoriales en que vencimos el temor y abandonamos las cavernas para dar la cara a un entorno que nos amedrentaba, pero que estábamos dispuestos a domeñar. Es de esperar que encontremos la senda para llevar a cabo estas importantes transformaciones que, sin lugar a dudas, constituirán la piedra angular de un porvenir más amable para las generaciones venideras. De otra manera, no haremos más que continuar cuesta abajo por este cada vez más empinado despeñadero y nuestros hijos, nuestros jueces, sufrirán las consecuencias y apostrofarán nuestra memoria por los siglos de los siglos. Importantes y casi que premonitorias han sido las imágenes que nos han mostrado el cine y la literatura de ficción, en las que se reflejan las deplorables condiciones de vida en que podríamos llegar a caer, luego de una confrontación nuclear, por ejemplo. Es, por lo mismo, urgente, que nos fijemos como meta fundamental la prevención de semejante desastre. Si bien no podemos alterar el pasado, deberemos aprender de los errores cometidos para intentar la configuración de un futuro menos catastrófico. Quizás entonces, por primera vez en nuestra historia, seremos verdaderamente dignos de habitar el suelo que pisamos y pensar en nosotros como la casta dominante que siempre hemos creído ser.

EL CIRCO SIN EL PAN

Una importante tradición histórica, o acaso es posible que sea tan solo una leyenda de las muchas que se han inventado para denigrarlo, señala que el Imperio Romano utilizaba la política del pan y circo como herramienta de control de las masas populares. Sin necesidad de profundizar mucho más en algo que es obvio por sí mismo, este procedimiento implicaba que la mejor manera de gobernar a un pueblo era el mantenerlo bien alimentado y mejor entretenido, especialmente para prevenir o contrarrestar la posibilidad de que las gentes cuestionaran el derecho y, aún mejor, la conveniencia de que aquellos que detentaban el poder estuvieran en sus privilegiadas posiciones.

A partir de allí, la máxima ha sido retomada, parafraseada y reutilizada de múltiples formas, para referirse a gobiernos y gobernantes que ejercen la autoridad de manera omnímoda, con una preocupación escasa o nula respecto al sentir de sus gobernados. Esto ha sido especialmente evidente en América Latina, donde además, la poco halagüeña realidad histórica nos ha mostrado que, las más de las veces, mucho ha habido de circo y el pan ha sido más bien exiguo.

Pero ahora, el tinglado que ha montado el presidente venezolano desborda de lejos cualquier percepción que sobre el romano principio pudiera haber existido. Para nadie es un secreto que la situación del vecino país se deteriora a pasos agigantados, que el pueblo se halla sometido a un proceso administrativo ineficiente e inoperante, por decir lo menos, que las necesidades básicas están cada vez más insatisfechas y que el desabastecimiento de los insumos más elementales para el sostenimiento de un nivel de vida medianamente digno, tal como lo entendemos en Occidente, adquiere ya ribetes dramáticos y está llevando a la población venezolana a la desesperación y la miseria. Esto es, claro está, para todos los que no han tenido más remedio que quedarse, puesto que incontables miembros de las clases alta, media alta y, aún, media, se han dado mañas para abandonar el país, con el único propósito de brindar a sus hijos una forma de vida decente, alejada de las angustias y los avatares que, hoy por hoy, forman parte de la cotidianidad en la patria del Libertador.

Hugo Chávez se valió de su carisma personal para instaurar un sistema gubernamental de corte esencialmente caudillista. Las masas populares, obnubiladas por su personalidad imponente y avasalladora, fueron incapaces de percatarse de los inmensos riesgos que su sistema grandilocuente y populachero conllevaba, al desconocer la inevitable necesidad de mantener una economía equilibrada y estimular la inversión extranjera, elementos fundamentales de los que dependen estas naciones nuestras,  para establecer una forma de vida sostenible. Pero había ingentes necesidades de grandes conglomerados sociales que necesitaban atención impostergable, por una parte,  y disponía de los aparentemente inagotables recursos petroleros, por la otra. Así nació la República Bolivariana con su discurso anti-imperialista y su convocatoria popular a los demás países de la región. Y cabe decir que las cosas funcionaron por algún tiempo. Pero ahora es claro que el método reivindicatorio y, aún, revanchista, entronizado desde el comienzo, adolecía de fallas inmensas en su proceso de aplicación; y antes de que la crisis se hiciera evidente, el Coronel falleció. Asumió entonces Nicolás Maduro, designado por el Comandante como su heredero político y señalado como el más idóneo continuador del proceso de la Revolución Bolivariana.

No obstante, varios factores han jugado en contra del éxito de su gestión. En el plano individual, el nuevo caudillo venezolano carece de la arrolladora personalidad del Comandante y adolece, en cambio, de una irremediable estrechez de miras y de mente. En lo económico, el derrumbe de los precios del petróleo ha redundado en una creciente pauperización del país, el cual desde mucho tiempo atrás había generado una peligrosa dependencia de esta riqueza. En el ámbito socio-político, además, las falencias inherentes al proceso revolucionario se han ido poniendo cada vez más en evidencia y, por lo consiguiente, lejos de resolverse, el problema social ha ido escalando, acrecentado por la escasez de los artículos de primera necesidad y por la represión autoritaria que ha aplicado el gobierno como única respuesta a la enorme crisis por la que atraviesa.

Hoy por hoy, es indiscutible que Nicolás Maduro jamás estuvo a la altura de las circunstancias y de la inmensa responsabilidad que se arrojó sobre sus hombros. Su miopía y su torpeza han ido conduciendo al país hacia la desinstitucionalización total, sin que se hayan observado medidas apropiadas y necesarias para detener la barahúnda trágica en que hoy se debate el pueblo venezolano. Y es así como, sin pan que ofrecerles a las gentes desesperanzadas y casi famélicas, ha determinado montar un patético circo patriotero, con la esperanza de distraer la atención y aglutinar los ánimos del pueblo hacia un objetivo externo, para ver si el espejismo le ayuda a ganar algo de tiempo, en tanto da palos de ciego en busca de una solución interna que de ninguna manera se vislumbra en el horizonte.

Es histórico y casi que tradicional el “enfrentamiento” (si así podemos llamarlo), entre Colombia y Venezuela por diversos motivos, uno de los cuales ha sido desde siempre la cuestión limítrofe. A este respecto ya había hecho el señor Maduro una fallida intentona con su decreto respecto a ciertos territorios de la Guajira. Ahora ha añadido el pretexto de un proyecto de desestabilización de su gobierno por parte de “oscuras fuerzas” que estarían utilizando serviles grupos paramilitares colombianos, argucia que condimenta con el mendaz propósito de detener el contrabando. Y de paso, el señor Maduro ha dispuesto señalar a un sinnúmero de nacionales colombianos, establecidos en Venezuela legal o ilegalmente, como delincuentes y prostitutas, con el oscuro objetivo de exacerbar los ánimos. Tiende así una cortina de humo sobre los muy tangibles y acuciantes problemas por los que atraviesa su incompetente gobierno. El caldo de cultivo ha sido, por supuesto, esa perenne animosidad entre colombianos y venezolanos. El circo ha dado comienzo a su función y Don Nicolás se escuda en un parloteo demagógico e incoherente, mientras sus áulicos azuzan al pueblo para que aplauda la medida de la criminal e indiscriminada agresión de la que han sido objeto miles de colombianos atrapados en el maremágnum de los bandazos con los que este gobernante, inepto y calamitoso,  pretende encubrir sus múltiples desaciertos.

De acuerdo con el argumento del señor Chaderton, el desabastecimiento tiene como causa que los colombianos pasan a Venezuela a adquirir los artículos de primera necesidad que allí, al parecer, abundan, (?!) y son muy baratos y se los traen para Colombia, donde los venden más caros. (Para nadie es un secreto que el único real artículo sobre el que cabe hacer semejante aseveración es la gasolina). ¿Será que el honorable embajador venezolano ante la OEA lleva mucho tiempo sin visitar su país y por eso no se ha percatado de que la ausencia de productos que satisfagan las necesidades básicas es dramática, no solo en la frontera sino a todo lo largo y ancho del territorio? ¿No será, más bien, que muchos venezolanos pasan a Colombia a buscar los insumos que no pueden conseguir en su tierra y que esto ha venido a constituir una evidencia vergonzosa de lo que la Revolución Bolivariana les ha hecho a sus ciudadanos?

De esa manera, los colombianos hemos debido asistir, impotentes y aterrados, a la inmensa tragedia que toda esta pantomima ha generado, la cual sería motivo de hilaridad, si no fuera por lo grotesco e inhumano de sus trágicas consecuencias para tantos de nuestros connacionales. A pesar de las diferencias existentes entre ambos pueblos, hasta el día de hoy había sido posible una sosegada convivencia, especialmente valiosa para los residentes de las zonas fronterizas, que por lustros se beneficiaron del comercio y el intercambio que fueron siempre la esencia de una coexistencia pacífica. Pero ahora, con esta burda acometida, emprendida con toda seguridad sin medir las consecuencias a mediano y largo plazo, (como casi todo lo que ha hecho este gobierno), intensos y profundos sentimientos de desarraigo y rencor se han implantado para siempre en el corazón de la gente. Acrisoladas al fuego y al dolor quedarán en nuestra retina las imágenes de seres desharrapados, sacados de sus casas como si fuesen alimañas, apartados muchos de sus hijos y familiares, en un proceso de humillación que denigra y envilece, no solo a sus autores materiales sino de una manera directa a los perpetradores intelectuales, a quienes no parece preocupar en lo más mínimo la vergüenza de haberse equiparado con infaustos genocidas de ingrata recordación.

Como en todos los casos en que hemos de enfrentarnos a un desplazamiento masivo, (a pesar de los incontables desplazados que ha producido el conflicto colombiano), nuestro país no estaba preparado para lo que ocurrió. (Nunca lo hemos estado, para nada, por lo demás). La crisis humanitaria que apenas comienza a desenvolverse promete alcanzar niveles de catástrofe. Las autoridades colombianas, con el presidente a la cabeza, han intentado ponerse al frene de la situación, pero los escasos recursos de que se dispone para conjurar la situación, simplemente no dan abasto. Se puede percibir la proximidad de una grave emergencia sanitaria en las áreas fronterizas, sin contar con la amenaza del hambre y la desesperación, que pueden llegar a cobrar decenas de vidas. Enormes esfuerzos mancomunados de todos los estamentos nacionales van a ser necesarios para evitar que todas estas personas tengan que sufrir calamidades adicionales a la que ya les han caído encima. Este será el momento en que el gobierno tendrá que demostrar una capacidad de liderazgo y emprendimiento que es urgente, dada la magnitud de lo acontecido y de lo que puede llegar a acontecer.

Es un hecho incontrovertible que ninguna nación tiene por qué someterse a tolerar la presencia en su territorio de inmigrantes ilegales que, por lo general, representan un riesgo para la seguridad y la estabilidad del Estado. El mejor ejemplo de la forma en que se lidia con tal situación es Estados Unidos. Sin embargo este es tan solo un referente, pero de ninguna manera un modelo a emular. La nación norteamericana es rica, estable y pudiente y los ilegales allí constituyen una figura única e irrepetible, en virtud de una serie de variables que solo se aplican al país del  norte. Es claro que un país menos próspero se verá abocado a circunstancias mucho más apremiantes como resultado de la llegada de gentes de otras nacionalidades que ingresan de manera ilegal. No puede negarse que hay que hacer algo al respecto para tratar el problema de manera eficaz. Hasta aquí, todos tan contentos.

Pero el manejo que el gobierno de Maduro les ha dado a los colombianos que residen en Venezuela dista mucho de constituir una medida gubernamental congruente. Exabruptos como los que han tenido lugar en el vecino país: la demolición de las casas, el trato inhumano, abusivo y brutal que han debido sufrir quienes han caído bajo la mira de la guardia venezolana, el desconocimiento de los más elementales derechos del individuo, la negligencia consciente o inconsciente al verificar el estatus real de muchos de los habitantes, algunos de los cuales se hallaban allí dentro de los términos legales de residencia, pero que fueron igualmente agredidos y vapuleados de forma indiscriminada, dan cuenta de la sevicia malsana con la que se ha procedido, bajo el cobijo de la muy cuestionable excusa de salvaguardar del territorio nacional. No se ha tenido noticia de que la persecución se haya hecho extensiva a ciudadanos de otros países fronterizos, si bien no se puede desconocer el hecho simple de que en estas otras regiones limítrofes también puede haber inmigrantes ilegales. ¡No! El objetivo ha sido en todo momento los nacionales colombianos. Contra ellos y solo contra ellos se han lanzado los tentáculos de esta absurda medida, enmascarada en la idea de los paramilitares invasores. Pero aún si este fuera el caso, un acto inamistoso, desafiante y provocador como el que ha tenido lugar, tendría que ser suficiente para considerar que este gobernante no se detendrá ante nada con tal de lograr las miras que se ha propuesto; lo cual lo  convierte en un factor que afecta nuestra seguridad de diversas maneras, especialmente habida cuenta del papel que la nación venezolana viene desempeñando en el proceso de paz que se adelanta en La Habana.

Así las cosas, el gran interrogante gira alrededor de la forma en que Colombia va a encarar esta agresión. Sin lugar a dudas, lo que se vislumbra en el horizonte por ahora es la urgente necesidad de enfrentar la insania con una sensata cordura. Pero también es fundamental levantar nuestra voz de protesta ante la comunidad internacional. Lo que ha sucedido es una prueba más del singular estilo con que el que se está conduciendo el vecino país. Los pueblos del orbe, que han presenciado el rumbo infausto por el que Venezuela corre hacia la debacle total, tienen hoy un motivo adicional de preocupación. Y los grupos opositores venezolanos, las muchas personas que todavía conservan un ápice de sensatez, deberán buscar la manera de detener la caída antes del descalabro final.

Aparte del revés que pudo significar, la forma en que se dio la votación en la OEA resulta, aunque parezca paradójico, una ventaja para nuestro país. Dando por descontada la ya conocida inoperancia del mencionado organismo, que habría dado lugar a debates interminables sin rumbo ni conclusión alguna, ello nos ha mostrado con suficiencia quiénes son nuestros verdaderos amigos y quiénes, que dicen serlo, deben inspirarnos toda clase de reservas. De igual manera, con una perspectiva como la que se pudo dilucidar allí, puede llegar a ser obvio que la discusión que pudiera tener lugar en UNASUR tiene escasas posibilidades de inclinarse a nuestro favor. Entonces, el único recurso que nos queda es apelar a instancias internacionales de mayor envergadura. La Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Penal Internacional habrán de ser los depositarios de nuestra denuncia. En tales estrados deberá ventilarse el atropello que han sufrido nuestros compatriotas y cabe esperar que sea esta la gota que derrame la copa para que los pueblos del mundo se pronuncien de una vez por todas frente al acervo de la barbarie y la violación de los más elementales derechos a que puede aspirar un individuo en un Occidente que se dice democrático (?). Es, acaso, la única esperanza que nos queda en esta malhadada tragedia.

UNA CONTIENDA SECULAR

Los acontecimientos acaecidos en Europa por cuenta del ataque a una revista de caricaturas, en Francia, y la detección de un plan de ataque con bomba en el territorio belga, por parte de un grupo extremista, de nuevo nos llevan a sobrecogernos ante los aterradores niveles de inseguridad que vive, hoy por hoy, el Mundo Occidental, cuya población parece hallarse inerme ante la agresión y totalmente desprotegida, en virtud de la aparente incapacidad de los sistemas policiales para garantizar la tranquilidad, el derecho a la vida, a la libre expresión y a otras tantas prebendas de las que las gentes de este lado del orbe habían venido disfrutando hasta ahora, (casi de manera exclusiva, habida cuenta de la opresión que viven los habitantes de otras latitudes). Grupos islámicos recalcitrantes han convertido a Occidente en el blanco de su furia incontenible. Nos han tipificado cono el “Gran Satán” y se han vuelto contra nosotros con sevicia vesánica, convencidos de estar llevando a cabo la obra de Dios. ¿Qué pudo exacerbar hasta tal grado los ánimos de un pueblo? ¿En dónde podrían encontrarse las causas de un odio tan acerbo, que pueda llevar a muchos de ellos a entregarse a la muerte, si con ello logran hacernos daño? Ante hechos tan graves como los que hemos vivido, aún antes del fatídico 11 de septiembre, (no olvidemos la tragedia de Münich, por mencionar tan solo un incidente), resultaría primordial comenzar a buscar una respuesta a estos interrogantes, tal vez como un primer paso para intentar contener esta escalada de violencia, que viene a sumarse a las muchas otras miserias que aquejan al género humano.

Podríamos comenzar haciendo referencia al nacimiento de la fe musulmana, alrededor del año 600 de nuestra era, aproximadamente. Nacido en una de las tantas tribus que conformaban la raza agarena y enviado, según la costumbre, al desierto, Mahoma se convirtió pronto en un instrumento de cohesión de los diversos clanes, a través de su prédica religiosa. A pesar del rechazo inicial, el número de sus seguidores fue creciendo y fortaleciéndose. Una de las primeras decisiones del líder fue volverse contra aquellos que lo habían repudiado y, aún, perseguido. Tal fue el nacimiento de la Guerra Santa que se trasladó luego a la búsqueda de conquistas más ambiciosas en el Este de Europa. Como sabemos, los musulmanes lograron penetrar en la Península Ibérica, donde permanecieron siete siglos.

Pero, ¿podemos, acaso, considerar que las raíces de su aversión hacia la cultura occidental se encuentran tal vez enclavadas en los finales de la Edad Antigua y gran parte de la época Medieval? Estos momentos históricos se caracterizaron, entre otras cosas, por la lucha de los pueblos cristianos europeos contra los llamados “moros”. Imbuidos de un sentimiento religioso más o menos estructurado, impulsados además por el sueño de un dividendo en ganancias materiales y también, de paso, por la oferta de beneficios espirituales que esperaban obtener, los reyes y señores feudales de Occidente marcharon contra los árabes durante las famosas cruzadas, con el propósito, según decían, de recuperar para la cristiandad el dominio de Tierra Santa que se hallaba, a la sazón, en manos de los infieles islámicos y, tanto la lucha de conquista de los musulmanes como los diversos lances emprendidos por los cristianos vinieron a constituir el escalamiento de una guerra de religión que perdura hasta hoy. Con desasosiego ha de reconocerse que ningún objetivo fue alcanzado por ninguna de las partes, como no fuera el de arrasar la tierra, bañarla con sangre y lágrimas y enemistar para siempre a dos culturas que, a pesar de sus muchas diferencias, perseguían el propósito común de honrar y alabar a un único Dios.

Al paso de los siglos subsiguientes, cada una de estas comunidades se desarrolló de acuerdo con los principios básicos de sus creencias. El genio árabe se manifestó a través de inmensos aportes hechos a la ciencia y al conocimiento aunque, de manera inexplicable, con el transcurrir de los años fue palideciendo hasta casi desaparecer del todo, mientras que Occidente discurría por aguas más turbulentas que tranquilas, hacia la modernidad. (No olvidemos los horrores de la infame Inquisición, nacida de la arrogante convicción de hallarse en posesión de la verdad absoluta, que se entronizó en las mentes de la clerecía occidental, por aquel entonces).

Estos dos rivales tendrían que haber permanecido así, en una especie de Guerra Fría, tolerándose más que cualquier otra cosa, de no haber sido por un factor que vino, ya desde tiempo atrás, a sulfurar los ánimos: la urgencia de los europeos de satisfacer sus necesidades primarias, secundarias y hasta terciarias, una de las más notables, la codicia, mediante el usufructo de bienes y riquezas que abundaban en el Medio y el Lejano Oriente. Y hacia allí se dirigieron para apoderarse de ellas, recurriendo a la astucia, el engaño el trueque leonino o la simple y llana fuerza bruta, de los que se derivaron la dominación, el avasallamiento y el genocidio indiscriminado. Ninguna de las culturas orientales estaba preparada para hacer frente a semejante proceso de invasión y latrocinio. Y, llegado el siglo XX, las cosas tan solo empeoraron para los pueblos árabes cuando apareció ese otro bien de consumo, el petróleo, que hasta el día de hoy mantiene funcionado al mundo y que se encuentra de manera abundante en el subsuelo de la tierra que les pertenece. Tales fueron las circunstancias que terminaron de enardecer los ánimos y construyeron en las mentes de estas comunidades la idea de que Occidente era, desde cualquier punto de vista, un enemigo que no ha hecho otra cosa que victimizarlos una y otra vez para satisfacer sus ambiciones.

Como bien sabemos, las potencias de esta parte del mundo ha recurrido a incontables subterfugios, cuando no a innumerables abusos para apoderarse de la inconmensurable riqueza del “oro negro”: En virtud de los sistemas socio-políticos absolutistas que gobiernan a las naciones árabes, se han establecido alianzas con sultanes, pachás, maharajás y demás tiranuelos de la región, quienes se han enriquecido de manera grotesca al vender como si fuese propio, un recurso que tendría que ser propiedad y patrimonio de todo el pueblo. Sojuzgados de esta manera por los déspotas locales, una presencia extranjera ominosa y amenazadora, cuando no directa y abiertamente opresiva y un sentimiento religioso inamovible, impuesto casi a la fuerza desde los sistemas teocráticos que rigen sus países, las gentes del Oriente Medio se han debatido a lo largo de los lustros entre la pobreza, la miseria y el hambre y, sobre todo, la frustración que seguramente les causa el hecho de estar en posesión de un subsuelo preñado de una riqueza que tan solo beneficia a una muy escasa minoría de los suyos y sí, por el contrario, a las inmensas mayorías de los pueblos occidentales que, por lo demás, como resultado de la incomprensión y de una inveterada costumbre de desconfianza y, aún de rechazo hacia la diferencia, miran con reserva y a veces con mal disimulada animadversión a su cultura, forma de vida y credo. Todo ello sin mencionar al pueblo que, a pesar de los padecimientos todavía hoy recientes de un genocidio criminal, olvidando las enormes penalidades de antaño, se ha tornado a su vez en fuerza genocida que inflige a otros la barbarie de la fuera víctima, auspiciado por las potencias occidentales que le brindan su respaldo en virtud de la riqueza y, por ende, de la influencia que poseen muchos de sus integrantes. Quizás de esta manera pudiera llegar a ser comprensible que, con el transcurrir del tiempo, oscuros sentimientos anti-occidentales hayan ido germinando entre la comunidad islámica.

Para nadie es hoy un secreto que la religión, astutamente manipulada, constituye una herramienta valiosa de dominio y sometimiento y que los líderes político-religiosos se han valido de ella para ejercer un férreo control de masas a todo o largo y ancho del planeta. Y los pueblos árabes no han sido la excepción. Si bien, desde un punto de vista esencialmente progresista podría llegar a considerarse que la forma de establecer relación con la Divinidad debe evolucionar en la medida en la que lo hacen las sociedades, es un hecho que tal adecuación no ha tenido lugar entre los musulmanes. Ninguno de los procesos socio-político-culturales por los que atravesara Occidente tuvo lugar en estas comunidades y sus integrantes por siglos se han aferrado a sus creencias primigenias.

Por el contrario, inéditas maneras de pensar y de ver la vida han surgido en nuestra parte del globo. Con el despertar a una realidad nunca antes percibida, a partir de una nueva forma de existencia en la que la falacia mística ha perdido su poder de intimidación, los occidentales han fijado su atención en el presente como única certeza y han hecho del libre pensamiento, el hedonismo y la inmediatez los fundamentos de su transcurrir por el mundo. A pesar de las bondades de este espíritu libertario, no ha sido posible evitar la caída de muchos en un estado de desbarajuste ético-moral que es mirado con horror por los miembros de la fe musulmana, cuyas mentes se hallan inmersas en una religiosidad a ultranza.

En tales circunstancias no es extraño que el repudio hacia lo que somos haya cundido en sus mentes y se haya convertido en caldo de cultivo para los sentimientos fundamentalistas que han ido apareciendo en los últimos cincuenta años, lo cual ha dado lugar a funestos choques que ahora, al igual que en el pasado, han cobrado la vida de innumerables inocentes. Poca o ninguna diferencia puede percibirse entre el tristemente célebre Septiembre Negro y la tenebrosa organización del Estado Islámico, cada una de las cuales muestra a su manera el aborrecimiento al Mundo Occidental; e incontables han sido las víctimas de este pavoroso enfrentamiento. Por otra parte, igualmente desgarradores son el clamor del pueblo norteamericano ante sus casi tres mil muertos, como el llanto de las madres árabes que han perdido a sus hijos en la represión inclemente desatada por autócratas locales, muchas veces respaldados por las potencias occidentales, como también en los bombardeos indiscriminados que de manera repetitiva se ciernen sobre su territorio. (*)

Y un nuevo motivo de angustia ha venido a añadirse a las vicisitudes de Occidente: el credo extremista de que hacen gala los grupos fundamentalistas, de manera pasmosa ha venido a permear la mentalidad de muchas gentes de este lado del mundo, especialmente de una generación de jóvenes que han abrazado el Islam, acaso como en una búsqueda de algo más profundo, más significativo y mucho menos nimio y superficial que lo que tienen a su disposición en el entorno en que viven. Si bien cada individuo posee el derecho de estructurar su fe de acuerdo a lo que haya elegido creer, no deja de ser preocupante que muchos de estos nuevos musulmanes hayan caído en las redes de los grupos extremistas. Con celo fervoroso asumen como suya la lucha de otros e incurren en cualquier clase de exabruptos, se camuflan entre nosotros y golpean donde y cuando nadie se lo espera. Así, por ejemplo, el bárbaro sayón del Estado Islámico ha sido parcialmente identificado como un hombre formado en Occidente. Sería conveniente echar una mirada a este fenómeno que ha venido a añadir un nuevo ingrediente a la confrontación.

¿Qué puede motivar a jóvenes europeos a abandonar su casa, sus familias, su estilo de vida, para ir a participar en una lucha que no es la suya? Tal vez la respuesta pueda hallarse en el contexto en que se desenvuelven, sus relaciones con el entorno y las expectativas de existencia. Cabe suponer, quizás, que este mundo desasosegado, competitivo e inhumano que les ha correspondido en suerte no les plantea ninguna forma de porvenir atractivo y sugerente; es posible que alcanzar el éxito material a cualquier precio, en una carrera en la que puede resultar necesario pisotear a más de varios congéneres no se presente a sus ojos como un desafío que valga la pena asumir, mientras a su alrededor se multiplican la injusticia, la corrupción y la miseria de muchos. Cunde entre ellos la desesperanza que con frecuencia conduce a la depresión y, eventualmente, al suicidio. A menos, claro está, que surja en el horizonte un estímulo nuevo, atractivo, que resalte los aciagos resultados de este esquema de existencia y de inequidad rampante y que les muestre una manera susceptible de equilibrar la balanza y darle un sentido a su deambular por este bien llamado “Valle de Lágrimas”. Podemos llegar a pensar que, entonces, el cúmulo de preceptos religiosos a que tal vez se vieron expuestos en algún momento de su crianza, cuya práctica abandonaron por considerarla insulsa y carente de significado, se reinventa en sus mentes, alimentado por las doctrinas de esta, para ellos nueva fe, que pretende mostrar que la corrupta forma de vida de Occidente es la raíz y la causa de todos los males del mundo y que, por lo consiguiente, resulta imprescindible erradicarla, así sea mediante el sacrificio supremo.

El balance que se extrae no es particularmente halagüeño. El Mundo Occidental se halla hoy enfrentado a una comunidad profundamente creyente, cuya religiosidad se ha mantenido más o menos incólume en su esencia, a lo largo muchos siglos. Son ellos un conglomerado humano que ha sufrido a lo largo de ese mismo lapso toda suerte de agresiones e inimaginables formas de violencia, nacida no solo en el seno de su propia cultura, por parte de gobernantes inescrupulosos con conductas rayanas en el crimen, sino también como consecuencia de tesoros que han estado en su posesión casi sin que ellos así lo hayan deseado y que se han convertido en el objetivo de la codicia de otros. Entonces, no de manera súbita sino paulatina, ha ido germinando en las mentes de algunos de ellos la idea de devolver los golpes. Su ideología se ha radicalizado y aquí estamos ahora, ante una forma de guerra para la que los estados occidentales jamás se prepararon. Una lucha de infiltración, de golpe y escape o, como los legendarios pilotos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, de ataques kamikaze. Aún no nos reponíamos de nuestro asombro ante los infaustos acontecimientos del 11 de septiembre, cuando nos estremeció el atentado del 11 de marzo en Madrid. Y no terminaba de asentarse el polvo en Atocha, cuando se produjeron las explosiones del 21 de julio en Londres. Y los recientes incidentes en París y Bélgica, además de las tenebrosas imágenes de decapitaciones y de un hombre quemado vivo, (en una espeluznante rememoración de los años siniestros del Oscurantismo), difundidas por el Estado Islámico, nos dicen que el horror está lejos de terminar.

Con un particular sentimiento de angustia podemos llegar a suponer que el planeta entero avanza en una desbocada carrera hacia un profundo abismo. Aún si abandonamos por un instante nuestra observación del caso que nos ocupa, nuestra vista no encuentra un oasis de tranquilidad en este inmenso desierto: la ambición desmedida, el hambre, el genocidio y la explotación del hombre por el hombre están a la orden del día dondequiera que se posen nuestros ojos. Y esta contienda secular que enfrenta a Occidente con los extremistas del mundo musulmán no parece tener un posible fin a corto o mediano plazo.

Con la natural ansiedad que nos genera la incertidumbre del sino que habrá de corresponderles a nuestros hijos y a las generaciones venideras, no podemos dejar de preguntarnos si existe alguna forma de soslayar este catastrófico enfrentamiento y eludir las fatídicas consecuencias que se avizoran. No será una empresa fácil. Pero, dado el estado de conmoción que cada nuevo incidente nos causa, casi como recurso de mecanismo de defensa ante la adversidad tomo la determinación de soñar: se me ocurre pensar que un primer paso pudiera ser, tal vez, convencer a los pueblos occidentales de modificar de manera radical su posición, no solo frente al Oriente Medio sino también respecto al resto de los mortales, mucho menos favorecidos por la diosa fortuna. Si estuviésemos dispuestos a tenderles una mano para ayudarles a salir de esa milenaria condición de atraso en que hoy naufragan, si compartiéramos con ellos nuestros recursos y nuestro pan para que pudieran erradicar de sus vidas la hambruna, la pandemia y la desesperanza, entonces tal vez, transcurrido algún tiempo, lográsemos convencerlos de que los vemos como nuestros iguales, que no somos sus enemigos y que nunca más volveremos a representar una amenaza para ellos. Quizás de esa manera pudiéramos obtener su apoyo y su cooperación para identificar y detener a los integrantes de esa minoría recalcitrante y contumaz que también los daña a ellos. Aunados todos en la búsqueda de una paz duradera, fundamentada en la tolerancia y el respeto a la diferencia, eliminaríamos la necesidad de desquite y retaliación que alimenta a los extremistas. El camino sería sin duda tortuoso, largo y colmado de peligros, pero por lo menos estaríamos luchando mancomunadamente para poner fin a esta inmensa locura que ha tomado las vidas de tantos y que no promete otra cosa que continuar la matanza. Así, pudiera ser que en un par de generaciones alcanzáramos la anhelada meta.

Tomo conciencia de lo quimérico de tan utópica idea. Ese primer paso que se le sugiere a Occidente puede nunca llegar a darse, puesto que este hemisferio se halla conformado por una infinidad de gentes y culturas disímiles, con intereses distintos y también con inmensas necesidades. No puede imaginarse de qué forma sería posible persuadir a todos nosotros de la urgencia de asumir una posición unificada, sólida y sostenible que convenciera a los otros de nuestras buenas intenciones. Ellos, por otra parte, mirarían con gran reserva nuestro proceder y solo el tiempo habría de demostrarles lo que pretendemos. Mientras tanto, el riesgo sería enorme.

Pero a pesar del hecho de que esta idea constituya una fantasía que parece prácticamente irrealizable, considero que es de capital importancia dar rienda suelta a este tipo de elucubraciones. Mentes más encumbradas, de hombres sabios y mejor informados tendrían que dedicarse a la tarea de buscar una solución a esta sinrazón. No se necesita mucho para entender que las cosas, tal como están, solo tienen visos de empeorar. ¿Se ha detenido alguien a pensar en la escalofriante pero incontrovertible posibilidad de que alguno de estos grupos pudiera llegar a tener, eventualmente, acceso a un poder de destrucción masiva, para que se dé lo cual puede ser que solo se necesite el transcurrir de un más o menos breve lapso de tiempo? No podemos esperar a tener la tragedia frente a nosotros. A la fecha, nadie sabe cómo establecer una línea de defensa viable ante los ataques de un enemigo que es casi invisible. Ya hemos visto de lo que son capaces y ello nos da una idea de lo que puede llegar a ocurrir. Pertinente resulta aquí citar las palabras de Petros Márkaris, enunciadas a través de uno de sus personajes, Katerina Jaritos: “La lucha represiva contra el terrorismo es necesaria pero insuficiente. Sin medidas preventivas que reduzcan las causas que provocan el terrorismo, la justicia seguirá siendo incapaz de abordar el problema. Del mismo modo que la prevención es necesaria en la lucha contra el cáncer, también lo es en la lucha antiterrorista.” (El resaltado es mío.) (**)

Así, el propósito más urgente es salir a buscar la paz. Habremos de promover un cambio en nuestra actitud, para probarles a estas comunidades que de verdad queremos poner un alto a la demencia. Esta es la única forma de pensar que conlleva la esperanza de un futuro promisorio. No cabe duda de que la senda será tortuosa y plagada de escollos y que las posibilidades de fracaso serán tal vez mayores que las opciones de éxito. Pero no hay otro camino. La alternativa sería dejar las cosas como están y que cada bando continúe recogiendo a sus muertos. Y cuando nuestros hijos y sus hijos contemplen la magnitud de la tragedia, no dejarán de preguntarse cómo fue posible que mantuviésemos una actitud apática e inactiva y nunca intentáramos prevenir la catástrofe. Su juicio nos condenará por irresponsables e ineptos y con estos epítetos seremos eternamente recordados. Ahora, cabe preguntarnos: ¿Es ese el escenario que deseamos para el futuro? Pienso que ante tan funesta perspectiva lo único que me queda es mantener la esperanza de un cambio de rumbo, por más utópico e irrealizable que pueda parecer.

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(*) Esta afirmación no es hecha a la ligera. El desgarrador documental de Hernán Zin, “Nacido en Gaza”, da fe testimonial de lo que le ocurre hoy al pueblo palestino.

(**) MÁRKARIS, Petros. El Accionista Mayoritario. Tusquets Editores, 2014, pg. 11.

LA AMARGA REALIDAD DE ESTE “BUEN VIVIDERO”.

Se cuenta que tres críticos de arte contemplaban una obra de autor desconocido, en la que se plasmaba a Adán y Eva en el jardín del Edén. El crítico inglés sostenía que el autor debía ser, sin duda, británico, puesto que, ello se podía deducir del hermoso paisaje campestre que se asemejaba a la campiña inglesa en primavera. Por su parte, el crítico holandés sostenía que el autor era, a todas luces, flamenco, ya que este estilo se podía apreciar en el manejo de los colores y en los contrastes de luz y sombra. El tercero, un cachaco bogotano, afirmaba que definitivamente el autor tenía que ser de nacionalidad colombiana. Al preguntarle sus compañeros en qué se basaba para suponer algo así, él respondió: «No hay más que verlos. No tienen casa, no parece que tengan qué comer, están desnudos y piensan que están en el Paraíso.»

Hace algunos días la prensa nacional publicó un artículo en el que destaca que, definitivamente, Colombia es un “buen vividero”. Sin entrar a cuestionar las motivaciones que pudiera haber tenido el articulista para dar luz a semejante despropósito, podría resultar conveniente examinar esta aseveración que se escucha con frecuencia en boca de algunas personas, lo cual podría estar demostrando que de verdad hay quien cree que “este es uno de los países más felices del mundo”.

Para nadie es un secreto que la clase dirigente, los dueños de la banca, los terratenientes, los poderosos industriales y algunos comerciantes de alto vuelo han encontrado en nuestro país unas condiciones óptimas para forjar sus fortunas, que crecen de año en año de manera exponencial, mientras el resto de la población se ve obligado a “saltar matones”, deslomarse de sol a sol en un trabajo muchas veces riesgoso y, las más, paupérrimamente remunerado, o entregarse al infame rebusque, a la informalidad o a la simple y llana mendicidad para poder poner algo de pan en la mesa de sus hijos. Tal es el contexto en el que hemos vivido desde que muchos de nosotros tenemos memoria, una situación de injusticia social pavorosa en la que un muy reducido número de gentes lo tiene todo, algunos luchan a brazo partido para ajustar ingresos y gastos, muchos otros cuentan con poco o escasamente lo necesario para malvivir y una inmensa mayoría, tanto en el campo como en las ciudades, se debate entre la pobreza y la miseria.

Hace algo más de medio siglo las ambiciones, la codicia y el ansia de poder llevaron a la clase opulenta a suscitar un enfrentamiento armado que perdura hasta el día de hoy. Mientras sus vástagos se educaban en el extranjero, lanzaron al campesinado a una contienda sangrienta que exacerbó los ánimos de los más humildes, cuyos hijos terminaron convertidos en carne de cañón de una lucha que no era suya y que ha cubierto de cadáveres el suelo patrio. Por supuesto, en un ambiente cambiante en el que las reivindicaciones sociales se hallaban a la orden del día, perdieron el control del monstruo que habían liberado y los miembros de dos o tres generaciones debimos asistir impotentes y abismados al escalamiento de un conflicto que evolucionó por sí solo y que, aderezado con el enriquecimiento fácil e inmediato de las drogas ilegales, terminó por convertirse en un flagelo sin precedentes y en una amenaza directa para aquellos mismos que lo habían inducido. Entonces, decidieron armar sus tenebrosos ejércitos particulares los cuales, lejos de aportar algún viso de solución, añadieron un ingrediente más a la violencia, de la cual las víctimas fueron de nuevo los campesinos. Y así, con este panorama desolador, nos hemos adentrado en el siglo XXI, sin que se vislumbre todavía un poco de luz al final de este oscuro túnel.

Pero por si fuera poco, el infortunio que se ha instalado en nuestra casa continúa acechándonos de forma inclemente, hasta el punto de que hoy por hoy estamos inermes ante el cúmulo de calamidades que nos vemos obligados a afrontar de manera cotidiana. La revista Semana publicó en su edición # 1715 en el mes de marzo un desgarrador artículo en el que resalta el desbarajuste que padece la nación en todos los niveles, ante una evidente falta de autoridad. Como resultado de los sucesos que hemos presenciado en los últimos 50 años, los ciudadanos comunes y corrientes siempre habíamos tenido una relativa y más bien escasa confianza en nuestras instituciones. Pero lo que hemos podido ver que ocurre hoy, en el seno de la Rama Judicial, por ejemplo, la cual lejos de ser un ente protector de la vida, la honra y los bienes de todos, ha mostrado haberse convertido en un antro de podredumbre y corrupción, ha venido a ser el “tiro de gracia” a nuestra credibilidad y nuestra fe en que, quizás, las cosas puedan llegar a ser mejores. Así pues, a pesar del caos social que representa, no debería sorprendernos la tendencia del “…usted no sabe quién soy yo…” que denota claramente la convicción que pervive en todos nosotros de que el único medio para prevalecer, progresar y alcanzar un término de vida aceptable es pertenecer a esa élite encumbrada, opulenta y minoritaria, que desde mucho tiempo atrás no solo se ha sentido sino que ha demostrado hallarse muy por encima de la ley. ¿Y los demás? Nos hemos visto arrojados sin piedad a la “cultura del atajo”, en virtud de la cual el más avivato, el más canalla, el más inescrupuloso alcanza siempre lo que se propone, independientemente de que sea necesario pasar por encima de los demás y violentar sus derechos. En semejante contexto no deben extrañarnos los colados en el sistema de Transmilenio, los taxistas que bloquean la ciudad para oponerse a un sistema novedoso y competitivo que amenaza con volverse una alternativa viable al deplorable servicio que prestan (y eso solo cuando “les da la gana”), la mujer que manda asesinar a tres indefensos infantes para espantar a sus familiares y poder apropiarse de una porción de terreno o la justicia ejercida por propia mano de un grupo de individuos desesperanzados que, hastiados con la ineficiencia del Estado para proporcionarles la protección que merecen, le da una muerte cruenta y brutal a un delincuente.

Tal es la amarga realidad de este “buen vividero”. Solamente aquellos que han alcanzado una provechosa “ganancia de pescadores” en este inconmensurable y patético “río revuelto” están convencidos de que nuestro país es en verdad un excelente lugar para vivir. Es, por supuesto, evidente, que para ellos las características en las que se ha desenvuelto la vida nacional constituyen el mejor esquema para el propósito de conservar su bienestar y su preeminencia a pesar de todo y de todos. Pero para los demás, para el ciudadano de a pie, el estado de anarquía social política económica y ética en que se halla inmersa la nación es una gran desgracia que nos lleva a cuestionarnos si esto a lo que todavía llamamos nuestro país es de verdad una estructura socio-cultural viable y coherente. A este respecto, puede ser interesante examinar la siguiente cita de Noam Chomsky para matizar estas consideraciones:

“Entre las propiedades más características de los estados fallidos figura el que no protegen a sus ciudadanos de la violencia –y tal vez incluso de la destrucción– o que quienes toman las decisiones otorgan a esas inquietudes una prioridad inferior a la del poder y la riqueza a corto plazo de los sectores dominantes del Estado.” (*)

Cabe ahora preguntarnos: ¿Es el nuestro un estado fallido? Y, si no lo es, ¿está en camino de serlo? Corresponde a cada uno de nosotros el hallar una respuesta a estos interrogantes, pero esta es una reflexión urgente que debe figurar en la mente de todos los ciudadanos. El andamiaje institucional de nuestro país se halla en cuidados intensivos, por decir lo menos. Delincuentes “de cuello blanco” que tanto daño nos han hecho, de manera oronda han marchado a tierras extranjeras, lejos de quien pudiera exigirles cuentas sobre su proceder. Otros, menos acuciosos para gestionar su fuga, estarán seguramente tramándola si se llegara a dar el caso de que este remedo de justicia pudiera significar una amenaza real para sus intereses. Y aquellos sobre quienes se cierne el dedo acusador de la sociedad, por haber sido flagrante e inocultable su delito, hábilmente han acudido a toda clase de subterfugios para minimizar, dilatar y, aún, suprimir las sanciones a las que se han hecho acreedores.

Es evidente que la descripción de todas estas penurias constituye un cuadro de horror al que nos hemos acostumbrado, a fuerza de tener que desenvolvernos en él de manera cotidiana. Pero no por ello la situación es menos angustiosa, especialmente cuando nuevas y cada vez más insólitas tribulaciones vienen a sumarse al drama en que se ha convertido la vida nacional. Todo ello podría llegar a considerarse una etapa oscura y superable de nuestro devenir, si no lleváramos algo más de dos siglos de inestabilidad y pendencia, a partir de la trifulca callejera Morales-Llorente, que nos arrojó de lleno en un estado de agitación que ya nunca tuvo fin. Y  no hemos logrado alcanzar el nivel de madurez necesario para situar en las posiciones de liderazgo a dirigentes verdaderamente dispuestos a llevarnos más allá de la crisis, en busca de un nivel de prosperidad y bienestar comunes a todos, cosa que hasta ahora no ha sido más que un sueño, al parecer inalcanzable. En lugar de ello, los altos cargos han estado ocupados las más de las veces por oportunistas que solo han buscado la consolidación de sus mezquinos intereses y que nos han obnubilado con su cháchara desvergonzada y hueca, mientras no cesan de pregonar a voz en cuello la enorme falacia del “buen vividero”, persuadidos de que la repetición consuetudinaria  y monocorde de una mentira puede dar lugar a que muchos lleguen a considerarla como cierta.

Así, nos corresponde a todos despertar de nuestro letargo, asumir con firmeza la determinación de buscar una transformación real de la estructura socio-política, que no sea tan solo un maquillaje perpetrado por “los mismos con las mismas”. De otra manera, ellos continuarán aplicándonos el principio de Lampedusa de permitir “que algo cambie, para que todo siga igual”. Y nosotros continuaremos inmersos en este marasmo malsano, mientras seguimos convencidos de que vivimos en el paraíso.

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(*) CHOMSKY, Noam. Estados Fallidos, el abuso de poder y el ataque a la democracia, ediciones B, S. A., Barcelona, 2007, pg. 49.

 

EUROPA: UN VIAJE PARA RECORDAR

Visitar Europa resulta toda una experiencia para quienes viajan por primera vez. A pesar de las lecturas, las referencias históricas, las fotografías y demás información previa que haya podido recabarse, nada puede compararse con la sensación de estar allí y contemplar con ojos propios la sobrecogedora realidad de dos o tres milenios de historia, inmersos en la arquitectura, los monumentos y el ambiente cultural que se vive en cada región. Es, sin lugar a dudas, una vivencia pasmosa que no puede ser descrita con palabras.

Tomar la determinación de emprender este viaje implica, ya de por sí, un proceso de concientización frente a los retos que conlleva, el primero de ellos, de carácter económico, en virtud de los recursos que es necesario aunar para poder sufragar los costos, que no son precisamente menores. Así, la primera discusión con los compañeros de proyecto gira alrededor de un estimativo global, muy aproximado por cierto, pero que proporciona una apreciación inicial de lo que se va a gastar. Como las variables son múltiples y cualquier modificación incide de manera directa en las cifras, resulta muy valioso contar con la opinión de una persona que ya haya efectuado este viaje y que aporte su invaluable conocimiento sobre lugares, fechas, acomodación y formas de viajar. Ahora, si a ello puede añadirse la compañía de este no tan primerizo viajero durante el recorrido, pues mucho mejor. Su experiencia habrá de constituirse en un referente permanente que lo señalará desde un comienzo como el guía natural de los viajantes.

Desde un principio se hace necesario conformar un plan de viaje que será, inicialmente, una aproximación general y que luego se irá pormenorizando a medida que vayan surgiendo los detalles a considerar. Acudir a un programa prediseñado por una agencia de viajes tienes sus pros y sus contras, siendo una de estas últimas el valor que tales entidades cobran por sus servicios. Pero, en contraprestación, otorga cierto nivel de comodidad y seguridad, más lo primero que lo segundo, en lo que tiene que ver con horarios, hoteles, transporte y visitas a tantos concurridos lugares. Estas compañías cuentan con el privilegio de poder hacer reservas para sus clientes en algunos de estos sitios. Así, el tiempo de espera en una fila se reduce más o menos a la mitad, (en lugar de esperar durante tres horas, el plantón viene a ser aproximadamente de una hora y media), lo cual no deja de ser conveniente, cuando hay mucho que ver y largos trechos para caminar.

La agencia que utilizamos cumplió a cabalidad con cada una de las cosas que nos había ofrecido. El único fallo a mencionar fue el primer transporte aeropuerto-hotel que, a pesar de haberse pactado con anterioridad, no se dio. No obstante, hay que señalar que el representante de la empresa muy responsablemente nos reembolsó el importe de un taxi que nos vimos obligados a tomar.

Conviene mencionar aquí la que estas empresas denominan la “adición plus”, que puede suscribirse o no y que tiene un costo agregado al valor general del programa, puesto que incluye algunas comidas y las reservas anteriormente mencionadas para visitas a algunos lugares específicos. En lo referente a este último aspecto, como ha quedado dicho, este incremento añade un cierto y relativo nivel de comodidad al paseo. Las comidas por otra parte, son una jugada al azar. Como pudimos apreciar, estas empresas tienen acuerdos establecidos con restaurantes diversos a todo lo largo y ancho del recorrido y allí llevan a los viajeros. En algunos de estos sitios se come bien y en otros, pues no tanto. La atención que se brinda es, igualmente, variada: en ciertos lugares hubo cordialidad y amabilidad, mientras que en otros se nos trató en forma fría, displicente y hasta despectiva.

Por otra parte, es muy importante que se trate de obtener por anticipado información clara sobre un abanico de servicios alternos que no están incluidos en el plan original, que se ofrecen sobre la marcha y que tienen un costo adicional que debe cancelarse a los guías que están a cargo del grupo. Si bien son de carácter estrictamente voluntario, no deja uno de sentir que, a cada paso, “le están poniendo trampas al centavo”. Sería conveniente que el viajero pudiera tener una idea aproximada de cuánto más habrá de ser necesario para costear estos extras que no por serlo, dejan de ser atractivos e interesantes.

Un aspecto importante es el alojamiento. Cuando se contratan los servicios de una agencia, los hoteles están incluidos en el programa. Con claridad le especifican al cliente los dos tipos de hoteles, uno de nivel medio y otro de nivel superior, (más costoso, por supuesto). No tuvimos  ninguna queja respecto a los hoteles que elegimos (en el nivel medio) durante el tiempo que nos mantuvimos vinculados al programa de la agencia. Si bien no todos se hallaban convenientemente ubicados, la calidad del servicio fue todo lo que cabía esperar. Un detalle que oscurece este panorama tiene que ver con la política de los hoteles italianos de cobrar un cargo adicional por noche, que debe pagarse al momento del registro de ingreso. Tuvimos la sensación de que es un impuesto turístico de algún tipo y que no puede quedar incluido en el costo de alojamiento que se le paga a la agencia antes de iniciar el viaje. Además, resulta bastante lamentable el hecho de que es la única zona de Europa, (por lo menos de la Europa que visitamos), en donde los hoteles hacen un cargo adicional por el uso del wi-fi. En hostales donde estuvimos hospedados posteriormente, que no contaban con la pretensión de las cuatro estrellas de los hoteles italianos, se nos ofreció el acceso a internet como un servicio libre de costo. En cambio y con la única excepción de Roma, todos los demás hoteles italianos imponen un valor a pagar por el uso de la red. Abusivo y deprimente, por decir lo menos. Entre esto y la costumbre de cobrar por el derecho a sentarse a una mesa, que aplican muchos restaurantes, la percepción que nos quedó es que, sin ninguna vergüenza, se busca “meterle la mano al bolsillo” al turista para tratar de “exprimirle” todo lo posible, antes de que se vaya. Esta es una actitud bochornosa y lamentable que deja en el viajero un regusto amargo como colofón de la visita que, por lo demás, es sorprendente y apasionante, dado el sinnúmero de valores históricos y culturales que ostenta esta región.

Un segundo tipo de alojamiento que tuvimos la oportunidad de experimentar fue el de los hostales. La mayor ventaja (acaso la única) que tienen estos lugares es el costo, relativamente económico. La razón primordial que respalda el seleccionar estos sitios como alojamiento radica en el supuesto de que no se justifica pagar un precio elevado por solo llegar a dormir, a veces tarde en la noche. El más representativo espacio que se apoya en este principio es el del conocido “bed & breakfast”, utilizado fundamentalmente por jóvenes clasificados en la categoría de “mochileros”, que viajan ligeros de equipaje y de fondos y a quienes este modelo les sirve a la perfección. Pero todo depende de la clase de persona que sea usted y de cuáles sean sus preferencias cuando de comodidad se trata. En nuestro caso dimos con habitaciones más bien estrechas, ausencia de ascensor (salvo en uno de ellos), que obligó al pesaroso trasteo del equipaje por las escaleras y la falta del desayuno (al que nos habíamos acostumbrado), que nos obligó a deambular por la ciudad en busca de un restaurante o cafetería. Ha de anotarse que no tenemos queja respecto al aseo de los cuartos o de los baños. La gente se mostró amable y colaboradora y la localización fue siempre adecuada a nuestras necesidades. Así pues, todo depende del presupuesto con que se cuente y del nivel de incomodidad que se esté dispuesto a sobrellevar. A este respecto hay que tener en cuenta que, si bien la juventud es ágil y descomplicada, es posible que a partir de cierta edad, algunos consideren que tienen derecho a discurrir por la vida con algún grado de comodidad que, aunque pueda ser vista como superflua, resulta bastante y gratificante.

En Madrid optamos por el alquiler de un apartamento. Esta es una muy buena alternativa de alojamiento, más costosa que el hostal, pero con innegables ventajas. Se dispone allí de absoluta privacidad, una cocina y adecuada dotación completa. Las personas a cargo se mostraros siempre amable y colaboradoras y la presentación del lugar fue impecable.

En lo que respecta a la visita a las diversas ciudades, esto es algo que debe planearse muy bien. Si se tiene en cuenta que desde la más cosmopolita metrópoli hasta el más discreto pueblito, en todas partes hay múltiples cosas que hacer y gran variedad de lugares que ver, es evidente que uno o dos días de estadía resultan del todo insuficientes para el propósito. Ciudades como Londres, Madrid o París requieren de por lo menos un par de semanas, para que sea posible realizar un recorrido apropiado que incluya un número plural de lugares y actividades. La cultura, el entretenimiento, la efeméride histórica y, por supuesto, la gastronomía son aspectos que han de tenerse en cuenta al programar un paseo por cualquiera de ellas.

No menos importantes son las ciudades intermedias y los pueblos. En muchos casos, estos se hallan rodeados de hermosos paisajes campestres que son un deleite para el viajero. Idílicas villas como Marken o Volendam, en Holanda, sorprendentemente autosuficientes, en donde el turista recibe una actitud cordial y amable, vienen a convertirse en una delicia sin par.

No dejó de ser asombrosa para un neófito y, aún quizás para un experto, la visita que hicimos a una granja de quesos. Allí, rodeados de una campiña que parece no tener fin, pudimos escuchar a la anfitriona que, en un inglés muy aceptable nos describió el proceso de la fabricación de ese producto que ha significado gran renombre para el país a todo lo largo y ancho del mundo. Pero si la descripción teórica resulta curiosa, por decir lo menos, la etapa siguiente de la degustación, es realmente fascinante. Una incontable variedad de quesos está ahí dispuesta, todos ellos con diversos grados de maduración y para todos los gustos. Como una cortesía de la casa se brinda a los visitantes un vaso de vino y puede uno discurrir de un estante a otro probando clases y sabores, fuertes algunos y suaves otros, en un caleidoscopio de sensaciones gustativas que hacen de esta visita una experiencia inolvidable. Y si de comprar se trata, los dependientes nos manifestaros que su producto, en prácticamente todos los casos, ha sido tratado y empacado de tal modo que, conservado en su empaque original, sin abrir, puede muy bien aguantar hasta tres meses sin necesidad de refrigeración. Ahí es donde es necesario tener mucho cuidado, pues sin darse uno cuenta, puede terminar llevando una carga que inevitablemente afectará el peso del equipaje a la hora de emprender el viaje de regreso a casa; sin mencionar que el gasto probablemente podría llegar a desequilibrar los fondos necesarios para el resto del recorrido.

La visita a las grandes ciudades es igualmente enriquecedora. En todas ellas hay multitud de actividades que realizar y un sinnúmero de lugares a donde ir. Londres, París, Viena, Roma, Madrid, cargan con su cuota de historia y una incontable cantidad de atractivos para el viajero. Cada una de estas capitales conserva su muy particular personalidad y las incontables similitudes y diferencias en lo referente a diseño, organización, su gente, sus costumbres, su pulso de vida, envuelven al visitante. Resulta notable contrastar el orden, la regularidad y la templanza de una ciudad como Londres con la agitación un tanto caótica que se percibe en Roma. Pero sin lugar a dudas, en dondequiera que uno se encuentre, el impacto del entorno es poco menos que sobrecogedor. Un número plural de milenios, (¿dos, tres?) y un largo proceso de ninguna manera exento de su abundante cuota de sangre, sudor y lágrimas se requirieron para que la Vieja Europa haya llegado a ser lo que es hoy. Soporta sobre sus hombros cargas tan abrumadoras como las múltiples guerras, la agresión indiscriminada a otros pueblos del orbe para satisfacer su codicia y la infame y oprobiosa inquisición, como también el mérito indiscutible de ser la cuna de los Derechos del Hombre, el pensamiento libertario y la democracia, a pesar de mantener una poco comprensible tendencia hacia el espíritu monárquico, hoy caduco, en la persona de reyes, príncipes y princesas que perviven como símbolos anacrónicos de épocas pasadas, pero que se aferran parasitariamente a las nuevas estructuras de las naciones y ordeñan sus presupuestos sin realizar ninguna contribución o aporte, a pesar de lo cual, los pueblos se empeñan en conservarlos como vivientes artículos evadidos de un museo.

Dentro del cúmulo de lugares extraordinarios, resulta por demás necesario mencionar algunos que nos causaron una gran impresión. La catedral de Notre Dame es un monumento tan singular y asombroso, que resulta difícil hacer una referencia verbal adecuada. Las imágenes que adornan el exterior cautivan al observador, mientras que el diseño, la arquitectura y los ornamentos interiores sorprenden por su magnificencia. Así mismo, el palacio de Versalles es un lugar asombroso que da cuenta propia de la fastuosidad con la que vivían los reyes de Francia. Los jardines reciben un especial cuidado y el visitante disfruta enormemente de una vista plena de colorido y naturaleza y no puede dejar de imaginar el placer que debieron tener los miembros de la nobleza al pasear por estos lugares.

Nuestra visita a La Alhambra es también digna de mención. Para conseguir boletas para el ingreso fue necesario llegar antes de las 6:00 de la mañana, ya que un incontable número de personas acude a extasiarse con las maravillas que ofrece esta que otrora fuera una fortaleza militar. Pero lo más admirable se da al interior de los llamados Palacios Nazaríes. Eran estos una zona reservada a lo más selecto de la nobleza árabe y, por lo mismo, fueron adornados de manera exuberante en sus paredes, techos y jardines. Allí, la fuente del Patio de los Leones es el emblema culminante y símbolo de la riqueza decorativa de la que se rodearon el Sultán y las demás personas de su estrecho círculo. Al contemplar con admiración los prodigios incomparables de esta cultura, no puede uno dejar de preguntarse de qué manera un pueblo que realizó inmensos aportes a las artes la ciencia, las matemáticas y la medicina pudo permitir que su progreso se paralizara y, aún, retrocediera hasta casi llevar a sus integrantes de vuelta a la condición de pastores nómadas que tuvieran seis o siete siglos antes. Tal vez “demasiado cielo en sus mentes”, como afirmaran Andrew Lloyd Webber y Tim Rice. (*)

Referencia importante merecen el Park Güell y La Pedrera en Barcelona, donde se puede apreciar la magia de Antonio Gaudí. Su mente portentosa legó a la posteridad un estilo único, pletórico de detalles y circunvoluciones que complacen la mirada atónita del visitante. El recorrido por el parque fue extraordinariamente placentero, rodeados de vegetación y colorido y la visita a la casa de La Pedrera nos dio la oportunidad de entrar en contacto con lo más delicado de la creación imaginativa de este gran diseñador.

Sobrecogedora fue la visita a las ruinas de Pompeya. Para llegar allí tuvimos que viajar de Roma a Nápoles y luego, desde ahí, al parque arqueológico desarrollado alrededor de la antigua ciudad. Las calles empedradas, las casas que aún se sostienen en pie y todo el diseño que puede percibirse dan idea de la habilidad urbana del pueblo romano. Aún pueden distinguirse algunas pinturas en las paredes y, por las características de las construcciones puede uno darse cuenta de la forma en que vivían aquellas gentes hacia el 70 de nuestra era, antes de que la furia de la naturaleza se volviera contra ellas. No deja de ser turbadora la visión de las famosas momias. Seres humanos llenos de vida quedaron congelados en el tiempo bajo un mortal revestimiento de cal y ceniza. Significativos lugares que se destacan son el lupanar, donde todavía hoy puede percibirse la esencia del estilo de vida de este pueblo, sus costumbres y su manera de aproximarse y disfrutar del deleite de los sentidos, por una parte, y por la otra la plaza central de la ciudad, desde donde se vislumbra la imponente elevación del Vesubio, hoy silencioso, pero aun así, amenazador. Este recorrido tuvo la virtud de llevarnos atrás en el tiempo y alimentar nuestras mentes con imaginativas escenas de un pasado y una forma de vida que no podían palparse de otra manera que con nuestra presencia física allí, en el lugar de los hechos. Fue, sin duda, una visita inolvidable.

No alcanzarían las palabras ni las páginas para hacer una descripción pormenorizada de todas las maravillosas experiencias que este viaje nos proporcionó. Unas cuantas semanas en un recorrido vertiginoso y, aún, atropellado, resultan por demás insuficientes para otra cosa que no sea un vistazo “a vuelo de pájaro” al continente europeo. Pero esta mirada, así como de refilón, es necesariamente el abrebocas para un conocimiento más detenido y profundo que deberá tener lugar en una segunda visita, un tanto más reposada y elaborada sobre la base de ese conocimiento previo. Si ello puede llegar a darse, una mayor compenetración con los variados aspectos de la vida de esta región del planeta habrá de tener lugar. Será necesario extender el periplo y recorrer una mayor variedad de localidades que nos pongan en contacto con tantas otras culturas que nos proporcionen la oportunidad de apreciar hasta dónde es posible llegar, si los pueblos realmente se lo proponen y logran encontrar la manera de sobreponerse a los muchos escollos que salen al paso del proceso civilizador.

En resumen, la visita a Europa fue, sin lugar a dudas, enormemente valiosa. Para un habitante del Tercer Mundo, de esta América Hispana en donde el acontecer cotidiano se halla tan sobrecargado de sinsabores y contiendas estériles, la mirada a un mundo tan diferente, que, por contraste, pone en evidencia lo que somos y nos muestra lo que podríamos llegar a ser, resulta poco menos que abrumadora. Nos queda, sin lugar a dudas, la esperanza de que seamos capaces de superar el cúmulo de anomalías que hoy nos agobian, para que podamos discurrir hacia una forma de vida más amable y menos azarosa, en la que la paz y la concordia vengan a constituir el fundamento de nuestra existencia. Tenemos el modelo europeo y nos encontramos en la capacidad de conocer y evitar los errores por ellos cometidos. El camino no debería ser tan difícil de hallar. Ojalá sea posible, si no para nosotros, quizás para nuestros hijos o, en últimas, para las próximas generaciones.

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(*) Frase pronunciada por Judas en su famosa aria inicial de la obra musical: “Jesus Chirst Superstar”.

LOS PRÓFUGOS NUESTROS DE CADA DÍA

El sistema judicial de  nuestro país es frecuentemente objeto de numerosos y variados comentarios, resultantes de diversas opiniones y puntos de vista que se generan cada vez que los ciudadanos comunes y corrientes asistimos, con pasmo creciente, a los acontecimientos que se suceden de manera reiterativa a nuestro alrededor y en los que la Justicia no es ni ciega ni imparcial y solo se impone, (eso sí, por la fuerza), en virtud del favorecimiento de intereses particulares. De esa forma, los poderosos, la clase opulenta, quienes desde épocas inmemoriales detentan el poder social, político y económico manipulan sin pudor los entresijos del sistema con el único propósito de que sirva para su beneficio personal.

Desde hace mucho tiempo hemos podido apreciar que la aplicación de la Ley y la sanción para sus transgresores no se cumple de manera equitativa y no nos ha quedado otro remedio que acostumbrarnos a contemplar impotentes la injusticia, el abuso de autoridad y, las más de las veces, una impunidad rampante que deja sin castigo a quienes violan olímpicamente las normas. El resultado de semejante contrasentido ha sido la entronización, a casi todos los niveles, de eso que ya todos interpretamos y entendemos como la “cultura del atajo”, que ha venido a constituirse en característica fundamental de nuestra idiosincrasia y que ha derivado en el hecho escueto de que solo nos atenemos al cumplimiento de lo dispuesto cuando nos hallamos sometidos a supervisión o vigilancia, pero estamos atentos a la distracción del agente de policía, al resquicio interpretativo de las leyes o a nuestros contactos cercanos con quienes tienen la responsabilidad de aplicarlas, para eludir el deber de un cívico y civilizado comportamiento.

Por otra parte, en reiterativas ocasiones el individuo común y corriente se ve avasallado, por no decir atropellado, por un sistema inicuo que se aprovecha de su indefensión para abusar de él, siempre en beneficio de otros más poderosos, (entiéndase: más ricos y, por ende, con mejores conexiones). Y, a pesar de que tales vergonzosas situaciones son de público conocimiento, no pasa nada y no podemos menos que experimentar todos, un abrumador sentimiento de desprotección. Un ejemplo elocuente es el caso divulgado por el periodista Daniel Coronell en la revista Semana(*), referente un carpintero, cuya herramienta de trabajo fue “confiscada” por los escoltas de un señor magistrado quien, además, “dignificó” el procedimiento con su augusta presencia. (“confiscada” no es otra cosa que un  eufemismo que en realidad significa que el equipo fue abusiva y alevosamente sustraído de la posesión de su legítimo dueño mediante la intimidación, es decir, poca o ninguna diferencia con el atraco a mano armada, perpetrado por una pandilla de malvivientes en cualquier callejón oscuro). Nos abruma la estupefacción al saber que, luego de la denuncia instaurada por el afectado, este terminó condenado prisión, como resultado de los vericuetos leguleyos en los que el pro-hombre tuvo a bien envolverlo. Nunca antes, como en este dramático caso, había sido tan evidente la sentencia popular de que “la ley es para los de ruana”.

Por otra parte, una variada gama de responsables de diversos delitos, pero que son personajes de alguna manera conectados con las altas esferas del poder, o que disponen de abultadas cuentas bancarias que utilizan sin arredro para sobornar, manipular, embrollar expedientes y retrasar los procesos que cursan contra ellos, eluden la acción de la Justicia y se carcajean a mandíbula batiente de todos nosotros, mientras disfrutan una vida muelle en sus “mansiones por cárcel” o en naciones extranjeras a donde inexplicablemente han conseguido llegar.

Y es que la fuga del país de estos delincuentes no deja de constituir un motivo de asombro para todos. Incontestados interrogantes bullen en nuestras mentes sin que ninguna autoridad haga un mediano intento de proporcionar una respuesta o, por lo menos, alguna forma de explicación. ¿Cómo pudo ser posible que María del Pilar Hurtado saliera hacia Panamá sin que nuestras autoridades de migración se percataran? ¿Con qué haberes contó y qué tipo de actividad legítima alcanzó a desarrollar para proveer su manutención durante el tiempo que allí residió? ¿Le otorgaría alguna entidad pública o privada algún cargo que le diera la posibilidad de desempeñarse laboralmente? ¿Haciendo qué? ¿Sobre la base de qué criterio se le daría un contrato de trabajo a una persona evadida de un país amigo y cuya mayor habilidad fue la del espionaje ilegal? Hasta ahora es claro que el asilo concedido por el señor Martinelli, a la sazón presidente del vecino país, fue un despropósito legal que solo intentaba favorecer su amistad personal con el Ente Tutelar de esta señora, quien días antes le había aconsejado que huyera. Hoy, con una persona más honesta en la primera magistratura del Istmo, se ha revocado la figura, si bien se desconoce el paradero de la delincuente y resulta poco probable que las autoridades colombianas logren “echarle el guante”. De manera inconcebible, la Interpol se ha rehusado en dos oportunidades a imponer una condición de prófugo internacional a esta sindicada, aunque ha sido muy claro que los crímenes que se le imputan se encuentran en la condición de delitos comunes y que no existe ningún tipo de persecución política. En nuestra mente perpleja no cabe sino la suposición, absurda por demás, de que largos y muy activos son los tentáculos del Ente.

Este mismo poderoso señor exhortó la fuga de otro delincuente, Luis Carlos Restrepo, quien se fue a vivir muy campante a los Estados Unidos. Al parecer, durante algún tiempo, nadie tuvo noticia del paradero de este individuo, pero de manera reciente se ha divulgado que vive “en un pueblito gringo”. Su condición nos plantea los mismos interrogantes que el caso de la señora Hurtado y tampoco aquí conseguimos obtener una respuesta, ni tan siquiera una mera suposición medianamente satisfactoria. Por lo demás, no parece haber nada que las autoridades de nuestro país puedan hacer para obligarle a comparecer y responder por sus delitos.

Y ahora, Andrés Felipe Arias, sindicado de ser el artífice del famoso Agro Ingreso Seguro, ha logrado evadir a la Justicia al salir con su familia y todos sus “cachivaches” hacia la nación norteamericana. A pesar de su evidente y muy divulgada condición de sub judice, su nombre nunca llegó a figurar en ninguno de los sistemas de control migratorio, de manera que, al igual que cualquier ciudadano honesto, abordó un avión y se puso fuera del alcance de la Justicia colombiana. ¿Recibiría él también la muy conveniente y oportuna recomendación de fuga que se brindó a los dos delincuentes mencionados con anterioridad, ya que se hallaba, como ellos, bajo el ala protectora del Ente?

En resumen: delincuentes comunes pero de muy alta gama han huido hacia los Estados Unidos. No puede uno evitar preguntarse: ¿Y el Tratado de Extradición? Porque hemos podido apreciar que este compromiso binacional, suscrito con características supuestamente bilaterales, funciona de manera expedita, rauda y veloz, cuando se trata de trasladar sindicados hacia Norteamérica. Pero que se sepa, hasta la fecha no se ha dado el caso de que un ciudadano, ni estadounidense ni de ninguna otra nacionalidad haya sido entregado por esa nación a la Justicia colombiana. ¿Se habrán adoptado las disposiciones pertinentes para ello en el caso de Restrepo? Jamás se ha dicho nada al respecto. En el caso de Arias, dada la importancia mediática que han tenido su proceso y su evasión, tímidas y discretas porciones de información se han dado a conocer en el sentido de que “…se acudirá a vías diplomáticas…” para lograr que el evadido se presente a responder por los cargos que se le han imputado. ¿De verdad puede alguien llegar a creer que este individuo, voluntaria o forzosamente, abandonará su cómodo refugio (en California, según últimos datos),  para venir a cumplir con los 17 años de cárcel a los que fue sentenciado? No creo que pueda haber alguien tan ingenuo.

Así, de manera inclemente, asistimos al vergonzoso espectáculo de la impotencia de nuestro sistema judicial para castigar de manera ejemplar a quienes han defraudado la confianza que los ciudadanos les habían otorgado. Samuel e Iván Moreno se las han arreglado para interponer toda clase de recursos que han obstaculizado el rumbo regular de sus procesos. Enilce López, mejor conocida como La Gata, eludió la acción de la justicia con el pretexto de su condición de salud y hasta logró que se le permitiera regresar a la Costa, donde ha extendido su poder sin cortapisas. En una absurda determinación sin  precedentes se definió que el cohecho cometido cuando se aprobó la reelección presidencial fue delito por parte de quien percibió, pero no por parte de quien otorgó. De esa manera, Pretelt y Palacio no han recibido ningún tipo de sanción, mientras que sobre Medina se descargó todo el peso de la Ley.

Es, pues, apreciable, la paupérrima condición de nuestro esquema de aplicación de Justicia y la consecuente situación del ciudadano corriente. La delincuencia común campea a lo largo y ancho de nuestro territorio sin que las autoridades hallen los medios para protegernos y sin que siquiera se preocupen por buscarlos. La estructura jurídico-legal no constituye un sistema que garantice la igualdad ante el Estado ni la equidad del mismo, ya que individuos de los altos estratos tienen la firme convicción de estar muy por encima de la Ley (respecto a lo cual no parecen equivocarse, habida cuenta de lo que aquí se ha expuesto, entre otras cosas), razón por la cual cometen incontables trapisondas que se ven amparadas por un manto permanente de impunidad. Y, cuandoquiera que su truculento proceder no parece dar resultado, simple y llanamente abandonan el territorio nacional y marchan hacia otras latitudes a disfrutar de sus mal habidos beneficios. No les preocupa convertirse en prófugos de una Justicia en la que no creen, como no sea para que les sirva de instrumento en el logro de sus indecorosos objetivos. Ayer fue el tenebroso Plazas Acevedo, ex-comandante del infausto B-2, implicado en la muerte de Jaime Garzón; más luego fue un poderoso delincuente de cuello blanco, amigo personal del Ente de marras, quien de manera fraudulenta se apropió de un paquete accionario que no le correspondía, pero que hoy pontifica contra todo y contra todos con sus diatribas calenturientas; los flamantes responsables del caos de Interbolsa, para quienes no se avista a corto o mediano plazo una pronta acción de la Justicia; los más recientes evadidos, Restrepo, Hurtado y Arias….. y podríamos continuar la enumeración en forma poco menos que interminable. Son los prófugos nuestros de cada día que de manera constante nos están recordando las inmensas y catastróficas fisuras existentes en el seno de nuestra sociedad, mientras que los demás de nosotros, ordinarios hijos de vecino, nos debatimos en un cenagal de injusticia, desmadre moral, caos institucional y absoluta indefensión. Tan solo tenemos el paliativo de la inmensa gloria con que se han cubierto nuestros deportistas, cuyos merecidos triunfos nos sustraen breve y temporalmente de las enormes tribulaciones que nos aquejan. Es por eso que este marasmo ambivalente en el que escasas son las alegrías y múltiples las penurias, nos lleva a  exclamar, como lo hiciera Rafael Pombo en su “Hora de Tinieblas”:

                              “…en vano irónico cirio 

                             nos alumbra la razón,

                              entrevemos salvación,

                              de dicha y paz hay asomo,

                              mas ¡ah! los pies son de plomo

                              y es Tántalo el corazón.”

 

(*) “El Magistrado y el Carpintero”, por Daniel Coronell, Revista Semana, 30 de mayo de 2009.

LA ENCRUCIJADA DE LA EDUCACIÓN

Los problemas de la educación en nuestro país no son de factura reciente. Desde tiempos casi inmemoriales el acto que conlleva la formación intelectual, alfabetización y culturización de la gente se ha visto envuelto en un enmarañado proceso en el que se han conjugado intereses de diversa índole, tales como lo social, económico, político y, por qué no, también lo cultural. Desconociendo la importancia que tiene, para el desarrollo de la nación, educar debida y adecuadamente al pueblo, sucesivos gobiernos han mirado esta tarea con escaso interés y se han convertido en los principales responsables de la crisis actual. Ahora, frente a la incontrovertible realidad, los funcionarios se “rasgan las vestiduras” y se estremecen inquietos en sus cargos, pero tan solo porque les asusta llegar a perderlos, no porque en serio les preocupe una verdad de a puño que bien podía percibirse desde tiempo atrás, pero ante la cual todos hasta ahora, sin excepción, prefirieron desviar discretamente la mirada.

A partir de la entronización de la Ilustración, fue evidente para todas las comunidades, pueblos y naciones que era necesario instruir al individuo para que ello redundara en el progreso del conglomerado. Cabe entonces preguntarse cómo pudo llegar a ser posible que tan apremiante asunto se haya dejado de lado y haya sido arrojado al fondo de la tabla de prioridades. Era un hecho que había que educar al pueblo. Pero, si bien de manera más bien especulativa, podemos suponer que, poco a poco, en las mentes de líderes y dirigentes, seguramente fueron apareciendo oscuras inquietudes frente a las implicaciones de diverso orden que podían derivarse de la aplicación indiscriminada de tan loable principio.

La primera consideración era, por supuesto, el elevado costo y el ingente consumo de recursos que serían necesarios para poner en práctica un proyecto masivo de magnitud hasta entonces desconocida. ¿Quién querría disminuir sus beneficios económicos para favorecer a las masas?

Un segundo motivo de preocupación radicaba en lo social. Valga recordar que, durante toda la Edad Media y una buena parte de la Edad Moderna, el acceso a un proceso de formación intelectual y, por ende, al conocimiento, fue una exclusividad del clero y de una muy selecta minoría laica, quienes se beneficiaban enormemente del statu quo y, por lo consiguiente, apoyaban con su ideología y su manera de actuar las condiciones existentes, representadas en el saber de unos pocos y la ignorancia supina de muchos. Un ejemplo que nos ilustra el pensamiento extremo y recalcitrante a que se llegó, fue el nacimiento, en diversos momentos de la historia de la humanidad, de sociedades secretas a las cuales el ingreso estaba drásticamente restringido y cuyo único objetivo era alcanzar un conocimiento que tan solo se brindaba a los iniciados y que garantizaba el ejercicio de un poder casi omnímodo sobre sus semejantes. (Hemos de recordar, sin ir más lejos, que en el imaginario judeo-cristiano, la única prohibición impuesta en el Jardín del Edén era “comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal”; es decir, acercarse al conocimiento. Si nuestros Primeros Padres querían vivir eternamente felices, debían mantenerse voluntariamente en un dichoso estado de ignorancia. Tal es lo que, por años, se nos ha inculcado con las primeras letras.)

Un tercer ángulo de apreciación tiene que ver fundamentalmente con las relaciones de los medios de producción. Si se tiene en cuenta el hecho cierto de que la educación es un elemento altamente condicionante del comportamiento y de las expectativas, el que la masa iletrada que conformaba una fuerza de trabajo abundante, auto reproductiva y barata, buscara a través de la educación unas mejores condiciones de vida, era algo que no dejaba de quitarles el sueño a los integrantes de las clases más favorecidas. (Ya en pleno siglo XX, un destacado estadista e intelectual afirmó sin sonrojo que: “si educamos a los emboladores, ¿quién nos va a lustrar los zapatos en las esquinas?”).

Por último, una tercera causa de desasosiego para quienes detentaban el poder tenía que ver con lo político. Siempre era más fácil manipular a una masa de seres ignorantes, luego: ¿convenía sacarlos de su ignorancia?

De esa manera, calladamente, como quien no quiere la cosa, la educación se fue convirtiendo en un privilegio exclusivo de una minoría. Se diseñaron y pusieron en práctica, claro está, programas que se ofrecieron al pueblo con la intención de mostrar un principio de equidad, pero que de ninguna manera llegaron nunca a convertirse en una herramienta real y significativa que abriera el camino de la superación a las grandes multitudes. Esa no era la idea, por supuesto.

Hoy, ya entrados en un nuevo milenio, cuando la tecnología nos ha abierto tantos caminos y ha puesto a nuestro alcance recursos que hace un poco más de medio siglo habrían sido inimaginables, exhaustivos estudios acaban de “descubrir” que nuestro proceso educativo es vetusto, ineficaz y paquidérmico y que las nuevas generaciones, que deberían hacerse cargo de las banderas, imprimir un nuevo impulso a nuestro avance hacia la modernidad y sacarnos del marasmo en que sujetos torpes pero colmados de una impúdica rapacidad nos sumieron durante tantos lustros, no están a la altura de las circunstancias. Las reformas que varios dirigentes han intentado llevar a cabo no han hecho otra cosa que “maquillar” el desbarajuste y, en el mejor de los casos, dar palos de ciego en fútiles intentos por transformar un esquema cuyas inmensas falencias han desbordado siempre las más que tímidas modificaciones. A ello se añaden las fallidas importaciones de modelos educativos que, por haber resultado exitosos en otras latitudes, se considera que deberían surtir efecto entre nosotros, pero que no se adecúan sino que se trasplantan sin estudios ni análisis idiosincrásicos o culturales y que, por lo mismo, terminan siendo totalmente inocuos, cuando no un remedio más nocivo que la misma enfermedad.

Como puede apreciarse, la situación es de una gran complejidad, hasta tal punto que el Estado, directo responsable de garantizar que la educación esté al alcance de todos, como reza la Constitución, ha sido incapaz de cumplir con la tarea. Hoy por hoy es un hecho que los recursos del presupuesto nacional se destinan a otros muchos menesteres y que un adecuado desarrollo intelectual y cultural de la población no se encuentra precisamente entre las más urgentes prioridades. Los colegios oficiales adolecen de grandes deficiencias y carecen de muchos de los más elementales implementos para desarrollar su labor. Es angustioso el número de instituciones cuyas plantas físicas se hallan seriamente deterioradas o amenazan ruina, poniendo así en riesgo la integridad física de quienes allí se desempeñan como educadores o como educandos. Todo ello sin mencionar el abandono en que están tantas regiones de provincia, con falta casi absoluta de locales y personal que satisfagan la necesidad de cientos de compatriotas que no ven otra alternativa que dedicarse al trabajo desde la más tierna edad y sumergirse en la ignorancia, el hambre y, por ende, en la falta de oportunidades. ¿Y nos parece incomprensible que algunos de estos seres opten por la delincuencia o sucumban a la presión de ir a engrosar los grupos armados que tanta sangre y lágrimas han causado en nuestro suelo?

Y, en la forma de un lóbrego contraste, se presenta ante nosotros, como un aspecto que no puede sustraerse a nuestra apreciación, la disparidad manifiesta entre la educación privada y la pública. Como ya ha quedado planteado, la incompetencia del Estado ha dado lugar a una condición educativa seriamente comprometida en nuestro país, de lo cual son conscientes todos aquellos que han llegado a ocupar cargos directivos en el gobierno. Por otra parte, la educación privada es ya casi una tradición que viene desde los pretéritos tiempos coloniales y que se ha multiplicado, en virtud del negocio que representa. Primero fueron los clérigos, que de manera acuciosa aplicaron esfuerzos enormes al proceso formativo, circunscrito a un esquema de orientación específicamente religiosa. Con el pasar del tiempo, seglares diversos asumieron también la tarea. Ingentes recursos particulares se invirtieron en este propósito, pero la necesidad de recuperar la inversión, como también la de obtener un medio de subsistencia, por parte de aquellos que habían asumido esta tarea como su modus laborandi, (en resumidas cuentas era una actividad comercial y se esperaba que rindiera beneficios),fue encareciendo paulatinamente los costos de acceso hasta convertir la educación privada en un bien exclusivo para una selecta minoría.

Hoy por hoy, los colegios particulares imponen elevados rubros a quienes se acercan a sus aulas. En retribución, mantienen un relativamente constante proceso de investigación y mejoramiento. En un todavía más selecto nivel (si cabe), se contrata a profesores extranjeros los cuales, se espera, habrán de aportar criterios educativos ultramodernos y traspasar su mentalidad del Primer Mundo a sus tercermundistas educandos. Todo ello sin tener en cuenta el riesgo de incurrir en delicados efectos secundarios de carácter social y cultural que esta, hoy por hoy muy extendida práctica, conlleva en nuestro medio.

De esta manera, tal como se ha expuesto más arriba, el acceso al conocimiento sigue estando restringido y controlado por el poder adquisitivo de quien lo pretende. Así las cosas, la población se mantiene dividida en tres grupos que son más o menos fácilmente identificables: un exclusivo nivel altamente elitista, en el que unos pocos acceden a lo mejor que se ofrece en materia educativa (y que, a pesar de todo, en muchos casos no satisface las expectativas ni cubre todas las necesidades, como consecuencia, entre otras cosas, del espíritu de facilismo que ha ido imponiéndose en este estrato, a partir de la opulencia en que se vive y de la convicción de que el dinero es herramienta suficiente para facilitar el camino al éxito, sin que sea absolutamente necesario cultivar el intelecto.) Un nivel intermedio, dividido en varios sub-niveles, en el que el producto oscila entre lo mediocre y lo deficiente. Y un nivel bajo en el que una verdadera educación y una adecuada formación intelectual brillan por su ausencia.

¿Y los docentes? He aquí un apéndice adicional del enorme problema. La actividad del magisterio es mirada por nuestra sociedad con soterrado menosprecio. Considerada más un oficio que una profesión, por incontables lustros ha sido evidente que muchos la miran como algo para lo que no se necesita mayor preparación. (“Ayúdeme a que mi hijo termine el bachillerato para que aunque sea de profesor se meta”, le decía una madre a un maestro en un colegio privado de primera categoría).

Y bien mirado, cabe preguntarnos cuál es la esencia de la formación que se proporciona a quienes eligen la docencia como profesión. Los programas que se desarrollan en universidades públicas o privadas suelen hallarse saturados de una más o menos interesante variedad de contenidos académicos, más teóricos que prácticos, con los que se trata de adiestrar las mentes de futuros profesores en diversas áreas del conocimiento. Los procesos investigativos, cuando los hay, son más bien escasos en el pre-grado y, aunque se intenta que tengan lugar en cursos de post-grado, ello no siempre se da de la manera más adecuada.

Sin embargo, a pesar de las deficiencias de su formación profesional, quienes optan por la actividad educativa lo hacen con un gran espíritu de apostolado y asumen su papel con energía y vitalidad. Es por esta razón que un enorme sentimiento de desconsuelo nos abate cuando miramos las condiciones laborales de estos abnegados servidores. Durante mucho tiempo fue de público conocimiento que un docente empleado en el medio oficial tenía que trabajar mínimo dos, cuando no tres jornadas, para alcanzar un medio de subsistencia apenas medianamente digno. Con mucha frecuencia, el escalafón nacional, unidad de medida para estratificar a los profesores de acuerdo con su nivel de preparación y tiempo de experiencia, fue utilizado por las autoridades gubernamentales como un instrumento político, para tratar de “meter en cintura” a los díscolos integrantes de la comunidad del magisterio. Y cuando ello no era suficiente, determinaciones de reubicación, traslados y modificación de cargos fueron empleados para recordar a los maestros “cuál era su lugar”.

En el medio de la educación privada las cosas no son ni han sido mejores. Desde hace muchos años se tomó la decisión de ofrecer contratos a término fijo, por la duración del año académico. De esta manera, miles de docentes quedan prácticamente desempleados al final de cada año, sometidos a los variables avatares de procedimientos de evaluación no siempre equitativos, que con frecuencia, más que la idoneidad profesional miden la disposición de los maestros de someterse a los dictámenes de las directivas en materias disímiles que van desde arbitrarias extensiones de la jornada (sin ningún reconocimiento pecuniario, por supuesto), exigencias de dedicación exclusiva que limitan las posibilidades de mejorar el ingreso y atentan contra la libertad del individuo, hasta el desempeño de oficios varios, muchos de ellos ajenos al ejercicio docente como tal. Todo esto sin haber mencionado el leonino “contrato de diez meses”, que deja al profesor con dos meses al año sin devengar salario y lo obliga a recurrir a las prestaciones para poder subsistir, con el consiguiente detrimento de su patrimonio.

El panorama es altamente desolador. Nos encontramos ante una verdadera encrucijada, rodeados de sombras y sin que podamos siquiera llegar a suponer que pueda existir luz al final del túnel. Cada vez que surgen motivos de preocupación por la calidad educativa, como en la actualidad, mucho ruido se escucha en los diversos estamentos nacionales y se desencadenan acciones diversas que de manera convulsa y desordenada señalan responsables, buscan soluciones y nos muestran a los funcionarios corriendo alocadamente de un lugar a otro; reacciones estas que semejan la actividad de una bicicleta estática, que mucho es lo que se mueve pero que no va a ninguna parte.

Un verdadero plan que logre sacarnos del pantano en que nos hallamos tendría necesariamente que incluir, en primer lugar, una ingente revisión del presupuesto, con los incrementos que fueran necesarios para mejorar las condiciones en que se desarrolla la educación en todo el territorio nacional. Mejora de las plantas físicas, atractivos incrementos salariales para los maestros y programas de investigación que eleven la calidad formativa y el desempeño de los docentes. De igual manera, sería necesario que se diseñara un esquema de subsidios que ofreciera el acceso a la educación a las gentes de las clases menos favorecidas que tendrían, de esa manera, la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida en el competitivo mundo del nuevo milenio. Un detenido análisis de los programas académicos, para excluir de ellos todo lo que pueda haber de anecdótico y memorístico y reemplazarlo por un proceso en el que verdaderamente se busque desarrollar la capacidad analítica de los estudiantes, a quienes deberá vincularse como verdaderos entes activos de su propia formación, en lugar del papel pasivo que representan, aún en la actualidad, en la educación bancaria que todavía hoy tiene lugar en muchas instituciones. Tendría que haber planes de revisión y mejoramiento a corto y mediano plazo, con el propósito de buscar las fallas que pudieren presentarse y aplicar los correctivos necesarios, teniendo siempre en cuenta que la educación debe considerarse como una entidad viva y en permanente estado de evolución. Pero para que todo eso pudiera llegar a ser posible, lo más importante es la voluntad de la clase dirigente, que tendría que mostrarse dispuesta a proveer el esfuerzo y los recursos para lograr un cambio verdadero y significativo.

Así pues, no nos enfrentamos a una fácil tarea. Tenemos ante nosotros un inmenso desafío para el cual, la verdad sea dicha, no sé si estamos preparados. La recalcitrante miopía de ciertos exclusivos estamentos de la sociedad, que intentan conservar el actual estado de cosas, porque de él se han beneficiado por muchos lustros, es uno de los principales obstáculos para que el sueño de cambio pueda llegar a realizarse. Es esencial entender que la tan anhelada Paz solo se alcanzará mediante la aplicación de principios de equidad y de justicia, aún a expensas de la posición de privilegio de algunos, y que una adecuada educación puede finalmente brindar, acaso no a nosotros pero sí a nuestros descendientes, un país más amable y una sociedad más igualitaria, en la que la prosperidad sea un beneficio de todos y no una prerrogativa exclusiva de una minoría selecta. ¿Será posible? No soy muy optimista, pero la esperanza es lo último que se pierde.