“UN CORAZÓN TAN NEGRO”

Robert Galbraith

He terminado la lectura de esta extensa novela negra de J. K. Rawling quien, bajo seudónimo, ha publicado varias entregas de una saga que protagonizan Cormoran Strike y su socia Robin Ellacott, detectives privados con residencia en Londres.

Valga decir que la señora Rawling se ha distinguido a nivel mundial por su serie de fantasía dedicada a Harry Potter. No sobra añadir que su habilidad narrativa y su gran imaginación han conducido a los lectores a un universo fabuloso, muy hábilmente elaborado, que ha deleitado a muchos con su escueto enfrentamiento entre el bien y el mal.

No obstante, en este caso la temática abandona la mágica fantasía de Hogwarts y se orienta en el mundo real en el que, como todos sabemos habita toda suerte de individuos, seres comunes y corrientes con sus dichas, sus tristezas y sus diversos afanes de búsqueda que los llevan por sendas muchas veces oscuras y tortuosas.

Es en este contexto en el que se desenvuelve el quehacer de la agencia de detectives que se encarga de asistir a personas con necesidades varias y se esfuerza por arrojar un poco de claridad en sus vidas, frecuentemente aquejadas de sinsabores confusos que son causa de ingentes dificultades que vienen a perturbar su cotidiana existencia.

Si bien las investigaciones que lleva a cabo la pareja se centran en embrollos varios en los que los seres humanos nos vemos envueltos a menudo, en esta ocasión la autora ha considerado valioso el sumergirse en el efecto que las redes sociales han venido imponiendo en las vidas de los hombres y mujeres del siglo XXI.

A título de ser puntuales y rigurosos hemos de añadir que quienes ya cargamos cierta importante cantidad de primaveras a nuestras espaldas no hemos podido evitar el asombro que nos produce la forma en la que la tecnología se ha adueñado de nuestras vidas. La inmediatez de las comunicaciones, el raudo y expedito acceso a enormes cantidades de información, la posibilidad de expresarnos libre, directa y, sobre todo, si así lo deseamos, anónimamente a nuestros congéneres son concesiones que la realidad actual ha puesto a disposición de todos y que, en muchos casos pueden llegar a ser inquietantes.

Todo ello sin dejar de mencionar el hecho incontestable de que la primera gran víctima de esta nueva manera de comunicarnos ha sido la verdad. Realidades alternativas, ilusorias formas de vida, cuando no medias verdades, mitos y falacias de todo tenor, eso que la sabiduría popular ha dado en llamar posverdad,  pululan en ese universo cibernético, además de denuestos, injurias y ultrajes que siempre han sido parte de nuestra coexistencia, pero que ahora, como nunca antes, se lanzan a los cuatro vientos del ciberespacio, a la vista de todos, sin el menor reato de conciencia y aprovechando la sombra impenetrable que otorga el anonimato.

Otro ingrediente que subyace en el desarrollo de los acontecimientos de la novela es esa aparente urgencia de los jóvenes, no solo de distanciarse de los esquemas y valores sociales, (sin dejar de mencionar los ético-morales) de sus mayores, sino también de desconocerlos, ridiculizarlos y, aún, violentarlos con actitudes rebeldes, contestatarias y a veces extravagantes, que, al parecer, les proporcionan sentimientos de libertad, independencia y cierta forma, un tanto escabrosa, de realización personal. Como bien sabemos, esta tendencia tuvo sus inicios en la segunda mitad del siglo XX, caracterizada por la liberalidad sexual, el consumo de drogas y el desarrollo de maneras de vivir hasta entonces desconocidas, y ha ido escalando hasta alcanzar los ribetes inéditos de los que somos testigos hoy.

La autora se abstiene de emitir juicios de valor sobre los procesos de interacción de quienes se ven envueltos en el desarrollo de los acontecimientos de la novela. Se limita a exponer los sucesos de manera descarnada, concentrándose en el efecto y el alcance que, sobre cada uno de los personajes, sobre su estabilidad emocional y su equilibrio como miembros de la sociedad, puede llegar a tener el acceso ilimitado a las redes sociales y a la posibilidad de una libre y, hemos de decir, muchas veces impune y abusiva forma de expresarse, que las mismas otorgan a las gentes en la actualidad.

Por otro lado, cabe examinar otro fenómeno que ha venido a formar parte del comportamiento de las juventudes de hoy y que conforma el trasfondo contextual de la novela: una mordaz ridiculización de todo lo referente a ultratumba. La muerte inminente e inevitable a la que todos habremos de enfrentarnos en algún momento ha sido motivo de sentimientos de angustia, temor e incertidumbre entre los seres humanos a lo largo de los años. Sin embargo, una de las formas de rebelión que las nuevas generaciones han asumido como caballito de batalla es precisamente el coqueteo con la de la guadaña. Figuras de tumbas, cementerios, fantasmas, calaveras y otras formas icónicas de representar a la muerte se han convertido en objeto de un culto irreverente, descastado y casi que podríamos decir desafiante que, a nuestro real saber y entender, pareciera constituir un mecanismo de defensa con el que se intenta sobreponerse a ese soterrado terror que la idea del fin de la vida produce en todos nosotros.

Y es alrededor de ese sentimiento grandilocuente de retar a la muerte que se desarrolla la temática de la novela de Rawling. Un desenvolvimiento artístico fundamentado en seres del más allá, entre los cuales el corazón de un ser perverso que ha sobrevivido a la muerte de su portador y se ha tornado negro a causa de la maldad que abriga constituye la esencia de la historia, en la cual tienen lugar rencillas, desafectos y crimen, todo ello enmarcado en una constante de comunicación cibernética cuyos participantes se escudan en aliases y seudónimos para dar rienda suelta a sus emociones y desafueros.

Como puede suponerse, las cosas no se quedan en palabras sino que evolucionan a hechos diversos que afectan las vidas de quienes se hallan involucrados en la interacción. Y es aquí donde hemos de “leer entre líneas” y tratar de ir más allá de los simples eventos plasmados en la narración.

Desde nuestro punto de vista, uno de los propósitos de la temática planteada en la novela se relaciona con el efecto nocivo de un acceso descontrolado a todos esos elementos que ponen a nuestra disposición las redes sociales. La amenaza, la agresión y el matoneo que allí se dan tienen efectos destructivos en las vidas de los personajes, al igual que ocurre en las de los seres humanos de la vida real. La manifestación de conductas patológicas está a la orden del día y no falta quien dé rienda suelta a sus más oscuros sentimientos, en detrimento de otros, mucho de ello cobijado por el ambiguo manto del derecho a la libre expresión.

Por supuesto, no puede faltar la referencia a grupos de orientación fanática, que están a la orden del día en la actualidad. Abiertas manifestaciones de xenofobia y misoginia se entremezclan con diversas pasiones y sentimientos y la narración avanza por vericuetos de extremismo violento, que se pone de manifiesto principalmente a través de la red, mediante proclamas incendiarias o declaraciones puntuales tendientes a insultar, degradar o agredir. El lector se ve sumergido en una marea convulsa, aderezada por las transcripciones textuales de las comunicaciones que tienen lugar entre los diversos actores de la trama, cuyo crudo realismo viene a respaldar la que nos parece una evidente crítica a ese mundillo procaz que se ha instaurado en el contexto de nuestra realidad.

En medio de todo ello, la pareja de investigadores se mueve y corre riesgos absurdos que ponen en peligro su integridad y su vida, mientras intentan comprender y tratar de domeñar los sentimientos de atracción mutua que experimentan. Son, sin embargo, conscientes de que no pueden dar rienda suelta a los mismos porque ello induciría un cambio drástico en su relación, el cual podría afectar el balance que se han esforzado en mantener en la agencia. Y así, en medio de una emocionalidad a flor de piel, amén de los conflictos personales que los aquejan, transcurre la investigación que va sumergiendo a los lectores en un maremágnum de situaciones inesperadas y un cúmulo de personajes con características disímiles y vidas complicadas.

En resumen, la novela trae consigo diversos aspectos humanos y situacionales que se han planteado en títulos anteriores; nada demasiado distinto a lo que ocurre en otras sagas literarias o cinematográficas. Pero por primera vez se percibe una posición que podría asumirse como crítica, respecto de esa incontrovertible realidad del mundo de hoy, que son las redes sociales y el efecto que su uso indiscriminado está teniendo en la sociedad.

Es importante aclarar que no hay ningún indicio que sugiera la necesidad de ejercer algún tipo de control sobre este nuevo instrumento de comunicación que ha caído en nuestras manos. Es un hecho que coartar su uso constituiría una contradicción respecto a todos esos conceptos de libertad de expresión, libre desarrollo de la personalidad y demás. Rawling se limita a exponer de forma inclemente los sucesos, sus causas y sus consecuencias.

Algunas de estas últimas, según podemos percibirlo, están directamente relacionadas con una preocupación que surge de manera inevitable y casi espontánea: la de que tal vez ha llegado a nuestras manos una herramienta poderosa y multifuncional, para la cual no estábamos ni sicológica ni emocionalmente preparados. Así, hemos tenido que ir aprendiendo sobre la marcha respecto a su utilidad, su transformadora eficacia y también sus soterrados peligros. Tal como puede apreciarse en la novela, las redes sociales imponen una significativa modificación en las vidas de los personajes, varios de los cuales no logran salir incólumes de su poderosa influencia.

Por lo demás, el desenvolvimiento narrativo es ágil y variado, aunque el desarrollo de los acontecimientos transcurra de manera lenta. La caracterización de los detectives mantiene el esquema planteado en entregas anteriores y la descripción de los otros actores del drama suele darse a través de su comportamiento o de la mención que algunos hacen de los demás. No se nos oculta la crítica al extremismo ideológico, un matiz que parece adecuado al momento histórico que se vive en el mundo, con el resurgimiento de nacionalismos desmedidos que ya en el pasado fueron causa de tragedias sin cuento para cientos de seres humanos. Resulta por demás interesante la transición temática asumida por la señora Rawling, luego de su famosa saga de Harry Potter. Ignoramos si la nueva serie novelesca estará teniendo tanto éxito como aquella otra, pero ya hemos visto publicadas cinco entregas y correspondientes versiones cinematográficas con muy buena calidad actoral y una ambientación acorde con el contexto planteado en los textos. Cabe esperar que se mantenga la vena creativa y que podamos disfrutar de muchas otras situaciones intrigantes en las vidas de Strike y Ellacott, para deleite de los innumerables fans que, seguramente, han capturado alrededor del mundo.

¿Qué creyeron que iba a pasar?

Tal como era de suponerse, Nicolás Maduro tomó posesión como presidente reelecto de Venezuela. Ni la reacción internacional ni las protestas de los venezolanos ante el evidente fraude electoral tuvieron efecto alguno ante la decisión del dictador de mantenerse en el cargo. Por lo demás, este era el único resultado que cabía esperar, dadas las circunstancias sociales, políticas y económicas en las que se ha visto envuelto el país, desde la entronización del chavismo, pasando por el incuestionable declive de todos los aspectos de la vida ciudadana, la tragedia humanitaria derivada de ello y la sobrecogedora diáspora de venezolanos desharrapados y muertos de hambre que han huido a otros países en busca de mejores condiciones de vida, con el consiguiente efecto de desajuste y, aún, de crisis, de las naciones que los han acogido.

Es importante examinar los pormenores del proceso para entender claramente lo que sucedió y para evaluar el comportamiento de los diversos actores de una y otra facción que tuvieron que ver con los hechos, con lo que fue y con lo que no pudo ser.

De un lado tenemos al régimen. Integrado por un grupo de individuos de moral cuestionable (por decir lo menos), que se han recubierto con la égida de lo que ellos llaman el Socialismo Bolivariano, y que a partir de esa premisa han instaurado un gobierno opresivo, que no ha vacilado en hostigar a los contradictores y al que se le acusa de crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas, encarcelamiento de ciudadanos sin fórmula de juicio y persecución indiscriminada a la población que, valientemente ha salido a las calles a protestar y reclamar sus derechos. Muchos han perdido la vida en los enfrentamientos con las hordas chavistas y nada ni nadie ha podido detener los abusos o traer a los culpables ante la justicia. El típico contexto de los sistemas totalitarios que hoy vemos en diversos lugares del orbe.

En tales circunstancias, bien podía suponerse que Maduro y sus áulicos de la jerarquía de gobierno, de ninguna manera iban a estar dispuestos a abandonar su condición de privilegio “por las buenas”. Reclamados por la CPI y puesto precio a sus cabezas por parte de Estados Unidos, lo único que los blinda contra la posibilidad de rendir cuentas por los cargos que se les imputan es el mantenimiento del poder. Despojados del mismo, no tardarían en ser encauzados, llevados a juicio y, con toda seguridad, condenados. Desde este punto de vista, era obvio que la convocatoria a elecciones constituía únicamente un intento de revestirse de una legitimidad tiempo ha perdida, sobre todo para “lavarse la cara” frente a la comunidad internacional. Pero, sin lugar a dudas, bien pude suponerse que el fraude estuvo fraguado desde el principio, aunque torpemente orquestado, ya que la oposición se las arregló para acceder a un buen número de actas electorales que demostraron de qué manera se violentó la voluntad popular. Pero, por lo demás, hemos de insistir en que lo acontecido era perfectamente predecible.

De otro lado tenemos a la oposición. Impelidos por el deterioro de las condiciones de vida, la escasez de los productos más elementales, la pérdida de los derechos ciudadanos y el constante abuso del que son víctimas todos los venezolanos, un grupo de valientes ha tomado la determinación de lanzarse a la contienda para tratar de recuperar la dignidad del pueblo. María Corina Machado se ha convertido en el adalid de todos ellos y ha liderado la lucha opositora y los intentos de inducir un cambio en el país. Inhabilitada por el gobierno, que la ve como un peligroso enemigo, aunó fuerzas y marchó a la conquista del poder acompañada por Edmundo González quien, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, más parece un abuelo bonachón que un combativo caudillo.

Y es aquí donde cabe preguntarnos: ¿Qué creyó que iba a pasar? Hasta donde hemos podido percibir, a través de sus pronunciamientos, Machado es una mujer inteligente que entiende bien el contexto y las circunstancias por las que atraviesa el país. En esos términos, resulta inaudito suponer que ella y sus colaboradores pudieran ser tan ingenuos como para pensar que la vía electoral iba a ser suficiente para sacar a Maduro del poder. ¿Y entonces?

Ya hemos visto el periplo de González alrededor del mundo, luego del exabrupto del 28 de julio, buscando un respaldo que, recibido de muchos pueblos y naciones, no viene a ser otra cosa que un mero apoyo moral, carente de la fuerza necesaria para garantizarle una vía de acceso a la presidencia de su país. Todos lo reconocen como el presidente legítimo pero, ¿y qué con eso? Durante los meses anteriores les dijo a todos los que quisieran escucharle, que iría a tomar posesión del cargo el 10 de enero. A su alrededor se formó un pintoresco y hasta folklórico grupo de personajes, exmandatarios de otras naciones y demás, convocados al parecer por Andrés Pastrana, que aseguraron a los cuatro vientos que entrarían con Edmundo en Venezuela y lo acompañarían a la toma de posesión (?!). ¿Qué creyeron que iba a pasar? ¿Pudieran haber llegado a suponer que, amedrentados por la presión de la comunidad internacional y por la actitud frentera de la oposición, Maduro y su cohorte pondrían pies en polvorosa? No hay que ser un sesudo analista político para darse cuenta de que ello, si tal fue, no era más que una quimérica ilusión. Al final, González y su séquito no se atrevieron a dar el paso definitivo y permanecieron en la República Dominicana. Es obvio que, en el último instante, les acometió una racha de cordura.

Y es que, si tal comitiva hubiera emprendido el camino hacia Caracas, se nos plantean diversos escenarios, a cuál más escabroso. Diosdado Cabello, la Eminencia Gris del régimen, amenazó con derribar el avión en que viajaran tales personajes. Ignoramos si se hubiera atrevido a tanto; no podemos imaginar cuáles hubiesen sido las consecuencias de una acción de tal naturaleza. Pero la amenaza en sí ya conllevaba el desprecio que siente por quienes conformaban ese grupo de viajantes.

¿Y si llegaban a Maiquetía? No podemos imaginar de qué manera iban todos esos extranjeros a forzar su ingreso al país, cosa que los funcionarios de migración les habrían negado de plano. No habría sido extraño que les hubiesen montado un incidente y los hubieran arrestado con cargos reales o ficticios. Les habrían abierto una investigación y, un poco más tarde, (horas, días, semanas…), habrían sido deportados. Los reclamos de sus países de origen habrían sido desoídos y todo habría quedado cubierto por el manto de la seguridad nacional. ¿Y Edmundo? Habría sido puesto en manos de los esbirros del régimen y no habríamos vuelto a saber de él.

Acaso hubieran podido permitirles la entrada, mantenerlos bajo vigilancia e inducirlos a que cometieran algún error infantil, (Pastrana, que intenta asumir una figura de estadista que, por otra parte, no ha tenido nunca, en su caricaturesca torpeza habría caído en la trampa con mucha facilidad), para luego arrestarlos y formularles cargos con los cuales hubieran podido respaldar infundadas acusaciones para llevarlos a juicio y hacer de ellos un ejemplo de lo que puede enfrentar quien amenace la soberanía del país. ¿Y Edmundo? Igual, habría desaparecido sin dejar rastro.

De lo que aquí se ha expuesto pueden derivarse algunas conclusiones:

En primer lugar, ha quedado en evidencia que la democracia es indiferente para Maduro y para los otros individuos con los que maneja todas las ramas del poder público. Habida cuenta de lo ocurrido, cabe vaticinar que es muy improbable que se vuelvan a convocar elecciones libres en Venezuela. Nos es dado suponer que se ve venir una reforma de la constitución, para que el presidente no sea elegido por el voto popular sino por un comité del partido, tal como ocurre en Cuba y China.

En segundo término, es claro que Maduro planea perpetuarse en el poder y que procesos democráticos pacíficos y transicionales no lograrán sacarlo del cargo. Para eso ha sobornado a la cúpula militar, a Padrino y a sus cercanos y con frecuencia se llevan a cabo purgas internas en el ejército para desarticular cualquier disidencia. Además, se ha rodeado de un cuerpo élite de seguridad, compuesto al parecer por personal ruso y cubano, lo que le garantiza cierto grado de protección en caso de una revuelta militar.

Hay que mirar con lupa lo que fue el comportamiento de la oposición en todo este proceso. Lo primero que hay que decir es que, antes de emprender cualquier acción, se hace indispensable plantearse los objetivos a cumplir asegurándose de que sean viables, los medios que se van a implementar y los posibles resultados. Nunca debe iniciarse un conflicto de cualquier tipo, si no existe, al menos en teoría, la posibilidad de ganarlo. Nunca se sabe con precisión cómo van a terminar las cosas, siempre hay un cierto número de variables aleatorias que no se pueden controlar, y eso está bien, siempre y cuando exista la posibilidad de alcanzar el éxito. De otra manera, se corre el riesgo de exponer valiosos recursos, muchas veces irrecuperables, enfrentarnos a desafíos que nos superan y debilitar nuestra posición con un esfuerzo estéril

De sobra sabemos la urgencia que acuciaba a Machado y los demás miembros de la oposición por liberar a su país de lo que ven como las garras de la tiranía; también somos conocedores de la ilusión que se debió sembrar en todos ellos, de vencer al enemigo en su propio juego y con sus propias reglas. Pero creemos que esta emoción dio lugar a que perdieran de vista las características del adversario. Se equivocaron al suponer que la lid sería limpia y justa y que se enfrentaban a una fuerza decorosa y no a una maquinaria manipulada de manera habilidosa y sin cortapisas éticas.

Sin embargo, es claro para todos que había que dar la pelea. Quizás los líderes de la oposición percibieron anticipadamente el resultado pero consideraron que era primordial dejar expuesto al sátrapa tal cual es, sin su revestimiento de falsa legitimidad y sostenido únicamente por la vacuidad de su verborrea inconsistente sobre esa Revolución Bolivariana que destruyó a su país, condenó al pueblo a la inanición y convirtió a millones de venezolanos en refugiados y los arrastró al éxodo masivo y a la tragedia humanitaria de la que hoy somos todos testigos.

No sabemos cuál será el rumbo del vecino país, ahora que está plenamente demostrado que la vía democrática no es una opción para inducir un cambio. Es claro que lo que quiera que sea que pueda llegar a suceder, tendrá que nacer de los propios venezolanos. Cualquier tipo de interferencia desde el exterior, (tal como lo sugiere el insensato llamado de Uribe Vélez), causaría un enorme traumatismo y el pueblo sería el más afectado. Cabe recordar las invasiones de Irak y Afganistán y la injerencia en Libia, que tuvieron como consecuencia la desestabilización y la ruina de estos países, el surgimiento del Estado Islámico y el ingente sufrimiento de la población, que hasta el día de hoy padece inseguridad, grandes necesidades y la falta de un sistema de gobierno estable. Además, Maduro se defendería con uñas y dientes, habida cuenta del apoyo que le otorgan el ejército y los infames colectivos, fuertemente armados, que se encargarían, como de hecho ya lo hacen, de intimidar a la oposición. Sería, sin duda, un baño de sangre.

Pero, ¿se puede gestar un cambio en Venezuela? Por el momento, la respuesta a esta pregunta es más bien desalentadora. Si les creemos a las actas electorales que presentó la oposición, el 70% de la población votó por la salida de Maduro. Pero ello implica que la Revolución Bolivariana todavía tiene el apoyo de una gran cantidad de venezolanos, (el restante 30%), aparte del ejército que, hasta la fecha, parece constituir una sólida estructura de respaldo al régimen; además, claro, de aliados como Irán, Rusia y China, que ven a Venezuela como un enclave de influencia ahí no más, en el patio trasero de los Estados Unidos.

Citemos, a título de ejemplo, los casos anteriores de dictadura en Venezuela: Marcos Pérez Jiménez, gobernó luego de un golpe de estado en 1948 y fue depuesto en 1958 por el ejército. Fueron tan solo 10 años de gobierno de facto. Pero Juan Vicente Gómez asumió la presidencia con poderes dictatoriales luego de deponer a Cipriano Castro y gobernó al país desde 1908 hasta su muerte en 1935. Fueron 27 largos años. Según puede apreciarse, no se percibe nada que nos indique que puede haber una solución a corto plazo, como no sea la intervención de los militares que, por ahora, es muy poco probable.

¿Qué cabe esperar en este nuevo escenario? Las duras sanciones impuestas y las presiones internacionales no han podido con Cuba ni con Nicaragua. ¿Qué nos hace suponer que tendrán algún efecto sobre la camarilla corrupta que manda hoy en Venezuela? Si bien no podemos vaticinar la forma en que habrá de desenvolverse el futuro inmediato de la nación, surge ahora en el horizonte la figura ominosa e impredecible de Donald Trump. Su comportamiento errático, sus pueriles berrinches y su actitud de matón de barrio, ¿acaso podrían enfocarse sobre la cuna de Bolívar? Solo el tiempo lo dirá. Pero los colombianos, que vivimos al lado de semejante polvorín, tenemos sobradas razones para preocuparnos.

LA CRISIS DE LA EDUCACIÓN

Hace algunos días los medios de comunicación informaron que el colegio Sans Façon ha dispuesto cerrar sus puertas y suspender su labor educativa. Ello ha sido una muy triste e inesperada sorpresa, en un país tan necesitado de procesos de formación para las juventudes. Esta tradicional y muy respetable institución educativa pone punto final a más de un siglo de labor académica, ante la evidente inviabilidad de su economía.

Se alinea así con otras, al parecer más de 700 entidades escolares, como el muy respetado Colegio del Rosario, que también cancelara sus labores hace ya algunos años. A pesar de su larga trayectoria y no obstante hallarse arraigado en la historia nacional, al parecer se vio en la necesidad de dar por terminadas sus labores ante la imposibilidad económica a la que se enfrentaba. Como ha podido establecerse, hay otras instituciones educativas que atraviesan dificultades financieras y que, eventualmente, podrían seguir el camino de la desaparición. Pero ¿cuáles pueden ser las causas de tan deplorable situación? Podemos responder con casi absoluta certeza: la falta de estudiantes.

No cabe duda de que la estructura y las características de la población de hoy son abismalmente distintas de aquellas de hace apenas medio siglo. Circunstancias de orden social, político, económico y, aún cultural, han dado lugar a radicales transformaciones en el sentir de las gentes y a la forma en que los individuos de hoy conciben su futuro y su función en el mundo en que viven. Pero quizás no toca ir muy lejos para determinar que un importante ingrediente de esa nueva forma de pensar es un alto grado de desesperanza, de incertidumbre en el porvenir, habida cuenta, entre otras cosas, de la caótica situación de la realidad actual, lo cual puede haber impulsado al individuo de hoy a buscar la rápida satisfacción de sus necesidades y deseos y el goce a corto plazo. Cabe, pues, preguntarnos: ¿Qué está pasando?

Lo primero que se presenta a nuestros ojos es el desplome estrepitoso del sentimiento religioso. Las diversas confesiones místicas o espirituales que pulularon en el mundo durante un milenio han perdido su poder de influencia entre los hombres. La vacuidad de las banales promesas de clérigos, pastores, chamanes y gurús de todo tenor se puso cada vez más en evidencia frente a la creciente certeza de la total carencia de sentido de la existencia humana. El ofrecimiento de una eternidad bienaventurada ha ido perdiendo validez ante las múltiples miserias que nos aquejan aquí y ahora, y la figura de un Ser Superior con un Magno Plan se ha tornado insuficiente e ineficaz como paliativo para tanto sufrimiento.

Visto lo anterior, el sentir del hombre moderno y contemporáneo se ha circunscrito a conseguir el bienestar de la vida presente, sin que para su logro llegue a tener importancia el camino que sea necesario recorrer. Siempre en el pasado se nos inculcó la máxima de que el fin no justifica los medios. Bien sabemos que esta no tuvo ninguna significación para los poderosos de todas las épocas, pero en la actualidad somos conscientes de que el hombre moderno, independientemente de su condición, raza, origen o etnia, pone en práctica justamente la premisa opuesta. A partir de ello, el disfrute pleno de todo lo que la vida pueda ofrecer se ha convertido en el objetivo último de quienes deambulamos por este planeta. Y, como los recursos son escasos y la opulencia no alcanza para todos, cada uno de nosotros parece dispuesto a alcanzar este logro, a como dé lugar, no importa a quien se pisotee o sobre quién haya que pasar. Manolito, el célebre amigo de Mafalda, corto de entendederas pero con una perspectiva clara del mundo en que vivía, afirmaba sin ambages: “Nadie puede amasar una fortuna sin hacer harina a los demás”. Tal es, hoy por hoy, la manera en que el género humano combate su sentimiento de desamparo. ¿Y de qué manera todo lo anterior se relaciona con la crisis de la educación?

Quienes hayan hecho tránsito por los procesos educativos, tanto primarios como secundarios o universitarios estarán de acuerdo en que los mismos, en todas las épocas, han implicado un denodado esfuerzo, trabajo y dedicación de los educandos para llegar a los objetivos propuestos. A esta situación han de sumarse los largos años que ello conlleva y los costos que hay que asumir. Hasta más o menos la primera mitad del siglo XX, semejantes desvelos eran aderezados con conceptos de valía y superación personal, pero sobre todo con la idea de que era necesario forjarse un esquema intelectual y desarrollar unas destrezas que proporcionaran las herramientas para alcanzar una buena posición económica. “Estudie para que pueda defenderse en la vida”, nos decían nuestros padres.

Sin embargo, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y, más específicamente, al comienzo de los años 50s, la interpretación del hombre respecto a la realidad circundante comenzó una transformación irreversible e incontenible. Lo acaecido en los dos conflictos bélicos previos puso en evidencia la inestable fragilidad de todo lo que existe y mostró de manera inequívoca cómo, ello puede terminar en cualquier momento, de forma abrupta y violenta, sin que siglos de evolución civilizadora logren impedir la debacle. Supimos entonces que lo único cierto que poseemos es el aquí y el ahora y abrimos nuestros ojos a la urgente necesidad de aprovecharlo al máximo, mientras dure.

A partir de entonces, por lo menos en Occidente, se generó la búsqueda de nuevas y más intensas emociones y experiencias, lo cual condujo, entre otras cosas, a la aparición del movimiento hippie, con sus cada vez más atrevidas expresiones de rebeldía, amor libre y experimentación con las drogas. Así mismo, han venido haciendo carrera esos que han dado en llamarse “deportes extremos”, con su carga de adrenalina y el elevado riesgo en que se pone la vida de quienes los practican. De una manera paralela, las políticas económicas se concentraron todavía más en la adquisición de bienes materiales, los cuales vinieron a ser el epítome de progreso y bienestar. La sentencia de Jorge Villamil: Amigo, cuanto tienes, cuanto vales, se convirtió en la máxima fundamental del mundo moderno.

Por lo consiguiente, la búsqueda de ágiles y expeditos procesos de enriquecimiento a corto plazo fue creciendo imparable, junto con la tendencia de alcanzar el máximo aprovechamiento, mientras fuera posible. Antiguas cortapisas y barreras ético-morales de comportamiento, ya de por sí debilitadas, fueron cayendo una tras otra y la única premisa válida vino a ser obtener el máximo con el mínimo esfuerzo y en el menor tiempo posible.

Tal ha sido la carrera de los seres humanos desde entonces hasta el día de hoy. Y en este contexto, la educación, la formación intelectual, lenta, tortuosa y bajo la dirección impositiva de maestros exigentes y faltos de paciencia, simplemente dejó de ser importante para convertirse en un camino espinoso y poco prometedor y, en diversos ámbitos, en un fastidioso objeto de burla. El cine, la televisión y la música derivaron parte de su producción a la ridiculización de quienes persistían en dedicarse al estudio, los nerds, y al acoso vocinglero e irreverente hacia los maestros. (…hey, teacher!, leave us kids alone…, decía Pink Floyd).

Al desaparecer todas las barreras morales, surgieron muchas otras formas de alcanzar la riqueza a corto plazo. Los jóvenes, y también los más entrados en años, incrementaron su búsqueda de nuevas experiencias, lo cual los llevó a la adquisición y consumo habitual de diversas drogas, lo que generó en el mundo una cada vez mayor necesidad de tales sustancias. En consecuencia, la satisfacción de esta creciente demanda se convirtió en un gran negocio para vendedores con deseos de ganancia rápida y pocos escrúpulos. (Los ingleses ya habían dado los primeros pasos con su comercio del opio en China, lo cual los convirtió en los primeros narcotraficantes de la historia reciente). Cuando, por diversas razones, algunas humanitarias y otras no tanto, se desató la guerra contra las drogas, las ganancias aumentaron enormemente en virtud de la prohibición y aparecieron casi como de la nada, nuevos ricos que hacían impúdica ostentación de sus fortunas. El mensaje reforzó el sentimiento de muchos: Hacer dinero por cualquier medio, en forma rápida y abundante. Por supuesto, la educación y el trabajo arduo no tenían ninguna posibilidad de constituir una vía para alcanzar tal objetivo.

Tan solo a manera de ejemplo cabe citar, entre las varias recientes maneras de ganar dinero, un fenómeno sin precedentes que se ha desarrollado a partir de la cada vez más amplia utilización de las redes sociales. Me refiero a esos que se han dado en llamar influencers o, como se los conoce también, los creadores de contenido. Gentes de diversa condición, edad y variopinta formación intelectual realizan publicaciones y, dependiendo de lo mucho que logren agenciarse una audiencia de seguidores, consiguen avisos publicitarios que les proporcionan buenos réditos. Cada vez que uno de nosotros abre una página y ve el contenido hasta el final, el autor de la misma va facturando. Y ello se incrementa si nos suscribimos y “activamos la campanita”, porque a partir de entonces, cada nuevo video se nos ofrece automáticamente y su autor sigue acrecentando su cuenta bancaria. ¿Cuál de estos influencers dejaría esta actividad para matricularse en un colegio o en una universidad?

Y por supuesto, el otro ingrediente que contribuye a acrecentar el sentimiento de desesperanza que hoy aqueja a la humanidad es la misma realidad circundante, caracterizada, entre otras cosas, por  la explotación del hombre por el hombre, las guerras con sus miles de muertos y desplazados, la tozuda codicia de los dueños de los medios de producción, en virtud de la cual se niegan a inducir modificaciones que favorezcan la protección del Medio Ambiente y que simplemente no están dispuestos a la permitir que se reduzcan sus ganancias, la convicción cada vez más firme de que todo puede terminar súbita e inopinadamente. Esta dramática situación ha redundado en una drástica disminución de la tasa de natalidad. Los jóvenes no quieren tener hijos, no solamente por el fatigoso compromiso que ello conlleva sino porque no quieren que sus vástagos vengan a un mundo que se desmorona. Por lo consiguiente, tal como lo afirmara, un representante de las directivas del Sans Façon el número de infantes que ingresan al parvulario ya no compensa el de los estudiantes que culminan su bachillerato o que abandonan la escuela por diversos motivos. Y, mientras que el costo de los insumos no para de crecer, junto con la ineludible necesidad de mejorar los sueldos de los maestros año tras año, los ingresos van mermando de manera alarmante. No hay posibilidad de que las cuentas cuadren.

Dos reflexiones finales se nos ocurren, en la medida en que miramos la preocupante realidad del mundo actual. En primer lugar, no deja de ser estimulante el hecho de que todavía existe un importante número de jóvenes que no han caído en la deslumbrante atracción de la riqueza rápida y optan por la formación académica. Ellos vendrán a constituir el soporte científico y profesional que habrá de sostenernos en el corto y mediano plazo. Hemos de tener muy claro el hecho incontestable de que no fueron los buscadores del dinero fácil, hoy tan abundantes, quienes nos llevaron a la luna, nos aportaron las vacunas que nos defienden contra las infecciones o nos señalan los grandes misterios del cosmos.

En segundo lugar, será necesario que la sociedad haga un alto en esta enloquecida carrera por los bienes materiales e intente establecer una clara diferencia entre el lugar hacia donde vamos y aquel a donde queremos llegar, para poder establecer de qué manera es necesario corregir el rumbo, antes que sea demasiado tarde. Enormes retos se presentan a nuestros ojos como especie y nuestro futuro dependerá de la manera en que los asumamos. Solo así tendremos, como lo dijera García Márquez, “una segunda oportunidad sobre la tierra” y la posibilidad de que las próximas generaciones puedan acceder a una forma de vida digna y sosegada. Únicamente la ciencia y sus estudiosos tienen la capacidad de determinar de qué manera deberemos cambiar nuestro estilo de vida sin, necesariamente, volver a la Edad Media. El efecto invernadero, el deshielo de los polos y las alteraciones climáticas son amenazas reales que no podemos seguir ignorando. El tiempo se nos agota rápidamente y el declive de la educación es un ingrediente adicional de la tragedia humana que se está gestando ante nuestros ojos.

DOLOR DE PATRIA

A nadie se le ocultan los enormes problemas de inequidad, corrupción, explotación laboral, violencia y las consiguientes pobreza e indigencia y su innoble vástago, la inseguridad, que han asolado a la nación casi desde siempre. Las minorías opulentas que han detentado el dominio político y económico del país por dos siglos han adoptado diversos mecanismos para enmascarar esta situación a los nacionales y tratar de ocultarla a los ojos del mundo contemporáneo. Solo lo han logrado a medias. Colombia ocupa un deshonroso cuarto lugar en la lista del Banco Mundial de los países más desiguales del mundo, después de Suráfrica, Haití y Honduras, lo cual no parece importarles mucho a los miembros de la alta sociedad. Y, cuandoquiera que las clases populares han manifestado su inconformidad, la fuerza pública se ha encargado de reprimirlas sin reparo. Valga decir que esta dramática situación se ha visto replicada en otros tantos países de América Latina.

En ese contexto hemos podido ver frecuentes tentativas que movimientos populares han llevado a cabo para tratar de cambiar los términos de vida de la población. La que recordamos con mayor desazón es la de Salvador Allende, acallado de manera inmisericorde por una alianza entre la opulencia local y una potencia extranjera con enormes intereses en la región. O el más reciente y fracasado intento, un exabrupto de dimensiones colosales en Venezuela, que se llevó por delante los reclamos del pueblo al que decía representar y que ha provocado el éxodo masivo de sus nacionales y una tragedia humanitaria si parangón en nuestro hemisferio.

En Colombia las cosas no han ido mejor. Con tristeza recordamos los intentos de Pardo Leal, Jaramillo Ossa y Pizarro Leongómez de alcanzar la presidencia, que fueron sojuzgados por las balas asesinas de la ultraderecha extremista y criminal, que no vaciló tampoco en masacrar a todo un partido político para proteger sus intereses. El mismo Galán Sarmiento, nacido en el seno de la clase dirigente, pero cuyos bríos de juventud e independencia lo señalaron como una amenaza, fue pronta y eficientemente quitado del camino. Y llegamos a la actual circunstancia en la que se encuentra inmerso nuestro país, que nos genera grandes expectativas, pero también inmensas inquietudes.

Gustavo Petro alcanzó el solio presidencial como resultado de una serie de casualidades coyunturales que llevaron a más de 11 millones de colombianos a buscar en él la rectificación del rumbo que hasta entonces había sido señalado por el espíritu recalcitrante de la plutocracia. La gota que rebosó la copa fue el inconsecuente desgobierno que debió soportar el país en manos de Iván Duque. Semejante debacle volcó a los electores hacia el favorecimiento de ese que se presentó como el Gobierno del Cambio.

No nos cabe la menor duda de que el planteamiento gubernamental de Petro tiene como objetivos primordiales reestructurar el país, mejorar la vida de las clases menos favorecidas, acabar con el cáncer de la corrupción rampante que se ha instaurado en todas y cada una de las instancias sociales, políticas y económicas de la nación y, sobre todo, impedir que los de siempre continúen enriqueciéndose a costa del erario público, evitar que negocien con la miseria de sus compatriotas y forzarlos a que contribuyan a la causa común de hacer de este un mejor país, un país para todos. Tal es, en teoría, el perfil del Gobierno del Cambio.

En la práctica, sin embargo, las cosas no se ven tan diáfanas. En primer lugar, la reacción de la caverna no se ha hecho esperar. Las minorías opulentas, esas que Levy Rincón llama “la gente divinamente, caray”, han montado todo un tinglado en el que encontramos desde la ácida crítica, pasando por la ofensa y la agresión verbales, hasta las aseveraciones mendaces y aún calumniosas, con el propósito de desprestigiar al gobierno y, de esa manera, desvirtuar cualesquiera intentos de cambio que les arrebaten de las manos sus jugosos negociados. Gran parte del tiempo que lleva el Pacto Histórico en el gobierno se ha ido en un combate a brazo partido con quienes desean el mantenimiento del statu quo a toda costa.

Pero además, desde el presidente para abajo, se han cometido errores estrambóticos e inexplicables, enmarcados primordialmente por el comportamiento mesiánico del mandatario, su inveterada costumbre de oír sin escuchar, su impuntualidad supina e incomprensible, que nos lleva a poner en tela de juicio su seriedad como gobernante y que ha dado lugar a un cúmulo de especulaciones que él y sus cercanos colaboradores se esfuerzan en desvirtuar con argumentos que no acaban de convencer al colombiano de a pie. Además de ello, la ruta que sigue para lograr la aprobación de las reformas que se ha propuesto no ha sido la más adecuada. Parece haber perdido de vista que los métodos truculentos anquilosados en el quehacer político nacional no se pueden suprimir de la noche a la mañana. La concertación y la propuesta de acuerdos que vayan allanado el camino son a veces males necesarios para alcanzar un fin. Y sería muy importante que pudiera desembarazarse de esa tradicional arrogancia que le hace parecer convencido de ser el único en posesión de la verdad absoluta. Una recapitulación juiciosa de estos aspectos resultaría en extremo beneficiosa para el logro de los objetivos propuestos.

Pero además, hay un ingrediente adicional que viene a enrarecer todavía más el desenvolvimiento de la cosa política. Tal es el vaivén incomprensible e incongruente de los electores, un sinnúmero de los cuales es abiertamente proclive a dejarse corromper, muchas veces con la promesa de dádivas o prebendas, un tamal, un plato de lentejas o unos míseros pesos en efectivo. Cuando no, es el desconocimiento parcial o total de lo que está en juego al momento de votar, o quizás, el sentimiento trágico y descorazonador de que, de todas maneras, todo va a seguir igual.

No de otra manera puede explicarse que un clan como los Char-Gerlein mantenga su preponderancia en Barranquilla, por ejemplo, a pesar de los señalamientos en su contra y de las pruebas que parecen existir, que los muestran como una organización delincuencial. Tales argumentos también contribuirían a explicar la fuerza y el poder que El Matarife ostenta en los varios ámbitos nacionales y la rastrera pleitesía con que tanto la prensa hegemónica, como funcionarios de los más elevados niveles, Cabellos y Barbosas, fungen en sus oficios con el único objetivo de beneficiarlo.

Y claro, no podemos perder de vista el narcotráfico, padecimiento que nos ha estigmatizado como pueblo, que ha carcomido la vida en el campo y ha bañado en sangre inocente nuestro suelo, mientras aves rapaces locales y foráneas repletan sus bolsillos, a la sombra de esa “guerra contra las drogas”, cuyo único logro ha sido enriquecer a quienes, entre bambalinas, mueven los entresijos del comercio.

Por supuesto, en medio de semejante ciénaga social, política y económica, la violencia de todo tenor ha resurgido con fuerza implacable. Los líderes sociales caen como moscas en ese caótico maremágnum del reclamo de tierras y derechos. Los grupos armados al margen de la ley campean a sus anchas por todo el territorio nacional y los esfuerzos de ese proyecto de Paz Total se ven doblegados por la doble moral y la franca hipocresía de quienes se sientan a las mesas de negociación pero continúan con sus prácticas delictivas, que nos dan a entender que no tienen una real intención de acogerse a la oferta que les proponen la sociedad y el gobierno. Se necesitan dos para bailar el tango, dice un refrán popular y, tal como ha podido apreciarse hasta el momento, el Estado se encuentra bailando solo en este que, casi con toda seguridad, habrá de ser un nuevo intento fallido por alcanzar la paz y la concordia en Colombia.

Tal es el contexto en el que ha llegado al poder un candidato “de izquierda”. No resultaba complicado vaticinar el desenvolvimiento de los acontecimientos hasta hoy y, lastimosamente, el panorama de aquí para adelante se percibe oscuro y confuso, dado el cúmulo de escollos que pululan en la senda, algunos de ellos muy difíciles de sortear.

Con un colofón ominoso: El péndulo oscilará casi de manera inevitable hacia el otro extremo. La ultraderecha ya se ha ocupado de sentar las bases para recuperar lo que les fue momentáneamente arrebatado. Y la gente común y corriente, quienes depositaron todas sus esperanzas en este ensayo político, pero que ignoran lo tortuoso que puede llegar a ser un intento de cambio y que más bien esperaban magia, desbordarán su desencanto y su frustración en las urnas, como de hecho acaba de ocurrir, y se convertirán en artífices inocentes, en idiotas útiles que patrocinarán el retorno de aquellos que, una vez más, asumirán las riendas para velar única y exclusivamente por su propio beneficio.

¿Hay luz al final del túnel? Es una pregunta de difícil respuesta. Hay quienes pueden llegar a creer que, al tocar fondo, cualquier cambio debe darse para mejorar. ¿Ya hemos tocado fondo en Colombia? Resulta complejo determinar si tal ha ocurrido. Pero aún si ese es el caso, no debemos olvidar la Ley de Murphy que afirma sin ambages que cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar.

Es para sentir un verdadero dolor de patria.

“NO HAY CUÑA QUE MÁS APRIETE…”

Nadie dijo que el gobierno de Gustavo Petro iba a ser fácil. Como ha podido apreciarse, la caverna ultraderechista, recalcitrante y excluyente, ha recargado sus baterías y enfilado sus armas de descalificación, libelo y difamación para tratar de desestabilizar el desempeño de aquel a quien perciben no solamente como su enemigo sino como un advenedizo, “un igualado”, que se atrevió a disputarles lo que ellos consideran de su exclusivo derecho y propiedad: el usufructo del poder. Pero todo ello era lo que cabía esperar en uno de los países más desiguales del planeta, en el que las élites llevan dos siglos de hegemonía y explotación de los recursos para su propio beneficio, sin condolerse de la inmensa mayoría de la población.

Lo único que el Mandatario del Cambio no esperaba es que un enorme factor de perturbación se originara en su propio partido y en su propia familia. (Resulta tragicómico afirmarlo, pero sin darse cuenta, estaba casi que durmiendo con el enemigo: su propio hijo). Así, el escándalo de una actuación irresponsable e irreflexiva, si no franca y abiertamente punible dentro de lo penal, por parte de Nicolás Petro, amenaza hoy con constituirse en la piedra de toque del gobierno, que parece mostrar las falencias que ya desde la campaña, muchos se empeñaban en señalar.

Lamentablemente hemos de decir que esta es una historia que parece repetirse en nuestro país con características de deja-vu. Es decir, no es la primera vez que la indelicadeza de los vástagos causa efectos indeseables y, aún, funestos en el ejercicio de un presidente. Nos viene a la mente el incidente protagonizado por López Michelsen cuando su padre corría su segundo mandato. Al hacerse cargo de la representación de los accionistas de la holandesa Handel, se apoyó en el hecho de que su progenitor era el presidente de la república para obtener enormes ganancias. El escándalo fue mayúsculo y el pundonor de López Pumarejo lo llevó a renunciar, ante la magnitud del mismo. Y todas las progresistas reformas que había propuesto se vinieron abajo.

No podemos olvidar el caso de los hijos de Álvaro Uribe, quienes tomaron ventaja de información privilegiada, aprovechando que su padre era el presidente, y adquirieron terrenos que después se convirtieron en zona franca y les reportaron pingües beneficios que ellos describen como totalmente legales, pero que se hallan por fuera de los más elementales linderos de la ética. Claro que, en este caso, pudimos apreciar que ese decoro que llevó a la renuncia de López Pumarejo le es más bien ajeno al siniestro Presidente Eterno.

Los anteriores son apenas dos ejemplos de un comportamiento indecoroso por parte de las gentes cercanas a los altos funcionarios. La esposa de Duque viajó de Cartagena a Bogotá en el avión presidencial para recoger un traje de su guardarropa y regresar a la Heroica para asistir a un evento y el fiscal Barbosa llevó a miembros de su familia a San Andrés, con cargo al erario público con el pretexto de una investigación judicial. Como puede verse, este cáncer no es reciente; nos carcome desde las entrañas y desde hace mucho tiempo.

Al momento de escribir esta nota no se ha establecido judicialmente la culpabilidad de Nicolás Petro. Pero es que ese no es el problema. Un antiguo aforismo reza que la mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo. Y, dadas las circunstancias en las que se ha venido desenvolviendo este asunto, por mucha honradez que predique, en este caso la mujer del César parece una meretriz.

Infortunadamente no podemos menos que verificar y reconocer los vericuetos tortuosos por los que se desenvuelve nuestro quehacer político, como resultado de esa naturaleza venal y deshonesta que llevamos a cuestas como un karma. En un nuevo episodio de este calvario interminable, el hijo del presidente se involucró con dineros mal habidos que, al parecer, ingresaron a la campaña de su padre. ¿Tenía él conocimiento de tal circunstancia? Con la actitud que ha asumido frente a los hechos, parecería que no. Sin embargo, no está por demás recordar la respuesta de Ernesto Samper durante el proceso 8000: “se hizo a mis espaldas”. O la de Juan Manuel Santos, a propósito de su vinculación con los dineros de Odebrecht: “me acabo de enterar”. ¿Cuál irá a ser la frase-respuesta de Petro que se haga famosa? ¿Es que podemos, los colombianos, dar crédito a nuestra clase política cada vez que se descubren sus trapisondas y su carencia absoluta de escrúpulos?

Los hechos que han pasado a ser del dominio público nos dejan más preguntas que respuestas y han motivado que los acérrimos enemigos del gobierno hayan indagado en la vida personal de Nicolás Petro. Aparte de las razones que puedan haber llevado a su despechada pareja a elevar su denuncia ante un medio tan fanático y parcializado como la revista Semana, otros aspectos de su vida personal han salido a la luz, tales como el valor de su apartamento, sus movimientos bancarios y su estilo de vida, poco acorde con los ingresos de un diputado de una asamblea departamental. Por supuesto que, con seguridad, él no es la única persona en el país que vive por encima de sus posibilidades. Los dineros oscuros llevan décadas permeando a nuestra sociedad y, si las autoridades alguna vez tuvieran la entereza de realizar una investigación seria, muchos se verían en graves dificultades a la hora de salir a explicar el origen de sus fortunas. Pero estamos hablando del hijo del presidente. Y no un presidente cualquiera, sino un mandatario que se halla directa o tangencialmente enfrentado con gentes que desde la misma fundación de la república se han arrogado el derecho de dirigir los destinos de la misma y encauzarla por senderos que beneficien sus intereses personales, para lograr lo cual no han vacilado en verter la sangre de otros colombianos, a quienes solo han mirado como los idiotas útiles que sirven a sus propósitos.

Así las cosas, el Gobierno del Cambio se encuentra en una encrucijada y no podemos vaticinar ni cómo ni en qué condición habrá de salir de ella. El presidente ha salido a dar la cara y ha respondido los cuestionamientos que le han hecho los medios de comunicación. La investigación apenas comienza y, aunque esta fue solicitada por el mismo Petro, perendengues adicionales han ido apareciendo, que señalan a su esposa y a su hermano y los sindican de actuaciones cuestionables y, aún, ilegales.

Desde el punto de vista de este colombiano de a pie, los hechos que se han ventilado hasta el momento son indicio de un comportamiento por lo menos sospechoso. Se ha establecido que Nicolás miente al negar que conocía a Santander Lopesierra, el hombre Marlboro, y está por determinarse si realmente recibió los dineros que, según se dice, debían ser para la campaña, pero que, según su ex, Day Vásquez, jamás fueron entregados. (Curiosamente, algo similar se afirma de los aportes a la campaña de Samper, los cuales se habrían quedado “enredados” en las manos de Fernando Botero). Será la fiscalía la que decida si hay delito que perseguir, pero aún en el caso en que, dentro de un tiempo, (¿un año?, ¿tres?, ¿cinco?, ¿más?), se llegue a la conclusión de que no hubo actuación ilegal, esa imagen impoluta de quien se vendió a sí mismo como el adalid del cambio, el luchador contra la corrupción, el político diferente, ha quedado seria e irremediablemente comprometida. Sus enemigos no dejarán de enrostrarle sus errores en la alcaldía de Bogotá, su pasado como guerrillero y esa actitud arrogante que se hace tan evidente, en virtud de la cual parece que no escucha a nadie, que no acepta contradictores y que está dispuesto a desandar el camino recorrido si no se hacen las cosas de acuerdo con su criterio. Su posición frente al debate por la reforma a la salud es un buen ejemplo de ello.

El capítulo final de esta truculenta historia todavía está por escribirse. Ignoramos cómo se desempeñarán las instancias investigativas y judiciales en este caso. Si bien el proceso contra Santiago Uribe Vélez, que lleva dos años sin definirse, a pesar de la evidencia abrumadora, y el que se le sigue a su hermano, el Presidente Eterno, que pareciera dilatarse eternamente en el tiempo, pudieran dar un indicio del andar paquidérmico de nuestra justicia, será interesante ver cuánto se demora la fiscalía en imputar cargos y llamar a juicio, tratándose del hijo del presidente más aborrecido por las clases dirigentes. Pero lo que no se nos oculta a los colombianos comunes y corrientes es el hecho incontrovertible de que nuestra clase política, independientemente del terreno ideológico al que se circunscriba, no puede sustraerse a la atracción magnética de la corrupción que bulle en las esferas del poder. La existencia de esta sufrida nación pareciera estar destinada a sucumbir a la deshonestidad de sus dirigentes y a las luchas intestinas de los diversos partidos que pretenden enmarcarse en esquinas opuestas y ofrecer diferencias y oportunidades, pero que no hacen otra cosa que confirmar la aseveración de José María Vergara: “Olivos y aceitunos, todos son uno”.

VIENTOS DE CAMBIO… (¿Será posible?)

Luego de una extensa y agotadora campaña política, en la que los pormenores, recursos y tejemanejes no hubieran podido ser más rastreros ni mezquinos de lo que fueron, finalmente Gustavo Petro alcanzó la necesaria mayoría de votos para convertirse en el Presidente Electo de los colombianos.

El proceso no fue precisamente fácil y, como pudo verse, las diversas facciones acudieron a una gran diversidad de trucos, tretas, medias verdades y noticias falsas, con afirmaciones temerarias y señalamientos atrevidos, rayanos en la calumnia. El Establecimiento, liderado entre bambalinas por los poderosos grupos económicos, y en la escena por sus cabezas visibles, (entre ellas Iván Duque, el presidente-títere), como también algunas otras marionetas de ventrílocuo que se destacan en la vida política, se fue lanza en ristre contra la aspiración presidencial del autodenominado Pacto Histórico. Se propagó todo tipo de infundios y se le dio rienda suelta a la tarea de sembrar el miedo entre los votantes, con el propósito de obstaculizar hasta donde fuera posible el camino de la izquierda hacia la presidencia.

En su fuero interno, los miembros de la opulenta clase dirigente siempre han sabido que el riesgo de la venezolanización de Colombia no es otra cosa que una falacia; lo que les genera un alto grado de repudio ante la idea del ascenso al poder de uno que no sea de su camada, es simplemente la arrogancia que les ha caracterizado por lustros, la soberbia maniquea de perder el control de las instituciones y, con ello, el acceso a los pingües beneficios que semejante hegemonía les ha otorgado a través de enmarañadas argucias de  corrupción o del simple y desvergonzado latrocinio. Por todo ello, acudieron a truculentos mecanismos electoreros en los que se destacó el intento de vender a la gente unas torpes e inconsecuentes figuras candidatizadas a las volandas, como Federico Gutiérrez y Rodolfo Hernández, mientras que se fraguaba toda suerte de soterradas bajezas, tendientes a frenar la voluntad del pueblo.

Como lo dijera Álvaro Salom Becerra en una de sus novelas, hace ya bastantes años, “Al pueblo nunca le toca”, sentencia que quedó patente en el bárbaro sacrificio de todos aquellos que intentaron promover un cambio en favor de los menos favorecidos. Fueron seres que, como Jorge Eliécer Gaitán, se atrevieron en el pasado a desafiar la preeminencia de esas élites que han manejado los destinos del país a su acomodo y para su beneficio desde hace tanto tiempo, y que jamás han vacilado en acudir al crimen para soslayar lo que consideran una amenaza a sus oscuros intereses.

Mas he aquí que hoy, luego de un tortuoso recorrido, podemos ser privilegiados testigos de la forma en que las maquinarias corruptas fallaron en su propósito de pervertir la democracia. Contra todo pronóstico, el candidato de la izquierda superó, bajo el pulso de su propia propuesta, las alianzas que el tibio centro-derecha, la derecha y la ultraderecha constituyeron para impedir que ocurriera eso que ellos mismos propiciaron cuando, hace cuatro años, optaron por burlarse de los colombianos al poner en el poder a un bufón como Duque. Las incontestables realidades del cuatrienio que termina se encargaron de demostrar que este era un individuo carente de las más elementales cualidades para hacerse cargo de la presidencia y su paso por el poder no deja otra cosa que caos, desbarajuste, una corrupción galopante y una descomunal tragedia en lo social. Aunque quizá nunca lleguen a reconocerlo públicamente, quienes fraguaron semejante sainete gubernamental saben con certeza que el mayor impulso que catapultó a Petro a la primera magistratura fue la supina incompetencia y la perturbación social, política y económica causadas por los enormes desaciertos de Iván Duque, en un cargo que nunca debió ser suyo y que siempre le quedó grande.

Hoy por hoy, las expectativas planteadas en torno a lo que será la presidencia de Gustavo Petro desbordan y se sobreponen a cualquier otro aspecto de la vida nacional. La derecha extremista y recalcitrante no ha menguado sus cáusticos ataques en los que destila veneno y lanza ominosos vaticinios tendientes, según su más puro estilo, a sembrar miedo y provocar incertidumbre, ya que solo en este contexto se siente a gusto y percibe que puede mantener el control.

Por su parte, militares en retiro han entablado unas curiosas conversaciones con militares activos; el objetivo de tales reuniones no ha sido establecido con claridad y ha dado lugar a toda suerte de suposiciones y comentarios, alimentados por el público conocimiento de los sentimientos que genera entre las Fuerzas Armadas el tener que someterse a que su comandante en jefe sea un exguerrillero. Adicionalmente, al interior de la soldadesca se ha desatado una abierta persecución en contra de cualesquiera miembros de la tropa o de la oficialidad que manifiesten o hayan expresado algún sentimiento de apoyo al Presidente Electo. Todo lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿Se le permitirá a Petro asumir el cargo que una mayoría democrática le otorgó, de acuerdo con las reglas de juego y los principios consagrados en la Constitución? O, por el contrario, ¿estaremos ad portas de una insurrección orquestada por una élite minoritaria pero todopoderosa, la cual apoyándose en su capacidad económica instigaría al ejército a desconocer la voluntad del pueblo y apropiarse por la fuerza de lo que no pudieron conseguir en las urnas?

No se nos oculta que nos encontramos ante un momento político-social del todo inédito en la historia del país. Aquella otra vez, cuando Gustavo Rojas Pinilla depuso a Roberto Urdaneta, quien fungía como presidente en ausencia del titular, que no era otro que Laureano Gómez, principal adalid de todas las atrocidades que entonces se cometieron, la crisis de violencia institucional por parte del Estado había adquirido ribetes dramáticos y era evidente que el mandatario había perdido el control de la situación. El candidato del pueblo había sido ultimado a balazos, las gentes sencillas y los campesinos que tenían una ideología política diferente o que reclamaban ciertas libertades habían sido víctimas del plomo y  el machete, con los extremos de barbarie que alcanzó la actuación de los chulavitas, de los cuales León María Lozano, el tristemente célebre Cóndor es tan solo un pavoroso ejemplo. De esta manera, la ultraderecha se aferraba al poder.

La aparición de los militares para hacerse cargo del manejo de la nación tenía como objetivo el desescalamiento del conflicto para traer un poco de paz y tranquilidad al pueblo. Todos conocemos cómo evolucionó este experimento, que culminó cuando un país desencantado y agobiado por la tiranía se paralizó del todo, después de torpes maniobras del dictador, que vinieron a exacerbar la trágica miseria que, supuestamente, debía contener.

Bien mirada, la desaforada situación que hoy vivimos se asemeja mucho a la de aquel entonces. Las víctimas se cuentan por cientos, la violencia institucional, representada en la represión criminal de la protesta, en los falsos positivos y en el ininterrumpido exterminio de los líderes sociales, no nos da tregua, con la diferencia de que, en este caso, no es que el primer mandatario haya perdido el control, sino que nunca lo tuvo, puesto que su papel en esta tramoya de gobierno no fue otro que el de ser un desvergonzado títere de esta nueva ultraderecha.

No obstante, a diferencia de aquel entonces, el candidato popular resultó elegido y se dispone a asumir el cargo otorgado por los sufragios. He de decir que muchas veces nos asalta cierto recóndito temor y no podemos dejar de preguntarnos si, en esos oscuros y elevados círculos de poder, llegó eventualmente a plantearse, como en 1948, la opción de aplicar de nuevo una solución final al problemático candidato; aunque, como es obvio, la calamidad de lo que fue el Bogotazo debió constituir un factor suficientemente disuasorio, ante la perspectiva de que pudiera repetirse. Si bien nunca lo sabremos, la conjetura es aterradoramente válida, habida cuenta de la saña vesánica con que los asesinos aniquilaron a la Unión Patriótica y dieron cuenta de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez, inmolados de manera infame y cobarde, cuyo único crimen fue desear y buscar unas condiciones sociales más justas para Colombia.

Ahora, lo único que nos queda es un renacido sentimiento de esperanza, por que el cambio y la transformación sean efectivamente posibles. Que el nuevo mandatario logre morigerar sus impulsos y su arrogancia y que, con mano firme en el timón, consiga sacarnos del despeñadero por el que vamos, casi en caída libre, y reencauzar el rumbo de la nación para minimizar los enormes sinsabores que hoy nos aquejan.

Pero no la tiene fácil, el señor Petro. Las expectativas generadas por su elección son tan enormes que es casi inevitable que termine decepcionando a muchos. La derecha recalcitrante está y estará permanentemente al acecho, con la intención de desestabilizar su gestión y frenar cualquier intento de cambio que afecte su posición privilegiada y, primordialmente, sus bolsillos. A estas gentes no les importa el país. Están firmemente convencidos de que a Colombia solo le puede ir bien si les va bien a ellos, independientemente de que tal signifique el hambre, la desgracia y la desolación para un sinnúmero de connacionales.

Así, pues, solo nos queda la esperanza. Asistiremos a los postreros pataleos de esta pandilla corrupta que pretendió gobernarnos y que nos deja calamidades sin cuento, y que, en un patético estertor final, intenta componendas y maniobras de todo tenor, con el único propósito de obstaculizar la gestión entrante y generar una desestabilización ya desde el comienzo, para mostrarle a la gente que solo ellos pueden hacerse cargo de los destinos de la nación. Cabe suponer que ya están armando el tinglado para retomar el poder dentro de cuatro años. ¡No pierden el tiempo!

Por lo tanto será deber inexcusable de todos los colombianos apoyar al nuevo gobierno. Con todos sus defectos y con la incertidumbre que genera la forma en que vaya a asumir los inmensos retos que se le presentan, Gustavo Petro es, por primera vez en la historia del país, una verdadera opción de cambio. Si logra desenvolverse en medio de ese nido de víboras que tendrá a su alrededor, quizá consiga llevar a cabo algunas de las transformaciones que se ha propuesto. Hemos de entender que no es un taumaturgo ni tampoco el mesías prometido. Es tan solo un individuo que tiene el firme propósito y las mejores intenciones de iniciar una nueva era en este suelo. Para bien de todos, esperemos que lo consiga.

¿DE LA SARTÉN A LAS BRASAS?

Ahora, cuando el “mandato” de Iván Duque está a punto de terminar, cualquier colombiano medianamente sensato seguramente puede apreciar las desoladoras consecuencias que estos años de desgobierno le han significado al país. Acaso los aspectos que más habrán de resaltar en el cuatrienio que finaliza serán sin duda, en primer lugar, el intento a través de su ministro Carrasquilla, de modificar la ley impositiva para otorgar todavía mayores beneficios a los poderosos, mientras que soterradamente se fraguaba que los inevitables faltantes se obtendrían a partir del despojo a las clases menos favorecidas mediante onerosos gravámenes; y en segundo término la criminal represión digna de brutales regímenes totalitarios como el de Pinochet, Videla o Maduro, que debió sufrir la población cuando miles de manifestantes se lanzaron a las calles a protestar por el exabrupto propuesto por el gobierno. No es difícil de comprender que inmensas mayorías hayan manifestado su complacencia por el final del período de ese que muchos llaman “subpresidente”, cuya por demás discreta gestión ha dejado grandes vacíos en lo social, político y económico, mientras el país naufraga en un caótico marasmo de inseguridad, violencia y corrupción.

En medio de este oscuro panorama llegamos al momento en que es necesario que nos expresemos en las urnas para elegir a quien deberá recoger la vapuleada bandera y asumir las riendas de la nación. Y, como queda claro a partir de lo que hemos podido ver en las campañas, no se apercibe en el horizonte esa figura egregia que ostente las condiciones necesarias para sacarnos del pantano en que nos hallamos inmersos. En otras palabras, como decían las abuelas, “con todos los candidatos no se hace un caldo.

Al mirar las opciones que los diversos grupos políticos les han ofrecido a los votantes, no resulta muy difícil determinar una estratificación de corrientes que podrían parecer ideológicas pero que no son otra cosa que movimientos oportunistas y utilitarios que poco o nada pueden proponer a un pueblo hastiado de caciques y gamonales, de parlamentarios corruptos e incapaces y de un sistema político-administrativo paquidérmico e ineficiente, que llena los bolsillos de los avivatos, pero que es indolente ante el hambre, la desprotección y la miseria que se ensañan contra una inmensa parte de la población.

Por supuesto, encontramos al candidato del continuismo. Las opulentas clases dirigentes pretenden mantener su condición de privilegio para continuar disfrutando de los réditos que les otorga un sistema político que los favorece y protege. Esta “extrema derecha” se halla representada en Federico Gutiérrez, el nuevo ungido del tenebroso matarife, quien no ha vacilado en revestirse con un manto de “candidato de la gente” y promocionarse con un discurso ambiguo, con múltiples promesas que, como bien nos lo enseña la experiencia, no tiene ninguna posibilidad de cumplir. Su margen de maniobra en la Casa de Nariño sería apenas un tanto más amplia que la de Duque puesto que, a pesar de su mayor experiencia en el mundo político, los enormes compromisos adquiridos con quienes lo habrían aupado a esa posición vendrían a señalar el inevitable derrotero por el que caminaría su administración. Tendríamos a otro Duque en el cargo, acaso no tan insulso, pero casi igual de incompetente.

Entonces, volvemos nuestros ojos hacia eso que se ha dado en llamar “el Centro”. El representante de este movimiento vino a ser Sergio Fajardo quien, luego de oscuras luchas intestinas que desdibujaron su intención, fue designado por los votantes como la figura que había de sacar la cara por su coalición. Sin embargo, la imprecisión de lo que encarna esta corriente política, además de la “tibieza” que muchos observadores le han endilgado al candidato, lo ha colocado en una posición de retaguardia que no permite abrigar ninguna esperanza de que pudiera llegar a alcanzar los sufragios necesarios para convertirse en el nuevo ocupante del solio presidencial. Posee experiencia política, pero ciertos señalamientos judiciales respecto a su papel en el cargo que ostentara en Antioquia han arrojado un manto de duda sobre su idoneidad para convertirse en el próximo presidente. Con él, quizás nos encontraríamos con alguien deseoso de hacer bien las cosas, pero esa personalidad indecisa y poco comprometida podría terminar arrojándolo en brazos de nuestras tradicionales y muy inescrupulosas fuerzas políticas.

Entonces, si miramos a la izquierda, se nos presenta el autodenominado “Pacto Histórico”. En este grupo se aglutinaron diversos movimientos cuyo objetivo primordial, según manifiestan, es promover un cambio en el país. Desde el mismo momento de su formación, quedó en evidencia que el adalid de tal alianza sería Gustavo Petro. Este, con las banderas de lo social, ha aprovechado de manera muy conveniente los desaciertos de la actual administración y promete convertirse en el artífice de un gobierno por y para el pueblo.

Lo más importante es que una ingente mayoría de colombianos han puesto sus ojos y sus esperanzas en las promesas de la “Colombia Humana”. Son los mismos que ya no aguantan el desbarajuste, que no quieren seguir siendo los que “paguen los platos rotos” y deban “apretarse el cinturón”, mientras empresarios, banqueros e industriales registran pingües ganancias y llevan a cabo millonarios negocios para acrecentar su riqueza. Sin embargo, a pesar de la imagen que el señor Petro proyecta como el timonel del gran cambio, existen razones que nos llevan inevitablemente a abrigar serias reservas sobre lo que podría ser su gobierno.

Quienes hayan observado al candidato con detenimiento, quienes hayan hecho el ejercicio de examinar su desempeño desde que hizo su aparición en lo político, habrán podido percibir a un individuo inteligente y sagaz, decidido hasta lo temerario, orador brillante y permanente fustigador de las clases opulentas. No obstante, a pesar de su lúcido desempeño como figura de la oposición, se halla lamentablemente desprovisto de “la prudencia que hace verdaderos sabios”. En lugar de ello, encontramos a un hombre arrogante, poco dado a la reflexión, sordo a las opiniones, puntos de vista y consejos de sus allegados y convencido de estar en posesión de la verdad. Tales fueron las características que descollaron durante su paso por la alcaldía de Bogotá. Si bien su trayectoria política es incuestionable, como alcalde mostró que su capacidad como administrador es más bien limitada; y, aunque ello no debería ser necesariamente un lastre para su aspiración presidencial, sí lo es el hecho de que no escucha a nadie, que se rehúsa a reconocer sus errores y se muestra poco dispuesto a desandar una ruta que pudiera haberse probado como inadecuada. Para quien lo observe con detenimiento, estos rasgos de personalidad lo hacen bastante proclive al autoritarismo. Y esto es lo último que necesitamos en Colombia.

Ahora, de los candidatos que quedan, tan solo dos merecen nuestra atención, no porque consideremos que pudieran llegar a representar un verdadero desafío al proponente de la “Colombia Humana”, sino porque la imagen que proyectan resulta tan tropical y patética que bien vale la pena que nos ocupemos de ellos.

El primero, por supuesto, es Rodolfo Hernández. Ubicado, según las encuestas, en el segundo lugar de lo que los encuestadores suelen llamar “intención de voto”, se ha caracterizado primordialmente por su actitud de matón de barrio, como bien lo puede atestiguar el concejal John Claro, a quien el entonces alcalde de Bucaramanga insultó y agredió durante una reunión. En otros rasgos de su “muy varonil” personalidad, se ha declarado admirador de Adolfo Hitler y recientemente amenazó de muerte a un interlocutor, luego de endilgarle una sarta de improperios. Tal como decía Germán Castro Caycedo: “Si el nuestro fuera un país serio”, este impresentable personajeya habría sido descalificado por los votantes y/o las autoridades, al ser un sujeto poco digno de ostentar siquiera el rango de aspirante a la presidencia. Nos parece apenas obvio que un truhan de esta naturaleza tenga muy pocas posibilidades de alcanzar la meta que se ha propuesto; aunque el solo hecho de que continúe como postulante constituye una afrenta a los demás candidatos, al sistema electoral y a toda la nación. Es una verdadera vergüenza internacional. (¿otra?)

La otra candidata que merece cierto grado de atención es Íngrid Betancourt. Se había ido a vivir a Francia, luego de la inmensa tragedia que fue su secuestro, cuando un imprudente proceder de su parte en su anterior aspiración presidencial la llevó a caer en manos de la guerrilla, que la utilizó como trofeo para castigar al Establecimiento. Del país galo regresó ahora con la aparentemente firme intención de convertirse en la mandataria de todos los colombianos. Luego de crear caos y confusión en la Coalición Centro Esperanza, la cual finalmente abandonó, tomó la decisión de lanzarse a la palestra por su propia cuenta y riesgo. No es, hasta el día de hoy, claro, cuáles son los pormenores de su propuesta de campaña, aparte de las consabidas ambigüedades y obviedades que intenta hacer pasar por sesudas reflexiones de profundidad filosófica, pero que no engañan a nadie. No se ha necesitado llevar a cabo un análisis demasiado detallado para comprender que carece de las más elementales cualidades para asumir el mando de este emproblemado país y que lo suyo, sería otra forma de continuismo Ducal, dado su grado de ineptitud e inexperiencia.

De esta manera, el panorama que se nos presenta es un tanto oscuro, por decir lo menos. Tenemos clara la importancia de frenar de una vez por todas al uribismo y a la funesta influencia que su líder ha venido ejerciendo en el país, para lo cual no ha vacilado en acudir a cuestionables métodos rayanos en el delito, sin que hasta ahora la sociedad haya encontrado la manera de hacer que rinda cuentas por ello. Además, su fallida pretensión de gobernar a través de su títere nos hizo enorme daño y nos deja hoy con un vacío de poder que, como queda en evidencia, no resultará fácil de llenar.

Así las cosas, no existe, hoy por hoy, una alternativa viable a la que los colombianos de a pie podamos acogernos, con el propósito de conseguir un sistema de gobierno que propenda por la equidad, la justicia social, el cumplimiento de los acuerdos de paz y, en definitiva, una forma de vida menos azarosa. Convendría recordar que  la corrupta clase política venezolana empujó a la población a buscar un remedio que resultó peor que la enfermedad, con el corolario de la tragedia que se vive hoy en ese país. Ello tendría que haber servido como espejo a las élites que desde hace lustros ostentan el poder en Colombia. Lamentablemente nuestros dirigentes, miopes y maniqueos, se rehusaron siempre a buscar las urgentes soluciones que otorgaran a los colombianos una existencia más promisoria. Tal ha sido el caldo de cultivo en que se ha cocinado la aspiración presidencial de Gustavo Petro. Y ahora, ante la inminencia de su victoria, dejamos de lado todo pensamiento sectario y recalcitrante, pero no podemos evitar preguntarnos si no estaremos a punto de saltar de la sartén a las brasas. ¿Logrará el candidato de la “Colombia Humana” desempeñarse a la altura de las actuales circunstancias? Solo el tiempo lo dirá.

DE DERECHOS Y PANDEMIAS

Lo obvio:

Sin lugar a dudas, una consecuencia adyacente de la pandemia, aparte de habernos obligado a reescribir el esquema de nuestro desenvolvimiento laboral, educativo e interpersonal, ha sido la de sacar a flote las falencias de ese un tanto precario modelo de nuestros derechos y deberes.

Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, instancia en la que se reconoció el carácter igualitario de todos los individuos pertenecientes a nuestra especie y, por ende, el inalienable acceso que cada uno debería tener a las garantías mínimas que nos prodigasen una existencia digna, nunca como hoy o, por lo menos, nunca de una manera tan perentoria, se había puesto sobre el tapete la por demás delicada cuestión de los derechos colectivos, enfrentados a los derechos individuales.

Sin ánimo de entrar aquí en una nueva discusión respecto al hecho incontrovertible de que una importante parte de esos Derechos no han venido a ser otra cosa que letra muerta, en virtud de las violaciones de todo tenor que tienen lugar a lo largo y ancho del planeta y de las inconmensurables carencias en salud, educación, alimentación adecuada y tratamiento decoroso que numerosos pueblos del orbe han padecido y padecen hoy, sin que sus congéneres se conduelan, se plantea ahora el interrogante sobre la posibilidad de que los gobiernos impongan la vacuna de manera obligatoria a los ciudadanos.

Por supuesto, nos referimos aquí a gobiernos de ese que llamamos el Mundo Occidental, donde supuestamente se atesoran y promueven prerrogativas como la libertad de expresión y de culto, el libre desarrollo de la personalidad, la igualdad de todos ante la ley y el derecho a vivir y morir dignamente. Por lo consiguiente, se excluyen de la presente consideración todos aquellos pueblos en los que el concepto de democracia se halla en entredicho, o aquellos otros que se desenvuelven bajo el sometimiento a regímenes dictatoriales, tiránicos y totalitarios, en los que las libertades y derechos son amplia y permanentemente coartados, en virtud de lo que los gobernantes denominan la seguridad del Estado.

Pero ahora, el avance incontenible de la pandemia ha significado un nuevo replanteamiento en lo que atañe a esas libertades y derechos. Al encontrarnos prácticamente inermes ante un patógeno agresivo y virulento, los científicos, como hemos podido ver, volcaron su quehacer al desarrollo de las vacunas que hoy se hallan disponibles. Y aunque estas adolecen de imperfecciones en lo referente al carácter variable de su efectividad y al hecho de que, a la fecha, los efectos secundarios a mediano y largo plazo constituyen una incógnita todavía por dilucidar, no se nos oculta que son, hoy por hoy, la única arma que tenemos a nuestro alcance para defendernos. El proceso de vacunación avanza en todo el mundo y no se han escatimado recursos para campañas de divulgación que convenzan a las personas de la importancia de inocularse.

No obstante, aún desde antes de que se desatara la tragedia, sabemos que han surgido, alrededor del globo, numerosos grupos de gentes que se manifiestan en contra de las vacunas de todo tipo. Hay una gran variedad de razones culturales, sociales y, sobre todo, religiosas para que tales individuos hayan optado por asumir esta actitud. Y ahora, frente a esta gran crisis sanitaria, la posición se ha tornado más pertinaz, si cabe, como resultado de la desinformación, el temor y, de una manera particular en Estados Unidos, como una actitud de extremismo político que intenta respaldar a un exgobernante torpe y megalómano, cuya calamitosa gestión mantiene al país, todavía hoy, en un crítico estado de conmoción.

Tal como queda dicho, el movimiento antivacunas se ha hecho fuerte y diversos grados de manipulación de la información han dado lugar a que muchas personas hayan adherido a tal actitud. Ello ha tenido como consecuencia que exista un porcentaje muy significativo de la población del planeta, que ha tomado la determinación de no vacunarse, lo que plantea un inevitable conflicto frente a la meta propuesta de la tal inmunidad de rebaño, la cual parece ser, hasta el momento, la única esperanza viable de vencer a este enemigo. Así llegamos al meollo de la discusión.

Los científicos han podido comprobar que las variantes del virus se generan en los cuerpos de los infectados. Al parecer, es allí donde tienen lugar las mutaciones que luego se transmiten a otras personas. Según se afirma, es de capital importancia detener la cadena de transmisión y eso solo se puede lograr a través de la inmunización masiva. Sostienen que, cuando se alcance este propósito, se reducirá el número de contagios y, por ende, las variantes, de tal manera que el sistema inmunitario de la gente se encargue de luchar contra la invasión de los virus que todavía circulan en el ambiente y convierta la infección en algo apenas levemente más severo que un resfriado común.

Sin embargo, tal objetivo se está viendo obstaculizado por el sinnúmero de individuos que se han negado a vacunarse, muchos de los cuales, según se ha podido establecer por la evolución de la epidemia en algunas regiones de Estados Unidos, han sido los más afectados por los recientes contagios que están teniendo lugar. Y, antes de terminar en una UCI, estas gentes han circulado por las calles, han estado en contacto con familiares y amigos y han diseminado la infección, sin ser conscientes de haberse convertido en portadores.

Al parecer, de acuerdo con la información que se ha divulgado, la única manera de revertir esta situación es mediante el incremento persistente del número de vacunados; y, a pesar de que todavía las personas están haciéndose presentes en los centros de vacunación, el número de quienes se rehúsan a hacerlo y las consecuentes implicaciones negativas que ello tiene, respecto de la contención del virus, han venido a constituirse en la mayor amenaza contra el esquema propuesto para encontrar una solución que le ponga freno a la tragedia.

De esta manera, algunas naciones de nuestro hemisferio, al parecer lideradas por Francia, han considerado seriamente la posibilidad de imponer la vacuna como una obligatoria responsabilidad de todos los integrantes de la población. ¿Qué viene a significar esto, en términos de los modelos libertarios de que se ufana Occidente? Este y otros interrogantes similares surgen a nuestro paso, mientras vamos echándole cabeza a una propuesta que ya se plantea como autoritaria, coercitiva y contraria a todo lo que nuestras sociedades han alegado defender.

La cuestión:

Y es aquí donde aparece la gran pregunta, que parece ser la clave de la discusión que ya se ha generado. El contexto no podría ser más claro: en el plano individual, cada uno tiene el derecho de decidir libremente que no va a vacunarse, por las razones que sea. Quien así opta, asume los riesgos y las implicaciones de su decisión y, eventualmente, se somete a las consecuencias de la misma. Su derecho es inalienable. Pero en el plano colectivo, es necesario considerar los efectos que tal decisión unilateral puede acarrear a otros miembros de la comunidad.  Y, como bien podemos colegir de los más recientes sucesos de contagio de que hemos tenido noticia, los no vacunados son bastante más propensos a infectarse y convertirse en transmisores de la mortal enfermedad. Y de esa manera, una decisión personal e individual se torna en una amenaza para los demás seres del entorno. ¿Entonces?

Lo primero que se nos ocurre es que los no vacunados tendrían que mantenerse aislados de la población que ya ha sido inmunizada. La razón primordial radica en el hecho de que muchos vacunados se han infectado y han muerto, por lo que, de todas maneras, habría que prevenir que se hallen expuestos al contagio. Pero el modelo tiene varios inconvenientes; en primer lugar, no todos los que no se vacunan se contagian, previsto que sigan las normas de bio-seguridad. Por lo tanto, no-vacuna-igual-infección resultaría ser un exabrupto de enormes proporciones. Y ello sin entrar a considerar el flagelo oprobioso de la segregación, contra el cual la sociedad ha luchado grandes batallas, muchas de ellas perdidas y que vendría a otorgar a la vil discriminación algo así como una patente de corso que, sin lugar a dudas, terminaría extendiéndose a otros ámbitos de la vida en sociedad. Y, aún en el caso de que tal principio de separación llegara a aplicarse, al ser los unos indistinguibles de los otros, sería necesario establecer una herramienta física de diferenciación. Estaríamos invitando a la implementación de un nuevo rótulo de la infamia, como aquel denigrante brazalete amarillo con la estrella de David.

Se ha considerado establecer prebendas y beneficios de algún tipo como incentivo para aquellos que opten por vacunarse. Podría parecerse a la política aplicada en algunos países europeos con tasas de natalidad negativas, que ofrecía beneficios económicos a las mujeres que llevaran a término un embarazo. No obstante, algunos sociólogos han afirmado que, cuando el premio es excesivamente elevado, coarta la libertad con que una persona deberá tomar una decisión. Desde esa perspectiva, el objetivo a alcanzar se convierte en una imposición. Por otra parte, si lo que se ofrece no es suficientemente significativo, no llegará a cumplir el propósito. Así, por ejemplo, en nuestro medio, el certificado electoral otorga ciertas ventajas para quien lo posee. Pero la última vez que lo utilicé, fue al solicitar mi pasaporte. En aquel entonces el documento costaba unos $120.000 y, por presentar el certificado, me descontaron $12.000. Aparte de la irrisoria suma que constituía el beneficio, ¿cuál es el porcentaje de personas que solicitan un pasaporte, en el marco del total de la población nacional y, que por lo tanto, estén en la posición de poder acogerse a la prebenda?

La alternativa:

Por lo consiguiente, no queda sino la coerción. Esta se hallaría sustentada por la inevitable prioridad del bien común frente al bien individual. Y, al parecer, cuando los derechos de la comunidad entran en conflicto con los de un individuo, aquellos han de sobreponerse mientras que estos tendrán que quedar suprimidos o, por lo menos, limitados. Así, según se ha visto, en períodos de grandes conmociones sociales, como una guerra, por ejemplo, los gobiernos han tenido a su alcance y no han vacilado en aplicar la medida extrema de la declaratoria de la ley marcial. Si bien esta figura varía de un pueblo a otro, el principio general es que las garantías constitucionales y las libertades individuales quedan suspendidas. El mejor ejemplo que mucho se le asemeja, fue la Ley Patriota, promulgada por el gobierno de George W. Bush, luego de los atentados del 11 de septiembre, en virtud de la cual, el derecho a la privacidad fue desarticulado, al conceder a las agencias de seguridad la autonomía de espiar a los ciudadanos y recopilar información sobre sus vidas y sus actividades. Así mismo, se pusieron en práctica mecanismos de detención por parte de las autoridades, sin que fuera necesaria una orden emitida por un organismo judicial. La premisa primordial sobre la que se sustentaron tales ataques a sacrosantos privilegios, acunados por la nación norteamericana desde su fundación, era que el pueblo debía decidir entre libertad y seguridad. Al parecer, para garantizar la primera, aún en detrimento de la misma, era necesario fortalecer la segunda.

El mundo se encuentra, pues, ante los complejos dilemas planteados por la crisis desatada por la pandemia. Resulta evidente que las circunstancias en que se había venido desarrollando la vida de las gentes hasta la aparición del Covid han cambiado drásticamente; y no sabemos cuándo, o si, podremos retornar a las condiciones en que nos desenvolvíamos anteriormente. Por esta razón es apenas comprensible que las dinámicas de nuestra existencia, que hasta ayer dábamos por sentadas, hoy por hoy resulten inadecuadas y requieran revaluación y urgentes ajustes. “A grandes males, grandes remedios”, decían las abuelas.

Es un hecho que la medida de hacer obligatoria la vacunación aún genera enormes dudas en las autoridades de las naciones del mundo, no solo en el plano ético sino también en lo que tiene que ver con el aspecto logístico. También podemos percibir que ciudadanos de países en los que los derechos individuales se han afincado y enraizado hasta pasar a ser parte de la entraña de la estructura social, sin lugar a dudas levantarán sus voces de protesta, y puede ser que algunos de los más recalcitrantes promuevan acciones de repudio y movimientos, unos pacíficos y otros no tanto, que expresen su disconformidad. Sin ir más lejos, ya hemos visto de qué manera las turbas extremistas de Estados Unidos reaccionaron ante la falacia del fraude electoral. Resulta inquietante pensar de lo que pueden ser capaces, armados hasta los dientes, si una providencia de obligatoriedad llegara a implementarse en esta nación.

En conclusión:

La realidad que estamos enfrentando es implacable y es primordial encontrar estrategias y mecanismos que busquen la manera de devolvernos el control de nuestras vidas. La opción de decidir lo que pasa con su cuerpo es, supuestamente, un derecho que asiste a cada uno de los seres humanos. A pesar de ello, todavía en muchos países del orbe, las leyes y los gobiernos avasallan y violentan esta prerrogativa en circunstancias como un embarazo no deseado, al negar a la mujer el privilegio de decidir si lleva su preñez a término o si, eventualmente, opta por abortar. Su elección, cualquiera que sea, de ninguna manera pone en riesgo otras vidas, aparte de la suya propia, (algunos dirán que también ha de tenerse en cuenta la vida del feto, pero ello dista mucho de ser algo que amenace la seguridad de los demás miembros de la comunidad), y es, por todo y ante todo, una determinación que ella toma con respecto a su propio cuerpo. No obstante, normas, leyes y disposiciones, las más de las veces establecidas por varones (criaturas no gestantes), imponen en muchos casos el camino que ha de seguirse. O sea que ese principio del derecho que cada ser pudiera tener sobre sí mismo no es, ni ha sido jamás, absoluto o inalienable.

Habida cuenta de lo anterior y mirando de frente la catástrofe que ha significado esta situación de salud, es responsabilidad de los líderes del mundo hacer efectivos los mecanismos que el actual conocimiento del virus, por exiguo que fuere, ponga a su alcance para frenar la hecatombe. Puede ser que eso signifique desconocer algunas libertades y derechos de una que en la actualidad se percibe como franca minoría, que se rehúsa a vacunarse; especialmente si se llega a la conclusión de que tal actitud representa un riesgo de vida o muerte para el resto de los habitantes del planeta. Todo eso con el propósito de alcanzar la tan ansiada inmunidad de rebaño, que parece ser, hasta la fecha, la mayor esperanza para derrotar al Covid.

Imponer la vacuna será, seguramente, una tarea titánica. Significará múltiples controles, el secuestro de bienes y servicios para quienes no se acojan a lo dispuesto y el establecimiento de medidas preventivas y estrategias de manejo para los casos de protesta y rebeldía declaradas, que pudieran poner en riesgo el orden público y la tranquilidad. Será, sin duda, una determinación no exenta de peligros. Pero el sendero por el que nos hemos visto obligados a discurrir, como consecuencia de esta crisis sanitaria, se ha mostrado sembrado de escollos y ha traído múltiples sinsabores a millones de seres humanos. A nadie se le oculta que es necesario cambiar el rumbo y que el bienestar de las generaciones venideras habrá de depender de las decisiones que tomemos hoy. Estamos, al igual que César, frente al dilema del cruce del Rubicón. Pero la suerte está echada y, a menos que sepamos estar a la altura del inmenso reto que se nos plantea, estaremos abocados a enfrentar un futuro oscuro y doloroso. De ninguna manera podemos permitir una consecuencia similar a lo que fue la tenebrosa peste negra de la Edad Media, con sus cuarenta años de duración. Dos tercios de la población, que sucumbieron entonces, equivalen hoy día a 4.600 millones de seres. Es decir que, aparte de nosotros, muchos de nuestros hijos, nietos y biznietos habrán de contarse entre las víctimas fatales. Es evidente que se debe hacer lo que sea necesario para prevenir una catástrofe de semejantes proporciones.

Reflexiones de Pandemia

A la fecha de hoy, a nadie se le oculta la inmensa tragedia que ha significado para la humanidad la pandemia que nos agobia desde hace más de un año. Todos los ámbitos de la existencia de nuestra especie, tanto en lo social, político, económico, cultural y, sobre todo sanitario, se han visto afectados, hasta el punto de que podemos afirmar que puede acaso resultar poco probable que podamos retornar a un estilo de vida previo al Covid 19, por lo menos en el corto o, aún, en el mediano plazo.

De una manera forzosa nos hemos visto en la necesidad de someternos a restricciones impuestas, ya de manera voluntaria, ya emanadas de las autoridades, para tratar de minimizar el impacto que este flagelo ha tenido en lo que atañe a la preservación de la vida y al manejo de cientos de personas infectadas. El conteo de fallecidos crece imparable y no parece haber nadie que sepa a ciencia cierta cuál es el rumbo que ha de tomarse.

Frente a este desolador panorama, nos enfrentamos impotentes al cúmulo de errores, inconsistencias, manejos tortuosos y demás yerros en los que ha incurrido, no solamente este gobierno incompetente, sino también un incontable número de connacionales que, por una u otra razón han optado por ignorar las recomendaciones de comportamiento ciudadano ante la crisis, o rechazar de plano el recurso de las vacunas, desarrolladas por la ciencia en un tiempo récord, y que son, hoy por hoy, la única herramienta viable para combatir a tan formidable enemigo.

Es un hecho que nos encontramos apenas a medio camino, (y quizás no tanto), en el propósito de vencer al adversario y prevalecer en esta lucha sin cuartel, para la que, al parecer, no estábamos preparados. A la fecha no se tiene ninguna certeza sobre el efecto protector real que las vacunas en general puedan llegar a tener, ante las múltiples variantes que se generan de la mutación del virus; además de ello, con horror somos testigos del fallecimiento de hombres y mujeres de toda edad y condición, que ya estaban vacunados y que, a pesar de ello, se contagiaron y perdieron la batalla. Mientras que otros, entretanto, de manera harto incomprensible, hacen su tránsito por la infección sin experimentar la más mínima molestia y muchos de ellos acaso jamás se enteran de que el mortal virus hubiese entrado en su sistema. Son contradicciones que no tienen justificación hasta el momento y que parecen explicarse tan solo en virtud de las notables diferencias existentes en la condición de salud, el metabolismo y la fisiología general de cada uno de los seres del planeta. Pero, en lugar de convertirse en un argumento con cierto grado de solidez, tal explicación se constituye en la más categórica evidencia del nivel de ignorancia que, hasta el momento, enmarca lo que pudiera haber llegado a conocerse del patógeno. En este año y medio de padecimiento, apenas hemos podido ir dando tumbos hasta el desarrollo de una vacuna cuyo rango de eficacia es, hasta el momento, bastante incierto, por decir lo menos; las cifras que recogen el muestreo estadístico de lo que nos está pasando no hacen otra cosa que crecer, mientras que las autoridades sanitarias pregonan a voz en grito la necesidad de continuar con las medidas de seguridad, ya sea que estemos inmunizados o no. Y a ello se suma el comportamiento irresponsable de muchos, en lo que tiene que ver con la violación de tales protocolos, como también en la renuencia maniquea a inocularse, actitud para la cual aducen una variopinta diversidad de razones.

Entonces, ¿qué nos depara el futuro? Una meta que, hasta hace poco, nos habían planteado como esperanzadora, era eso que habían dado en llamar inmunidad de rebaño. Al comienzo no era claro lo que se quería significar con el concepto. Pero poco a poco pudimos ir comprendiéndolo, si bien muchos de nosotros todavía abrigamos serias reservas respecto a lo que hemos de entender o a las implicaciones tácitas que ello conlleva.

De acuerdo con una interpretación que hemos podido darle a este planteamiento, la idea es que todos los seres humanos sufran la infección y que, con o sin ayuda de químicos, desarrollen anticuerpos que anulen los efectos del virus. Cabría esperar que, cuando aquello ocurra, este terminará por volverse inocuo. De esa manera, no habrá más variantes y podremos retomar el curso de nuestra existencia. Pero tal perspectiva adolece de un par de fallas que no dejan de ser preocupantes:

En primer lugar, lo que aquí se sugiere es igual a lo que planteara Boris Johnson en la primera mitad del año pasado, (antes de que él mismo cayera víctima de la enfermedad). Decía el flamante Primer Ministro que lo que debería hacerse es permitir que toda la población se contagie, que quien tenga un sistema inmunitario fuerte desarrolle los anticuerpos que lo protejan, “y que se muera todo aquel que tenga que morirse.” Ignoro si el británico estaba dispuesto a considerar que, entre este último grupo de los condenados, bien habrían podido encontrarse él mismo, su mujer, su hijo, (entonces nonato), su madre o algún otro miembro de su familia cercana.

La segunda grieta en el principio del rebaño, consiste en el rechazo que un elevado porcentaje de la población mundial ha hecho respecto a la opción de vacunarse. Si bien muchos de ellos desarrollarán inmunidad por sí mismos, es claro que estarán mucho más predispuestos que los vacunados a adquirir reinfecciones. Ello es todavía más claro y contundente si recapitulamos sobre el número de personas que se inocularon, de todas maneras se contagiaron y, aún, murieron por esta causa. Lo cual nos dice que el desarrollo de anticuerpos no es permanente ni definitivo y que, con o sin inmunización, el virus seguirá causando estragos entre la población. Así las cosas, la tal inmunidad de rebaño viene a convertirse en una utópica esperanza que no tiene visos de llegar a representar una solución para el caos de salud que hoy se vive en el mundo.

Según puede apreciarse, el porvenir no es precisamente muy promisorio ya que la protección que ofrecen todos los tipos de vacunas es, al parecer, muy relativa y, como ha quedado expuesto, depende en mucho de las condiciones específicas de cada uno de los individuos que las reciben. Además, por supuesto, que si se da el caso de que existan eso que llaman co-morbilidades, el efecto defensivo se torna impredecible y poco confiable. ¡Y es lo mejor que tenemos para luchar contra la pandemia!

De lo dicho anteriormente, surge otro interrogante que, hasta el momento, nadie parece haberse molestado en considerar: ¿qué está haciendo la ciencia en lo que tiene que ver con el desarrollo de un tratamiento, así sea medianamente efectivo, para ayudar a quienes se contagian y generan los graves síntomas que, en tantísimos casos conducen inevitablemente a la muerte? Porque hasta este momento los postulados médicos son que, si aparece la infección, hay que aislarse rigurosamente y mantener una cuarentena de 14 días. Si los síntomas se tornan severos, acudir a un hospital en busca de una UCI (si es que puede conseguirla); allí le darán paliativos y, si las cosas se ponen difíciles, lo remitirán a un respirador y lo entubarán. De sobra sabemos que, cuando llega a tales instancias, el afectado casi siempre fallece sin que se pueda hacer nada para prevenir el fatal desenlace. En otras palabras, nos hallamos inermes frente a los embates de este implacable contrincante. A no ser, claro está, que ya exista un procedimiento médico-clínico-farmacológico del cual no se haya hecho mayor divulgación en virtud del eventual y muy seguramente astronómico costo que pudiera significar para quien lo necesite.

A este propósito, conviene recordar aquí que se dijo que Donald Trump había caído víctima del contagio. Como se hizo público, fue llevado a un centro médico del cual fue dado de alta tan solo un par de días después. Y nosotros, los ciudadanos de a pie, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Cuál sería ese tratamiento tan veloz y efectivo? ¿Tuvo acceso a procedimientos médicos ya existentes, pero reservados para las minorías opulentas? No parece haber una respuesta. Pero por supuesto que lo que se puede suponer es que, con esa tendencia a una mitomanía perniciosa y malsana, de la que ha hecho gala el magnate, enfocada siempre a materializar y proporcionar algún asidero a la realidad incoherente y tortuosa que percibe su mente obtusa, lo de su Covid acaso no fue más que un recurso para esgrimir frente a sus votantes, atraer su atención y sacudirse un poco la desventaja que ya divisaba frente a su rival y que finalmente le costó la reelección. Creo que nunca lo sabremos con certeza.

Por otra parte, elogiamos inmensamente y hemos adquirido una deuda enorme de gratitud con los científicos que, a marchas forzadas, desarrollaron las vacunas para minimizar los catastróficos efectos de esta infección. Y no nos cabe duda de que continúan 24/7, tratando de entender mejor al patógeno y buscando nuevas y mejores maneras de combatirlo. Pero nuestra pobre humanidad agobiada y doliente necesita con urgencia información positiva. Sería muy útil para nuestra sicología, nuestro estado de ánimo y nuestra moral, que se nos dijera algo respecto al trabajo que, con toda seguridad, se está llevando a cabo para encontrar armas más poderosas y efectivas que logren detener esta orgía de enfermedad y muerte en la que hemos caído y para la que, hasta el momento, no parece haber una solución en el horizonte inmediato. Como ha quedado dicho, la meta que se propone por ahora tiene mucho de ilusorio e improbable. A pesar de que la vacunación avanza, todas las regiones del orbe temen o se ven sometidas a nuevos picos, que le cuestan la vida a cientos de seres diariamente. ¿Qué vamos a hacer?

La peste negra asoló a Europa durante cuarenta años y se llevó a dos tercios de la población. La llamada gripe española significó la muerte para 50 millones de seres humanos. Eran otras épocas y el conocimiento científico era inexistente o estaba en pañales. Pero hoy hemos ido a la luna, las comunicaciones con cualquier lugar del planeta están a un toque de ratón, el trasplante de órganos es una realidad casi que cotidiana y hemos hecho avances insospechados en el desarrollo de la inteligencia artificial. Entonces, ¿qué nos hace falta para derrotar finalmente a este mortal enemigo? ¿Deberemos vernos abocados a padecer de nuevo los efectos trágicos de una pandemia de enormes proporciones, como aquellas a las que hemos hecho referencia, sin que podamos hacer nada al respecto? Pueda ser que no.

CÓMO DESTRUIR UN PAÍS EN CUATRO AÑOS

Si acaso pudiéramos suponer que la pueril y obtusa mente de Iván Duque, (enfocada desde el mismo comienzo de su desastrosa gestión al servilismo y adulación a su patrón), llegase a concebir la idea de escribir un libro referente a su paso por la presidencia, el epígrafe que introduce las presentes consideraciones bien podría fungir como título de tal escrito.

A menos de un año de culminar el período de su “mandato”, (concediéndole el beneficio de la duda, al suponer que es él quien manda), las secuelas de la improvisación, el desgobierno, la desconexión con la realidad y, sin ir más allá, la torpeza supina de que ha hecho gala el señor “presidente”, se observan en los más diversos ámbitos de la vida  nacional, hasta el punto de que, al momento de escribir estas líneas, el caos impera en prácticamente todo el territorio colombiano y la única respuesta de este gobierno de opereta ha sido lanzar a las calles la más vergonzosa y criminal represión, (emulando el mejor estilo de Maduro), cuyas consecuencias apenas empiezan a vislumbrarse en el número “oficial” de fallecidos, en los desaparecidos y en ese inconsecuente llamado a un diálogo de sordos que no ofrece otra cosa que dilatar las soluciones urgentes y vencer a las masas de manifestantes por el agotamiento.

Prolijo sería tratar de relacionar aquí el cúmulo de errores, traspiés, yerros y extravíos que han tenido lugar en este largo interregno, en el que brilló por su ausencia la pericia de una mano firme que se hiciera cargo de los enormes desafíos planteados por la migración venezolana, la pandemia y la matanza indiscriminada de líderes sociales (la cual ya hoy tiene toda la apariencia de un genocidio), entre otras varias circunstancias. Desde el momento mismo de su llegada a la Casa de Nariño, el señor Duque, hábilmente manipulado y controlado por su Presidente Eterno, enfocó sus baterías contra el proceso de paz. Tal ha sido, desde entonces, al parecer, el único objetivo de su administración y, para cumplirlo, ha acudido a todo tipo de estrategias y subterfugios, como si tal fuese el propósito soterradamente asumido cuando se convirtió en “el que diga Uribe”. Todo lo demás le ha resultado superfluo e intrascendente, a pesar de que, en su verborrea estentórea no hace más que balbucear respecto a los más diversos temas, en una deplorable caricatura del culebrero que mueve los hilos tras bambalinas.

Desde el mismo comienzo, cuando ganó las elecciones, todas las mentes más o menos avisadas sabían que este iba a ser un gobierno calamitoso. Los ingredientes eran bien apreciables, comenzando por su falta de experiencia, seguida de una total carencia de independencia, frente a los tortuosos manejos y los oscuros propósitos del ominoso jefe de su partido, quien se halla, a su vez, bajo el mando imperioso de los poderosos grupos industriales y financieros. Las dos reformas tributarias, la que nos impusieron y la que se cayó, suponen enormes beneficios impositivos para ellos, que pagarán todavía menos de lo que hoy pagan, mientras que los fondos faltantes habrán de recaudarse exprimiendo a las clases trabajadoras, sin importar que tal esquema solo habrá de contribuir a hacer que los ricos sean más ricos y que los pobres sean todavía más pobres.

¿Existe un camino para salir de este inextricable laberinto? No se percibe a ojos vista. La enorme crisis sanitaria desatada alrededor del mundo no ha hecho otra cosa que enrarecer todavía más el panorama de nuestro pobre país. Y la clase gobernante, lejos de pellizcarse y utilizar su influencia para buscar soluciones a la debacle humanitaria y económica que nos aqueja, se ha dedicado al derroche y al despilfarro, en adquisiciones onerosas como camionetas y aviones y en nombramientos de sus áulicos en cargos inanes que nos cuestan “un sentido” a todos los colombianos.

Pero mirémonos en un espejo: hace unos veinticinco o treinta años, la corrupta clase política venezolana ocasionó tanto daño y exacerbó tanto al pueblo, que lo arrastró hacia la búsqueda de una alternativa diferente que realmente tuviera en cuenta las grandes necesidades de las gentes. Así, en medio de la desmoralización y la desesperanza, los venezolanos se arrojaron en brazos de la opción ofrecida por Hugo Chávez y, sin darse cuenta, saltaron de la sartén para caer en las brasas. Como hemos podido ver, la tan cacareada “revolución bolivariana” sumió al país en esta tragedia social, política y económica de la que hoy somos testigos, que ha significado el hambre y la muerte para un inmenso número de conciudadanos y que ha ocasionado el éxodo masivo de seres pauperizados, que se han visto en la necesidad de someterse a la indigencia y la xenofobia en países aledaños, los cuales, a su vez, difícilmente han podido adaptarse a la llegada de tantos individuos con infinitas carencias y gigantescas necesidades.

Una reflexión apenas medianamente profunda es todo lo que se requiere para comprender que nosotros estamos siguiendo los pasos del vecino país. Nuestra clase dirigente, caracterizada de manera primordial por una desmedida codicia y carente de cualquier asomo de empatía o conmiseración por los que menos tienen, sigue adelante con su tarea de abrumar al pueblo, expoliarlo y, cuando manifiesta su descontento, masacrarlo sin misericordia, con tal de mantener su posición de preeminencia y continuar disfrutando de los privilegios que ha ostentado desde siempre, sustentados por el sudor, las lágrimas y la sangre de los menos favorecidos. Y, poco a poco, con una miopía que sobrecoge, han ido alimentando esa opción alternativa hacia la que hoy ya una gran mayoría de gente se vuelve con ilusión y esperanza. Ensoberbecidos por su inmenso poder y ahítos de beneficios, no parecen percibir la sombra de tormenta que se cierne sobre todos nosotros. Pero claro, cabe suponer que, cuando se desate la tempestad, huirán a otras latitudes donde seguramente ya han hecho acopio de recursos de emergencia y abandonarán, como las ratas, el barco que se hunde.

Para nadie es un secreto que el señor Gustavo Petro es un hombre inteligente, con un gran sentido político y un profundo conocimiento de los problemas actuales. Sus debates, lanzados desde la oposición que ha mantenido siempre, han puesto el dedo en la llaga de nuestras grandes falencias y en la incapacidad y falta de voluntad de los gobiernos para la búsqueda de soluciones. Pero hasta ahí va la cosa.

Su paso por la alcaldía de Bogotá puso de presente su inocultable incapacidad para gobernar y para implementar un proceso administrativo serio y coherente con los problemas de sus gobernados. Adolece de dos flaquezas muy serias que se mostraron durante su manejo de la ciudad: en primer lugar, una arrogancia desmedida, que lo lleva a actuar sin medir las consecuencias, sin escuchar consejos ni opiniones distintas. Es tan testarudo e intratable en estos casos, que importantes colaboradores, como Navarro Wolf, abandonaron su participación en el gobierno de la ciudad, tan solo unos cuantos meses después de haber sido elegido. El segundo gran defecto se desprende del primero: como cree que “se las sabe todas”, está incapacitado para entender que, en ocasiones, no tiene todas las respuestas. Tal como alguien lo manifestara alguna vez en una columna de prensa, “no sabe que no sabe”. En tales circunstancias y como ya quedó ampliamente demostrado, al encontrarse en una posición de mando, su ego se obnubila y comete graves errores (recordemos las volquetas del aseo), que suelen ser muy costosos para quienes sufren bajo su autoridad.

En virtud de lo anterior, quienes valoran su quehacer en la oposición, quisieran seguir viéndolo ejercer ese papel, como fiscalizador y crítico del poder. Pero es claro que de ninguna manera es una figura que quisiéramos ver en la presidencia de la república. Su actitud autoritaria y su permanente ánimo revanchista, lejos de constituirlo en una alternativa viable para las clases populares y sus ingentes problemas, lo convierten en una riesgosa apuesta para la hoy tan fracturada estabilidad del país. De suyo sabemos que no es Hugo Chávez. Su relación con las fuerzas militares es tensa, por decir lo menos, y es poco probable que lograra el apoyo que de ellas se requeriría para lanzarse a una aventura despótica similar a la de Venezuela. La tan mentada “venezolanización” solo existe y ha existido en los delirios febriles y en las mentes calenturientas de los uribistas. Pero no nos cabe duda de que el esquema que Petro llegara a imponer tendría serios efectos en los diversos aspectos económicos y políticos de la nación y no necesariamente para bien, dada su inclinación a manejar las cosas de forma unilateral, sin remitirse al consejo ni a las recomendaciones de nadie. Eso, sin mencionar que la inversión extranjera huiría despavorida, con lo que nuestra maltrecha economía sufriría enormemente.

No obstante, el desgobierno que padecemos hoy en día no ha hecho otra cosa que allanar el camino del líder de la Colombia Humana hacia la presidencia. De nuevo, al igual que ocurrió en Venezuela, el pueblo sin trabajo, sin salud, sin oportunidades, parece hallarse dispuesto a buscar una opción alternativa que promete ser la panacea para todas sus necesidades. De sobra sabemos que las encuestas no son nunca del todo fidedignas, que muchas veces son amañadas y que sus resultados pueden cambiar de la noche a la mañana. Pero las de hoy muestran a Gustavo Petro como el candidato de primera línea para las elecciones de 2022. Y, luego de este, que muchos han catalogado como el peor gobierno en la historia del país, resulta difícil imaginar que un nuevo candidato del uribismo vaya a poder reunir los votos necesarios para conseguir otra vez el solio presidencial, (aunque podría pasar cualquier cosa, claro). Como quiera que sea, conviene no perder de vista que el actual desbarajuste tendrá la mayor parte de la responsabilidad si nuestros temores se cumplen.

Por otra parte, los demás movimientos políticos se parecen en mucho al perro que se persigue el rabo. Se hallan esencialmente acéfalos y corren de un lado para otro sin encontrar un camino concreto que pudiera conducirlos a una coalición que llevara a alguien capacitado a la Casa de Nariño. Porque, ¿quién sería? No haber podido responder esta pregunta en las pasadas elecciones (especialmente por ambición y obstinación de algunos), dio lugar a que fuese Petro el que fuera contra Duque en la segunda vuelta, con la consecuencia de que mucha gente se tragó el cuento del castrochavismo y votó para que hoy tengamos esta infausta situación. ¿Se repetirá la historia? A menos que los figurines políticos abandonen por un instante sus intereses personales y piensen en el bienestar de la nación, el futuro se ve bastante poco promisorio. Podría parecer que nada puede ser peor que lo que hoy tenemos, pero conviene no olvidar una de las más elocuentes de esas que llamamos leyes de Murphy: “Cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar”. Como solían decir las abuelas: “¡Que Dios nos coja confesados!”