DE MONARQUÍAS Y SENTIMIENTOS MONÁRQUICOS

Las presentes consideraciones hacen referencia a un tema bastante recurrente que se mantiene entre lo más destacado de los medios de comunicación con una pasmosa reiteración. Tal es todo aquello que se refiere a la vida, obra y milagros de los individuos pertenecientes a las casas reales europeas. A pesar del hecho incontrovertible de que tales castas solo son, al día de hoy, nostálgicos remedos de lo que fueron en épocas pretéritas, gentes de toda condición, no solo en sus mismas naciones, (lo cual es, por lo menos, medianamente comprensible), sino también en otras latitudes del globo y de una manera harto particular en la América Hispana, se desviven por mantenerse al día respecto a lo que estos personajes comen o dejan de comer, con quién se casan o con quién se acuestan, cómo se visten, (o cómo se desvisten) y, en general, qué hacen con sus vidas. No deja de ser un asunto bastante peculiar, por decir lo menos, que nos parece que merece cierto tipo de reflexión.

 

Por la historia sabemos que, desde tiempos inmemoriales, los conglomerados humanos buscaron siempre acogerse a la sombra de figuras preponderantes, individuos oriundos de su mismo clan, tribu u horda, que hubiesen mostrado ante sus congéneres algunas características que denotaban fortaleza, capacidad de liderazgo, y una adecuada y fructífera aplicación de estrategias a la hora de conseguir el sustento, proteger a la comunidad y alcanzar propósitos inmediatos que vinieran a satisfacer estas y otras necesidades básicas, imprescindibles para la supervivencia. Así, en todos los rincones del planeta, los incipientes grupos sociales reconocieron a tales seres como sus líderes naturales, acataron sus dictámenes y los siguieron con denuedo, en la paz o en la guerra, convencidos de sus capacidades para lograr el bienestar del grupo.

 

Según fuera el grado de desarrollo social de la comunidad, tales personajes recibieron varios apelativos, como khan, faraón, soberano, cacique, (término este último, aplicado a los líderes tribales en algunos núcleos socioculturales de los aborígenes del Nuevo Mundo) y, en última instancia, rey. Si bien no se dispone de abundante información sobre las comunidades primitivas, (aparte del hecho de que, en varias de ellas, los líderes se las arreglaron para convencer al pueblo de su origen supuestamente divino, de donde lograron derivar el principio de que su autoridad provenía de los dioses y, últimamente, de Dios), estamos en condición de asumir que estas posiciones de adalid se ejercían prácticamente de manera vitalicia y, cuandoquiera que el polvo reclamaba lo suyo, se transferían a su descendencia, bajo la firme (y por demás inexacta) convicción de que las notables cualidades que habían caracterizado al padre se transmitían a sus hijos. Así, grabaron su nombre a fuego en el crisol de la historia egregias figuras como Hammurabi o Licurgo, guerreros como Alejandro o Leónidas y dementes como Calígula o Iván el Terrible.

Los siglos se fueron sucediendo y las comunidades primitivas se fueron haciendo cada vez más complejas, se convirtieron en ciudades y luego en naciones. La mentalidad de los seres humanos evolucionó, estos se hicieron más y más fuertes para enfrentar el entorno, se diversificó el trabajo y el hombre, por medio de su inventiva, fue desarrollando cada vez más instrumentos que le ayudaron a convertir su vida, ora en un paraíso, ora en un infierno.

Pero de manera particularmente singular, la percepción que se tenía de aquellos denominados reyes se mantuvo incólume. Independientemente del grado de complejidad de las comunidades, de su desenvolvimiento ideológico o de nuevas y más sofisticadas formas de ver la vida, las figuras monárquicas fueron mantenidas en su sitial de privilegio, se las dotó de enormes prerrogativas en lo referente a su condición de existencia, su autoridad absoluta y su poder de mando, que les confería decisión de vida o muerte sobre sus súbditos y la posibilidad de determinar a voluntad el destino de sus pueblos. Como queda dicho, semejante fuero iba pasando de padres a hijos y se hacía extensivo a otros miembros del grupo familiar, ya vinieran a ser estos hermanos, primos o cónyuges.

No obstante, con el correr de los tiempos el objetivo primordial que había sustentado la existencia de la figura real, (capacidad de liderazgo y servicio a la protección de la comunidad), fue disipándose lentamente. Las principescas familias se rodearon de boato y lujo, para mantener los cuales no vacilaron en atribular a sus pueblos con onerosas cargas impositivas, reclutamientos forzosos en los muy frecuentes momentos de conflicto y abusos de poder que sojuzgaron a las gentes y les causaron hambre, temor y sinsabores sin cuento. Así, por ejemplo, no se equivocaba Maurice Druon al afirmar que: “Bajo el reinado de Felipe IV, Francia era grande y los franceses desdichados” (*). (En este caso, como bien sabemos, las cosas llegaron a un punto crítico de tolerancia cuando ese mismo pueblo francés, unos siglos más adelante, optó por sacudir el yugo y, de la mano de los librepensadores, llevó a sus reyes al cadalso.)

La evolución de la ideología del ser humano dio lugar a que se considerara viable la búsqueda de un modelo diferente de estructura gubernamental, en cuya selección pudiesen hallarse involucrados los diversos estamentos de la sociedad. No fue necesario ir muy lejos, puesto que el pueblo griego ya había concebido un sistema que pudiera satisfacer la necesidad sentida de las gentes, de participar de forma activa en la administración de sus comunidades. Había nacido el concepto de democracia. Y, paulatinamente, avanzando a través de los tortuosos caminos del devenir histórico, el modelo de un esquema republicano, en el cual todos los ciudadanos tenían el derecho de participar, elegir y ser elegidos, (bueno, por lo menos así constaba en el papel, aunque, claro, el papel aguanta todo, dicen),  se fue imponiendo en las naciones civilizadas y el principio monárquico, absolutista, unipersonal y hereditario fue hecho a un lado. (¿o no?)

Pues, al parecer, no del todo. Sería necesario llevar a cabo un exhaustivo examen de la psiquis del ser humano común y corriente, con el propósito de establecer las causas que dan lugar a que muchos pueblos en el Mundo Occidental, que se precia de poseer inmejorables rasgos de modernidad, desarrollo y cultura ciudadana, supuestamente pluralista y tolerante (?!), hayan optado por mantener en el seno de su configuración socio-político-económica, estructuras monárquicas no solo anacrónicas sino completamente inanes. De manera sorprendente y casi inexplicable, la Vieja Europa, con sus anales atestados de guerras, pestes, persecuciones y cacerías de brujas, dolencias de las cuales muchos de los reyes del pasado fueron total o, por lo menos, parcialmente responsables, mantiene a costa del erario público, es decir de los impuestos de todos los habitantes, a príncipes, reyes e infantes, algunos de los cuales fungen aún hoy como Jefes de Estado de sus respectivas naciones, conformando algo que no deja de parecer un contrasentido del esquema político-gubernamental contemporáneo y que de manera abstrusa y, hasta cierto punto de vista paradójica,  denominan sistema monárquico-parlamentario, en el que “el rey reina pero no gobierna”. (¿Y entonces…. como para qué sirve?). Por lo consiguiente, acaso no resulta del todo descabellado señalar aquí que el común denominador de todas estas castas de rancio linaje es, entonces, el carácter parasitario de sus integrantes que en poco o nada contribuyen al bienestar de sus pueblos y al progreso de sus naciones.

La gran pregunta es, no obstante: ¿se hallan los pueblos del orbe en un estado ideológico propicio y suficientemente evolucionado para suprimir de la realidad actual el obsoleto principio de la monarquía, de una vez por todas? Una rápida mirada a los que se precian de ser los pueblos más evolucionados de la historia de la humanidad, las ultra-contemporáneas naciones europeas de occidente, nos arroja un balance más bien desfavorable. Con notables excepciones, la realeza campea a sus anchas y las gentes parecen sentirse orgullosas de esto sea así.

Pero no es solo en el Viejo Continente donde se acunan soterrados sentimientos realistas de diverso grado de intensidad, (sin hablar de los regímenes autoritarios, herederos y recicladores de las viejas monarquías, que hoy existen en el continente asiático, ni de las estructuras casi tribales, de corte monárquico y dictatorial que perviven en tierras africanas). Incontables números de personas en el territorio americano mantienen su atención puesta en toda la información que puedan recoger, referente a los pormenores que enmarcan la existencia de los Windsor, los Grimaldi o los Borbón y todavía hoy, a casi un siglo de tiempo transcurrido, se abren debates “profundamente analíticos” respecto al derecho que tenía o dejaba de tener Eduardo VIII de Inglaterra para abdicar y casarse con Wallis. De igual manera, seguramente ha llegado hasta nosotros algún conocimiento de la vibrante emoción que anonadó a nuestras abuelas cuando la norteamericana Grace Kelly ascendió al trono de Mónaco, de la mano de Rainiero. Y, sin ir más lejos, no perdamos de vista la conmoción causada desde Alaska hasta la Patagonia, cuando Máxima Zorreguieta, argentina de nacimiento, se convirtió en la esposa de Guillermo Alejandro de Holanda. “América por fin tiene una reina. ¡Qué gran sentimiento de orgullo para nuestros pueblos!” (No podemos sino concluir que los tiranos de antaño hicieron una estupenda labor al sembrar en lo más profundo de nuestro ser la sumisa convicción del vasallaje). Así mismo, con desasosiego hemos de reconocer que numerosas personas a nuestro alrededor poseen o dicen poseer una mente democrática y republicana pero abrigan en sus pechos un corazón eminentemente monárquico-feudal. Muchos quisieran llegar a saber que un antiguo conde, duque, marqués o príncipe gravita entre sus antepasados. Ello les libraría de la carga “vergonzante” de pertenecer al ordinario vulgo y les daría el impulso de ascender a formar parte de esa exclusiva colectividad sangreazulada.

Una consideración adicional que se nos impone en este momento, es que hemos de ser conscientes de que cada pueblo tiene el derecho de mantener, mimar y proteger cualesquiera instituciones que cumplan con algún propósito del que se deriven el bienestar, la estabilidad y el futuro promisorio de sus integrantes. (¿Se ajusta la monarquía, en su estado actual, a estas condiciones? Ello es dudoso, por decir lo menos). De igual manera, aquellos esquemas que hayan causado o que llegasen a ser susceptibles de causar el detrimento social, político, económico y/o emocional a la comunidad, han de abolirse y de hecho han sido eliminados de la estructura gubernamental-administrativa, (El andamiaje infame de la Santa Inquisición, por ejemplo, fue suprimido en todas partes). Es lo que podríamos llamar “evolución de los sistemas sociales”. Por esta razón, acaso es plausible considerar que el mantenimiento de modelos arcaicos resulta inconveniente, cuando no total y absolutamente incongruente y en contraposición a los  movimientos de avanzada de la sociedad, especialmente si en ello se invierten valiosos recursos económicos que bien podrían tener destinos más productivos y fructíferos, si del beneficio de la comunidad se trata. Sin embargo, parece que la monarquía recibe un tratamiento diferencial y que las comunidades están dispuestas a sostenerla y mantenerla, a pesar de los muchos lunares que la aquejan.

La única explicación plausible que se nos ocurre, al reflexionar sobre las razones que sustentan tal determinación, si bien nos adentramos en el terreno de la conjetura, consiste en suponer que la pervivencia de tal institución se debe al hecho de que satisface arraigados y profundos sentimientos provenientes de tiempos pretéritos, pero que, por diversas razones, no han sido superados en el sentir colectivo de esos pueblos. (Nos referimos, por supuesto, de manera primordial, a los pueblos de Europa, tierra en que reyes y príncipes se desenvolvieron a su gusto y donde todavía hoy se aferran a sus deslucidos tronos, aún convencidos de ser mejores que el resto de los mortales.).  Acaso, la figura real rememora en sus mentes aquellas estelares épocas imperiales durante las cuales ellos fueron el centro del mundo e impusieron su poder (muchas veces a sangre y fuego), sobre comunidades más débiles, de las que sacaron enorme provecho en lo social, en lo político y, sobre todo, en lo económico. Solo así resulta comprensible que, aún hoy, en pleno siglo XXI, se arrulle en el seno de algunas estructuras socio-políticas a reyes, reinas, príncipes y princesas, como un legado nostálgico, melancólico, de todo eso que fueron (y que ya no son).

En conclusión, es explicable que el esquema de la realeza haya sido conservado por los pueblos europeos, de la misma manera que una madre atesora entre sus más valiosas pertenencias los dientes de leche de sus hijos, hoy convertidos ya en personas adultas. (Con la diferencia, claro está, de que, aparte del espacio que ocupen en un cajón, donde acumulan polvo, los dientes de leche no desangran el presupuesto familiar, como sí lo hacen las principescas familias al vivir en la opulencia, a costa de los ciudadanos).

Pero lo que no tiene ninguna justificación es que gentes de otras latitudes, en donde se sintió en el pasado el yugo colonial impuesto por reyes de otra época, se preocupen e indaguen sobre los coronados descendientes de quienes fueron los responsables de enormes tristezas, vividas por nuestros ancestros.

Nuestra vida actual es ya suficientemente complicada, habida cuenta de la lucha por el diario sustento en un contexto social por demás deshumanizado, en el que descuellan el hambre, el analfabetismo, la indigencia y otras cuantas miserias que aquejan a grandes conglomerados de la población, mientras que nuestros líderes exhiben sin pudor la codicia, la ambición de poder y el desprecio por las necesidades de sus congéneres, mientras se arrojan en los brazos de la corrupción, el peculado y el prevaricato. Con todo esto tenemos más que suficiente, para que vayamos a fijar nuestra atención en castas y linajes ajenos a nosotros, relativos a unas gentes que, al igual que los prohombres de estas latitudes, desprecian a los demás y mantienen sus estériles existencias a costa del trabajo de sus pueblos. De una vez por todas, ya es hora de que se acalle para siempre ese grito de: “Viva nuestro rey Fernando VII”, que se acuna en el fondo de muchos corazones.

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(*) DRUON, Maurice, El Rey de Hierro, Círculo de Lectores S. A., Barcelona, 1973, p. 11.

ACEFALIA

Un acucioso periodista, con mucha intención, le dedicó a Andrés Pastrana, cuando era presidente, el título de la conocida obra de Kundera: La Insoportable Levedad del Ser. Más allá de la relación probablemente inexistente entre Tomás, el protagonista y Andrés, el presidente, el sentido de la dedicatoria tenía que ver con la que era ya entonces una evidente característica del mandatario: su irrelevancia, no solo frente a su cargo sino en relación con la incidencia que toda figura política debe tener en las circunstancias y los derroteros que sigue la nación, especialmente si se es el presidente. Como bien hemos podido apreciarlo a lo largo de los años, esa insignificancia ha ido profundizándose hasta el punto de que le haya sido necesario “arrimarse” a la ominosa figura de Uribe, para poder llegar a ser alguien en el panorama nacional, sin lograr otra cosa que convertirse en hombre de paja, en el idiota útil al servicio de los oscuros propósitos que animan al jefe del Centro Democrático. (Como jocosamente diría Daniel Samper Ospina: pobre.)

Desde entonces no había padecido el país un desgobierno tan evidente y sobrecogedor como el que se vive en la actualidad. Transcurridos unos meses desde su posesión, la imagen de Iván Duque ha ido difuminándose, haciéndose cada vez más etérea, fantasmal, casi inexistente, mientras Colombia naufraga en medio de los diversos temporales que la agobian.

Para empezar, démosle un vistazo a los primeros nombramientos: Manejados los entresijos del poder por la Eminencia Gris del Presidente Eterno, un personaje tan siniestro como Alejandro Ordóñez y otro con una figura que sería risible si no fuese patéticamente tragicómica, como Francisco Santos, han sido designados en importantes cargos en el extranjero, en posiciones que requerirían verdaderos estadistas, individuos con una mente lo suficientemente amplia para tener a cargo los intereses de todos nosotros frente a las potencias del orbe, sobre todo en los momentos actuales, cuando el timón de la nación más poderosa del planeta se halla en manos de un atrabiliario fantoche, inepto y corrupto, que amenaza con sus torpes bandazos la seguridad de todos los pueblos del orbe; pero bueno, ya afirmaba un expresidente, sin el menor reato de conciencia, que a esos cargos no se llega a prestar servicios, sino por servicios prestados.

Ahora veamos: el fiscal general de la nación, la persona encargada de perseguir a los delincuentes y hacer caer todo el peso de la ley sobre los transgresores, se halla en este momento  en la dudosamente ética posición de investigarse a sí mismo, dentro del espantoso lodazal de corrupción y crimen del escándalo de Odebrecht en el que, se percibe, él mismo fue un aplicado participante. Y, lejos de apartarse del cargo con gallardía (¿sabrá Néstor Humberto Martínez qué es eso?), monta en cólera, descalifica y amenaza, mientras el enredo se hace más y más intrincado y la gente de a pie se reafirma en su convicción de que “nada va a pasar.” (¿Cómo podría pasar algo en un contexto en el que se halla directamente implicado uno de los “cacaos” más poderosos del país?)

Por otro lado, al tiempo que el gobernante se reúne con ese ícono de la vida nacional, pilar artístico de la comunidad y magno representante de la expresión poética y musical de nuestra cultura, Maluma, y dedica valiosos instantes de su ocupadísima agenda para meditar con filosófica profundidad sobre la trascendental importancia de los 7 enanitos, estudiantes, maestros, trabajadores y gente del común marchan por la ciudad capital, pidiendo que ese a quien eligieron mas de diez millones de votantes los escuche, preste atención a sus vitales demandas y se reúna con ellos para buscar una solución a sus enormes problemas. Todo en vano. Al parecer, para el Señor Presidente ellos no existen.

Ha de examinarse también el estado en el que se encuentran los proyectos bandera del gobierno: la reforma tributaria y la reforma a la justicia. En el primer caso, convendría que alguien le señalara al ocupante de la Casa de Nari, que el eufemismo con el que intentó camuflar el tan sonado incremento de la carga tributaria para la gente del común no tuvo el efecto encubridor que se pretendía. Hoy es de pleno dominio entre la opinión pública el hecho incontestable de que el señor ministro de hacienda, por lo demás un individuo salpicado por sospechas y casi certezas de corrupción, intenta aliviar la carga impositiva de los grandes conglomerados económicos y de los más acaudalados mediante el socorrido recurso de abrumar todavía más, con nuevos tributos a la clase media. Todo ello, afirma, para alcanzar los fondos que requerirá el Estado para su funcionamiento en el próximo año y como resultado del hueco fiscal dejado por el gobierno anterior. Pero, aparte de las afirmaciones que se han hecho en el sentido de que hay fondos que no se han utilizado y que no existe el tal hueco fiscal, lo que bien sabemos es que no se intenta cubrir un faltante de dinero sino obtener los recursos para mantener el desbordado gasto público, sin las más elementales restricciones.

Pero lo más bochornoso ha sido el tránsito que este proyecto ha tenido en el Congreso. Muchos de sus miembros, acaso dolidos ante la renuencia del gobierno a “untarles” la mano con la famosa mermelada, se han opuesto a vapulear a la gente común con el esperpento que se propone. Y, por lo consiguiente, la estructura de la tan cacareada Ley de Financiamiento ha ido quedando convertida en una colcha de retazos, con una cantidad de inconsistencias y contradicciones que habrán de significar enormes penurias para todos. Y, ¿qué dice el presidente? Se limita a hacer mutis por el foro, como si lo que está sucediendo no tuviera nada que ver con él.

La justicia, que debería ser la piedra angular de la existencia misma del Estado y que, como todos sabemos, también cayó víctima de la carcoma perniciosa de la corrupción, requiere de una urgente reforma. Sin embargo, los elementos centrales del proyecto que acaba de perder la batalla en el Congreso no tuvieron el peso suficiente para alcanzar ese importante logro; y ha de añadirse que, de todas maneras, intentaba atacar la fiebre en las sábanas, sin comprometerse de verdad con los enormes lunares que aquejan a este importante estamento republicano. Acaso la única ventaja de lo que ha ocurrido venga a ser el que los amañados recortes proyectados para la acción de tutela quedaron sin efecto. A la fecha, nada se sabe de lo que piensa el señor Duque respecto a esta situación.

Y sigue la fiesta. La terna propuesta para la farsa del fiscal ad hoc, ha sido repudiada por inconveniente. Aún después de la renuncia de uno de los ternados y su inmediata sustitución, no parece haber garantías de que vaya a tener lugar una investigación independiente, que busque en forma seria esclarecer los hechos. De todas maneras, mientras el señor Fiscal se mantenga atornillado a su cargo, convertido de alguna manera en juez y parte de este vergonzoso episodio, las opciones de llegar a la verdad son más bien limitadas, por no decir que nulas.

El señor Duque ha respaldado con denuedo su propuesta, pero, ¿de dónde procede este ánimo defensor? Podríamos suponer que es el resultado de su amplia experiencia como político y hombre de Estado, si tales destrezas fueran realmente suyas. Sabemos que no es así; pero en cambio, no debemos olvidar quién lo puso donde está ni cuáles son los enormes intereses que se juegan en este infamante capítulo de nuestra historia nacional.

Y, si no fuera suficiente, miremos en qué quedó el compromiso de radicar y respaldar los puntos de la fallida consulta anticorrupción. Luego de haberse invitado a los promotores a una mesa de trabajo para conformar un proyecto que habría de presentare en el Congreso con carácter urgente, simplemente ello no ocurrió, la mayoría de los puntos no fueron siquiera discutidos y el texto se fue quedando en el olvido, sin que el Primer Mandatario se haya dignado tener en cuenta la voluntad de más de once millones de votantes.

Ah, pero eso sí: se ha planteado la posibilidad de resucitar la tarjeta profesional de periodista, lo cual, de acuerdo con representantes del oficio, tiene como objetivo limitar la fiscalización de la prensa y conseguir elementos para lograr amordazarla, intimidarla y hasta extorsionarla. Algunas importantes figuras de la política nacional, (como el Fiscal Martínez, por ejemplo), congresistas, alcaldes, gobernadores y otros, han interpuesto toda clase de recursos para impedir que la tarea periodística se desarrolle con la plena libertad que, supuestamente, garantiza la Constitución.

Y, por otra parte, el ministro Botero lanza las Fuerzas del Orden contra manifestantes inermes, con la consecuente cuota de heridos y lesionados y con el incuestionable argumento de que es necesario “imponer el imperio de la ley”. En este momento, no sabemos lo que piensa el presidente de tal situación. (Y ¿hablaban de “venezolanización? ¿Qué puede colegirse de estos intentos de bloquear el derecho a la manifestación pública o la velada mordaza a la libertad de prensa? ¿No están tan sutiles procedimientos a la altura de los manejos llevados a cabo por Maduro y sus secuaces?).

Así las cosas, a estas alturas nadie sabe con certeza lo que le espera al país, habida cuenta de las inexpertas manos que se hallan al frente, que debieran señalar el camino y mostrar entereza y determinación, pero que, por el contrario, no han hecho otra cosa que dar claros ejemplos de impericia y de una supina incapacidad para desempeñarse en el cargo que les señaló la democracia.

Sin embargo, (“piensa mal y acertarás” dice un colombianísimo y sabio adagio), todo el tinglado no deja de tener un tufillo a montaje. Quienes meditamos angustiosamente sobre la suerte de la nación, no podemos dejar de plantearnos varios interrogantes, para los cuales todavía no tenemos ninguna respuesta:

¿Cuál fue el propósito real que tuvo Uribe para elegir al más inexperto e incapaz de su camada?

¿Qué se propone el jefe del Centro Democrático al jugar a dos bazas, apoyando al gobierno en algunas cosas y oponiéndose a otras?

¿En qué momento descubrirá finalmente sus cartas, para mostrarnos sus verdaderas intenciones, las cuales por ahora no podemos sino suponer?

¿Estaba la caída en picada de la popularidad del presidente entre sus elucubraciones, para generar un clima que, de alguna manera, le vaya a resultar finalmente favorable?

El expresidente es un individuo muy avezado en las lides de la política, las cuales, desde tiempos inmemoriales, conllevan una abundante dosis de triquiñuela y manipulación. Por este motivo consideramos que nos asisten suficientes razones para suponer que lo que está sucediendo forma parte de un plan a mediano o largo plazo, que le representará enormes réditos en lo político y que, de paso, de alguna manera ayudará a poner punto final a las investigaciones que se le siguen por diversas irregularidades. ¿Habrá pensado en una nueva modificación del articulito para intentar volver a hacerse con el poder? Absurda idea, pero con él, nunca se sabe. O bien podría ser que su solapada intención sea que se genere un caos institucional enorme e inmanejable, de modo que el pueblo soberano (entiéndase, los grupos económicos, los industriales y empresarios, los socios del Nogal, del Jockey y del Country), determine ir en su busca: “Presidente Eterno, ¡salve usted la patria! Quienes no nos dejamos embaucar con su retórica ampulosa e incendiaria no podemos menos que observar con creciente preocupación de qué manera, agazapado en la penumbra, se apresta para dar el zarpazo.

Y entretanto, el país se encuentra sumido en una acefalia sin precedentes y los ciudadanos miramos con desolación la forma en que los incontables problemas que nos aquejan amenazan con dar al traste con la poquita buena salud mental que nos queda. ¿Y quién podrá defendernos?

VERGÜENZA

A pesar del hecho de que más de once millones de colombianos participaron en la consulta anticorrupción, la cantidad de sufragios no fue suficiente para que se alcanzara el umbral dispuesto de 12 millones cien mil. En consecuencia, como lo han manifestado los medios de comunicación, la votación no es vinculante, es decir, no sirve para absolutamente nada. A esta hora, los cuarenta y más ladrones que han convertido nuestras instituciones en antros de inmoral descomposición, han de estar carcajeándose a mandíbula batiente, no solo a causa del resultado como tal, sino ante el hecho incontrovertible de que nosotros, el dizque pueblo soberano, tuvimos la oportunidad, pero fuimos incapaces de ponerle el cascabel al gato.

Diversas circunstancias se conjugaron para que esto, que hoy constituye un bochornoso episodio de nuestra historia a los ojos de los demás pueblos del orbe, se haya dado de manera tan contundente y se torne, de paso, en la más fehaciente prueba de que esa caterva de corruptos que desangra al país y nos despoja de recursos que necesitamos con dramática urgencia, tiene mucha más fuerza, poder de convicción y, aún, de intimidación, frente al colombiano del común, de lo que muchos hubiéramos podido imaginar. Todavía sin que hayamos alcanzado a abrir los ojos a las consecuencias e implicaciones de lo ocurrido, en apenas un lapso que no alcanza los cinco años, (tal como lo expresa el ‘meme’ que circula por las redes sociales y del que me apropio en este momento), nos hemos convertido en el pueblo que le dijo “no” a la paz y “sí” a la corrupción.

Sería un ejercicio interesante, (si bien totalmente inane), tratar de establecer de qué manera un puñado de delincuentes ha logrado imponerse al sentir del común. En otras palabras: ¿qué ocurrió con el resto de los votantes, que se quedaron en sus casas y torpedearon, de esa forma, una iniciativa sin precedentes, que solo pretendía poner coto a tanto abuso?

Es un hecho que la propaganda fundamentada en medias verdades, engaños y francas y abiertas mentiras hizo mella en un amplio porcentaje de la población. Siguiendo el principio de Goebbels, esas oscuras fuerzas que, desde hace ya bastante tiempo se han propuesto engañar al país, se dedicaron a difundir frecuentes y abundantes falsedades, convencidos de que estas, ampliamente repetidas, habrían de calar en las mentes de algunas gentes que terminarían aceptándolas como verdades de a puño. Al igual que lo que ocurrió con el plebiscito, en el que lograron que la gente saliera a votar berraca, esta vez consiguieron que la gente se emberracara y no saliera a votar. (Lo cual nos da la oportunidad de apreciar en su verdadera dimensión la naturaleza tortuosa y rocambolesca de esos que fungen como salvadores y refundadores de la patria, pero que no son otra cosa que inescrupulosos oportunistas dispuestos a vender sus conciencias a cambio de una venganza personal o una cuota de poder y los beneficios que ello conlleva).

Cabe señalar, sin embargo, que esos millones de colombianos que constituyen más del 50% del electorado que casi nunca vota, conforman un grupo bastante variopinto. A grosso, en el caso que nos ocupa, podemos percibir que se dieron en este conglomerado hasta 3 grupúsculos diferentes, en virtud de los motivos que causaron su abstención:

Encontramos en primer lugar a aquellos que se benefician directa o indirectamente de la pesca en el río revuelto de este incontenible desbarajuste institucional que aqueja a nuestro pobre país. Ellos siempre tuvieron muy clara la necesidad de mantenerse alejados de las urnas, ya que una eventual victoria de la consulta les habría afectado de manera específica sus intereses y sus bolsillos. Su denodada tarea fue desprestigiar el proceso y a quienes lo respaldaban, para lo cual, como ya ha quedado dicho, no vacilaron en acudir a toda clase de tretas, planteamientos falaces y abundante desinformación. El propósito final era enturbiar el ambiente y generar confusión en el ciudadano de a pie. Y, siendo, como somos, un pueblo poco enterado y fácilmente manipulable, bien podemos decir que el objetivo se alcanzó ampliamente.

A ellos se suma otro grupo de gentes, pertenecientes a las clases mejor acomodadas. Su opulencia, las más de las veces proveniente del duro trabajo de generaciones, (con claras y bien expuestas excepciones), les ha otorgado unas condiciones de vida privilegiadas que, a la fecha, (por lo menos así lo perciben sus integrantes), dependen en gran medida de que se mantenga intacta la dinámica de los actuales engranajes que mueven la estructura de la sociedad. Para ellos la corrupción no es absoluta, sino que, por el contrario, tiene varios matices. Miran como inaceptable que un funcionario pague sobornos para obtener un jugoso contrato, pero valoran grandemente la posibilidad de poder realizar una llamada telefónica a la persona indicada cuando se trata de lograr un cupo educativo, un crédito financiero o la renovación de una licencia. (O bien, para que un incómodo expediente judicial se dilate, traspapele o desaparezca, especialmente cuando el sindicado cuenta hoy con la inestimable ventaja de que su llamada telefónica lo comunica directamente con la oficina presidencial). Son ellos quienes han dado lugar al difundido aforismo de que lo peor de la rosca es no estar en ella. Hacen gala de un pensamiento altamente conservador, creyeron a pie juntillas el sofisma de que la venezolanización de Colombia era inminente y, en el caso específico de la consulta, aceptaron como verdades reveladas los embustes difundidos, por lo cual optaron por la abstención. Al igual que el conjunto descrito inicialmente, estaban protegiendo sus intereses.

Un segundo grupo estaría conformado precisamente por ese conglomerado de personas que poco se informan y menos entienden los intríngulis de los procesos políticos que se desenvuelven a nuestro alrededor. Son gentes honestas y trabajadoras que abominan los múltiples embrollos que día a día destapan la prensa hablada y escrita, que han logrado entender hasta cierto punto lo que los corruptos nos hacen a todos. Les gustaría que las cosas fueran de manera distinta y se abisman y soliviantan cuando se enteran de las engañifas a que recurren los inmorales para enmascarar sus trapisondas y salirse con la suya. Ante su desconocimiento de los pormenores de este intrincado contexto, se mantienen atentos a los datos que se suministran a través de la prensa y de las redes sociales, y su sentir se bambolea cual veleta, al tenor de los vientos que soplan. No ven que algún tipo de acción ejercida por los ciudadanos pueda tener efecto sobre el caos; son testigos de las burdas maniobras que aquellos sorprendidos en flagrante delito interponen para eludir la acción de la justicia y, por lo demás, han podido apreciar que, a lo largo de los lustros, los deshonestos nunca han sido debidamente sancionados. Ante su poca información, escuchan y dan crédito a lo que dicen las encuestas, (muchas de las cuales, como sabemos, son absolutamente falsas y no tienen otro objeto que desinformar) y optan por sufragar o dejar de hacerlo, según sea el sentimiento que abriguen en el momento de la elección. Pero el hecho más grave es su pérdida de fe en el país, sus instituciones y sus dirigentes. Con frecuencia, para ellos, aparte de alguna duda que pudiera llegar a generarse, ir al puesto de votación constituye un desperdicio de tiempo y esfuerzo, ya que han terminado por convencerse de que nada va a cambiar.

Así, es principalmente a este grupo hacia el que van dirigidas las tergiversaciones informativas, de tal manera que cualquier posibilidad de que sus integrantes pudieran poner en duda la supuesta inutilidad de las medidas que otros intentan aplicar, se vea desarticulada, ensombrecida y rotulada con una etiqueta inminente de fracaso.

El tercer conglomerado se halla constituido por los apáticos. Estas personas abrigan una supina indiferencia hacia todo aquello que implique comprometerse, asumir algún tipo de posición frente a los hechos o considerar que ellos podrían llegar a ser agentes de cambio. En resumidas cuentas, les importa un rábano lo que suceda a su alrededor, mientras no les afecte de manera directa. Miran el expolio y el desgobierno como asuntos cotidianos y solo se preocupan por ellos mismos, sus intereses y su comodidad. Solo reaccionan ante circunstancias que supongan un desmedro de sus condiciones de vida: limitantes como el pico y placa, por ejemplo, o campañas socioculturales con intenciones de hacer más llevadera la convivencia de las gentes. Su egoísmo no conoce fronteras y jamás se mostrarían dispuestos a asumir una actitud o posición que los saque de su zona de confort. Muchos no han votado jamás y se enorgullecen de ello.

Así las cosas, tan solo un tercio de la población legalmente habilitada para votar acudió a las urnas. Analistas poseedores de un elevado nivel de optimismo han manifestado que la votación, si bien no alcanzó el umbral necesario, constituye una victoria para sus promotores. Acaso pueda verse como tal, si consideramos el loable esfuerzo de lanzarse contra la corriente a buscar un objetivo que levantaba tanta ampolla y que, en un país como el nuestro, bien hubiera podido significar un grave riesgo para su bienestar y su seguridad. Constituye también un honor la satisfacción del deber cumplido frente a sus propias convicciones, amén de las enormes dificultades que la tarea planteaba, ya desde el mismo comienzo. Y, por supuesto, la complacencia que representa el haber generado una nube de temor entre los sinvergüenzas, la cual se puso de manifiesto en la inmensa campaña de desprestigio que estos montaron para tratar de atajar la indignación ciudadana. Pero por lo demás, todos perdimos en ese domingo. Lo que hubiera podido transformarse en un triunfo del pueblo contra el latrocinio y el saqueo se quedó en algo que no alcanza ni siquiera la categoría de victoria pírrica. Aunque mucho nos cueste reconocerlo, no puede cabernos la menor sombra de duda: ganó la corrupción.

Frente al hecho cumplido, no tiene sentido consumirnos en lamentaciones inútiles. “Las cosas son como son y no como debieran ser”, dijo alguien alguna vez. Por mucho que nos pese, no nos queda otro recurso que reconocer que el cáncer endémico que lleva consumiendo nuestra existencia como nación desde tiempos inmemoriales está hoy más vivo y fortalecido que nunca, sobre todo después de esta batalla en la que estuvimos a punto de ponerle un freno, pero no lo logramos. Infortunadamente, no estuvimos a la altura de las circunstancias históricas y el único sentimiento que podemos abrigar es el de una inconmensurable y profunda vergüenza.

CORREVEIDILE

La historia política de nuestro país no es precisamente encomiable ni digna de ser considerada como un modelo de estructura gubernamental, social, económica o humana. Incontables circunstancias que podrían ser miradas como tragicómicas, si no fuesen tan funestas, dan lugar a que la nuestra sea, en el mejor de los casos, una concatenación de acontecimientos mitad fortuitos y mitad fríamente calculados por una plutocracia elitista que ha afincado sus tentáculos en todas y cada una de las instancias del Estado, con el único propósito de obtener cuantiosos beneficios, (contexto en el cual se han acuñado aforismos tales como la ley es para los de ruana o el ignominioso e infamante usted no sabe quién soy yo, muestras inquietantes de una cultura social fundamentada en la exclusión y en el fomento de privilegios concebidos para una minoría selecta).  Tal ha sido nuestro karma a lo largo de los lustros, y poco o nada hemos podido hacer los demás miembros de la población, para lograr un cambio significativo.

Los personajes que han ascendido al solio presidencial siempre han salido de ese grupo minoritario el cual, de manera habilidosa, ha manejado los entresijos del poder para relegar a cualquiera que pudiera poner en riesgo su hegemonía. Y, cuandoquiera que las triquiñuelas no han sido suficientes para alcanzar este objetivo, no ha vacilado en recurrir a métodos más expeditos. Las muertes de Gaitán, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Pizarro y, aún del mismo Galán, además del genocidio sistemático llevado a cabo en contra de los militantes de la Unión Patriótica y los recientes asesinatos de líderes sociales y comunitarios, junto con la descalificación de los evidentes motivos y la “vista gorda” cómplice del gobierno, dan buena fe de ello.

En tales circunstancias resulta un tanto irrisorio el que la sociedad de hoy se rasgue las vestiduras como resultado de la conducta, por demás inconsecuente y torpe, del presidente electo en su entrevista con el rey de España. No cabe duda de que su manera de actuar como recadero, como lacayo, en lugar de comportarse con la dignidad de un verdadero dirigente, constituye una vergüenza enorme para el país que, supuestamente, dice representar. Pero tampoco es para tanto; no debemos olvidar que no es la primera vez (y seguramente no será la última), que el presidente de los colombianos se pone en ridículo, “hace el oso” o simplemente se despoja de su magna investidura para asumir actitudes banales o vergonzantes, que desdicen de la solemnidad de su cargo o de la rectitud meridiana que debiera ostentar quien lo ocupa. Sucesos del pasado son fehacientes testigos.

El presidente Valencia tenía algunas preferencias muy particulares y es de público dominio que se escabullía de Palacio y eludía la vigilancia de su servicio de seguridad, para ir a satisfacerlas. Misael Pastrana recibió del gobierno norteamericano un trozo de roca lunar y, al concluir su mandato, se la llevó para su casa. Solo algún tiempo después alguien planteó que la donación no se le había hecho a la persona sino al cargo y que, por lo tanto, le pertenecía a la nación; en consecuencia, se vio obligado a devolverla. (Eso sin mencionar el deshonroso subterfugio orquestado en su favor por el gobierno de Lleras Restrepo, que lo llevó a la presidencia). De boca en boca circularon las referencias a la conducta disipada de Julio César Turbay, cuyo momento culminante tuvo lugar en una recepción oficial durante la cual, ya afectado por los humos espirituosos del alcohol, pidió a gritos a la banda musical que volvieran a tocar “El Polvorete”. Mandatarios más recientes han incurrido así mismo en actitudes cuestionables que, en mayor o menor medida han dejado sentir su nefasto efecto sobre la nación. Samper afirmó que la financiación de su campaña, por parte de un grupo de narcotraficantes, había sido “A sus espaldas” y se aferró al poder, aún en contra del más elemental sentido de la decencia que habría cabido esperar de un gobernante tan controvertido. “No estarían cogiendo café” dijo Uribe y de un plumazo avaló el crimen de lesa humanidad de los llamados falsos positivos. “El tal paro camionero no existe”, dijo Santos, mientras regiones del país sufrían desabastecimiento por la huelga del gremio.

Si bien los ejemplos citados hacen referencia a manejos y comportamientos debatibles y ampliamente impugnados, son todos y cada uno, ejemplos representativos de la forma en que la mencionada élite gobernante vive y siente respecto al país, a su gente y hacia lo que ellos conciben como su derecho inalienable a perdurar y prevalecer. Así las cosas, lo que se percibe hoy como la enorme metedura de pata de Iván Duque, no viene sino a ser un mal menor, un pecado venial, producto de una supina inmadurez, de la impericia en materias de Estado y política y, sobre todo y por encima de todo, de su figura de comodín, colocado en esa posición, no por sus méritos de estadista y político avezado sino precisamente por esa inexperiencia que lo incapacita desde ya para asumir su cargo con autonomía e independencia y que lo convierte en un personaje maleable, dócil y que no vacilará en plegarse a la voluntad esperpéntica de quien lo catapultó a la Casa de “Nari” y que, no nos quepa la menor duda, planea ejercer su poder omnímodo, por interpuesta persona.

No faltan, claro está, quienes consideran que la percepción que se tiene de lo que está por ocurrir en el nuevo gobierno es derrotista, injusta y se halla poco sustentada. Sin embargo, los rayos y centellas que se alcanzan a vislumbrar en el horizonte son un elocuente vaticinio de lo que se avecina. Hay varios botones de muestra que pueden citarse para respaldar el sentimiento pesimista que agobia a una importante cantidad de ciudadanos:

El designado Ministro de Hacienda es un ominoso tecnócrata, causante, entre otras cosas, de las reducciones impuestas a los pensionados mientras se convertía en el adalid de bochornosos incrementos salariales y prestacionales para la clase política, y quien no ha dejado de aseverar con firme convicción que “el salario mínimo es exorbitantemente alto”. El Ministro de Defensa ha expresado sin ambages su opinión sobre la necesidad de “reglamentar la protesta social”. La senadora Paloma Valencia se ha entretenido en armar un confuso tinglado que pretende dar al traste con la JEP, como un primer paso en el proceso de hacer trizas los acuerdos de paz. Todo ello bajo la mirada complaciente de su jefe político, el Presidente Eterno, quien a pesar de las serias acusaciones que pesan en su contra, ostenta hoy un vergonzoso nivel de impunidad y una incomprensible condición de hallarse por encima de la ley y lejos de cualquier acción de la justicia. (El llamado a indagatoria por parte de la Corte Suprema de Justicia podría significar que algo se está haciendo para cambiar eso, pero…. aún está por verse).

De todo ello se desprende que el discreto papel de “correveidile”, representado por ese a quien diez millones de colombianos eligieron como su Primer Mandatario, no es otra cosa que un augurio más de lo que le espera al país y a la población durante los próximos cuatro años. La mano de su mentor seguramente se dejará sentir sutil o palpablemente en el ejercicio de sus funciones y será cuestión de ver hasta dónde llega la influencia del titiritero en el comportamiento de su títere. Una particular importancia habrá de tener la forma en que decida llevar a cabo la tan mentada “unificación” de las instancias judiciales en lo que han dado en llamar una “supercorte”, que, suponemos, se constituirá en un tribunal de bolsillo, cuya principal función será la de archivar y desaparecer ciertos incómodos procesos, actualmente en curso.

Como puede apreciarse, el panorama político está lejos de ser claro. Se apercibe un tercer mandato del Eterno, y todos aquellos que hayan sido sus críticos se verán en condición de vulnerabilidad frente los diversos grados de revancha que conciba su ampulosa soberbia. Ya han tenido lugar violentas amenazas a eminentes periodistas que algunos de sus más acuciosos áulicos han venido adelantando y que hacen que comience a cernirse sobre nosotros un clima de temor e inestabilidad. Tal como lo expusieron en su momento importantes pensadores y analistas políticos y sociales, la elección de Iván Duque constituye una lamentable regresión en el proceso de desarrollo político y social de nuestro país y nos devuelve a situaciones que parecían ampliamente superadas.

Ojalá que las anteriores consideraciones no sean más que el producto de un excesivo pesimismo. Porque, de otra manera, oscuros momentos se avecinan para todos. No obstante, independientemente de cómo resulten las cosas y, aún, a pesar de ello, Duque ha sido el presidente elegido por el pueblo en esta curiosa y frecuentemente incomprensible democracia de carnaval. Y ya lo dijo Joseph de Maistre (y lo repitió Winston Churchill): “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

NIVEL DE INCOMPETENCIA

Luego de un primer semestre caótico, caracterizado por incomprensibles “palos de ciego” y una verborrea estéril, vacilante y pueril, el señor Trump casi que ha tocado fondo en su desacertado manejo de la presidencia, al asumir la actitud de la que todos hemos sido testigos, frente a los trágicos hechos acaecidos en Charlottesville. De manera dolorosa debemos reconocer, sin embargo, que el curso de los acontecimientos y la tibia y ambivalente respuesta del Jefe del Estado eran algo que se veía venir, en virtud de la tácita patente de corso que ha emitido el nuevo ocupante de la Casa Blanca al abundante número de racistas recalcitrantes que, con el ascenso de este inepto sujeto a la presidencia, se sienten hoy respaldados para dar rienda suelta a sus más oscuros sentimientos extremistas.

Los acontecimientos no dan lugar a mayor reflexión. Lo que ha ocurrido bien puede ser catalogado como un acto de barbarie y terrorismo que nada tiene que envidiarle a los funestos sucesos de Niza, Londres y, más recientemente, de Barcelona. La única gran diferencia es que, en lugar de que los perpetradores  pertenezcan a un grupo religioso fundamentalista, como es el caso de los ataques a las ciudades que se han mencionado, los terroristas son gente de casa. Individuos desbordados por el odio, incapaces de soportar que otras personas se desempeñen exitosamente a su lado y pongan en evidencia su mediocridad. Razón por la cual acuden entonces al insulto, la agresión y la violencia desatada, paupérrimos mecanismos de defensa de los seres inferiores quienes, además, conscientes de su inferioridad y sumidos en la ignorancia, dan rienda suelta a sus más oscuras pasiones.

Pero por otra parte, a nadie se le oculta la tradición de racismo e intolerancia que ha caracterizado a la nación norteamericana desde mucho tiempo atrás. Un porcentaje alto de la población ha mantenido el principio de la supremacía blanca que caracteriza a los WASPs, (sigla que define a los blancos anglosajones protestantes), casi como un credo religioso que, además, han ido transmitiendo de padres a hijos. Casi con toda seguridad podemos afirmar que prácticamente todos los participantes que protagonizaron los violentos hechos del trágico 12 de agosto constituyen una nueva generación de racistas, hijos y nietos de aquellos otros que, en el siglo pasado, organizaron las tristemente célebres batidas contra familias de color en muchos estados del sur, vistiendo túnicas y capirotes blancos y portando flamígeras cruces con las que infundieron terror a todo lo largo y ancho de una importante parte del territorio estadounidense.

Enormes esfuerzos se habían venido realizando desde diversos estamentos de la sociedad, incluido el gobierno, para que el país pudiera pasar la página del extremismo y la segregación. La conquista de los Derechos Civiles, que anuló las restricciones impuestas a la población afroamericana y propendió por la integración, vino a ser un enorme logro de las minorías, a pesar del infame asesinato de su principal promotor, el Dr. Martin Luther King.

Pero nadie hubiera podido imaginar que, después de los dos períodos presidenciales del primer afro descendiente en ascender a la Oficina Oval, (lo cual hubiera parecido indicar que se estaban haciendo grandes progresos en la lucha contra el racismo y la intolerancia), los fundamentalistas blancos, intoxicados por la disparatada charlatanería, incongruente y vacua, de Donald Trump, salieran a impulsar su grotesca candidatura hasta elevarlo al solio del poder, aprovechando las debilidades y los desaciertos de la campaña de su oponente demócrata, socavada además por una intrusión extranjera en el proceso, hecho cuya verosimilitud, a pesar de no haber sido demostrado de manera plena, genera muy pocas dudas en las mentes de los norteamericanos.

Pero, ¿cuál es la responsabilidad real que, por tan lamentables acontecimientos, le cabe a la actual administración política que se ha instaurado en el país? Ya en otra oportunidad nos preguntábamos de qué manera iba el risible magnate a “hacer que América vuelva a ser grande”. Hoy hemos de reconocer que el interrogante estaba errado. Lo que siempre debimos preguntar es: ¿A qué América se refiere? Habida cuenta de su actuación desde que asumió el cargo, bien podemos comprender cuál es la tenebrosa respuesta: una América blanca, de la que se hallen debidamente excluidas todas las minorías raciales, (su repetida insistencia respecto al muro en la frontera mexicana, su prohibición de ingreso a los musulmanes de ciertos países y la vergonzosa actitud asumida frente a la tragedia de Puerto Rico dan buena cuenta de ello), una nación  en la que el sistema económico favorezca a la minoritaria clase opulenta, (su insistencia en desarticular el sistema de salud diseñado por el gobierno anterior, el cual implica que los que más tienen subsidien a los menos favorecidos es suficiente evidencia), una sociedad en la que el varón asuma de nuevo el control del desenvolvimiento social y devuelva a la mujer al “lugar que le corresponde”, como individuo de segunda clase y sierva permanente del macho, (su declarada posición de que, si las mujeres dan problemas lo que toca es “agarrarlas por el coño”, es elocuente respecto a su sentir sobre el sexo femenino) y, como una deducción que no por ser un tanto especulativa se torna menos lógica, propende por un país en que las minorías de toda índole asuman su papel de servitud hacia los blancos.

Si bien la descripción anterior parecería pertenecer a una de esas distopias futuristas, sacadas del cine o de la literatura de ficción, es obvio que los innumerables grupos de supremacía blanca que existen en el país, han entendido el mensaje. Así, como queda evidenciado por los hechos recientes en Virginia, han abandonado sus madrigueras donde seguramente llevan años rumiando su frustración y planeando su venganza y han salido a la superficie, con el propósito de dar a conocer su criminal mensaje de violencia, desafuero y muerte.

No resulta muy descabellado establecer una comparación con otro lugar y otra época, cuando un megalómano extravagante alcanzó el poder en la Alemania de los años 30. También entonces se levantaron diatribas incendiarias contra un conglomerado social, cuya persecución vino a constituir la herramienta de cohesión para una sociedad en crisis. Así se introdujeron en la cotidianidad de los alemanes conceptos como el problema judío y la solución final. La historia subsiguiente da fe del horror que se instauró, primero en el país y luego allende las fronteras, sin que nuestra sensatez de hoy haya sido capaz de asimilar cómo fue que un pueblo pudo lanzarse al abismo de aquella insólita, fría y sistemática barbaridad, sin ningún reato de conciencia.

Y ahora, en pleno siglo XXI, pese a que han transcurrido casi 70 años y todavía el mundo recuerda con espanto los hechos innombrables de aquel entonces y que para siempre habrán de constituir motivo de vergüenza para toda la humanidad, abrumados por el estupor contemplamos a estos nuevos “arios”, con esvásticas tatuadas, portando emblemas que simbolizan la segregación y la supremacía, marchar por las calles al grito de “…no nos reemplazarán”, con el cual hacen una directa referencia a judíos, afroamericanos, latinoamericanos y cualesquiera otros grupos minoritarios, sin ir más lejos, la comunidad LGBT.

Y definitivamente lo único que les hacía falta a estos irracionales era un centro de atención, un individuo colocado en la posición adecuada, uno de ellos, fungiendo como líder, que en medio de su desbarajuste institucional y administrativo, hiciera implícitos y explícitos señalamientos que incitan inequívocamente a la violencia, tal como ha quedado demostrado por los hechos.

La sociedad estadounidense ha dado históricas muestras de moverse a la vanguardia de la humanidad en muchos y muy diversos aspectos de eso que llamamos la Civilización Occidental. No obstante, en materia religiosa ha adoptado una línea particularmente irreductible, cuyo probable origen se remonta a los conflictos de fe generados en la Inglaterra Enrique VIII y de Isabel I. Los norteamericanos se han sentido imbuidos de Dios y permanentemente acechados por el Maligno y sus emisarios. Lo cual los ha llevado a protagonizar incidentes como las cacerías de brujas, cuyo más criminal ejemplo fue la ejecución de mujeres inocentes en la ciudad de Salem, Massachussetts, a finales del siglo XVII; o la persecución de cientos de ciudadanos, supuestamente afines a las ideas comunistas, en esa otra tristemente célebre cacería organizada por McCarthy y sus secuaces, (sucesos de los cuales Arthur Miller estableció un evidente parangón en su famosa obra The Crucible” en 1953). No resulta muy aventurado suponer que esta ideología fundamentalista ha trascendido a lo largo de los siglos y ha nutrido esa otra manera de pensar, según la cual la raza blanca fue elegida por Dios para sobresalir por encima de las demás etnias, ya consideradas desde entonces como inferiores.

Así, la lucha racial ha sido colosal y feroz en los Estados Unidos. Un gran porcentaje de la población, entre los que se cuentan los menos educados y las personas de mente estrecha y pobre desarrollo intelectual, parece no recuperarse todavía de la gran derrota sufrida por el sur en la guerra de secesión, ni de la adopción por parte del Estado de la Ley de Derechos Civiles que dio por terminada la discriminación y concedió la igualdad a todos los habitantes. Lo único que les estaba haciendo falta era un gobernante que comulgase con su manera de pensar.

Es por esta razón que, a pesar del pasmo que pueda llegar a causar entre las gentes sensatas, todavía vemos que un enorme conglomerado de los electores norteamericanos apoya a Trump de manera irrestricta, amén de la incuestionable incapacidad del magnate para dirigir el país, del riesgo evidente que representa para la paz mundial y la seguridad de su propia nación y de los múltiples y diversos intentos que su administración ha llevado a cabo para favorecer a las minorías opulentas, en desmedro del resto de la población. Lo cual se puede llegar a entender a partir del hecho de que estos individuos, en medio de su supina incultura, adolecen de un desconocimiento casi absoluto de los pormenores que configuran su propia realidad y carecen de la capacidad de ver un poco más allá de sus propias narices. (Alguien me decía una vez que debemos ser indulgentes con la ignorancia, aunque yo pregunto: ¿hasta qué punto?).

Pero lo que sí es asombroso y, aún, inexplicable, es que cultivadas personalidades del partido Republicano, individuos que han tenido acceso a un proceso educativo formal, que debiera haber abierto sus mentes y ampliado sus horizontes, se empecinen todavía hoy en apoyar el quehacer errático y, por lo que ha podido evidenciarse, abiertamente racista del sujeto que ocupa hoy el solio presidencial. Por ello, en medio de esta inconcebible incomprensión, Bill Maher le preguntaba a Roger Stone, asesor republicano de la Casa Blanca, si su partido estaba dispuesto a permitir que un ruso gobernara al país, antes de aceptar que lo hiciera un demócrata. La pregunta en sí misma es tan absurda que bien parece una broma de pésimo gusto. Pero conlleva un significado que no resulta muy difícil de desentrañar, que desnuda de forma categórica lo que muchos perciben respecto al sentir obtuso y contumaz de ese partido político, al que Noam Chomsky ha catalogado como “La institución más peligrosa que existe en el planeta”.

Y para terminar de completar este cuadro de incongruencias, el del peluquín ha salido a denostar contra los jugadores de la NFL de raza negra que, para demostrar su repudio a la posición racialmente discriminatoria del gobierno, han optado por ponerse de rodillas cuandoquiera que suenan las notas del himno nacional en los estadios. Actitud de la cual lo único que podemos entrever es la incapacidad manifiesta del Comandante en Jefe para percibir la realidad en su verdadera dimensión y recapacitar sobre sus equivocaciones.

Una de las más importantes facetas requerida para un comportamiento congruente y reflexivo de cualquier persona es la habilidad para determinar sus destrezas y reconocer sus limitaciones. Si tal es el caso, el individuo en cuestión podrá llegar a establecer, luego de un detenido análisis introspectivo, en qué momento es evidente que ha llegado a su nivel de incompetencia, bien sea por desconocimiento de los pormenores de la tarea a asumir, por simple falta de entrenamiento o porque sencillamente carece de lo que es necesario para llevar a feliz término la empresa. (Así, quien pierde el conocimiento ante la vista de la sangre jamás podrá llegar a ser un cirujano, por ejemplo). Entonces, de manera juiciosa y sensata, se abstendrá de asumir funciones para las cuales no se sienta preparado, o dará un paso al costado para que alguien más se haga cargo de la labor. Lamentablemente, cuando una supina ignorancia se combina con una negligente torpeza, la capacidad de razonamiento queda eclipsada y aparece una absurda e inconsecuente temeridad que, casi siempre, conduce de manera inevitable al desastre.

A partir de lo que de él conocemos y luego de su estrambótica actuación en la Oficina Oval durante los pasados meses, es indudable que Donald Trump ha alcanzado su nivel de incompetencia; es decir, se encuentra ubicado en una posición que le demanda la realización de una tarea altamente sensible y delicada, la cual no está al alcance de sus capacidades. Quizás en su mente se siente todavía protagonizando El Aprendiz, o cree que esta es otra de sus múltiples aventuras empresariales y que si todo sale mal, le bastará con declarase en bancarrota de nuevo, esquilmar a todos los dependientes y retirarse a disfrutar de sus ganancias. La única gran preocupación es que los dependientes de hoy no son sus empleados sino el pueblo norteamericano y todos los demás pueblos del orbe y que si todo sale mal, la catástrofe tendrá consecuencias inconmensurables en la civilización. Basta mirar con horror los dimes y diretes que se han cruzado con ese otro orate megalómano que es Kim Jong-un.

No podemos predecir hasta cuándo soportará el Establecimiento estadounidense el que su presidente sea alguien que puede llegar a significar el drástico menoscabo de todo aquello que los llamados Padres Fundadores concibieron para la nación. Será necesario que tenga lugar una detenida revisión de todos y cada uno de los acontecimientos que se han dado, como también un vaticinio de lo que puede llegar a ocurrir en un futuro a corto o mediano plazo: a nivel interno, un recrudecimiento de los conflictos raciales que tantas penurias ocasionaron en el pasado, nuevos ataques del estilo del que protagonizara Timothy McVeigh, perpetrados por unos supremacistas blancos animados y exacerbados por la actitud complaciente del Primer Mandatario y, a nivel externo, sin ir más lejos, enfrentarse por primera vez con alguien que tiene la capacidad de responder de manera destructiva, que posee fuerza nuclear y que, si bien tiene mucho que perder, puede dar lugar a una devastación cuyos alcances solo podemos suponer de forma parcial.

A todo lo largo y ancho del planeta, la clase política es, casi sin lugar a dudas, la agremiación más desprestigiada en el sentir del resto de los mortales, en virtud de la actuación venal de sus miembros y de su proclividad a venderse al mejor postor. No obstante, es un hecho que quienes a ella pertenecen han poseído siempre la sagacidad y la visión para entrever y dilucidar qué situaciones y circunstancias pueden tener la posibilidad de hacerles daño, mermar los enormes privilegios de los que han disfrutado a lo largo de los lustros y dar al traste con el andamiaje de poder y preeminencia que han ido construyendo paso a paso. Es por esta razón que los políticos norteamericanos, independientemente de cuál sea su filiación, tarde o temprano tendrán que encarar la realidad que se presenta ante sus ojos en estos momentos. Por muy recalcitrante que pueda ser su posición ideológica, a pesar de que ostenten una tozuda y miope disciplina de partido, el embozo con el que intentan ocultar los extravíos manifiestos del actual ocupante de la Casa Blanca, finalmente caerá, arrastrado por los múltiples desaciertos y las riesgosas y temerarias determinaciones de su administración.

Corresponderá entonces a ellos la realización de un examen de conciencia a partir del cual, por primera vez, se encuentren ante la urgente necesidad  de dejar de lado sus diferencias y encauzar todos los esfuerzos, de manera unificada, para proteger a su país, a su pueblo y al mundo, en general. Deberán entender que, de la misma manera que nunca podría concebirse el poner a un chef de cocina a pilotar un avión de pasajeros, es urgente realizar un cuidadoso análisis de las capacidades de quien hoy se agencia como el piloto de la nación. Solo si se lleva a cabo esta reflexión y la misma se traduce en algún tipo de acción por parte de quienes tienen el poder constitucional y legal de hacerlo, se podrá conjurar el inmenso peligro que hoy se cierne sobre el país del norte y sobre toda la humanidad.

UN INMENSO RETO PARA LA EDUCACIÓN PRIVADA

La educación es un derecho teóricamente garantizado en la Constitución y, como todos sabemos, la responsabilidad de su cumplimiento recae sobre el Estado. Sin embargo, tal como ha sido evidente a lo largo de los lustros, los sucesivos gobiernos han sido no solo incapaces de cumplir con esta obligación, sino que jamás han mostrado una verdadera voluntad socio-política para asumir el compromiso que les corresponde. Así las cosas, ya por allá desde los tiempos de La Colonia tuvo lugar la aparición de lo que llamamos educación privada, (promovida entonces primordialmente por las comunidades religiosas), que no es otra cosa que la creación de instituciones educativas por parte de particulares que, si bien no deja de ser claro que han ido transformando el proceso de enseñar en un lucrativo negocio, han recogido las banderas negligentemente abandonadas por el sector oficial y han ofrecido procesos formativos con un cierto grado de calidad, que ha ido mejorando a través de los años.

Se aprecia entonces una clara dualidad planteada por entidades oficiales que se esfuerzan por llevar a cabo su tarea mientras luchan para seguir adelante con exiguos presupuestos, plantas físicas no siempre adecuadas y frecuentemente escasas en insumos y materiales, por una parte, e institutos-empresa, que cuentan con los recursos que provienen de inversionistas que esperan pingües rendimientos, por la otra. La consecuencia inevitable se ha dejado sentir en los niveles de calidad y los logros alcanzados por los estudiantes de uno y otro esquema. Los alumnos del modelo privado pertenecen a familias de clases acomodadas, cuando no simple y llanamente opulentas y su poder adquisitivo abre todas las puertas y les da la oportunidad de ubicarse en inmejorables posiciones laborales, mientras que los egresados de las escuelas públicas se ven abocados a la necesidad de competir a brazo partido para lograr el acceso a empleos diversos, por lo general escasos y con una remuneración cuya equidad, en el mejor de los casos, genera graves y profundas reservas.

Sin embargo y a pesar de la evidente ventaja que han adquirido con los años,  de un tiempo a esta parte ha podido observarse en los colegios privados un fenómeno que no deja de ser altamente preocupante, ya que atenta contra todo lo que se busca en un proceso académico serio y de buena calidad. Tal es la injerencia, cada vez mayor, de los padres de los educandos en los pormenores de desarrollo y procedimiento que tienen lugar en el aula. Con asombro hemos podido apreciar que un número significativamente apreciable de los progenitores busca incidir en todas y cada una de las minucias de lo que ocurre en el ejercicio de enseñanza-aprendizaje, con el soterrado propósito de que sus criaturas la tengan fácil y no se vean en la necesidad de asumir los rigores requeridos para alcanzar un adecuado desarrollo de destrezas y habilidades y la adquisición de una voluntad férrea y disciplinada que habrá de ser necesaria en el arduo camino de la vida.

Dialogar con un educador de la escuela privada de los tiempos presentes pude ser una actividad bastante descorazonadora.  Casi de manera inmediata puede darse uno cuenta de que la noble ocupación docente atraviesa hoy una crisis que nunca antes se había hecho presente el ámbito educativo. A las tradicionales dificultades que el maestro ha debido encarar desde mucho tiempo atrás, tales como salarios muchas veces bastante menos que modestos, que no alcanzan a satisfacer sus necesidades y que por lo mismo, desde antaño dieron lugar a que quienquiera que se dedicase a este oficio se viese abocado a tener que trabajar en dobles y hasta triples jornadas, la invariable exigencia de tener que llevar trabajo a sus hogares, ya que para la corrección de pruebas y la preparación de clases no se dispone de espacio en las horas laborales y, en fin, el verse a menudo subvalorados y, aún, abiertamente explotados por empleadores codiciosos, ahora se han añadido algunos otros ingredientes que han venido a desmedrar todavía más, si cabe, la manera en que se ejerce esta digna profesión.

El menosprecio que muestran muchos de los estudiantes de la actualidad respecto de los contenidos programáticos y la validez de una formación académica seria, en la que se inculcan la ética y los más elementales valores sociales, ha alcanzado ribetes dramáticos. Inmersos en un esquema socio-cultural en el que la valía del individuo se tasa en virtud, no de lo que soy y lo que he logrado sino más bien con base en lo que tengo, (independientemente de la manera en que lo haya conseguido), muchos de los jóvenes que asisten hoy a colegios privados se hallan infectados desde la más tierna edad por un entorno corrupto y pernicioso que les muestra que lo más importante es alcanzar la opulencia económica y la posesión de un sinfín de bienes materiales, a cualquier costo y a la mayor brevedad posible, sin importar por encima de qué haya que pasar ni a quién haya que pisotear en el camino. En consecuencia, el esfuerzo ineludible que se requiere para acceder a un aprendizaje formal, de resultas del cual se desarrollen las habilidades necesarias para un desempeño pleno y competitivo en el mundo contemporáneo, es mirado con un infinito sentimiento de desprecio. Y, para enturbiar todavía más el panorama, los padres se han ido convirtiendo en entidades mediana o totalmente ausentes que suplen su negligencia con excesivos aportes materiales, o que simplemente se sustraen a su obligación para poder satisfacer intereses más personales.

Cabría suponer que en los estratos privilegiados las cosas tendrían que ser ampliamente satisfactorias en lo que tiene que ver con la asistencia y participación de los progenitores en la educación de sus hijos. Pero de forma lamentable hemos de reconocer que esta es más bien la excepción que la regla. Un sinnúmero de estos padres ve la institución educativa como si fuese una salacuna y con demasiada frecuencia, lejos de reconocer las máculas de sus retoños y contribuir a la labor de los educadores para aplicar los correctivos necesarios, asumen posturas que enfrentan al maestro, le increpan por los fracasos de los estudiantes y culpan de los mismos, no solo a los docentes sino también a las escuelas. ¿Cómo se llegó a esta situación?

La educación ha sido desde siempre un permanente motivo de preocupación para los diversos estamentos de la sociedad. En tiempos pretéritos, cuando los integrantes de la generación anterior se hallaban en pleno desarrollo pedagógico, las características de la enseñanza que entonces se brindaba diferían notablemente de los rasgos predominantes que ciñen y determinan el proceso hoy en día. En aquellas épocas el eje central de la formación de los niños y adolescentes se hallaba enmarcado en un esquema de instrucción vertical y condicionamiento operante, adornado con cierto grado de transmisión de conocimiento, que se centraba a la memorización forzada de datos, nombres y fechas, que debían ser repetidos, “regurgitados” sería una buena forma de describirlo, en interrogatorios verbales o escritos, en los cuales se alcanzaba el éxito o se caía en el fracaso, dependiendo de las habilidades del examinado para recordar la información recibida. Un patrón de premios y castigos condimentaba el modelo y el educando carecía de los más elementales derechos de pensamiento propio, disidencia o eso que hoy tan ampulosamente han dado en denominar libre desarrollo de la personalidad.

Los recuerdos de quienes se “educaron” en aquellos días abarcan una gama bastante amplia que va desde los que se sintieron vapuleados y sometidos a unas condiciones de abuso que prefieren borrar de sus mentes, hasta otros que miran esa época en retrospectiva, con ojos más bien benévolos y con cierto grado de comprensión frente a los vejámenes padecidos. Mas todos sin excepción están de acuerdo en que la educación de entonces era suministrada mediante un autoritarismo a ultranza, con el que se sojuzgaba a los alumnos y se los obligaba a discurrir por senderos previamente demarcados, con líneas de pensamiento ya establecidas y a la búsqueda de unos objetivos que bien poco tenían en cuenta las habilidades o preferencias de aquellos que se hallaban sometidos al proceso de formación.

No obstante, con el transcurso de los años las cosas fueron haciéndose cada vez más tolerables. El movimiento libertario de los años 60 y 70 fue extendiéndose por todo el orbe y ello dio lugar a que todo ese rigor extremo fuera cayendo en desuso, si bien en nuestras latitudes las cosas avanzaron mucho más lentamente. Pero para los 80, vientos de cambio sopaban en los modelos pedagógicos y ya se comenzaba a hablar de los derechos de los niños y del Manual de Convivencia que reemplazaba al Reglamento de Disciplina. Además, fue posible que surgieran los consejos estudiantiles que, si bien se hallaban altamente restringidos en su operatividad, comenzaban ya a sentar unos precedentes nunca antes vistos en las instituciones educativas. Los colegios de avanzada comenzaron a incluir a sicólogos y terapeutas dentro de su planta de personal docente y se consideraron como válidos los principios propuestos por eminentes teóricos, en virtud de los cuales se fueron implantando novedosos métodos didácticos y, de alguna manera, las habilidades innatas de los educandos comenzaron a ser tenidas en cuenta y a establecer diferencias en los estilos de enseñanza-aprendizaje. Un imperecedero agradecimiento a Binet, Piaget y otros como ellos.

Sin embargo, no fue posible evitar (ni prever), el que estas bondades trajeran consigo graves anomalías, tales como el facilismo, la permisividad y la desidia, que germinaron en medio de ese pérfido vendaval que fue y sigue siendo en nuestra realidad actual, la búsqueda afanosa de riqueza abundante y rápida, ojalá con el menor esfuerzo posible.

Pero además de ello, un importante número de quienes fungen hoy como padres recuerda no sin cierta desazón las épocas pretéritas en las que fueron alumnos y debieron verse abocados a una metodología exigente y, en muchos casos, tortuosa y abusiva. Y definitivamente han tomado la determinación de no permitir que sus vástagos se vean sometidos al mismo tipo de procedimiento. De resultas de lo cual, asumen una actitud sobreprotectora, siempre a la defensiva y con un muchas veces bien oculto, pero no menos presente sentimiento de que un maestro riguroso, severo y exigente, es el adversario. Y, en consecuencia, se encierran en un cómodo y absurdo principio de negación, cuandoquiera que les son señaladas las falencias de sus hijos y las necesarias estrategias que deberán aplicarse para corregirlas.

Este favorecimiento encubridor y cómplice, asumido por algunos padres, ha tenido un efecto funesto en la calidad de los procesos educativos y en la adecuada formación humana, académica y profesional de las nuevas generaciones. Al haber hecho carrera el precepto de que es más importante la forma (entiéndase con ello el elaborado diploma con caligrafía gótica, firmado por un grupo de Notables), que el contenido, (es decir los conocimientos adquiridos y las destrezas desarrolladas, de las cuales el mencionado título debe supuestamente dar fe), lo único que parece tener una verdadera importancia es el cartón que se cuelga en la pared, visible, para todos. Pero tras este trasto, cuya función es meramente ornamental, se ocultan muchas veces olímpicas trapisondas que van desde el tristemente célebre copy/paste, utilizado para suplantar un adecuado proceso investigativo y hoy tan difundido como práctica ordinaria entre escolares de todos los niveles, hasta el plagio desvergonzado de tesis y proyectos de grado. “Todo vale”, parece ser la norma.

A esta “ligereza educativa” (o, como dirían los supérstites representantes de la moda actual: esta “educación light”), de la cual se hallan ausentes todos los rasgos que caracterizan a una formación académica y profesional congruente y responsable, le cabe un alto grado de responsabilidad en el caos en el que se hallan inmersas nuestras instituciones ciudadanas, a las que de manera casi impotente vemos naufragar en el pantano de la corruptela y la descomposición. Y el semillero pernicioso de este desbarajuste que hoy nos desborda se halla precisamente en muchos procesos educativos llevados a cabo por instituciones endebles que se han adaptado a este nuevo y malsano contexto en el que todo aquel que se afana por aprender es considerado un nerd, (término peyorativo para designar y hacer mofa de estudiantes dedicados), mientras que aquellos otros que transcurren por la escuela de manera disipada y poco responsable y que luego complementan lo que han dejado de adquirir, haciendo gala de una sorprendente habilidad para la argucia y la engañifa, alcanzan logros inmerecidos y exhiben sus mal habidos títulos, que respaldan habilidades a las que nunca intentaron tener acceso, porque no les interesaba.

No resulta sencillo buscar una salida a este marasmo en el que hemos caído. Esta forma de vida basada en el consumismo, aderezada por los incalculables beneficios originados en el narcotráfico, el cual permeó hasta la médula a todos los estamentos de nuestra sociedad, es la que ha dado lugar a la implantación de la inmediatez y la corrupción como rasgos fundamentales de nuestro ser de hoy. Así las cosas, todo aquello que demande esfuerzo, dedicación y brío, se va dejando de lado como inconveniente y se lo va sustituyendo por utilidades alcanzadas a corto plazo, en esa nociva cultura del atajo que nos caracteriza en la actualidad y que ha sido causal de incalculables perjuicios.

No existen fórmulas mágicas que nos ayuden a corregir el rumbo. Será necesario un inconmensurable esfuerzo de voluntad social y ciudadana para poner fin a tanto desconcierto. Y, sin duda, la educación es una de las herramientas más adecuadas para reencaminar nuestra existencia como nación, como pueblo, como núcleo socio-cultural. Los principales adalides de la formación académica de los jóvenes tendrán que asumir el papel que les corresponde como tales y sacudir el yugo que hoy imponen algunos padres irresponsables que solo buscan el facilismo y la vida muelle para sus hijos. Los procesos educativos no pueden estar liderados por paternalismos mal entendidos y se deben dejar en las manos de profesionales serios y meticulosos que, circunscritos a los más elementales principios de respeto y consideración de las características diferenciales de los educandos, sepan conducir a estos por senderos de rigor y exigencia, que los lleven a desarrollar todo su potencial y los conviertan en seres íntegros, generadores de progreso y buscadores permanentes de la excelencia. Y los maestros, esos artífices anónimos, tendrían que pasar a ocupar un lugar mucho más preponderante en nuestra estructura social. Es urgente que el Estado vuelva sus ojos hacia ellos y comience a cobijarlos con prebendas que puedan venir a satisfacer necesidades largamente sentidas y que les proporcionen el equilibrio que requieren para poder llevar a cabo tan importante labor. ¿Se ha preguntado alguien (si es que de verdad a alguien le importa), de qué manera sobreviven los educadores que suscriben contratos de 10 meses en las instituciones privadas? Los dos meses restantes se deben cubrir con las prestaciones de prima y cesantía, con lo que importantes recursos monetarios que deberían tener otros destinos, (como de hecho los tienen en otros contextos laborales), han de invertirse en necesidades inmediatas e impostergables de sustento y habitación. ¿No deberían gozar estos docentes de una estabilidad laboral más adecuada, en lugar de los avatares azarosos de la renovación anual de contratos? Total, como en cualquier otro contexto de trabajo, si un empleado no “da la talla”, siempre se puede prescindir de él, a través de procedimientos claros, hoy ya enmarcados en la ley. ¿Entonces?

¿Utópico? Quizás. Pero esa puede ser acaso la única forma medianamente viable para salir del caos en que nos hallamos inmersos. Le corresponde a la juventud el encontrar una salida que nos conduzca hacia derroteros prósperos en los que cada individuo asuma su papel, desempeñe su función y aplique todos sus esfuerzos a lograr que el futro para sus hijos sea más promisorio y se vea exento de las enormes fallas que nos aquejan hoy. Y para que eso sea posible, es urgente dar a la educación la importancia que realmente debe tener e impedir que niños y jóvenes caigan víctimas de prácticas contraproducentes que pude parecer que produzcan enormes réditos a corto plazo, pero que conllevan el inmenso lastre de perpetuar el desorden anárquico en el que nuestra sociedad sucumbe hoy, el cual amenaza con desplazar definitivamente a la ciencia, el conocimiento y la verdad para sustituirlos por la superchería, la ignorancia y la falacia, esa posverdad que se ha venido imponiendo recientemente y que solo sirve para la satisfacción de intereses mezquinos de algunos sujetos inescrupulosos, que se han arrogado la imagen de pro-hombres, pero que solo atienden al cumplimiento de sus sórdidas ambiciones personales.

Como puede verse, el reto es de dimensiones colosales. Pero ha de asumirse con entereza y voluntad si de verdad aspiramos a que las cosas puedan llegar a ser mejores en un futuro a mediano plazo. No nos queda otro recurso que esperar con confianza que quienes hayan de asumir las riendas sociales de aquí en adelante, estén realmente a la altura de esta importante misión. Solo de esta manera lograremos alcanzar los nobles propósitos de paz y concordia para todos. El gran interrogante es: ¿Será posible? Solo el tiempo lo dirá.

CRÓNICA DE UNA IGNOMINIA

UNA EXPERIENCIA DE VIDA

Al rememorar la historia del proceso escolar que tuvo lugar durante mi infancia y adolescencia, siempre he creído que la secuencia de eventos tragicómicos que abundan allí tendría que dar para un relato que pudiera parecer interesante y hasta estimulante para algunas personas que, eventualmente, viesen parte de sus vidas reflejadas en los hechos narrados o que encontrasen alguna similitud con sus propias experiencias y que, por lo mismo, lo que aquí se refiere  pudiera verse como algo digno de ser tenido en cuenta.

Nunca hasta hoy me había cruzado por la mente hacer una descripción escrita de los hechos y circunstancias de mi vida escolar, puesto que siempre he sido de la opinión de que hay cosas que no le competen a nadie más que al interesado y que  no existe ninguna razón para convertirlas en elementos del dominio público.

Sin embargo, a medida que camino hacia la senectud y su muy probable crepúsculo mental y, acaso también físico, algunos detalles de ese, hoy lejano período juvenil, parecen clamar desde lo más profundo de mi memoria, pugnando por salir y darse a conocer, como una especie de legado que podría llegar a parecer, tal vez, un tanto melodramático, pero que recoge aspectos que hoy parecen olvidados y que, no obstante, dejaron una huella imborrable en todo eso que soy y he sido, referentes a lo que fue la existencia de un individuo común y corriente, que se vio arrebatado contra su voluntad por los avatares de un azar incomprensible, y arrojado a una experiencia de vida no precisamente plácida, en virtud de una cadena de sucesos cuya pertinencia al día de hoy habrá de ser tasada por quien se acerque a estas líneas.

He de dejar en claro he tomado la decisión de recurrir a un alter ego ficticio y de cambiar los nombres de los implicados, no precisamente para proteger a nadie, puesto que quien me conozca lo suficiente tendrá la posibilidad de realizar las identificaciones a que haya lugar, sino más bien porque estaré más cómodo narrando en tercera persona, como si se tratara de alguien más. Huelga decir que no intento hacer señalamientos ni acusaciones de ningún tipo, sino simplemente poner de presente una secuencia histórica, acaso ordinaria para muchos, pero que he llegado a la conclusión de que merece ser contada.

I

Carlos Felipe era un individuo común y corriente. Por lo menos lo fue durante algo así como los primeros cinco años de su vida. Nacido en una familia de clase media, solo hasta muchos años después, cuando ya era un adulto, vino a ser realmente consciente de las circunstancias singulares que marcaron su infancia y adolescencia. Le tocó venir al mundo en una época en la que el matrimonio era la base fundamental de la estructura social, con su carácter único e indivisible y en la que el principio de autoridad, absoluto e incuestionable, constituía la piedra angular sobre la cual se apoyaba el desenvolvimiento armónico de la comunidad.

Tal vez el primer acontecimiento digno de mención vino a ser la disolución del matrimonio de sus padres. Un cúmulo de circunstancias dio lugar a este hecho que, si bien no era del todo desconocido, afectaba drásticamente las vidas de sus protagonistas. Así, desde una muy temprana edad, su vida y la de sus hermanos estuvo marcada por el hecho de pertenecer a una familia del todo inusual para la época, en la que solo la madre estaba presente, cuya lucha por la supervivencia y la de su familia se hallaba atada a unos ínfimos recursos que el padre ausente enviaba, pero que constituyeron la esencia con la que aquella brava mujer consiguió sacar a sus hijos adelante, proporcionarles una educación digna y lograr que se convirtieran en personas útiles a la sociedad. Fue un camino plagado de escollos, algunas alegrías y muchos sinsabores, pero cabe anotar aquí que el objetivo se cumplió a carta cabal.

La educación de aquel entonces se hallaba, salvo algunas excepciones, casi de manera exclusiva en manos de las comunidades religiosas. Los colegios mixtos eran una rareza surrealista, casi una anormalidad y en todas partes imperaba la sobrecogedora máxima de que la letra con sangre entra. No existían opciones ni alternativas y no había nada ni nadie que hubiera podido salvar a Carlos Felipe de caer en aquel maremágnum insidioso que se ocultaba tras la pátina de un proceso formativo impecable  y transparente, pero que era todo, menos eso. Así, luego de un breve lapso en el colegio de las monjas de la Adoración, fue enviado al Centro Académico Religioso de Comunidades Escolarias, C. A. R. C. E. L., siglas que, como podría apreciarlo más adelante, constituían algo más que una simple coincidencia lingüística en el perfil institucional.

II

C. A. R. C. E. L. era regentado por una comunidad de clérigos europeos, procedentes de una nación donde fuerzas reaccionarias y ultra conservadoras se levantaron en contra del gobierno laico, democrática y legítimamente constituido, ultimaron a sangre y fuego toda oposición y sometieron al país a una oprobiosa dictadura que duró unos 40 años. Desde allí, envalentonados con la victoria de la religión, llegaron estos sujetos, convencidos de ser la encarnación de los antiguos conquistadores, y dispuestos a imponer a las gentes de estas latitudes su muy particular forma de ver el mundo, a cualquier costo.

La instrucción de los primeros años estaba en las manos de “profesoras”, cada una de las cuales tenía a su cargo un grupo de unos 25 ó 30 niños, a los que intentaban inculcarles las elementales normas de urbanidad y buen comportamiento, entremezcladas con los elementos básicos del saber, la lectura  la escritura y, sobre todo, un alto grado de sumisa obediencia. Las horas de clase eran tediosas e interminables, y los párvulos no podían hacer otra cosa que someterse dócilmente al proceso de condicionamiento operante que era el eje de la educación de aquellos años.

Los actos de abuso comenzaron desde temprano: ya durante el primer curso, Carlos Felipe había podido ver de qué manera, los retrasos en el desarrollo de las asignaciones de clase eran sancionados con golpes de regla en las manos. (Curiosamente, la maestra a cargo no tomaba ella misma la iniciativa de infligir el castigo, sino que encomendaba la misión a otro de los estudiantes del salón). Los incidentes se sucedían con pasmosa frecuencia  y el niño, quizás abrumado y atemorizado por lo que le había tocado presenciar, comentó en su casa lo que sucedía y la abuela, siempre protectora, le conminó a no permitirlo, si es que llegaba a darse el caso de que él fuera el objeto de semejante vejamen. No pasó mucho tiempo sin que esto fuera así. Al ser sorprendido con muy poco progreso en un ejercicio, la señorita Fulvia le ordenó a otro alumno que propinara a Carlos Felipe diez reglazos en la mano derecha. Él, de acuerdo con lo que le habían advertido en su casa, se rehusó a aceptar el castigo y dijo en voz clara y audible, que “tal tratamiento no tenía lugar ni siquiera en las escuelas públicas”. Y ahí fue Troya. A continuación de un abrumador torrente de humillación verbal, Carlos Felipe fue excluido de las clases hasta tanto la dirección del instituto no tomara cartas en el asunto.

Luego de la citación a la madre del niño y de la reprimenda por el hecho de que un crío se atreviese a cuestionar la autoridad institucional, el reverendo Pietro Turriago, rector de C. A. R. C. E. L planteó la necesidad imperiosa de dar un escarmiento al infante que de manera tan insolente se había atrevido a desafiar a su maestra y, a través de ella, a todo el colegio, sus directivas, profesores y estudiantes. La abuela, mujer de armas tomar,  le manifestó al clérigo que no estaba dispuesta a permitir que a su nieto se le impusieran castigos físicos  y que, si era necesario, consultaría el caso con un abogado y pediría que los niños que habían sufrido tales agresiones, cuyos nombres tenía muy presentes Carlos Felipe, fueran llevados a dar su versión ante un juez. Turriago, veterano y ladino, reculó. Las cosas, en apariencia se aclararon, con la condición de que Carlos Felipe fuera reconvenido en casa por no desarrollar su trabajo de clase con la aplicación que cabía esperar.

Pero al interior de la institución las cosas fueron bastante diferentes. El infante fue estigmatizado por su actitud y sentenciado a un ostracismo que habría de perdurar hasta el final de sus días dentro de los muros de C. A. R. C. E. L. Todavía podía recordar, siendo ya un adulto, de qué manera las profesoras advertían a los otros niños que “no debían juntarse con él”. Si bien muchos de sus compañeros simplemente lo hicieron a un lado, a lo largo de aquellos primeros años logró conformar un grupo de amigos con quienes le fue posible departir y que hicieron que su vida no fuese tan solitaria.

III

Los procesos educativos de C. A. R. C. E. L. se caracterizaban por promover una religiosidad a ultranza: había misa obligatoria tres veces por semana y, además, los alumnos de bachillerato tenían que ir al colegio los domingos para asistir al servicio religioso, so pena de tener que enfrentarse a severos castigos en la semana siguiente. El otro aspecto de la formación que allí se suministraba estaba conformado por una feroz competencia entre los estudiantes, en busca de los primeros puestos en el curso, mes a mes, o de una banda que se entregaba en sesión solemne al final del año y con la que se galardonaba al mejor alumno de ese respectivo ciclo. Pero además de aquella carrera auspiciada por el sistema, una férrea y rigurosa disciplina era impuesta en todos los niveles y los estudiantes díscolos eran sometidos a un tratamiento abusivo y humillante que, si no daba resultado a corto plazo, terminaba casi siempre con la expulsión del indócil. No había recursos que nadie pudiera interponer en contra de tales prácticas, no existía la tutela y las autoridades educativas del gobierno asumían que las directivas de los planteles sabían lo que hacían. (?!)

Se destacaban en el contexto de C. A. R. C. E. L. figuras ominosas, encargada de asegurarse que los estudiantes cumplieran con las normas de la institución y se mantuvieran dentro de los lineamientos disciplinarios establecidos. Al frente de esta tarea se hallaba, en aquellos primeros años, un clérigo joven, Fidelio Argámez, amante incondicional de la innoble dictadura que oprimía a su país y quien imponía su autoridad a través del terror  y de actos indiscriminados de agresión, no solo sicológica sino también física, con los que amedrentaba al estudiantado. Quien atraía su atención difícilmente podía escapar de pasar una tarde deportiva, (que tenía lugar cada jueves),  sosteniendo una moneda con su nariz apoyada en la pared, o con los brazos levantados en cruz cada uno sosteniendo una caja que se cargaba con cuadernos, o de rodillas en el corredor del edificio, donde todos pudieran verle, para escarnio público y como advertencia para los demás. Nadie nunca cuestionó aquellos métodos brutales. La palabra de los educandos no valía un ardite y los alumnos no tenían otro recurso que ajustarse a convivir con semejantes procedimientos.

Así, la vida de Carlos Felipe transcurría entre el horror que le inspiraba el colegio, el cual poco a poco fue transformándose en aborrecimiento, y las particulares condiciones que tenían lugar en su casa, en donde la abuela era la voz de la autoridad. Mientras duraron los estudios primarios las cosas se desarrollaron de manera más o menos tranquila, puesto que sus resultados académicos, sin ser sobresalientes, se encontraban dentro de las expectativas de desempeño. Las cosas iban a cambiar dramáticamente cuando pasara a bachillerato.

Ya desde los primeros años de estudio secundario fue evidente que la política instruccional de C. A. R. C. E. L. era desarrollar los programas para aquellos alumnos que pudieran seguir el proceso de manera ágil, veloz y sin tropiezos. Ellos se fueron convirtiendo en los favoritos de los profesores y las clases se dictaban específicamente para ellos. No hay manera de determinar hoy con exactitud cuántos de estos había en cada grupo, pero no sería aventurado tratar de hacer una somera estratificación de las habilidades de los alumnos de un grupo cualquiera: un 20 % (un total de 6 individuos en un salón de 30), que hacía gala de una excelente capacidad de comprensión y asimilación; un 40% (es decir otros 12 estudiantes del mismo grupo), con capacidades ordinarias, que se afanaba por seguir el ritmo de enseñanza y que lograba un irregular aunque relativamente aceptable nivel de aprendizaje; ¿y los 12 restantes? ¡Ha de quedar muy claro que no eran estúpidos ni ostentaban ninguna discapacidad mental! Puede afirmarse que sus capacidades de asimilación eran bastante variables y que, si bien aprendían bien en algunas áreas, en otras requerían de un proceso más elaborado que les diera la oportunidad de alcanzar aquellos temas que se les dificultaban. Pero, subyugados por un sistema abusivo de terror soterrado y de franca y abierta discriminación intelectual, no podían hacer otra cosa que intentar seguir el ritmo, tomando notas en sus cuadernos y tratando de hacer ejercicios y tareas que muchas veces no comprendían, puesto que la rapidez con que se habían dado las explicaciones les había dejado muchas lagunas y jamás se les había otorgado una oportunidad real de aclarar sus dudas. Carlos Felipe pertenecía a esta casta inferior y las consecuencias no dejaron de hacerse sentir en los resultados de su desempeño.

Un ingrediente adicional vino sumarse a la situación. Carlos Felipe y su pequeño grupo de amigos se hacían cada vez más notorios a los ojos de los demás estudiantes y, sobre todo, de las autoridades del instituto. Ellos no jugaban al fútbol ni participaban en las actividades deportivas. Sus gustos iban derivando hacia otras actividades como los juegos de roles y la conversación inteligente sobre temas diversos que se fueron haciendo cada vez más abstractos a medida que pasaban los años. Y como si fuera poco, un elemento adicional hizo su aparición en escena. El “reverendo” Timoteo Saniz era el nuevo sátrapa encargado de mantener la disciplina, quien a su vez tenía a su cargo la cátedra de matemáticas. Era un hombre amargado y colérico que disimulaba su mal talante bajo una apariencia sosegada, que desaparecía para dar lugar a su verdadera naturaleza ante la más nimia circunstancia. Imponía su ley mediante la intimidación y el terror  y la sola mención de su nombre generaba en muchos unos elevados niveles de angustia y ansiedad. Detestaba a  Carlos Felipe y a sus amigos, los vigilaba  con mal disimulada animadversión y no desaprovechaba ocasión de humillar a uno o a otro durante sus clases. De esa manera y como una consecuencia indirecta del escarnio público al que eran sometidos, la segregación, que ya era evidente, se incrementó y muchos de los otros estudiantes se dedicaron a hacer mofa del grupo y, en alguna que otra ocasión, llegaron a pasar inclusive a la agresión física.

 

IV

Llegados a este punto, la situación para Carlos Felipe se iba haciendo cada vez más insostenible. Nuevos expatriados europeos iban llegando y sumándose al contexto de abuso y amedrentamiento que imperaba en aquel lugar. Aparecieron sujetos como Alipio Barahona, un seglar exboxeador, violento  e iracundo que pretendía ser maestro y que con frecuencia recurría a la amenaza directa, en cuyas clases el principal sentimiento de los estudiantes era el miedo, (cabe anotar la anécdota de una evaluación que ningún estudiante logró terminar en el período de la clase, que se extendió durante el recreo y que, al día siguiente tuvo como consecuencia que el energúmeno llegara enardecido a vociferar como un poseso), o como el “reverendo” Emelino Laplaz, (apodado Tontín por los estudiantes, en virtud de su actitud solapada), nombrado para reemplazar a Timoteo, y que cambió la simple y llana imposición del terror que había caracterizado a su antecesor por una actitud sinuosa y artera, pero no menos oprobiosa. Estos fueron los encargados de buscar la manera de permear aquel grupo de amigos a quienes ya se señalaba abiertamente de ser distribuidores de propaganda comunista.

Los bajos resultados académicos de Carlos Felipe fueron el instrumento con que las directivas de C. A. R. C. E. L. orquestaron su salida de la institución. Acaso planeaban hacer de aquel un escarmiento para los demás integrantes del grupo. Así, al concluir un año, se apeló al historial de notas y al pobre rendimiento mostrado, para determinar que Carlos Felipe no podría matricularse en el curso siguiente. Pero a pesar del sentimiento inicial de confusión ante la necesidad de tener que salir a recomponer el proceso educativo, bien pronto el interesado y su familia pudieron ver que el dividendo para él fue inmenso. De una manera inexplicable, ellos fueron siempre incapaces de proceder al cambio de  modelo educativo, que mucho le hubiera beneficiado y le hubiera ahorrado tanto tiempo de penuria, abuso y persecución. Así que la jugada maestra de C. A. R. C. E. L., que determinó su salida, vino a constituirse en el bien más preciado que aquellos tiranos pudieron otorgarle. Culminó su proceso educativo en un lugar diferente y descubrió con regocijo que el mundo, fuera de los muros de aquel instituto infame, era distinto, más amable y menos abusivo. También pudo ver que la educación estaba cambiando y que, así fuera muy lentamente, los derechos de los estudiantes comenzaban a ser tenidos en cuenta. La pesadilla había terminado.

Resulta útil arrojar una mirada en retrospectiva a las enormes vicisitudes que aquí se han descrito, las cuales se ajustan con precisión a la verdad. A pesar de haber dejado una profunda huella en la memoria de nuestro personaje, los hechos narrados no vinieron a conformar un obstáculo en el desarrollo de la vida personal y profesional de Carlos Felipe. Luego de algunas vacilaciones, finalmente optó por la docencia y la ejerció con devoción a lo largo de los años. Muchos de quienes fueron sus alumnos dan hoy testimonio de haber accedido a un valioso aprendizaje y de haberlo hecho en un contexto de rigor y búsqueda de la excelencia, pero del que estuvo siempre ausente toda forma de abuso, agresión sicológica o humillación; por el contrario, describen el ambiente de clase como ameno, cordial y hasta informal y en recuerdo de ello aún hoy, muchos años después, dispensan a  su antiguo maestro una espontánea y cálida amistad. Signado por el recuerdo de sus años en C. A. R. C. E. L., aunque no rememorados de manera traumática, Carlos Felipe revirtió aquella experiencia y la transformó en un instrumento benéfico, utilizando el quehacer de aquellos malhadados individuos como el modelo de todo eso que un maestro nunca jamás debe llegar a ser.

Y AHORA, ¿QUIÉN PODRÁ DEFENDERNOS?

En un hecho inesperado, el señor Trump ha sido elegido como el próximo presidente de los Estados Unidos. Pero la verdad que resulta difícil acomodar nuestro pensamiento racional y coherente a un suceso que, si bien se temía, ninguna persona en sus cabales habría llegado a dar como realizable. Quienquiera que haya escuchado sus afirmaciones durante la campaña, o hubiera tenido la oportunidad de ver los debates televisados habría llegado a la conclusión de que ningún electorado sensato, congruente y con un mínimo sentido de la lógica, la decencia y el decoro habría seleccionado esta opción. Quienes miramos el escenario desde fuera no hacemos más que devanarnos los sesos, preguntándonos que fue lo que pasó.

Pero precisamente por eso, mirando las cosas desde una perspectiva externa, no podemos sino concluir que hay muy poco de sensato y congruente en una preocupantemente amplia porción de estadounidenses. Abunda en el país más poderoso de la Tierra una enorme cantidad de gentes con poca preparación académica, cuyo proceso de desarrollo intelectual abortó de manera abrupta frente a la comida chatarra, la cerveza y un televisor para obnubilar sus mentes con el fútbol y las telenovelas. Nada que vaya más allá de estos linderos llega a poseer para ellos importancia alguna. Sin embargo, las exigencias del mundo contemporáneo han dado lugar a que el triángulo hamburguesa-“Booze”-Supertazón, como esquema de vida, comience a hacer agua y quienes a él se aferran con desespero, carecen del constructo mental para entender por qué sus vidas, de pronto se encuentran a punto de colapsar.

En este contexto surgió la figura del magnate, que ostenta en sí y exhibe de manera impúdica y desvergonzada todos y cada uno de los rasgos que, desde mucho tiempo atrás, han caracterizado a muchas gentes de la sociedad norteamericana: racismo, misoginia, machismo, desprecio y suspicacia hacia cualquier forma de diferencia, estrechez de mente y repudio a todo aquello que pueda poner en riesgo su forma de vida o su ideal de lo que deben ser la libertad y la democracia, (prebendas concebidas solo para ellos, sin importar que las mismas brillen por su ausencia en otras latitudes). Todo esto aderezado con su exuberante y ofensiva actitud de matón de barrio, que atropella a todo y a todos y que no tiene ningún reparo en insultar, pisotear, descalificar y amenazar, con el único objetivo de lograr sus propósitos. (Dolorosas secuelas de ello se aprecian en las profundas cicatrices que este tipo de intervencionismo abusivo de la nación más poderosa del orbe  ha dejado cuando y dondequiera que inescrupulosos líderes han puesto sus ojos y sus intereses, especialmente en América Latina).

De esa manera, la distribución de votos, tal como se aprecia en el mapa, pleno de rojo y con tan solo algunos exiguos puntos azules, no llega a ser tan sorpresiva, si bien no deja de ser abrumadora en su significado y en sus implicaciones para lo que podemos intuir que se avecina durante los próximos cuatro años. Sesudos analistas políticos vaticinan un oscuro panorama de retroceso, de regresión a los parámetros de una mentalidad retrógrada y recalcitrante que hizo carrera durante la primera mitad del siglo pasado, que se vio revaluada y aparentemente domeñada con las transformaciones que tuvieron lugar hacia los años 60s y 70s, pero que resurge hoy con ahínco y con un ánimo revanchista. Así, las predicciones para los demás habitantes del globo no son precisamente halagüeñas: a pesar de lo que muchos han afirmado ahora en el sentido de que es muy probable que la supina incompetencia del nuevo presidente y sus extravagantes  tendencias, acaso estarán controladas por los mecanismos del sistema federal, muchos de nosotros, incluidos líderes mundiales y analistas de diversa índole no podemos dejar de experimentar un soterrado temor por la suerte de la civilización occidental, que sin lugar a dudas se halla clara y específicamente amenazada por el inconmensurable poder que ha sido depositado en las manos de este sujeto incapaz, agresivo y deshonesto.

Pero ahora debemos preguntarnos varias cosas: ¿qué significa (si es que realmente significa algo), ese objetivo de “hacer que América vuelva a ser grande”? ¿De qué manera planea llevar a la práctica tan ambigua y aleatoria pretensión? ¿Será que concibe la idea de retomar el principio de Teodoro Roosevelt de “andar con pasos suaves y con un garrote bien grande”, con la variación de cambiar los “suaves pasos”  por retumbantes y amenazadoras zancadas? ¿Habrá despliegue de fuerzas militares? ¿Podría, eventualmente, llevar al mundo al borde de una confrontación nuclear?

Las respuestas se irán dando, seguramente, y poco a poco propios y extraños tendremos la oportunidad de ir mirando hacia dónde habrá de encaminarse la nación norteamericana, cuyo timón pronto se hallará en las manos más ineptas de que se tenga noticia, desde la época en que sus Padres Fundadores elaboraran y firmaran el acta de la Constitución.

Por ahora, sería importante tratar de determinar de qué manera puede esta nación llegar a ser “grande”. Tendríamos que intentar conformar un esquema de valoración que recogiera las rúbricas en virtud de las cuales habría de determinarse la grandeza de un país. Criterios como por ejemplo, la calidad de vida de sus habitantes, enriquecida con amplias oportunidades de trabajo bien remunerado y tratamiento igualitario para todos, sin distingos de raza, credo, género u orientación sexual; el modelo de protección otorgada al adulto mayor, a la niñez desamparada y a las gentes menos favorecidas, de manera que todos alcancen los beneficios que supone vivir en una de las naciones más ricas del planeta; la forma en que este conglomerado político asume y respeta los compromisos establecidos con sus vecinos; la manera en que se preocupa por participar en la solución de tantos y tan enormes entuertos, tanto globales como domésticos, que significan la tragedia y la desventura para un incontable número de seres humanos; los aportes que su comunidad científica lleva a cabo para erradicar las causas de la miseria y el sufrimiento; el crecimiento de los procesos intelectuales a través de un esquema educativo al alcance de todos, que determinen un significativo avance en la larga y agobiadora tarea de conocernos a nosotros mismos y, por ende, acercarnos así sea un ápice, al inalcanzable don de la perfección. Y, por supuesto, contar con el respeto de la comunidad internacional. (A este respecto bien podemos afirmar que ese respeto, perdido casi en su totalidad durante la muy por demás discreta gestión de un dipsómano incapaz como George W. Bush, recuperado durante la labor de un hombre carismático e inteligente como Obama, ha declinado velozmente luego de las elecciones y llegará sin duda a desaparecer por completo, una vez el patán electo asuma la presidencia).

Muchos estarán de acuerdo en que lo que aquí se plantea constituye una utopía. Pero, ¿y entonces? ¿hacia qué tipo de grandeza planea el señor Trump llevar a su país? Podría ser posible que tenga en mente retornar a épocas pretéritas, como por ejemplo la de invadir una nación bajo los falaces pretextos de armas de destrucción inexistentes, o quizás refrendar y renovar las tomas de Panamá, (Geroge Bush), Granada, (Ronald Reagan), y la República Dominicana, (Lyndon Johnson), naciones indefensas que sucumbieron a la agresión sin disparar una sola bala, o puede ser que ya tenga en mente el derrocamiento sanguinario de algún gobernante legítima y democráticamente elegido, (como lo hicieran Richard Nixon y su criminal Secretario de Estado Henry Kissinger), para poner en su lugar a un sátrapa títere que asesine a sus compatriotas de forma inmisericorde, o que de pronto quiera volver a los “gloriosos” días en que su poderoso ejército abandonó “la tierra de  los hombres libres” el “hogar de los valientes” para ir a Vietnam a masacrar campesinos inermes que, acertada o equivocadamente, pero haciendo uso de su inalienable derecho al libre albedrío, buscaban el sendero de una vida mejor, luego de lustros de un infame colonialismo.

Se nos ocurre pensar que la grandeza a la que aspiran los electores que votaron por este individuo, consiste en retornar a los días de la supremacía racial, cuando los negros se hallaban sometidos a una discriminación oprobiosa y a toda clase de vejámenes, época en la que el lugar de la mujer era la cocina y el único trabajo aceptable para un inmigrante era recogiendo las cosechas en los campos de cultivo o lavando pisos e inodoros en los edificios y casas de los blancos.

Así pues, al examinar con detenimiento esta oferta de “Hacer que América vuelva a ser grande”, la única conclusión que puede obtenerse es que este es un eslogan totalmente carente de significado. Solo es humo, palabrería inútil, burda demagogia, destinada a las mentes incultas y estrechas de una gran cantidad de ciudadanos.

Sin embargo, en medio de la verborrea delirante que habla de deportaciones masivas y murallas fronterizas, se percibe el fantasma creciente de un nacionalismo a ultranza, similar no solo al que hoy destaca en algunos países de la moderna Europa, sino también calcado en el molde de ese mismo sentimiento que Adolfo Hitler manipuló para exacerbar los ánimos del pueblo alemán y conducirlo no solo a desatar una de las mayores conflagraciones bélicas de que se tenga noticia, sino también a cometer el atroz genocidio del Holocausto.

En el mundo contemporáneo y en esta época en que la globalización está a la orden del día, las distancias se han reducido y la comunicación de un extremo a otro del globo ocurre en microsegundos, el aislacionismo nacionalista que predican la ultraderecha europea y el  saltimbanqui del peluquín, constituye una de las más regresivas tendencias, no solo en lo político sino también en lo social y lo económico. Sobre todo si tenemos en cuenta que, hoy por hoy, son enormes las dificultades que aquejan al género humano en términos de eventuales y amenazadoras pandemias, un recalcitrante sentimiento religioso carente de la más mínima sombra de racionalidad,  que ha dado lugar a movimientos subversivos que, como hemos podido verlo, han sembrado de dolor y muerte amplios rincones del planeta, el peligro constante de la recesión, con todas las consecuencias que ya hemos visto en el pasado y, en fin, el hambre y las necesidades básicas insatisfechas, que campean y se solazan entre los menos favorecidos, lo que ha dado lugar al masivo movimiento migratorio que hemos presenciado en Europa.

Así las cosas, el nacionalismo aislacionista, pletórico de sentimientos de supremacía (recordemos el principio de la raza aria, predicado por el Tercer Reich) y con una creciente determinación a rechazar como enemigos a todos los demás, puede llegar a sentar las bases para una catástrofe de dimensiones incalculables, sobre todo ahora que un inepto magnate, inescrupuloso y temerario, tiene la oportunidad de poner sus dedos en el botón rojo de los misiles nucleares. Porque, definitivamente, la única manera que tiene Trump de “hacer que América vuelva a ser grande”, es, sin lugar a dudas, la agresión. Los acuerdos internacionales, la cooperación mutua, la ayuda a los necesitados y la solución de conflictos a través del diálogo, todo ello se irá por el drenaje. Será necesario demostrar al mundo que no hay nadie que pueda enfrentárseles y salir indemne. Sus intereses habrán de prevalecer por encima de los de todos los demás pueblos del orbe; y, al interior, será urgente recuperar el predomino de la raza blanca y demostrarles a las demás etnias que todos ellos son inferiores y que, si se los tolera dentro de las fronteras de la nación, es única y exclusivamente para que sirvan a los blancos. Suena ominoso y, aún, exagerado y derrotista. Pero basta con observar lo que fue el proceso de la campaña, lo que dijo el candidato y la manera inconsecuente y absurda en que un inmenso conglomerado de estadounidenses asumió como verdades inamovibles los disparates que expuso como sus banderas.

Los norteamericanos tienen un proverbio soez que resulta muy apropiado para la situación presente: “Sh…. happens”. Significa en términos simples, que lo peor puede llegar a ocurrir y que, de hecho ocurre. (La tan llevada y traída “Ley de Murphy”: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”). Es, sin duda, lo que ha sucedido en este caso. Solo nos queda cruzar los dedos y desear de todo corazón que no se vaya a cumplir ese otro adagio, igualmente procaz, también muchas veces repetido por las gentes del país del norte: “When the sh…. hits the fan”, que se refiere al momento en que la porquería será tan abundante que alcanzará al ventilador (presumiblemente fijado al techo) y se esparcirá, llegando hasta el más recóndito rincón. Si tal ocurre, parafraseando a La Biblia podremos afirmar que “…entonces será el llanto y el crujir de dientes”.

LOS DESAFÍOS QUE PLANTEA EL LOGRO DE LA PAZ

Luego de largos años de discusiones, de tire y afloje, de ilusiones, promesas, viajes, discursos y pantalla, la negociación de las FARC con el gobierno colombiano parece que ha entrado en su fase final y que la firma de un acuerdo definitivo que ponga fin a un enfrentamiento de más de medio siglo se encuentra cada vez más cerca. Todos hemos estado a la expectativa, esperando que así sea, confiados en que los puntos álgidos que todavía son motivo de controversia vayan subsanándose con la buena voluntad de los negociadores, para que pronto pueda cerrarse ese oscuro y trágico capítulo de nuestra historia. Recientemente se había anunciado la consecución de un compromiso bilateral para un “alto al fuego”, con emotivos pronunciamientos de tinte político en campaña electoral; y tanto Timochenko como el presidente Santos le manifestaron al país que este era, ahora sí, el preámbulo de un convenio definitivo para dar por terminado el conflicto armado. Y nosotros, El Pueblo Soberano, seguimos soñando con la tantas veces fementida y quimérica promesa de la paz, que parece hallarse, esta vez, más cerca que nunca.

No se nos oculta, sin embargo, que silenciar las armas y lograr que los rebeldes se reincorporen a la vida civil, amén de las circunstancias en las que esta reincorporación pueda llegar a darse, constituyen apenas el umbral de entrada hacia esa PAZ que todos anhelamos. Es claro que resta un tortuoso camino por recorrer y que resulta imprescindible determinar, más allá de toda duda, cuál es el mecanismo correcto para que el andamiaje funcione: ¿debe haber paz para que el país cambie? o ¿debe cambiar el país, para que haya paz? He ahí el meollo de  la cuestión, muy similar al viejo planteamiento del huevo o la gallina.

Casi sin temor de equivocarnos, tal vez podríamos afirmar que la firma de los acuerdos en La Habana habrá de significar el surgimiento de una nación distinta a aquella que hemos conocido desde hace algo así como 60 años. Pero la gran preocupación que nos nace es si ese cambio es realizable y, en caso de que llegara a darse, si habrá de ser realmente sostenible. Inevitablemente hemos de preguntarnos: ¿cuál será el panorama socio-político-económico, una vez desaparecida la guerrilla? ¿Cuáles son las expectativas de cada uno de los estamentos de la sociedad, respecto a esa tan anhelada paz? ¿Está la clase dirigente colombiana preparada y dispuesta a realizar las reformas necesarias para identificar, reconocer sin ambages y erradicar las causas que dieron lugar al levantamiento armado? Esas son ya muchas y muy difíciles incógnitas.

Algo que será urgente que nos quede claro a todos es el hecho de que la estructura social y política del país no podrá volver a ser aquella en la que los dueños de los medios de producción desarrollaron sus actividades fundamentados en el tesón de las clases trabajadora y campesina, cuyos miembros no han contado sino con la fuerza de sus brazos para obtener el sustento, sin ninguna otra perspectiva que no sea quebrarse la espalda de sol a sol hasta el último día de sus vidas. El hecho de que tales desigualdades vinieron a ser el caldo de cultivo en el que se cocinó un conflicto de casi un siglo de duración es, sin duda, una verdad de Perogrullo. Si bien el contexto nacional que se vivía entonces tenía un conjunto muy específico de características que difieren enormemente de las que distinguen a la Colombia actual, infortunadamente hemos de decir que, aunque muchas cosas han cambiado, otras, muchas otras, han permanecido estancadas, a lo largo de los lustros.

Pero entonces, ¿cuáles son esos aspectos que pueden llegar a convertirse en obstáculos insalvables para que logremos alcanzar una paz verdaderamente duradera? Al mirar las condiciones actuales de la estructura de nuestra sociedad, nos agobia un hondo e inevitable sentimiento de desánimo. No se necesita poseer una mentalidad alarmista para estar de acuerdo en que la institucionalidad del país se halla muy comprometida, casi que en cuidados intensivos. Basta echar una mirada desapasionada y atenta a nuestra realidad de hoy:

El alto gobierno se debate en unos niveles de impopularidad pocas veces vistos en el pasado. El Primer Mandatario se ha distinguido por su personalidad irresoluta, que muestra frecuentes cambios de opinión que generan enormes dudas entre sus colaboradores y entre la gente, en general. Ello no tendría que ser, en sí mismo, un problema mayor, si  no fuera por el grado de incertidumbre en que mantiene al país y porque, aparte de su lucha denodada por el acuerdo con las FARC, al igual que todos los otros políticos que alguna vez alcanzaron el solio, ha incumplido muchas de las promesas de su campaña electoral.

Su segundo de a bordo ha adoptado una distante posición de cautela que da lugar a especulaciones de todo tenor respecto a sus verdaderos sentimientos frente a este proceso. En virtud de que su candidatura presidencial para el próximo período está prácticamente cantada, por una parte y que los analistas políticos lo dan como seguro ganador, por la otra, ese silencio tan prolongado se torna sospechoso, especialmente para quienes han tenido la oportunidad de percibir su ideología, proclive a la defensa del Statu Quo y, por lo mismo, bastante poco dispuesta a las transformaciones que habrán de ser necesarias para que podamos finalmente alcanzar un escenario sin conflicto armado.

Los otrora respetables representantes de la Justicia se han convertido en individuos de una venalidad vergonzosa y, cual meretrices en un antro de mala muerte, se muestran dispuestos a subastar la que alguna vez fuera su honrosa equidad, al mejor postor.

El Ministerio Público se halla en manos de un individuo retrógrado, recalcitrante y fanático, quien ostenta en su pasado, como única referencia a la cual pueda el pueblo remitirse para determinar su calidad de líder y de dirigente, el hecho de haber participado, como cualquier inquisidor que se respete, en una quema de libros que él y su grupo consideraban dañinos para la moral y las buenas costumbres. Cual moderna encarnación del tristemente célebre Torquemada, enarbola su particular y muy bíblica interpretación de la Constitución en sus diatribas delirantes, abriga en su mente la firme convicción de que el pecado es mucho más grave que el delito y, seguramente convencido de que, para defender a la sacrosanta y única religión verdadera el fin justifica los medios, no ha vacilado en recurrir a cualesquiera soterrados subterfugios, nepotismo y corrupción para alcanzar sus cuestionables propósitos.

La oposición, categorizada desde siempre como la piedra angular y la esencia de la democracia, está representada por un hombre megalómano e inescrupuloso, quien impunemente acudió al delito para tratar de perpetuarse en el poder y que no ha tenido inconveniente en utilizar la falacia, la agresión verbal y, aún, el conato de sedición con el único objetivo de torpedear este intento de poner fin a la guerra fratricida, ya que es el único escenario que le otorga una razón de ser y de existir, (y de volver a mandar, así tenga que ser por interpuesto títere).

La salud, privilegio garantizado en la Constitución, es hoy un negocio al servicio de intereses particulares, representado por entidades que simulan proveer la atención que reclaman los usuarios, pero que en realidad recurren a todo tipo de tretas y excusas para dilatarlo en el tiempo y, aún, negárselo olímpicamente. Los pacientes afectados por semejante despropósito deben deambular cual mendigos en busaca limosna y con mucha frecuencia se ven obligados a recurrir a los estrados judiciales para lograr que se les proporcione el servicio al que tienen derecho. Una innombrable cantidad de colombianos comunes se ven, impotentes, abocados a presenciar la muerte de sus seres queridos mientras aguardan resoluciones jurídicas que les otorguen el servicio que les ha sido negado y que muchas veces llegan demasiado tarde.

Con inexplicable éxito, criminales de cuello blanco logran eludir las sanciones a que se han hecho acreedores, obtienen beneficios, logran demorar sus procesos o son enviados a cumplir breves períodos de reclusión en sus cómodas mansiones, cuando no acuden a diagnósticos médicos fraudulentos para poder permanecer en hospitales y clínicas privadas en los que gozan de enormes prerrogativas, como castigo para sus inexcusables trapisondas.

Entretanto, el desempleo, la indigencia y la inseguridad crecen de manera desproporcionada. La mendaz desmovilización de los grupos paramilitares, (que dejaron de ser ello para cambiar de “razón social” y pasar a llamarse dizque BACRIM), ha conducido a las entidades de vigilancia y control del Estado a una grave condición crítica; entre los Urabeños, el Clan Úsuga y los ganchos de microtráfico, como los que se detectaron en la toma del Bronx, aparte de la perpetua delincuencia común,  las autoridades se encuentran poco menos que desbordadas y, para completar el cuadro, el hacinamiento en las entidades carcelarias está dando lugar a que se considere como viable la salida de reclusos. Además de la bochornosa realidad de la que el ciudadano ordinario debe ser impotente testigo: abundan los delincuentes que, aún capturados en flagrancia, son devueltos a las calles.

La corrupción ha alcanzado niveles aterradores. No solo se ha entronizado en nuestro medio el vergonzoso: “Usted no sabe quién soy yo”, sino que persiste desde hace una incalculable cantidad de tiempo el aún más oprobioso: “¿Cómo voy yo?”, que se emplea inescrupulosamente de manera soterrada en la mayor parte de las instancias en las que se aguarda una decisión administrativa o, peor aún, una judicial.  Pero además, todos los días los medios de comunicación nos informan de qué manera se han descubierto malos manejos, desfalcos, cohechos y prevaricaciones en los que sale beneficiado un puñado de individuos desconocedores de la más elemental decencia, que acumulan insondables niveles de prosperidad al feriar la que debiera ser su impoluta ecuanimidad, o al apropiarse sin recato de recursos que nos corresponden a todos y que, con pasmosa desfachatez eluden los controles del Estado y acuden a todo tipo de argucias para convertir en acusados a sus acusadores; y que, las más de las veces, se salen con la suya.

Y como si el escenario anterior no contuviera suficientes ingredientes como para descorazonar al más optimista, hemos podido ser testigos de la primera marcha multitudinaria en contra de la tolerancia, algo insólito y sin precedentes en el planeta.

Como puede apreciarse, el panorama es bastante desolador. El ciudadano común y corriente se ve en la inevitable necesidad de  moverse en este pantano fangoso en el que se ha convertido nuestra cotidianidad, cada vez más embrollado en esta maraña existencial, en este río revuelto, en el que muchos buscan una pequeña cuota de poder o de dominio que les reporte pingües beneficios. A tal punto ha escalado el desbarajuste institucional, que con angustiosa certeza se me ocurre pensar que estamos cerca de ser, si es que no lo somos ya, un perturbador ejemplo de esos que Noam Chomsky ha llamado “estados fallidos”.

Son pues, muy complejos los vericuetos a los que deberemos enfrentarnos, una vez se lleve a feliz término la firma de los acuerdos con los alzados en armas. Los ciudadanos del común hemos de entender que de ninguna manera podemos permitir que de nuevo se imponga el  que todo cambie para que todo siga igual. Esta ha sido precisamente la causa de que nos encontremos hoy sumidos en el caos y que no pueda percibirse una solución a corto o mediano plazo. Tal es el inmenso desafío que encaramos como nación y como pueblo, ahora que la ilusión de una patria en paz parece haberse transformado en un bien por primera vez alcanzable en muchos años.

Ahora bien: un importante sector de la comunidad, los grupos financieros, los industriales, algunos miembros de la clase política y ciertos círculos de eso que hemos dado en llamar clase media, han desarrollado un enorme y, acaso, no del todo infundado temor de que los antiguos guerrilleros hagan política y puedan eventualmente acceder por la vía de las urnas a lo que no consiguieron por la vía de las armas y que de ahí pudiera llegar a derivarse un proceso similar a la Revolución Bolivariana de Venezuela, con los desastres económico, político y social que esta ha significado para el hermano país. Saben sin lugar a dudas que, si bien han detentado el poder económico y político por largo tiempo, la inmensa mayoría de la población se halla constituida por todos los demás que no pertenecen a su élite: la clase trabajadora, los empleados, los campesinos y muchos otros, menos favorecidos por la fortuna y que hoy por hoy, sufren las consecuencias de la condición de desigualdad en que les ha tocado vivir. Ven como un hecho incontestable que, en unas elecciones transparentes, propuestas de cambio pudieran atraer numerosos votantes que desplazarían fácilmente a los candidatos de la vieja política tradicional. No en balde se escuchan en algunas conversaciones informales sentencias como “…ya veremos cuando estemos como Venezuela…”

Todo ello nos lleva a algunas conclusiones que vale la examinar: en primer lugar, a nadie se le oculta que el modelo venezolano tuvo su oportunidad y dispuso de un adecuado margen de tiempo para mostrarse, con las consecuencias que hoy son evidentes para todos. Es claro que nadie desea para nuestro país un destino ni siquiera parecido. Por otra parte, todos hemos de entender que la estructura social, política y económica en que se desenvolvió la Colombia del siglo XX fue la causa primordial del conflicto armado que trajo dolor, sangre y muerte a nuestro suelo y que por ello debemos inducir un cambio radical, que elimine los vicios de antaño y ofrezca unas condiciones más justas y equitativas para todos los colombianos. Y, por consiguiente, que todos y cada uno de los estamentos de la sociedad deberemos esforzarnos en conducir al país por una senda de la que se hallen ausentes la intolerancia, la corrupción y la injusticia, para que quizás nosotros y seguramente nuestros hijos volvamos a creer en esa “utopía contraria” a la que se refiriera el gran García Márquez, en la que: “nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad…” (*). Solo si lo logramos podremos conjurar el riesgo de que la población, hastiada de promesas incumplidas y de un sistema político abusador e inequitativo, pudiera llegar a caer en las redes del populismo barato, causante de los errores de nuestro vecino, que les han significado tantos sinsabores. Y, así mismo, estaremos forjando un futuro más promisorio para las generaciones venideras.

Tal como puede apreciarse, son enormes los retos que se nos plantean frente a este intento de alcanzar la paz. Es un hecho que todavía abundan muchas heridas, aún hoy abiertas y sangrantes. Pero el objetivo esencial de una patria sin conflicto para nuestros hijos y nuestros nietos es un desafío digno de asumir. Es imprescindible, por lo tanto, que hagamos el ingente esfuerzo de llevarnos nuestro dolor a la tumba, en lugar de transmitírselo a nuestros descendientes, que de nada han tenido la culpa y que definitivamente no merecen el tener que sufrir por los pecados de sus padres. No será fácil sacudirnos las tragedias que muchos vivieron en carne propia; no será fácil deshacernos de la mezquindad y la codicia que han anidado en nuestros corazones desde tiempos inmemoriales y que han dado lugar a que nuestra clase política se halle inmersa en una corruptela sin precedentes y en una ineficacia paquidérmica; no será fácil abrir nuestras mentes a la convivencia y la concordia; y, sobre todo, no será fácil encaminarnos por la senda de una probidad a toda prueba, luego de esta tristemente extensa y arraigada deshonestidad que nos ha significado tantas aflicciones. La gran pregunta es, ahora: ¿Estaremos a la altura de las circunstancias? O, por el contrario, ¿Permitiremos que, una vez más, este inconmensurable bien se nos escape de las manos? Antes de aceptar que tal ocurra, pensemos que ningún sacrificio es trivial, si se trata de evitar otros 60 años de tragedia, muerte y desolación.

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(*) GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel, La Soledad de América Latina, Estocolmo, 1982.

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Algunos aspectos introductorios:

Una mirada en retrospectiva a la senda seguida por el ser humano en su proceso de desarrollo nos muestra de qué manera el permanente anhelo de incrementar el conocimiento  ha sido el motor que nos ha conducido a los enormes logros que hemos alcanzado en los diversos campos del saber. El carácter por demás curioso de nuestra especie condujo a nuestros ancestros a buscar, indagar, preguntar y, si bien en muchos casos fue necesario un doloroso procedimiento de ensayo y error, todo lo que somos hoy en materia de ciencia y tecnología se encuentra inexcusablemente apoyado sobre los hombros de esos antepasados que con frecuencia sacrificaron su casa, su hacienda y su bienestar con el único objetivo de conocer.

No obstante, no fueron pocos los escollos. A título de ejemplo: si hace cien años (1916) alguien hubiera dicho que los órganos defectuosos de un ser vivo podrían ser reemplazados por otros extraídos a una persona fallecida, tal afirmación habría sido tomada con una escéptica sonrisa de incredulidad. Si esa afirmación se hubiese hecho hace doscientos años (1816), el imprudente divulgador habría sido tildado de demente y quizás habría sido denunciado a las autoridades por propender por la perturbación del eterno descanso de los difuntos. Ahora, si el asunto hubiera tenido lugar hace trescientos años, (1716), quien cometiera tal ligereza hubiese sido objeto de un juicio sumarísimo y conducido inmediatamente a la hoguera. Y sin embargo, los trasplantes son hoy un método ordinario de prolongar la vida, amén de las dificultades que todavía subsisten en términos de donantes y los astronómicos costos pecuniarios que conllevan. Así pues, es evidente que la necesidad de incrementar el conocimiento es un poderoso impulso. Con absoluta convicción podemos afirmar que tal inquietud forma parte integral de nuestra naturaleza y que nada ni nadie podrá menguar esa imperiosa urgencia de búsqueda.

Dicho lo anterior, conviene proceder a la explicación definitoria de un concepto que habrá de servir de base al asunto central de las presentes consideraciones. Me refiero a la noción, hoy acaso caída en el olvido, del Síndrome de China. En los años 60, frente al denodado aumento en el tamaño y la potencia de los reactores nucleares, surgió el temor de una eventual pérdida de control y un escape del núcleo radiactivo. Se llegó a pensar que este podría penetrar el subsuelo y atravesar la corteza terrestre, llegando hasta los antípodas. Si bien que esto ocurriera era (y es) una imposibilidad física, las consecuencias de una pérdida de control en una planta nuclear han sido trágica y dramáticamente reales en  casos como la Isla de Tres Millas, Chernóbil y Fukushima.

No obstante y a pesar de todo, cabe señalar que la inquietud investigativa del hombre no se arredrará ante estos ominosos sucesos, como tampoco permitirá (ni ha permitido hasta el día de hoy), que barreras éticas, morales o religiosas se interpongan o pretendan frenar el curso de los estudios. Sin lugar a dudas y a pesar de las voces que se levanten en protesta, la exploración sobre las células madre seguirá adelante y en un futuro tal vez no muy lejano veremos los primeros clones de seres humanos. Ninguna cortapisa podrá inmiscuirse en el presente o en el futuro, como no lo hicieron hace ya casi un siglo las advertencias sobre el poder destructivo de las bombas atómicas que, de todas maneras, fueron utilizadas en forma inmisericorde contra poblaciones indefensas.

Tal es, hasta aquí, el marco contextual de un planteamiento que parece ser de capital importancia, puesto que compromete, a mi manera de ver, la forma en que habrá de desenvolverse la vida del género humano y, aún, la existencia misma de nuestra especie, si no a corto, muy seguramente a mediano plazo.

 

El meollo de la cuestión:

Científicos de todo el mundo han venido concentrándose de manera creciente en la investigación que habrá de dar lugar a la creación de un organismo cibernético inteligente y autosuficiente. Es lo que se conoce en términos profanos como inteligencia artificial. Los alcances reales en el progreso de este trabajo no son conocidos, (seguramente por las implicaciones armamentísticas que puede llegar a tener, razón por lo cual, como es lógico, los militares se hallan cercana y directamente involucrados),  pero recientemente, algunos documentales de divulgación científica en los que suelen participar importantes figuras del saber, como Michio Kaku, Alex Filippenko y el mismo Stephen Hawking, nos han mostrado visos de los importantes avance que se han venido logrando en la materia. Sin ir más lejos, los drones son hoy un avance notable en términos de observación, espionaje y ataque. Si bien todavía dependen del control ejercido a distancia por personal humano, podemos estar seguros de que no falta mucho para que estas máquinas puedan desempeñarse de manera autónoma, con poco o ningún concurso de sus creadores.

Ahora bien: para nadie es un secreto la abismal diferencia que subsiste entre una unidad de mente computarizada, fría, calculadora y asombrosamente eficiente, dentro de los parámetros de desempeño para el cual ha sido creada y la mente humana, apasionada y muy proclive a la falibilidad. Desde los primeros albores de su existencia, el hombre se ha caracterizado por una dualidad evidente, en la que se mezclan una mente calculadora y un cúmulo de emociones que, con frecuencia, ejercen un poderoso ascendente sobre sus decisiones y su quehacer. Lo cual implica que, en más de una ocasión, se adopten determinaciones equivocadas que pueden llegar a tener impredecibles consecuencias para el actuante, su entorno cercano y, eventualmente, las gentes, pueblos o naciones que se encuentren dentro de su esfera de influencia. Pero eso es lo que somos; el error es parte integral de nuestra existencia y hemos aprendido a vivir con él, asumirlo y estar en todo momento, prestos a corregirlo. Sobreponernos a nuestros desaciertos ha venido a ser un elemento fundamental de nuestro crecimiento.

Pero deberíamos pasar a reflexionar sobre los procesos de actuación, toma de decisiones y desenvolvimiento general de una mente cibernética. Una vez que nuestros esfuerzos hayan logrado desarrollar una entidad capaz de autoabastecerse, aprender y, como resultado de ello, reconfigurar su programación, tendríamos que entrar a considerar muy detenidamente cuál irá a ser el esquema en el que vaya a tener lugar su interacción con nosotros. ¿Cuál será la percepción de este nuevo ser respecto a estas imperfectas y, por lo mismo, frecuentemente erráticas entidades de carbono? A menos que nuestros científicos logren introducir en sus circuitos una reproducción imitativa de las emociones humanas, habremos de vérnoslas con un ser frío, calculador y desapasionado, cuyas decisiones estarán inevitablemente dictadas por la lógica. Muy probablemente no estará en posibilidad de cometer errores, atenderá de manera primordial a su propia conservación y supervivencia y mirará nuestras múltiples incertidumbres y vacilaciones con gran reserva.

¿Y cómo asumirá el género humano la presencia en el mundo de una mente infalible y poseedora de extraordinarias capacidades deductivas y analíticas? Puede ser que, inicialmente, tal alcance constituya un gran motivo de orgullo para la ciencia y la tecnología, al haber sido el mismo, un producto desarrollado por nuestro intelecto. Pero con el transcurrir del tiempo nos iremos dando cuenta de que, por primera vez desde que abandonamos las cavernas, tendremos frente a nosotros a un ser altamente dotado, con la posibilidad de disputarnos el derecho a prevalecer y que bien pudiera llegar a convertirse en la especie dominante del planeta. ¿Estaremos sicológica y emocionalmente preparados para tan incontestable realidad?

La ciencia-ficción o anticipación científica, como también ha sido llamada, nos ha propuesto diversos escenarios relacionados con la creación de estas mentes cibernéticas autosuficientes. Salvo un caso específico del que tenga noticia, que se mencionará posteriormente, en la mayor parte de las historias la humanidad ha terminado llevando la peor parte. Como ilustración de lo que aquí pretendo plantear, quisiera referirme a un par de ejemplos que pueden ser bastante significativos:

Arthur C. Clarke colaboró con Stanley Kubrick en la creación de un libreto para una película que el cineasta quería hacer y que terminó convertido en una novela de ciencia-ficción. En “2001 Una Odisea del Espacio”, un grupo de científicos y astronautas emprende un largo viaje a bordo de una moderna nave espacial controlada por la supercomputadora Hal 9000, una imponente máquina, con algo muy parecido al determinismo autosuficiente. Pero algo sale terriblemente mal. Nunca se aclara realmente si esta mente computarizada cometió el error que se le imputa, si bien el desarrollo de los acontecimientos y la consecuente manera de actuar de los personajes inducen al lector-espectador a suponer que así fue aunque, sin embargo, ella misma no es consciente de su mal funcionamiento y al no serlo, toma la decisión de privilegiar los parámetros del viaje por encima de las vidas mismas de los hombres involucrados. Las consecuencias para la misión habrán de ser del todo inesperadas. En este ejemplo, los humanos fundamentaron toda su actividad en la convicción de contar con una herramienta que era, al parecer, incapaz de equivocarse. Sin embargo, al descubrir que no era así, intentaron aislarla y recuperar el control, lo que dio lugar a una confrontación. Y, convencida de su incuestionable superioridad, la entidad se volvió contra ellos.

En 1984 James Cameron y Gale Anne Hurd dieron vida a “Terminator”, o “El Exterminador”, que se convirtió en una saga de varias películas, en virtud del éxito de la cinta inicial. Aparte de los pormenores referentes a Sarah Connor, a su protector y a los asesinos enviados del futuro para acabar con su vida, el tema central de la trama gira alrededor una mente robótica, Skynet, que ha dispuesto exterminar a la raza humana por considerarla anómala, falible y, en consecuencia, peligrosa para la existencia misma del organismo cibernético. Este escenario, que bien podría llegar a darse, como resultado de un eventual conflicto de intereses entre los hombres y las máquinas, es lo que podríamos categorizar como el Síndrome de Terminator: entidades de inteligencia artificial, creadas por nuestros científicos para ser autosuficientes y autodidactas, llegan a la conclusión lógica, coherente y desapasionada de que la humanidad constituye un riesgo para la seguridad de todo lo demás que existe, (en lo cual, dicho sea de paso con cierta dosis de cinismo, no estarían del todo equivocadas) y por lo consiguiente la única forma de auto preservación y de protección del medio ambiente y del planeta sería la erradicación de esa parasitaria infección. La confrontación resultante plantea una tragedia bélica de proporciones dantescas que apenas deja medianamente bien parados a los humanos y que jamás concluye en su totalidad. (No puede hacerlo, por supuesto, dados los inmensos réditos económicos que cada nueva producción representa para Hollywood).

El caso sugerido en el que los seres humanos no terminan en franca desventaja frente a las entidades cibernéticas se encuentra en los planteamientos hechos por Isaac Asimov, el gran escritor de ciencia-ficción, quien también vaticinó en sus obras la creación de seres robóticos prácticamente autosuficientes. No obstante, el autor consideró que tales unidades tendrían que estar plena y absolutamente al servicio y bajo el control de los hombres que los crearon. Para ese propósito planteó que, en la programación de los circuitos positrónicos que llevarían estos entes habría de ser necesario incluir lo que él llamó las tres leyes de la robótica, a saber:

  1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano resulte dañado.
  2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.
  3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.

En las obras de Asimov se da con mucha asiduidad la interacción entre los humanos y los robots. Con mucha frecuencia salen a relucir las leyes aquí mencionadas y su aplicación a lo largo de las diversas tramas da lugar a una variada gama de situaciones conflictivas, especialmente en lo que tiene que ver con las entidades cibernéticas, plenamente conscientes de sí mismas, pero siempre supeditadas al control de hombres y mujeres que con muy poca frecuencia se comportan de manera lógica y generan en las máquinas profundos dilemas. Pero a pesar de todo, la humanidad mantiene el control.

Todo lo anterior nos mueve a reflexionar sobre lo que habrá de ser la convivencia del género humano con estos otros seres cuyas mentes ostentarán esos elevados niveles de razonamiento lógico, que muy pocas veces están a  nuestro alcance, y que carecerán de cualquier forma de emocionalidad en sus procesos de toma de decisiones. Si asumimos como base de  nuestro análisis la inveterada intolerancia que nos ha caracterizado siempre para soportarnos los unos a los otros, la cual nos ha hecho prácticamente incapaces de aceptar las diferencias de nuestros congéneres en términos de raza, religión, género, orientación sexual y demás, muchas de las cuales han dado lugar a bárbaras confrontaciones que han cubierto con nuestra sangre el suelo que pisamos, no se nos oculta que la coexistencia con este tipo de entidades electro-mecánicas, producto de  nuestra inventiva pero tan inconmensurablemente distintas a lo que somos, habrá de ser un asunto particularmente conflictivo, por decir lo menos, y que, bien podríamos predecirlo, irá escalando hasta alcanzar los ribetes de un muy seguramente trágico enfrentamiento.

 

Una cierta forma de conclusión.

Es un hecho que la investigación científica no se detendrá. Como queda dicho, la permanente búsqueda de conocimiento forma parte integral de la naturaleza humana y, por lo mismo, nada ni nadie puede impedir que continúen los estudios que habrán de llevarnos hacia logros hoy insospechados. Pero hemos alcanzado un nivel de desarrollo intelectual que nos otorga la posibilidad de examinar con mayor detenimiento las implicaciones y las consecuencias de nuestros actos. Hasta el día de hoy no hemos hecho otra cosa que movernos en forma desaforada en una o en otra dirección, inconscientes e irresponsablemente indiferentes a lo que pueda depararnos el siguiente recodo del camino. Pero las circunstancias de lo acaecido en el pasado, como también los alcances de los logros del presente nos proporcionan la invaluable oportunidad de pronosticar nuestro futuro con cierto grado de precisión.

Así pues, científicos, dirigentes, líderes sociales y comunitarios y también todos los demás en el debido grado de proporción que nos corresponda, cargamos con la grave responsabilidad de las ramificaciones y la trascendencia que nuestras acciones de hoy tendrán en el futuro mediato en inmediato.

Nadie puede tener la absoluta certeza de que haya de presentarse un conflicto entre entidades cibernéticas autosuficientes y los seres humanos. Las consideraciones aquí planteadas no son otra cosa que una mirada ansiosa hacia el horizonte, con la intención escueta de proponer un contexto situacional que podría llegar a ser posible y que, por lo mismo y dadas sus siniestras características, debería ser tenido en cuenta a la hora de tomar importantes decisiones que involucren la eventual posibilidad de una catástrofe para  nuestra especie. De la misma manera que las espantosas consecuencias de una guerra nuclear nos han llevado, si bien al borde de la locura, pero nunca más allá, acaso resulta urgente que los científicos de hoy, empeñados en la creación de esa Inteligencia Artificial, mantengan en sus mentes la importancia de incluir en sus investigaciones el diseño de un procedimiento similar  las leyes de Asimov, orientado a prevenir las que pudieran ser unas nefastas secuelas de su arduo trabajo.

Para todos nosotros es un axioma que de ninguna manera ha de detenerse el avance tecnológico-científico, del cual la humanidad ha derivado tantos beneficios, a la par que otros cuantos infortunados estragos. Por lo cual es de capital importancia que la subsecuente búsqueda del conocimiento suponga un continuado logro de los primeros y también un perentorio método de prevención de los segundos. El gran interrogante es si llegaremos a ser capaces de tan alto grado de sensatez. Alguna vez alguien dijo que: “Quienquiera que se encuentra al borde de un abismo, debería entender que progreso también puede ser dar un paso atrás”. Pero, ¿tendremos la inteligencia suficiente para reconocer ese borde, cuando lleguemos a él? Solo el tiempo lo dirá.