Los Avatares del Gobierno del Cambio

Con estupor hemos sido testigos de las recientes revelaciones que han divulgado los medios de comunicación, referentes al vergonzoso escándalo que se ha producido en el seno del gobierno, por cuenta de las “chuzadas” telefónicas y el consecuente destape del enfrentamiento entre Laura Sarabia y Armando Benedetti.

Al momento de redactar las presentes consideraciones todavía no se ha podido esclarecer de dónde provino la orden de señalar a dos ciudadanas del común como delincuentes para así proceder a intervenir sus teléfonos, con la intención de obtener información que supuestamente habría de proporcionar indicios sobre grupos al margen de la ley, pero que en realidad tenía como propósito esclarecer la presunta comisión de un robo. Por supuesto, lo único que se obtuvo fueron detalles de carácter enteramente personal que en modo alguno daban sustento a que se hubiera montado todo un tinglado narco-terrorista, a todas luces abusivo e ilegal.

Luego del ruido que causara el incidente de Nicolás Petro, lo último que necesitaba este gobierno era volver a “dar papaya” para que sus contradictores tuvieran la oportunidad de levantar dedos acusadores, mientras la extrema derecha, recalcitrante y contumaz, aprovechaba para destilar todo su veneno. Adicionalmente, ha cundido la desconfianza entre los parlamentarios y la discusión de los proyectos de ley ha entrado en moratoria, mientras el Primer Mandatario se lanza a la calle durante una movilización de apoyo, como reacción ante el temporal y en un intento de recuperar cierto grado de gobernabilidad.

No cabe ninguna duda sobre la gravedad del incidente, que viola todos los principios democráticos sobre los que supuestamente descansa la nación. Sin ánimo de que ello constituya una justificación, sin embargo, hemos de decir que procederes antidemocráticos han tenido lugar en muchas otras partes del Mundo Occidental, en países que constantemente predican a los cuatro vientos su inconmovible condición de Estados de Derecho. Bastaría mencionar, a título de ejemplo, las revelaciones de Edward Snowden y los alcances de la Ley Patriota, em Estados Unidos, luego de los atentados del 11 de septiembre. Así mismo, ha de tenerse en cuenta también que no es la primera vez en que un gobierno nuestro ordena intercepciones ilegales; recordamos aquí las “chuzadas” a magistrados, jueces y periodistas, cuando era presidente el señor Álvaro Uribe. Otro ejemplo de intervención abusiva de los agentes del Estado es la forma desproporcionada y barbárica con que la fuerza pública reprimió sin miramientos el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, al abrir fuego de manera indiscriminada contra los manifestantes, durante la caótica presidencia del señor Iván Duque, en criminal emulación de lo acaecido el 8 y 9 de junio de 1954, cuando los uniformados dispararon contra los estudiantes que se manifestaban en contra del presidente Gustavo Rojas Pinilla. Valga decir que ninguno de estos tres sujetos fue o ha sido sindicado de su responsabilidad en tales hechos.

No obstante, lo más preocupante es que la violación de derechos en el caso que nos ocupa no haya tenido lugar por fundados o infundados motivos de la tan cacareada Seguridad Nacional. Aquí lo que vemos es un inusitado abuso de poder, de parte, al parecer, de una funcionaria inexperta, como también una actitud vengativa y desproporcionada de un funcionario diplomático, expuesta en forma indecorosa y desacomedida, sin consideración a la decencia ni a la dignidad, no solo de su cargo sino de la respetabilidad que demanda la figura del Primer Mandatario.

Pero, ¿quién abusó de su poder? Es decir, ¿quién dio la orden? Como en el caso de los Falsos Positivos, es probable que nunca sepamos la respuesta.(¿o sí? «…no estarían cogiendo café», dijo el señor Uribe). Pero el incidente es muy dañino en el contexto social-político-económico en que se halla envuelta la nación, el cual se nos presenta hoy por hoy particularmente complejo, dadas las condiciones del momento:

  1. Un gobernante aborrecido por una élite que ha visto en él a un usurpador que se atrevió a disputarles lo que ellos desde siempre han creído como su derecho inalienable.
  2. Una oposición maniquea que está dispuesta a sacrificar el bienestar del país con el único propósito de demostrar que este gobierno fue un error, un traspié en el desenvolvimiento político nacional, que es necesario corregir a la mayor brevedad.
  3. Un pueblo que se arrojó en brazos de una serie de promesas de cambio, impulsado por lustros de abandono y cuatro años de desgobierno y torpeza y que hoy todavía aguarda a que se consoliden las transformaciones ofrecidas, con unas necesidades que no dan espera y con un creciente sentimiento de frustración, a medida que transcurren los meses y se va haciendo cada vez más evidente que mucho de lo prometido, simplemente no termina de materializarse.
  4. Unos medios de comunicación que, con honrosas excepciones, han conformado un contubernio rastrero y mendaz con esa clase minoritaria, opulenta, poderosa y corrupta y que se encuentran volcados hacia la tarea servil de hacerles los mandados a los enemigos del cambio.
  5.  Y unas fuerzas armadas que, por disciplina de institución, cumplen con su deber constitucional, pero que miran al presidente con reserva, desconfianza y una soterrada animadversión.

Y es que hemos de hacer notar que, en medio de semejante panorama, el presidente no parece poder salir de su marasmo de prepotencia y arrogancia. Ante los graves hechos ocurridos, todavía no se observan las medidas que inevitablemente debe adoptar para conjurar la crisis y recuperar la credibilidad. Sarabia y Benedetti han sido removidos de sus cargos, pero nada más. Al parecer, se da por sentado que son las autoridades judiciales, lideradas por la fiscalía, quienes deben esclarecer los hechos y señalar a los culpables, cosas que están más bien lejos de ocurrir, habida cuenta del enfrentamiento entre Petro y Barbosa, constituido este último en adalid y estafeta de la extrema derecha, razón por la cual, sabemos que hará mucha alharaca, pero no intentará, realmente, resolver el entuerto.

Así las cosas, nos vemos hoy los colombianos enfrentados a una encrucijada confusa y no nos parece que las medidas para resolverla se estén dando, como cabría esperar. Analistas políticos muy respetables se han referido al caso con notoria preocupación. No es tan solo el abuso que se ha puesto en evidencia; tal desafuero no es nuevo entre nosotros, ya que, como ha quedado dicho, la experiencia nos muestra que gobiernos anteriores han cometido tropelías de diversos niveles de gravedad sin que sus autores hayan, hasta la fecha, tenido que responder por sus actos. Pero en un país tan desaforadamente corrupto como el nuestro, los señalamientos lanzados por un miembro del equipo de gobierno desatan las alarmas, ante la posibilidad de encontrarnos de nuevo inmersos en un contexto parecido al proceso 8000 o la Yidis política. Tal es lo que preocupa a los sesudos observadores del quehacer nacional. ¿Cuáles son esos “secretos” que Benedetti promete hacer públicos? ¿Tuvo lugar el ingreso de dineros “calientes” a la campaña de Gustavo Petro? ¿Se desconocieron en ella los topes económicos y éticos?

No parece haber respuesta para tan acuciosas preguntas. Claro que, por lo demás, nunca las ha habido tampoco en el pasado. Sin ir más lejos, ninguna entidad judicial se tomó el trabajo de investigar a fondo el caso de la llamada “ñeñe política”. Pero un gobierno tan enfrentado a las vacas sagradas de la nación, con enemigos tan poderosos que no han hecho otra cosa que buscarle el pierde a como dé lugar, se ubica en una muy incómoda posición frente al colombiano de a pie y ante la comunidad internacional, por cuenta de los rumores que se esparcen. No quiere ello significar que las acusaciones sean ciertas, pero la mentira muchas veces repetida siembra dudas en las gentes y le roba credibilidad al señalado. Esta es la consecuencia de esa posverdad, tan de moda en la actualidad y tan útil para alimentar y sostener oscuros propósito, como bien lo sabe hacer la oposición fundamentalista y retrógrada que funge hoy en el país.

Por otra parte, de sobra somos conscientes de la importancia de sacar adelante las reformas. Es urgente poner freno a esos traficantes de la miseria humana que se lucran con un sistema de salud precario e incierto, una relación laboral basada en contratos leoninos a través de los cuales los empleadores se benefician, al sacar provecho de los cientos de miles que necesitan un trabajo para llevar sustento a sus familias y un modelo pensional a todas luces insostenible y cuyo único logro ha sido enriquecer todavía más, si cabe, a un poderoso banquero. Y, por supuesto, con esa tradición elitista y excluyente con la que se ha manejado a Colombia en los últimos 200 años, muy iluso o muy mal informado tendría que haber estado el señor Petro para suponer que sus propósitos iban a lograrse sin una lucha denodada de quienes se han beneficiado  desde siempre de tales condiciones injustas; razón por la cual, desde el comienzo debió tener en cuenta que las propuestas tenían que discutirse y, eventualmente, modificarse, considerando la contraofensiva que, si bien, de todas maneras iba a darse, hubiese podido minimizarse mediante el logro de acuerdos alrededor de los puntos más álgidos de cada proyecto.

Lo que no parece entender el señor Petro es que tanto su ascenso al solio presidencial como su gobierno conforman lo que podríamos llamar una singularidad, entendida esta como un fenómeno inusual que se genera a partir de una serie de circunstancias únicas y excepcionales y que tiene un carácter efímero y es muy difícilmente repetible. Razón por la cual es urgente que se esfuerce en aprovechar la coyuntura, depure su equipo de trabajo y esté preparado para los embates de la caverna, que no cesarán y que de una u otra forma buscarán la manera de hacerle daño, descalificarlo e impedirle gobernar, ya que tenemos claro que los cacaos del país, junto con sus serviles sicofantes, intentarán aprovechar al máximo la situación para desacreditarlo personalmente a él y a los intentos de su gobierno por inducir un cambio en la estructura social, política y económica. Ocultos en sus rastreros cubiles, continuarán planeando, fraguando y conspirando, con miras a una desestabilización total que les permita recuperar, acaso en el corto plazo, el control que perdieron. O por lo menos, con la intención de hacer crecer el desprestigio que les allane el camino a la retoma del poder, dentro de 3 años.

Acaso podría ser necesario que se lleve a cabo un urgente replanteamiento del esquema de gobierno. Que se establezca un contacto más estrecho con el equipo de colaboradores, que se los escuche (y no que se los “saque corriendo” cuandoquiera que difieren). Será importante que el señor presidente descienda de su pedestal de arrogancia y pedantería para que sus gobernados puedan realmente creer que él de verdad se siente “el sirviente del pueblo”. El camino seguido hasta aquí ha sido los suficientemente tortuoso como para no pensar que si los proyectos se hunden, se habrá perdido un tiempo valioso y las esperanzas de sus electores se irán desvaneciendo en esta lucha estéril contra quienes intentan, como dijera Lampedusa: “que todo cambie para que todo siga igual”.

“REVOLUCIÓN”

Al cabo de un par de semanas de lectura, terminé la más reciente novela de Arturo Pérez-Reverte y he de decir que me sentí fascinado y sobrecogido por el relato que allí se nos propone. Haciendo gala de su característica vena narrativa, el español nos conduce, casi de la mano, hasta sumergirnos en los avatares inciertos y trágicos de eso que la historia moderna ha dado en llamar La Revolución Mexicana.

Es, sin lugar a dudas, una recreación singular y maestra de uno de los sucesos más dolorosos de la América Hispana, en el que la ambición, la envidia, la traición y la barbarie hicieron mella en un cúmulo de seres indefensos y, hasta cierto punto de vista inadvertidos, que se vieron envueltos, de un día para otro, en un maremágnum estrambótico y sangriento que alteró sus vidas, acabó con su sosiego y conmovió su tierra.

La narración es prolífica en detalles y no resulta difícil comprobar que el autor se ha esforzado en mantener el rigor histórico, por supuesto hasta donde resulta posible en el caso de una obra de ficción. Pero es que la novela parece más una crónica que recogiera los hechos terribles que enmarcaron ese momento de la vida mexicana. Los personajes, tanto los ficticios como los reales, se van desenvolviendo a medida que avanza el relato y el lector, casi sin darse cuenta, va reconociendo en todos y cada uno de ellos las características de comportamiento y rasgos de personalidad que son producto y resultado de las singulares circunstancias en que se desarrolló su existencia.

La figura central alrededor de la cual suceden los acontecimientos es un joven español que, tal como lo planteara alguna vez Mariano Azuela en su propia obra sobre la revolución, se ve arrebatado, al igual que una brizna de paja, revoloteando en el huracán desatado de los hechos, inmerso en acontecimientos que difícilmente alguien habría buscado por voluntad propia. Bien podemos percibir en él la representación que el autor hace de sí mismo, en virtud de su labor periodística como corresponsal de muchas guerras, lo que sin duda habrá dejado en su ser profunda huella de experiencias vividas, cuyos elementos utiliza para plasmar en la obra el contexto sombrío y calamitoso de un conflicto en el que casi todos resultaron perdedores de sus bienes, su tranquilidad, sus seres queridos y sus vidas.

Así las cosas, lo que tal vez cabe destacar en esta obra, al igual que lo hemos podido percibir en otros escritos en los que Pérez-Reverte ha determinado circunscribir su narración a un marco histórico, es una implícita valoración del momento, de los hechos, los personajes y, eventualmente de las consecuencias. Así por ejemplo, su inolvidable saga del Capitán Alatriste conlleva una posición crítica de la España de la época, de las falencias del rey y los torpes manejos de los ministros del gobierno, que condujeron a la otrora poderosa nación hacia el descalabro político y económico.

Pero el sentimiento que con más frecuencia se aprecia es el repudio a la contienda y a sus terribles consecuencias. Es evidente que, luego de haberla vivido en carne propia y haber sido testigo de muchos de los horrores que de ella se derivan, de una manera consciente o, aún, inconsciente, Pérez-Reverte encauza las novelas que se enmarcan en lo bélico para insertar un mensaje, subyacente pero muy perceptible, de la inmensa desgracia que es la guerra para el ser humano.

Se nos ocurre pensar aquí en el concepto cultural que los griegos plantearon en épocas inmemoriales y que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos. Según este, la gloria de un hombre se alcanzaba en la batalla. Aquiles, por ejemplo, escogió una vida gloriosa y breve en lugar de una existencia longeva y ordinaria. Leónidas y sus 300 espartanos se cubrieron de grandeza al ofrendar sus vidas en las Termópilas. Y así, la historia y la leyenda nos han hecho conocer de qué manera incontables seres humanos, sin vacilar, han realizado el sacrificio supremo en aras de variopintos ideales, y hoy son señalados como héroes y puestos como ejemplo para las generaciones posteriores. De esta forma nos han vendido la idea de que la guerra es inevitable y, aún, deseable, en determinadas circunstancias y que en el balance final las ganancias son superiores a las pérdidas, con lo cual parece que se quisieran justificar los desafueros que tienen lugar en este tipo de conflicto.

De manera magistral, Pérez-Reverte se solaza en su narración para contradecir semejante despropósito. Y para lograrlo nos sumerge en los espeluznantes pormenores de la lucha. Allí, de una manera descarnada, nos vemos inmersos en el barro, la sangre, la desesperación y la tragedia. La muerte acecha en cada recodo, en cada página, en cada párrafo y la vida, el más preciado de los dones, pierde todo valor y toda importancia. Los hombres se convierten en seres irracionales, enceguecidos por el fragor orgiástico del combate y sobreviven o mueren sin que doliente alguno se conduela de su desdicha. Tal es el panorama desolador que se nos plantea en la obra, y que tiene que se ser así, para que los hechos absurdos allí descritos, finalmente nos muevan a cavilar sobre esta costumbre inveterada de los seres humanos, de matarse los unos a los otros.

Infortunadamente, hemos de entender que nada de lo que nos muestren la historia, la literatura o el cine habrá de modificar la tendencia autodestructiva de la humanidad. De manera inevitable hemos sido testigos de la forma en que un tirano megalómano ha agredido con todo su poder a una pequeña nación y amenaza con su armamento nuclear a cualquiera que intente obstaculizar sus oscuros propósitos. No cabe duda de que la inmensa tragedia del pueblo mexicano, según se nos describe en la novela, se ha recrudecido con barbárica intensidad en el territorio ucraniano. Y no parece haber manera de frenar la destrucción.

Tampoco la hubo en México. Uno tras otro, quienes se hicieron cargo de la presidencia en esos aciagos días, Madero, Carranza, Obregón, cayeron víctimas de las balas asesinas, al igual que esforzados luchadores como Villa y Zapata. Y estos son los que la historia recuerda. Pero hubo otras muchas víctimas que sufrieron en carne propia la crudeza y la violencia de los hechos que, dicho sea de paso, a poco o nada condujeron. El pueblo miserable y desarrapado se levantó contra el oprobio a que había sido sometido por el infame porfiriato. Vertió su sangre, sudor y lágrimas en una lucha fratricida que, al final, solo le dejó sinsabores y calamidades. Ya en 1953, Juan Rulfo había puesto de relieve esta tragedia en su colección de cuentos El Llano en Llamas. Allí pueden percibirse no solo la inmensa desdicha sino también la inutilidad que significó la Revolución para el pueblo mexicano. Tal es, igualmente, la percepción que se alcanza en la obra de Pérez-Reverte, aderezada, como queda dicho, con las experiencias de primera mano de su autor, que dan al relato un marco insoslayable de verosimilitud.

Finalmente, ha de decirse que la obra adquiere un significado de enormes proporciones en un momento como el actual, en el que los conflictos parecen multiplicarse en diversas regiones del orbe; una época en la que las ambiciones personales han dado lugar a que los pueblos se vean sumergidos en dolorosos enfrentamientos cuyo colofón es, por lo general, trágico y sangriento. Tal parece ser el mensaje que el autor quiere transmitirnos a través de esta obra, sobrecogedora, pero de lectura ineludible para quienes aspiramos a que, al conocer los enormes errores cometidos en el pasado, acaso logremos encontrar la forma de evitar que se repitan en el presente o el futuro.

ENTRE LA CERTEZA Y LA INCERTIDUMBRE

Luego de los resultados de la primera vuelta en las elecciones presidenciales, es pertinente llevar a cabo una cuidadosa reflexión, no solo sobre lo ocurrido, sino principalmente sobre lo que viene.

Es necesario aclarar que Gustavo Petro nunca ha sido “santo de mi devoción” puesto que, a pesar de sus incuestionables cualidades intelectuales y su fuerza de luchador incansable, varias características de su personalidad, que ya había mencionado en otra oportunidad y que se pusieron de presente durante su paso por la alcaldía de Bogotá, contribuyen a proyectar una imagen difusa, por decir lo menos, en lo que se refiere al estilo que asumiría para manejar los destinos de la nación. Por lo consiguiente, considero fundamental puntualizar que, en esta enorme encrucijada en la que se halla el país, el señor Petro se destaca como una figura que genera un alto grado de incertidumbre para un muy variopinto conglomerado de colombianos.

Por una parte, se aprecia la derecha extremista y recalcitrante. Los más oscuros miembros de este grupo son aquellos que han optado por convertirse en áulicos del matarife y que pueden ser catalogados como individuos estrechos de mente, con una ideología que emula la forma de pensar de los blancos supremacistas del partido republicano de Estados Unidos y que, sin la más ínfima muestra de pudor, lamen el suelo que pisa el expresidente, en vergonzoso grado de abyección, obnubilados por sus dotes de culebrero y embaucador, que le sirven (a él) para ocultar su personalidad narcisista y su verdadera naturaleza de megalómano oportunista.

En este grupo también se encuentran los miembros de la clase opulenta, banqueros, industriales y comerciantes de alto vuelo, los verdaderos dueños del país y amos del Presidente Eterno, quienes se han servido de él para preservar y mantener su condición privilegiada, para lo cual le han otorgado ciertos niveles de poder, con lo que han alimentado su ego colosal (como también sus ganancias, las de ellos), y lo han convertido en el idiota útil de sus enormes intereses.

Está también la derecha moderada, conformada por gentes con una situación económica, digamos, “desahogada”, quienes han adquirido una posición de cierta figuración social, que dicen albergar profundos sentimientos religiosos y que son defensores a ultranza de lo que se ha dado en llamar “los valores familiares”. Para ellos, cualquier modificación del orden establecido es un anatema, por lo que todas esas tendencias de la vida moderna, como el aborto, los derechos de la comunidad LGBTI, el feminismo y algunas otras manifestaciones de progreso intelectual e ideológico, constituyen una amenaza para la forma en que han organizado sus vidas.

El dilema también afecta a un numeroso grupo de colombianos que, contra viento y marea, han alcanzado algunos logros socio-económicos mediante los cuales han estructurado un estilo de vida con pocas afugias y mucho crédito bancario, a través del cual se han hecho con diversos grados de posesiones materiales y han proporcionado a sus familias importantes niveles de formación intelectual. Son lo que en términos comunes y corrientes se ha venido a llamar la Clase Media.

Ninguno de los grupos mencionados se siente seguro con la perspectiva de que un político de izquierda se haga con el poder. Dramáticos ejemplos muy cercanos a nosotros nos han evidenciado las dolorosas consecuencias de un giro abrupto y descontrolado que atente contra la esencia de una estructura basada en la libre empresa y una economía de mercado.

Esta forma de sentir no ha logrado ser desvirtuada por las declaraciones del candidato, en las que hace gala de moderación y voluntad de asumir los retos planteados por la situación de la nación sin afectar la forma de vida de la población ni atentar contra sus derechos adquiridos. Su pasado de insurgente y su ideología social proyectan una sombra que muchos ven ominosa y como una amenaza. En esto radica la manera recelosa con que se percibe su propuesta y el temor que despierta en ciertos núcleos de la población.

Lo único que podemos saber a ciencia cierta con esta opción es que se suscitaría un cambio en muchos aspectos de la vida nacional y que esa inmensa mayoría de hombres y mujeres que integran las masas populares, que no tienen nada que perder, bien sea porque ya lo perdieron todo o porque nunca han tenido nada, acaso se verían beneficiados con el advenimiento de un gobierno que, por una vez, pensara en ellos y en su bienestar. Son ellos, dicho sea de paso, quienes apoyan esta candidatura y forjan sus esperanzas en la posibilidad de unas mejores condiciones de vida.

En realidad la parte más preocupante de la opción Petro no está relacionada con la orientación de su mandato, sino con el hecho de que no sabemos cómo sería su gobierno. Enfrentado a poderosas fuerzas políticas y económicas que han controlado el país desde siempre, enemistado con el ejército, que ha sido de manera permanente el brazo armado mediante el cual se ha ejercido el dominio sobre la población y con una bancada parlamentaria abundante pero insuficiente para lograr la aprobación de aquellas que él estableciera como perentorias medidas de transformación, su paso por el solio presidencial podría verse reducido a una lucha de poderes que, acaso, terminaría por desgastar su gestión e impedirle aplicar los correctivos urgentes para frenar la debacle a la que nos condujeron los cuatro años de desgobierno del títere. O quizás no; podrían darse circunstancias favorables para que lleve a cabo sus reformas, ¡pero! sin soliviantar a los militares que, como bien podemos suponer, estarían atentos para dar el zarpazo y quitar de en medio al fastidioso exguerrillero. Por lo tanto, no hay forma de vaticinar lo que podría ocurrir en su gobierno y Petro pasa a ser el que podríamos llamar el candidato de la incertidumbre.

En lo que respecta a Rodolfo Hernández, por el contrario, a nadie se le generan dudas. Todo lo que proyecta son certezas y, por la esencia de las mismas, las clases dirigentes encuentran en él al candidato perfecto.

Conocemos de sobra y a ciencia cierta sus cualidades de “macho arrecho”, (que nos recuerda a Donald Trump).Siempre ha hecho gala de su misoginia, xenofobia y homofobia y en alguna oportunidad se declaró abiertamente admirador de Adolfo Hitler. Jactancioso, matón y camorrista, se comporta de manera abusiva e infamante, no solo de palabra sino también de obra, ya que no tiene arredro para “ponerle la mano” a quien se le oponga o le disguste y, sin amilanarse, ha proferido amenazas de muerte lanzadas a diestra y siniestra, mientras vocifera de manera soez contra aquellos que percibe como sus contradictores.

Se declara enemigo de la corrupción, pero tiene pendiente una causa judicial por corrupto, pruebas de lo cual ya se han hecho públicas y están en manos de los entes de control. (Suponiendo, claro, que los entes de control se vayan a mostrar inclinados a tomar algún tipo de acción, lo cual es bastante improbable en las actuales circunstancias). Si hemos de creer en el aforismo de que “el zorro pierde el pelo pero no las mañas”, bastante certeza podemos tener de a dónde irán a parar sus alegatos contra ese inmenso cáncer que corroe al país. Por otra parte, su carácter de rico empresario lo ubica entre las minorías opulentas, por lo que podemos saber con precisión que estará poco inclinado a preocuparse por los menos favorecidos.

La otra certeza es la de sus coqueteos con Álvaro Uribe, aunque él se empeña en negarlo de manera contundente. Para la muestra, un botón: hace poco, ante la discusión de un grupo de periodistas respecto a los perdedores de la jornada electoral del 29 de mayo alguien afirmó que el uribismo había sido uno de los grandes damnificados. José Obdulio Gaviria, peón del Centro Democrático, afirmó con una cínica sonrisa que: “…cuáles perdedores, si pasó Rodolfo Hernández”. Lo cual no viene sino a confirmar que el ingeniero no ha sido otra cosa que un plan C de Uribe, quien seguramente pretende continuar ejerciendo su influencia a través del veterano candidato, si es que este consigue llegara a presidente. Sobre todo, porque eso le devolvería la seguridad de continuar en total impunidad frente a los cuestionamientos que se le han hecho; mientras que, con Petro en la Casa de Nariño, no deja de haber una alta probabilidad de que la justicia, finalmente, lo envíe a la cárcel.

Así las cosas, no cabe la menor duda de que con Hernández el cambio será en el mejor estilo de la conocida afirmación de Lampedusa: “Cambiar todo, para que todo siga igual”, es decir, mucho maquillaje en las formas, pero poco o nada en el fondo. Podemos tener casi la más completa seguridad de que tal será el desenvolvimiento de las circunstancias políticas y sociales del país, si este individuo gana la presidencia.

Como puede apreciarse, la disyuntiva que hoy se nos plantea a los colombianos es de difícil resolución. Sin embargo, la conclusión del análisis gira alrededor de quién sería la mejor opción para asumir la presidencia del país. (“El menos peor”, dirían las abuelas). Con Petro nos embarga la incertidumbre y con Hernández nos abruma la certeza. Pero si bien el primero no deja de generar dudas, hemos de tener en cuenta de que, por lo menos, con él existe la posibilidad de que en Colombia se dé un cambio real que nos pudiera abrir el camino hacia una paz duradera, con justicia social y lucha frontal contra la corrupción y contra la miseria que hoy aqueja a un sinnúmero de compatriotas. Muchos interrogantes se alzan ante la posibilidad de que un gobierno de tal naturaleza, “de la izquierda”, como dirán muchos, realmente logre alcanzar los objetivos que se propone y no intente alterar el orden democrático y constitucional. En otras palabras, puede ser que sí o puede ser que no.

Con Hernández, por el contrario, todo son certezas: podemos tener la seguridad de que su gobierno no inducirá ningún cambio real en la situación social, política y económica del país. En vez de tener como presidente a un rapaz incompetente, tendremos a un veterano ineficaz, ramplón y pendenciero que, a falta de un programa de gobierno serio y coherente, no tendrá más remedio que improvisar sobre la marcha y caerá, con gran facilidad, bajo la férula manipuladora de esta corrupta clase dirigente que hoy pretende impulsarlo, cuyos alfiles se harán omnipresentes para guiar su presidencia por los senderos del continuismo. Su cacareado objetivo de la lucha contra la corrupción, simplemente se irá difuminando hasta desaparecer y Colombia seguirá empantanada en esta inmensa tragedia que hoy nos aqueja. Hoy por hoy pareciera que soplan vientos de cambio, pero podemos tener la seguridad de que, con el ascenso de Hernández al poder, habremos perdido la oportunidad de reencauzar nuestro rumbo. Tal es la certeza que, sin lugar a dudas, nos genera este candidato.

No la tenemos fácil, los colombianos. La decisión que tomemos este 19 de junio habrá de determinar el futuro de nuestro país a corto, mediano y, aún, a largo plazo. Enormes serán las consecuencias si nos equivocamos, eso lo tenemos muy claro. Pero lo que no podemos perder de vista es que repetir el descomunal error que puso a Duque como presidente puede llegar a ser muy costoso.

“Amanecerá y veremos”, dijo el ciego. Y un pesimista que lo escuchó, añadió: “y amaneció y siguió ciego”. Permítaseme a mí agregar: “Y un espíritu burlón que entre las sombras había, se reía, se reía…”

DE LA INCOMPETENCIA AL PERFECCIONISMO

Los seres humanos somos entidades versátiles, mutables y, sin lugar a dudas, imperfectas. Desde los albores de nuestra existencia, no hemos hecho otra cosa que deambular por la tierra y devanarnos los sesos en búsqueda de mayores y mejores condiciones de vida. Con gran tenacidad, a través del penoso e inevitable método del ensayo y error, hemos trasegado una y otra vez, tratando de encontrar una manera mejor de hacer las cosas. Y, pues, el hecho de que hayamos salido de las cavernas y puesto nuestros pies en la luna, de alguna manera indica que, hasta cierto punto lo hemos logrado.

No obstante, el extenso camino que hemos recorrido hasta hoy, con el listado de nuestros éxitos y nuestros fracasos, nos ha dejado varias lecciones que los seres de esta época hemos debido aprender, no siempre de manera fácil. Y, quienes han optado por ignorarlas o desconocerlas, tarde o temprano han debido pagar el precio de su imprudencia.

Al día de hoy a nadie se le ocultan verdades de Perogrullo, tales como la necesidad de ser modestos en el éxito y pacientes frente a la adversidad, la importancia de adquirir conocimientos y desarrollar habilidades y destrezas que nos aseguren un desenvolvimiento un tanto menos tortuoso en esta jungla caótica que es el mundo y, de una manera muy especial y primordial, la sensatez de no asumir tareas para las cuales no nos encontramos preparados ni capacitados; no por lo menos antes de haber recibido un entrenamiento conspicuo, mediante el cual se garanticen algunas significativas posibilidades de triunfo en la labor asumida.

Dicho lo anterior, el rasero con el que hemos de tasar el desempeño de Iván Duque en su desatinado paso por la presidencia de la nación, inevitablemente nos lleva a reflexionar sobre cuáles eran esas habilidades y destrezas que el imberbe candidato ostentaba para asumir la delicada tarea de hacerse cargo de los destinos de un país tan complejo y emproblemado como el nuestro. Ya entonces, aún antes de su cuasi abrumadora victoria en las elecciones, nos asaltaban las dudas respecto a su capacidad para la ingente tarea. Y hoy, al hallarnos ad-portas de su salida de la Casa de Nariño, quienes abrigábamos tan serias reservas hemos visto lamentablemente cumplidos nuestros más recónditos temores: el gobierno que termina estuvo caracterizado de manera permanente por una ineficiencia supina, unos pasmosos “palos de ciego” que condujeron a sobrecogedoras equivocaciones en aspectos tan importantes como la salud, la paz, la economía y el manejo de la pandemia. Todo ello enmarcado en la arrogancia torpe del señor Duque, sustentada tan solo por el hecho de ser el favorito de un político corrupto e inmoral, ensoberbecido por una megalomanía galopante, sobre el que pesan, dicho sea de paso, graves señalamientos de carácter criminal. Él fue quien impuso a Duque a dedo con la intención de que fuera su títere de cabecera para poder seguir ejerciendo control sobre el poder político, así, por interpuesta persona.

Nunca antes en la historia reciente de Colombia habíamos tenido que ser testigos de una debacle tan catastrófica en el manejo de esta pobre república. Haciendo caso omiso de las enormes necesidades de la población, aún antes de que se desatara la tragedia que todavía hoy azota a la humanidad, Duque siguió los dictámenes de su Presidente Eterno y orientó su quehacer hacia el favorecimiento de poderosos intereses económicos. Su fracasada reforma tributaria, esperpento destinado a cobijar a los industriales y banqueros, los verdaderos dueños del país, con prebendas ignominiosas, mientras pretendía exprimir al resto de los colombianos, fue tan solo una muestra de su incapacidad para sintonizarse con las verdaderas y urgentes necesidades de sus compatriotas. Eso sin ahondar en el procedimiento criminal (que, dicho sea de paso, debería llevarlo ante el tribunal de la Corte Penal Internacional), con el que afrontó las legítimas protestas ciudadanas, lo cual vino a equipararlo con ese otro verdugo de su pueblo, que es Nicolás Maduro.

Prolijo e interminable sería tratar de analizar aquí el cúmulo de errores, traspiés y sinsentidos que caracterizaron un gobierno cuyos múltiples calificativos al día de hoy podrían resumirse en uno solo: incompetencia.

Pero, “Es de insensatez el colmo pedirle peras al olmo” reza un antiguo proverbio. Duque carecía de la preparación, la independencia y la pericia necesarias para asumir la primera magistratura de la nación, puesta en sus manos con el único propósito de que se convirtiera en la marioneta de su mentor. A poco tiempo de haber iniciado su “mandato”, figuras de su propio partido manifestaban soterrada o abiertamente su inconformidad. Pero él no podía hacer más. No sabía hacer más. Durante todo un año apareció diariamente en televisión para “darse pantalla” y generar algún grado de credibilidad en su gestión. “Quien mucho habla mucha yerra”, dice otro refrán popular: y él no hizo sino hablar y hablar, ofrecer absurdos, mentir con desfachatez y enredarse en su propia verborrea hasta convertirse en el hazmerreír de propios y extraños. Los lapsus verbales que lo han llevado al ridículo no son otra cosa que una muestra de su torpe intento de conducirse como el estadista que no es, expresando ideas que, lejos de ser suyas, parecen extraídas de un libreto escrito por otros, asimilado apenas a medias y “leído” en medio de una confusa premura y con pasmosa desatención. Los colombianos no podemos más que sentir “vergüenza ajena” al tener que exhibir ante la comunidad internacional a un mandatario tan patético. Es bochornoso.

No obstante, los seres humanos somos, como ha quedado dicho, criaturas imperfectas. Y una cualidad que puede llegar a distinguirnos es la capacidad de reconocer nuestros propios errores, nuestras falencias. Ello nos da la posibilidad de enmendar nuestras equivocaciones y reencauzar nuestro desempeño en cualquiera que sea la tarea que hayamos asumido. ¿Hizo, ha hecho o hará, el señor Duque, tan valioso ejercicio? Hasta ahora, no. Quizás en un futuro. Pero el concepto que tiene de sí mismo es tan irreal, que resulta risible: él se declara como “perfeccionista” (?!).

Las circunstancias presentes del país nos conducen a un enorme sentimiento de estupefacción, frente a semejante afirmación. Colombia navega a la deriva en medio del caos, el hambre, la desigualdad y la impunidad. Las necesidades de los menos favorecidos se han visto multiplicadas exponencialmente, los líderes sociales son exterminados en un nuevo genocidio semejante a aquel cometido contra la Unión Patriótica, mientras que miembros del partido de gobierno manifiestan sin ambages que la salud y la educación “no son derechos fundamentales” y que, ante los reclamos de una sociedad pauperizada y famélica, lo que hay que hacer es armarse y modificar los códigos para que sea legítimo tomarse la justicia por mano propia. Todo ello sin que el presidente reaccione ante tamaño exabrupto. No nos queda sino preguntar: Señor Duque, ¿dónde está la perfección? A no ser, claro, que de lo que estemos hablando sea de una perfecta incompetencia, que sería la única manera en que este mandatario de opereta pudiera, acaso, haber desarrollado su perfeccionismo.

En este momento de inconmensurable oscuridad en el que nos desenvolvemos, la única perfección que el pueblo espera de Iván Duque, es que “recoja sus bártulos” y abandone un cargo que jamás debió ser suyo. Que se aparte de la vida pública y que, en el solitario refugio de su retiro, medite profundamente en los enormes perjuicios que su ineptitud acarreó a la nación y, eventualmente, cuando ya mayorcito, con más experiencia, (“con más peso en el…..”, decían los abuelos), reflexione al respecto, quizás se sienta motivado a ofrecer disculpas al pueblo colombiano. Aunque, claro, para asumir una conducta reflexiva de tal naturaleza, se requiere una entereza de carácter que, como es evidente, hoy no posee, y no sabemos si llegará a alcanzarla con el paso de los años. Solo el tiempo lo dirá.

APRENDIZ DE BRUJO

El título de las presentes consideraciones no hace referencia directa al magistral poema sinfónico de Dukas. La fuente de sustento es, más bien, la balada El Aprendiz de Hechicero, de Goethe, a partir de cuyo contenido se ha intentado hacer un parangón con las incomprensibles y absurdas circunstancias de improvisación y desgobierno en que se desenvuelve hoy nuestro país. Y, para estimular un poco la imaginación, bien podemos remitirnos a la adaptación realizada por Walt Disney en su película Fantasía, en la cual podemos basarnos para pintar el cuadro completo de lo que hoy transcurre frente a nuestros ojos.

Encontramos, en primer lugar, un siniestro personaje con enormes recursos, artista de la hechicería y la argucia, quien ordena, hace y deshace y que se vale de cualesquiera artimañas para alcanzar sus tenebrosos propósitos. Poderoso e inalcanzable, exhibe sus artes nefandas con inigualable pericia y se mueve a sus anchas en el contexto. Hace gala de un enorme poder y lo utiliza en el cúmulo de conjuros que constituyen sus oscuras artes.

Pero hemos de fijarnos en su fiel criado. Histriónico y acomodaticio, adulador hasta el servilismo y agobiado por las tareas que le encomienda su amo, las cuales tienen más que ver con el aseo y el mantenimiento doméstico que con el uso de poderes cabalísticos, el novato sueña con alcanzar el nivel de mágico desempeño de su maestro. Quizás supone que, una vez adquiridos los poderes, todo será cuestión de agitar la varita mágica y las cosas se resolverán solas, sin que llegue a ser necesaria la intervención de un grado superior de inteligencia.

Así, a la primera oportunidad, asume el papel del hechicero, se apropia de sus instrumentos de conjuro, (el capirote con lunas y estrellas, en el caso de la película de Disney), y monta todo un tinglado que pretende ser de alta teúrgia, pero que en realidad no va más allá de una parodia chapucera, un deplorable simulacro de dominio sobre fuerzas ocultas que le desbordan. En un principio las cosas parecen estar saliendo bien, (tal vez, si acaso, en la película). La escoba genera brazos y acarrea los cubos de agua con que se ha de llenar el pozo. Sin un cerebro consciente, pero con una Cabal diligencia, danza al ritmo de la varita mágica y va y viene, en cumplimiento de su misión.

Entusiasmado, el aprendiz agita sus brazos y pone en marcha otras portentosas fuerzas de la naturaleza. Y, poco a poco, el caos se va entronizando por todas partes, el pozo se rebosa mientras los cubos de agua continúan llegando y el pipiolo descubre de pronto que la situación se ha salido de control. Intenta detener lo que ha desencadenado, pero los recientemente animados objetos se vuelven contra él, desconocen su autoridad y continúan actuando, cada uno como rueda suelta, mientras el desbarajuste crece a su alrededor.

Como es de suponerse, el hechicero hace su entrada en escena, furibundo ante la debacle, y en un dos por tres reestablece el orden. El sirviente, abrumado por la magnitud de lo sucedido, halaga de nuevo a su maestro, tan solo para recibir un rapapolvo, luego del cual sale huyendo. Una vez más, el poder del eterno mago ha terminado por imponerse.

A estas alturas resulta difícil determinar si hemos estado hablando de la obra de ficción o, por el contrario, de la realidad de nuestro país. Hoy por hoy, hemos podido ver de qué manera un incompetente aprendiz se ha hecho con los elementos del poder. La única diferencia con el poema de Goethe consiste en el hecho de que, mientras en la balada, el sirviente aprovechó un descuido del mago para asumir una posición que no le correspondía, en nuestro caso presente ha sido claro que el hechicero, con un designio que a la fecha es todavía insondable,  introdujo al criado en el quehacer de los sortilegios y le permitió asumir el papel escénico. El pobre imberbe realmente se ha tragado el anzuelo; ha llegado a creer que es él quien realmente está al timón del barco, mientras que su amo, en la sombra, pero muy cerca, vigila todo movimiento y señala cada derrotero a seguir.

No obstante, para nadie es un secreto que el pozo ya comienza a desbordar agua, que el aprendiz ha comenzado a perder el control de las fuerzas puestas bajo su mando, especialmente por la supina impericia que gobierna la mayor parte de sus actos y de su oratoria, estéril y atolondrada. De manera lenta pero segura, ha ido convirtiéndose en el hazmerreír de propios y extraños y esa percepción se ha ido afianzando en el sentir de la gente, hasta el punto de que un importante número de sus correligionarios políticos lo mira con azorada suspicacia.

No cabe duda de que Iván Duque es un hombre decente y honorable, un político joven con una hoja de vida impoluta, que no carga a cuestas pasadas trapisondas y que cuyo único desliz ha sido el haber caído víctima del espejismo hipnótico y malsano del Hechicero Eterno. Obnubilado por ese canto de sirena, cometió la ingenua imprudencia de aceptar convertirse en títere, en aprendiz de brujo, para venir a asumir un cargo y una posición para los cuales, tal como la evidencia lo muestra, no estaba ni siquiera medianamente preparado. Los colombianos hemos asistido a la puesta en escena de semejante tramoya y ya circula como un secreto a voces, no solo entre los más sesudos analistas, sino también de boca en boca entre un número creciente de personas, el convencimiento de quién es el que mueve realmente los entresijos de esta presidencia. Pero, y entonces, ¿cómo se explican los desatinos en los que ha incurrido el inexperto mandatario? El único razonamiento coherente que podemos sugerir radica en el enorme esfuerzo que realiza día a día para convencerse a sí mismo y al resto del mundo de que ostenta una independencia en realidad inexistente. Y, entretanto, las ingentes soluciones que se requieren brillan por su ausencia, los proyectos puestos en marcha son una barahúnda inconsecuente de medidas que benefician a unos pocos y que lesionan a otros muchos y su actitud ambivalente e irreflexiva pone a nuestro país en el peligroso riesgo de convertirse en la cabeza de turco, frente a la crisis venezolana.

Todo ello sin mencionar el caos institucional que se ha ido asentando en el país por cuenta del desempleo, que se incrementa de manera alarmante; el vergonzoso espectáculo circense montado en el Senado a partir de las irreflexivas y absurdas objeciones a la JEP, berenjenal al que se arrojó de manera tanto inocente como tozuda y cuyas consecuencias apenas comienzan a hacerse evidentes; aparte de la ya casi inmanejable situación de orden público, adobada con el incidente de Dimar Torres, muerto en circunstancias por demás extrañas y exacerbado, además, con la torpeza arrogante y contraproducente del ministro Botero, cuyas falaces declaraciones constituyen un patético ejemplo de incongruencia y absoluta falta de escrúpulos, situación esta que amenaza con ser el preámbulo de una nueva era de falsos positivos. Como puede verse, fuerzas desatadas que el novel presidente se halla muy lejos de controlar.

¿Hay alguna previsible forma de solución para este desconcierto en el que nos hallamos inmersos? El barco se hunde a ojos vista y no se percibe la fórmula que pudiera aplicarse para remediar tan desastrosa situación. Infortunadamente, al retornar a la balada de Goethe, lo único que falta por ocurrir es la reaparición del mago para que ponga orden y detenga la hecatombe. (Caray, pero si él mismo había dicho que sin él, tal sería la situación en la que habría de caer el país).

Por esta razón hemos de suponer que no es gratuito el concepto que importantes analistas políticos han expuesto, en el sentido de que todo lo que hoy ocurre forma parte de un plan, tan ingenioso como malévolo, que la mente tortuosa del Hechicero Eterno habría fraguado con el único propósito de erguirse en medio de la catástrofe, enarbolando la bandera de la recuperación, el orden y el retorno a los valores de Tradición, Familia y Propiedad.

La única esperanza es que quede entre nosotros una suficiente cantidad de personas que logre sustraerse a su nociva influencia y que, llegado el momento, asuman con entereza la tarea de detener el avance del mesiánico y sus huestes. Será primordial no permitir que se nos infunda el miedo que estas gentes esgrimen como arma y que agitan frente a nuestros rostros para intimidarnos. De lo contrario, una nueva era de Seguridad Democrática, guerrerista y enemiga de la paz, falsos positivos, satanización de la discrepancia y continuo favorecimiento a los que más tienen, en detrimento de los que tienen poco o casi nada, se entronizará en nuestro suelo. El brujo recuperará su capirote, pateará el trasero de su incapaz aprendiz y nos impondrá, como un nuevo mesías, su segunda venida, mientras que todos los demás no tendremos más remedio que posponer el gustico.