ENTRE LA CERTEZA Y LA INCERTIDUMBRE

Luego de los resultados de la primera vuelta en las elecciones presidenciales, es pertinente llevar a cabo una cuidadosa reflexión, no solo sobre lo ocurrido, sino principalmente sobre lo que viene.

Es necesario aclarar que Gustavo Petro nunca ha sido “santo de mi devoción” puesto que, a pesar de sus incuestionables cualidades intelectuales y su fuerza de luchador incansable, varias características de su personalidad, que ya había mencionado en otra oportunidad y que se pusieron de presente durante su paso por la alcaldía de Bogotá, contribuyen a proyectar una imagen difusa, por decir lo menos, en lo que se refiere al estilo que asumiría para manejar los destinos de la nación. Por lo consiguiente, considero fundamental puntualizar que, en esta enorme encrucijada en la que se halla el país, el señor Petro se destaca como una figura que genera un alto grado de incertidumbre para un muy variopinto conglomerado de colombianos.

Por una parte, se aprecia la derecha extremista y recalcitrante. Los más oscuros miembros de este grupo son aquellos que han optado por convertirse en áulicos del matarife y que pueden ser catalogados como individuos estrechos de mente, con una ideología que emula la forma de pensar de los blancos supremacistas del partido republicano de Estados Unidos y que, sin la más ínfima muestra de pudor, lamen el suelo que pisa el expresidente, en vergonzoso grado de abyección, obnubilados por sus dotes de culebrero y embaucador, que le sirven (a él) para ocultar su personalidad narcisista y su verdadera naturaleza de megalómano oportunista.

En este grupo también se encuentran los miembros de la clase opulenta, banqueros, industriales y comerciantes de alto vuelo, los verdaderos dueños del país y amos del Presidente Eterno, quienes se han servido de él para preservar y mantener su condición privilegiada, para lo cual le han otorgado ciertos niveles de poder, con lo que han alimentado su ego colosal (como también sus ganancias, las de ellos), y lo han convertido en el idiota útil de sus enormes intereses.

Está también la derecha moderada, conformada por gentes con una situación económica, digamos, “desahogada”, quienes han adquirido una posición de cierta figuración social, que dicen albergar profundos sentimientos religiosos y que son defensores a ultranza de lo que se ha dado en llamar “los valores familiares”. Para ellos, cualquier modificación del orden establecido es un anatema, por lo que todas esas tendencias de la vida moderna, como el aborto, los derechos de la comunidad LGBTI, el feminismo y algunas otras manifestaciones de progreso intelectual e ideológico, constituyen una amenaza para la forma en que han organizado sus vidas.

El dilema también afecta a un numeroso grupo de colombianos que, contra viento y marea, han alcanzado algunos logros socio-económicos mediante los cuales han estructurado un estilo de vida con pocas afugias y mucho crédito bancario, a través del cual se han hecho con diversos grados de posesiones materiales y han proporcionado a sus familias importantes niveles de formación intelectual. Son lo que en términos comunes y corrientes se ha venido a llamar la Clase Media.

Ninguno de los grupos mencionados se siente seguro con la perspectiva de que un político de izquierda se haga con el poder. Dramáticos ejemplos muy cercanos a nosotros nos han evidenciado las dolorosas consecuencias de un giro abrupto y descontrolado que atente contra la esencia de una estructura basada en la libre empresa y una economía de mercado.

Esta forma de sentir no ha logrado ser desvirtuada por las declaraciones del candidato, en las que hace gala de moderación y voluntad de asumir los retos planteados por la situación de la nación sin afectar la forma de vida de la población ni atentar contra sus derechos adquiridos. Su pasado de insurgente y su ideología social proyectan una sombra que muchos ven ominosa y como una amenaza. En esto radica la manera recelosa con que se percibe su propuesta y el temor que despierta en ciertos núcleos de la población.

Lo único que podemos saber a ciencia cierta con esta opción es que se suscitaría un cambio en muchos aspectos de la vida nacional y que esa inmensa mayoría de hombres y mujeres que integran las masas populares, que no tienen nada que perder, bien sea porque ya lo perdieron todo o porque nunca han tenido nada, acaso se verían beneficiados con el advenimiento de un gobierno que, por una vez, pensara en ellos y en su bienestar. Son ellos, dicho sea de paso, quienes apoyan esta candidatura y forjan sus esperanzas en la posibilidad de unas mejores condiciones de vida.

En realidad la parte más preocupante de la opción Petro no está relacionada con la orientación de su mandato, sino con el hecho de que no sabemos cómo sería su gobierno. Enfrentado a poderosas fuerzas políticas y económicas que han controlado el país desde siempre, enemistado con el ejército, que ha sido de manera permanente el brazo armado mediante el cual se ha ejercido el dominio sobre la población y con una bancada parlamentaria abundante pero insuficiente para lograr la aprobación de aquellas que él estableciera como perentorias medidas de transformación, su paso por el solio presidencial podría verse reducido a una lucha de poderes que, acaso, terminaría por desgastar su gestión e impedirle aplicar los correctivos urgentes para frenar la debacle a la que nos condujeron los cuatro años de desgobierno del títere. O quizás no; podrían darse circunstancias favorables para que lleve a cabo sus reformas, ¡pero! sin soliviantar a los militares que, como bien podemos suponer, estarían atentos para dar el zarpazo y quitar de en medio al fastidioso exguerrillero. Por lo tanto, no hay forma de vaticinar lo que podría ocurrir en su gobierno y Petro pasa a ser el que podríamos llamar el candidato de la incertidumbre.

En lo que respecta a Rodolfo Hernández, por el contrario, a nadie se le generan dudas. Todo lo que proyecta son certezas y, por la esencia de las mismas, las clases dirigentes encuentran en él al candidato perfecto.

Conocemos de sobra y a ciencia cierta sus cualidades de “macho arrecho”, (que nos recuerda a Donald Trump).Siempre ha hecho gala de su misoginia, xenofobia y homofobia y en alguna oportunidad se declaró abiertamente admirador de Adolfo Hitler. Jactancioso, matón y camorrista, se comporta de manera abusiva e infamante, no solo de palabra sino también de obra, ya que no tiene arredro para “ponerle la mano” a quien se le oponga o le disguste y, sin amilanarse, ha proferido amenazas de muerte lanzadas a diestra y siniestra, mientras vocifera de manera soez contra aquellos que percibe como sus contradictores.

Se declara enemigo de la corrupción, pero tiene pendiente una causa judicial por corrupto, pruebas de lo cual ya se han hecho públicas y están en manos de los entes de control. (Suponiendo, claro, que los entes de control se vayan a mostrar inclinados a tomar algún tipo de acción, lo cual es bastante improbable en las actuales circunstancias). Si hemos de creer en el aforismo de que “el zorro pierde el pelo pero no las mañas”, bastante certeza podemos tener de a dónde irán a parar sus alegatos contra ese inmenso cáncer que corroe al país. Por otra parte, su carácter de rico empresario lo ubica entre las minorías opulentas, por lo que podemos saber con precisión que estará poco inclinado a preocuparse por los menos favorecidos.

La otra certeza es la de sus coqueteos con Álvaro Uribe, aunque él se empeña en negarlo de manera contundente. Para la muestra, un botón: hace poco, ante la discusión de un grupo de periodistas respecto a los perdedores de la jornada electoral del 29 de mayo alguien afirmó que el uribismo había sido uno de los grandes damnificados. José Obdulio Gaviria, peón del Centro Democrático, afirmó con una cínica sonrisa que: “…cuáles perdedores, si pasó Rodolfo Hernández”. Lo cual no viene sino a confirmar que el ingeniero no ha sido otra cosa que un plan C de Uribe, quien seguramente pretende continuar ejerciendo su influencia a través del veterano candidato, si es que este consigue llegara a presidente. Sobre todo, porque eso le devolvería la seguridad de continuar en total impunidad frente a los cuestionamientos que se le han hecho; mientras que, con Petro en la Casa de Nariño, no deja de haber una alta probabilidad de que la justicia, finalmente, lo envíe a la cárcel.

Así las cosas, no cabe la menor duda de que con Hernández el cambio será en el mejor estilo de la conocida afirmación de Lampedusa: “Cambiar todo, para que todo siga igual”, es decir, mucho maquillaje en las formas, pero poco o nada en el fondo. Podemos tener casi la más completa seguridad de que tal será el desenvolvimiento de las circunstancias políticas y sociales del país, si este individuo gana la presidencia.

Como puede apreciarse, la disyuntiva que hoy se nos plantea a los colombianos es de difícil resolución. Sin embargo, la conclusión del análisis gira alrededor de quién sería la mejor opción para asumir la presidencia del país. (“El menos peor”, dirían las abuelas). Con Petro nos embarga la incertidumbre y con Hernández nos abruma la certeza. Pero si bien el primero no deja de generar dudas, hemos de tener en cuenta de que, por lo menos, con él existe la posibilidad de que en Colombia se dé un cambio real que nos pudiera abrir el camino hacia una paz duradera, con justicia social y lucha frontal contra la corrupción y contra la miseria que hoy aqueja a un sinnúmero de compatriotas. Muchos interrogantes se alzan ante la posibilidad de que un gobierno de tal naturaleza, “de la izquierda”, como dirán muchos, realmente logre alcanzar los objetivos que se propone y no intente alterar el orden democrático y constitucional. En otras palabras, puede ser que sí o puede ser que no.

Con Hernández, por el contrario, todo son certezas: podemos tener la seguridad de que su gobierno no inducirá ningún cambio real en la situación social, política y económica del país. En vez de tener como presidente a un rapaz incompetente, tendremos a un veterano ineficaz, ramplón y pendenciero que, a falta de un programa de gobierno serio y coherente, no tendrá más remedio que improvisar sobre la marcha y caerá, con gran facilidad, bajo la férula manipuladora de esta corrupta clase dirigente que hoy pretende impulsarlo, cuyos alfiles se harán omnipresentes para guiar su presidencia por los senderos del continuismo. Su cacareado objetivo de la lucha contra la corrupción, simplemente se irá difuminando hasta desaparecer y Colombia seguirá empantanada en esta inmensa tragedia que hoy nos aqueja. Hoy por hoy pareciera que soplan vientos de cambio, pero podemos tener la seguridad de que, con el ascenso de Hernández al poder, habremos perdido la oportunidad de reencauzar nuestro rumbo. Tal es la certeza que, sin lugar a dudas, nos genera este candidato.

No la tenemos fácil, los colombianos. La decisión que tomemos este 19 de junio habrá de determinar el futuro de nuestro país a corto, mediano y, aún, a largo plazo. Enormes serán las consecuencias si nos equivocamos, eso lo tenemos muy claro. Pero lo que no podemos perder de vista es que repetir el descomunal error que puso a Duque como presidente puede llegar a ser muy costoso.

“Amanecerá y veremos”, dijo el ciego. Y un pesimista que lo escuchó, añadió: “y amaneció y siguió ciego”. Permítaseme a mí agregar: “Y un espíritu burlón que entre las sombras había, se reía, se reía…”

¿DE LA SARTÉN A LAS BRASAS?

Ahora, cuando el “mandato” de Iván Duque está a punto de terminar, cualquier colombiano medianamente sensato seguramente puede apreciar las desoladoras consecuencias que estos años de desgobierno le han significado al país. Acaso los aspectos que más habrán de resaltar en el cuatrienio que finaliza serán sin duda, en primer lugar, el intento a través de su ministro Carrasquilla, de modificar la ley impositiva para otorgar todavía mayores beneficios a los poderosos, mientras que soterradamente se fraguaba que los inevitables faltantes se obtendrían a partir del despojo a las clases menos favorecidas mediante onerosos gravámenes; y en segundo término la criminal represión digna de brutales regímenes totalitarios como el de Pinochet, Videla o Maduro, que debió sufrir la población cuando miles de manifestantes se lanzaron a las calles a protestar por el exabrupto propuesto por el gobierno. No es difícil de comprender que inmensas mayorías hayan manifestado su complacencia por el final del período de ese que muchos llaman “subpresidente”, cuya por demás discreta gestión ha dejado grandes vacíos en lo social, político y económico, mientras el país naufraga en un caótico marasmo de inseguridad, violencia y corrupción.

En medio de este oscuro panorama llegamos al momento en que es necesario que nos expresemos en las urnas para elegir a quien deberá recoger la vapuleada bandera y asumir las riendas de la nación. Y, como queda claro a partir de lo que hemos podido ver en las campañas, no se apercibe en el horizonte esa figura egregia que ostente las condiciones necesarias para sacarnos del pantano en que nos hallamos inmersos. En otras palabras, como decían las abuelas, “con todos los candidatos no se hace un caldo.

Al mirar las opciones que los diversos grupos políticos les han ofrecido a los votantes, no resulta muy difícil determinar una estratificación de corrientes que podrían parecer ideológicas pero que no son otra cosa que movimientos oportunistas y utilitarios que poco o nada pueden proponer a un pueblo hastiado de caciques y gamonales, de parlamentarios corruptos e incapaces y de un sistema político-administrativo paquidérmico e ineficiente, que llena los bolsillos de los avivatos, pero que es indolente ante el hambre, la desprotección y la miseria que se ensañan contra una inmensa parte de la población.

Por supuesto, encontramos al candidato del continuismo. Las opulentas clases dirigentes pretenden mantener su condición de privilegio para continuar disfrutando de los réditos que les otorga un sistema político que los favorece y protege. Esta “extrema derecha” se halla representada en Federico Gutiérrez, el nuevo ungido del tenebroso matarife, quien no ha vacilado en revestirse con un manto de “candidato de la gente” y promocionarse con un discurso ambiguo, con múltiples promesas que, como bien nos lo enseña la experiencia, no tiene ninguna posibilidad de cumplir. Su margen de maniobra en la Casa de Nariño sería apenas un tanto más amplia que la de Duque puesto que, a pesar de su mayor experiencia en el mundo político, los enormes compromisos adquiridos con quienes lo habrían aupado a esa posición vendrían a señalar el inevitable derrotero por el que caminaría su administración. Tendríamos a otro Duque en el cargo, acaso no tan insulso, pero casi igual de incompetente.

Entonces, volvemos nuestros ojos hacia eso que se ha dado en llamar “el Centro”. El representante de este movimiento vino a ser Sergio Fajardo quien, luego de oscuras luchas intestinas que desdibujaron su intención, fue designado por los votantes como la figura que había de sacar la cara por su coalición. Sin embargo, la imprecisión de lo que encarna esta corriente política, además de la “tibieza” que muchos observadores le han endilgado al candidato, lo ha colocado en una posición de retaguardia que no permite abrigar ninguna esperanza de que pudiera llegar a alcanzar los sufragios necesarios para convertirse en el nuevo ocupante del solio presidencial. Posee experiencia política, pero ciertos señalamientos judiciales respecto a su papel en el cargo que ostentara en Antioquia han arrojado un manto de duda sobre su idoneidad para convertirse en el próximo presidente. Con él, quizás nos encontraríamos con alguien deseoso de hacer bien las cosas, pero esa personalidad indecisa y poco comprometida podría terminar arrojándolo en brazos de nuestras tradicionales y muy inescrupulosas fuerzas políticas.

Entonces, si miramos a la izquierda, se nos presenta el autodenominado “Pacto Histórico”. En este grupo se aglutinaron diversos movimientos cuyo objetivo primordial, según manifiestan, es promover un cambio en el país. Desde el mismo momento de su formación, quedó en evidencia que el adalid de tal alianza sería Gustavo Petro. Este, con las banderas de lo social, ha aprovechado de manera muy conveniente los desaciertos de la actual administración y promete convertirse en el artífice de un gobierno por y para el pueblo.

Lo más importante es que una ingente mayoría de colombianos han puesto sus ojos y sus esperanzas en las promesas de la “Colombia Humana”. Son los mismos que ya no aguantan el desbarajuste, que no quieren seguir siendo los que “paguen los platos rotos” y deban “apretarse el cinturón”, mientras empresarios, banqueros e industriales registran pingües ganancias y llevan a cabo millonarios negocios para acrecentar su riqueza. Sin embargo, a pesar de la imagen que el señor Petro proyecta como el timonel del gran cambio, existen razones que nos llevan inevitablemente a abrigar serias reservas sobre lo que podría ser su gobierno.

Quienes hayan observado al candidato con detenimiento, quienes hayan hecho el ejercicio de examinar su desempeño desde que hizo su aparición en lo político, habrán podido percibir a un individuo inteligente y sagaz, decidido hasta lo temerario, orador brillante y permanente fustigador de las clases opulentas. No obstante, a pesar de su lúcido desempeño como figura de la oposición, se halla lamentablemente desprovisto de “la prudencia que hace verdaderos sabios”. En lugar de ello, encontramos a un hombre arrogante, poco dado a la reflexión, sordo a las opiniones, puntos de vista y consejos de sus allegados y convencido de estar en posesión de la verdad. Tales fueron las características que descollaron durante su paso por la alcaldía de Bogotá. Si bien su trayectoria política es incuestionable, como alcalde mostró que su capacidad como administrador es más bien limitada; y, aunque ello no debería ser necesariamente un lastre para su aspiración presidencial, sí lo es el hecho de que no escucha a nadie, que se rehúsa a reconocer sus errores y se muestra poco dispuesto a desandar una ruta que pudiera haberse probado como inadecuada. Para quien lo observe con detenimiento, estos rasgos de personalidad lo hacen bastante proclive al autoritarismo. Y esto es lo último que necesitamos en Colombia.

Ahora, de los candidatos que quedan, tan solo dos merecen nuestra atención, no porque consideremos que pudieran llegar a representar un verdadero desafío al proponente de la “Colombia Humana”, sino porque la imagen que proyectan resulta tan tropical y patética que bien vale la pena que nos ocupemos de ellos.

El primero, por supuesto, es Rodolfo Hernández. Ubicado, según las encuestas, en el segundo lugar de lo que los encuestadores suelen llamar “intención de voto”, se ha caracterizado primordialmente por su actitud de matón de barrio, como bien lo puede atestiguar el concejal John Claro, a quien el entonces alcalde de Bucaramanga insultó y agredió durante una reunión. En otros rasgos de su “muy varonil” personalidad, se ha declarado admirador de Adolfo Hitler y recientemente amenazó de muerte a un interlocutor, luego de endilgarle una sarta de improperios. Tal como decía Germán Castro Caycedo: “Si el nuestro fuera un país serio”, este impresentable personajeya habría sido descalificado por los votantes y/o las autoridades, al ser un sujeto poco digno de ostentar siquiera el rango de aspirante a la presidencia. Nos parece apenas obvio que un truhan de esta naturaleza tenga muy pocas posibilidades de alcanzar la meta que se ha propuesto; aunque el solo hecho de que continúe como postulante constituye una afrenta a los demás candidatos, al sistema electoral y a toda la nación. Es una verdadera vergüenza internacional. (¿otra?)

La otra candidata que merece cierto grado de atención es Íngrid Betancourt. Se había ido a vivir a Francia, luego de la inmensa tragedia que fue su secuestro, cuando un imprudente proceder de su parte en su anterior aspiración presidencial la llevó a caer en manos de la guerrilla, que la utilizó como trofeo para castigar al Establecimiento. Del país galo regresó ahora con la aparentemente firme intención de convertirse en la mandataria de todos los colombianos. Luego de crear caos y confusión en la Coalición Centro Esperanza, la cual finalmente abandonó, tomó la decisión de lanzarse a la palestra por su propia cuenta y riesgo. No es, hasta el día de hoy, claro, cuáles son los pormenores de su propuesta de campaña, aparte de las consabidas ambigüedades y obviedades que intenta hacer pasar por sesudas reflexiones de profundidad filosófica, pero que no engañan a nadie. No se ha necesitado llevar a cabo un análisis demasiado detallado para comprender que carece de las más elementales cualidades para asumir el mando de este emproblemado país y que lo suyo, sería otra forma de continuismo Ducal, dado su grado de ineptitud e inexperiencia.

De esta manera, el panorama que se nos presenta es un tanto oscuro, por decir lo menos. Tenemos clara la importancia de frenar de una vez por todas al uribismo y a la funesta influencia que su líder ha venido ejerciendo en el país, para lo cual no ha vacilado en acudir a cuestionables métodos rayanos en el delito, sin que hasta ahora la sociedad haya encontrado la manera de hacer que rinda cuentas por ello. Además, su fallida pretensión de gobernar a través de su títere nos hizo enorme daño y nos deja hoy con un vacío de poder que, como queda en evidencia, no resultará fácil de llenar.

Así las cosas, no existe, hoy por hoy, una alternativa viable a la que los colombianos de a pie podamos acogernos, con el propósito de conseguir un sistema de gobierno que propenda por la equidad, la justicia social, el cumplimiento de los acuerdos de paz y, en definitiva, una forma de vida menos azarosa. Convendría recordar que  la corrupta clase política venezolana empujó a la población a buscar un remedio que resultó peor que la enfermedad, con el corolario de la tragedia que se vive hoy en ese país. Ello tendría que haber servido como espejo a las élites que desde hace lustros ostentan el poder en Colombia. Lamentablemente nuestros dirigentes, miopes y maniqueos, se rehusaron siempre a buscar las urgentes soluciones que otorgaran a los colombianos una existencia más promisoria. Tal ha sido el caldo de cultivo en que se ha cocinado la aspiración presidencial de Gustavo Petro. Y ahora, ante la inminencia de su victoria, dejamos de lado todo pensamiento sectario y recalcitrante, pero no podemos evitar preguntarnos si no estaremos a punto de saltar de la sartén a las brasas. ¿Logrará el candidato de la “Colombia Humana” desempeñarse a la altura de las actuales circunstancias? Solo el tiempo lo dirá.

DE LA INCOMPETENCIA AL PERFECCIONISMO

Los seres humanos somos entidades versátiles, mutables y, sin lugar a dudas, imperfectas. Desde los albores de nuestra existencia, no hemos hecho otra cosa que deambular por la tierra y devanarnos los sesos en búsqueda de mayores y mejores condiciones de vida. Con gran tenacidad, a través del penoso e inevitable método del ensayo y error, hemos trasegado una y otra vez, tratando de encontrar una manera mejor de hacer las cosas. Y, pues, el hecho de que hayamos salido de las cavernas y puesto nuestros pies en la luna, de alguna manera indica que, hasta cierto punto lo hemos logrado.

No obstante, el extenso camino que hemos recorrido hasta hoy, con el listado de nuestros éxitos y nuestros fracasos, nos ha dejado varias lecciones que los seres de esta época hemos debido aprender, no siempre de manera fácil. Y, quienes han optado por ignorarlas o desconocerlas, tarde o temprano han debido pagar el precio de su imprudencia.

Al día de hoy a nadie se le ocultan verdades de Perogrullo, tales como la necesidad de ser modestos en el éxito y pacientes frente a la adversidad, la importancia de adquirir conocimientos y desarrollar habilidades y destrezas que nos aseguren un desenvolvimiento un tanto menos tortuoso en esta jungla caótica que es el mundo y, de una manera muy especial y primordial, la sensatez de no asumir tareas para las cuales no nos encontramos preparados ni capacitados; no por lo menos antes de haber recibido un entrenamiento conspicuo, mediante el cual se garanticen algunas significativas posibilidades de triunfo en la labor asumida.

Dicho lo anterior, el rasero con el que hemos de tasar el desempeño de Iván Duque en su desatinado paso por la presidencia de la nación, inevitablemente nos lleva a reflexionar sobre cuáles eran esas habilidades y destrezas que el imberbe candidato ostentaba para asumir la delicada tarea de hacerse cargo de los destinos de un país tan complejo y emproblemado como el nuestro. Ya entonces, aún antes de su cuasi abrumadora victoria en las elecciones, nos asaltaban las dudas respecto a su capacidad para la ingente tarea. Y hoy, al hallarnos ad-portas de su salida de la Casa de Nariño, quienes abrigábamos tan serias reservas hemos visto lamentablemente cumplidos nuestros más recónditos temores: el gobierno que termina estuvo caracterizado de manera permanente por una ineficiencia supina, unos pasmosos “palos de ciego” que condujeron a sobrecogedoras equivocaciones en aspectos tan importantes como la salud, la paz, la economía y el manejo de la pandemia. Todo ello enmarcado en la arrogancia torpe del señor Duque, sustentada tan solo por el hecho de ser el favorito de un político corrupto e inmoral, ensoberbecido por una megalomanía galopante, sobre el que pesan, dicho sea de paso, graves señalamientos de carácter criminal. Él fue quien impuso a Duque a dedo con la intención de que fuera su títere de cabecera para poder seguir ejerciendo control sobre el poder político, así, por interpuesta persona.

Nunca antes en la historia reciente de Colombia habíamos tenido que ser testigos de una debacle tan catastrófica en el manejo de esta pobre república. Haciendo caso omiso de las enormes necesidades de la población, aún antes de que se desatara la tragedia que todavía hoy azota a la humanidad, Duque siguió los dictámenes de su Presidente Eterno y orientó su quehacer hacia el favorecimiento de poderosos intereses económicos. Su fracasada reforma tributaria, esperpento destinado a cobijar a los industriales y banqueros, los verdaderos dueños del país, con prebendas ignominiosas, mientras pretendía exprimir al resto de los colombianos, fue tan solo una muestra de su incapacidad para sintonizarse con las verdaderas y urgentes necesidades de sus compatriotas. Eso sin ahondar en el procedimiento criminal (que, dicho sea de paso, debería llevarlo ante el tribunal de la Corte Penal Internacional), con el que afrontó las legítimas protestas ciudadanas, lo cual vino a equipararlo con ese otro verdugo de su pueblo, que es Nicolás Maduro.

Prolijo e interminable sería tratar de analizar aquí el cúmulo de errores, traspiés y sinsentidos que caracterizaron un gobierno cuyos múltiples calificativos al día de hoy podrían resumirse en uno solo: incompetencia.

Pero, “Es de insensatez el colmo pedirle peras al olmo” reza un antiguo proverbio. Duque carecía de la preparación, la independencia y la pericia necesarias para asumir la primera magistratura de la nación, puesta en sus manos con el único propósito de que se convirtiera en la marioneta de su mentor. A poco tiempo de haber iniciado su “mandato”, figuras de su propio partido manifestaban soterrada o abiertamente su inconformidad. Pero él no podía hacer más. No sabía hacer más. Durante todo un año apareció diariamente en televisión para “darse pantalla” y generar algún grado de credibilidad en su gestión. “Quien mucho habla mucha yerra”, dice otro refrán popular: y él no hizo sino hablar y hablar, ofrecer absurdos, mentir con desfachatez y enredarse en su propia verborrea hasta convertirse en el hazmerreír de propios y extraños. Los lapsus verbales que lo han llevado al ridículo no son otra cosa que una muestra de su torpe intento de conducirse como el estadista que no es, expresando ideas que, lejos de ser suyas, parecen extraídas de un libreto escrito por otros, asimilado apenas a medias y “leído” en medio de una confusa premura y con pasmosa desatención. Los colombianos no podemos más que sentir “vergüenza ajena” al tener que exhibir ante la comunidad internacional a un mandatario tan patético. Es bochornoso.

No obstante, los seres humanos somos, como ha quedado dicho, criaturas imperfectas. Y una cualidad que puede llegar a distinguirnos es la capacidad de reconocer nuestros propios errores, nuestras falencias. Ello nos da la posibilidad de enmendar nuestras equivocaciones y reencauzar nuestro desempeño en cualquiera que sea la tarea que hayamos asumido. ¿Hizo, ha hecho o hará, el señor Duque, tan valioso ejercicio? Hasta ahora, no. Quizás en un futuro. Pero el concepto que tiene de sí mismo es tan irreal, que resulta risible: él se declara como “perfeccionista” (?!).

Las circunstancias presentes del país nos conducen a un enorme sentimiento de estupefacción, frente a semejante afirmación. Colombia navega a la deriva en medio del caos, el hambre, la desigualdad y la impunidad. Las necesidades de los menos favorecidos se han visto multiplicadas exponencialmente, los líderes sociales son exterminados en un nuevo genocidio semejante a aquel cometido contra la Unión Patriótica, mientras que miembros del partido de gobierno manifiestan sin ambages que la salud y la educación “no son derechos fundamentales” y que, ante los reclamos de una sociedad pauperizada y famélica, lo que hay que hacer es armarse y modificar los códigos para que sea legítimo tomarse la justicia por mano propia. Todo ello sin que el presidente reaccione ante tamaño exabrupto. No nos queda sino preguntar: Señor Duque, ¿dónde está la perfección? A no ser, claro, que de lo que estemos hablando sea de una perfecta incompetencia, que sería la única manera en que este mandatario de opereta pudiera, acaso, haber desarrollado su perfeccionismo.

En este momento de inconmensurable oscuridad en el que nos desenvolvemos, la única perfección que el pueblo espera de Iván Duque, es que “recoja sus bártulos” y abandone un cargo que jamás debió ser suyo. Que se aparte de la vida pública y que, en el solitario refugio de su retiro, medite profundamente en los enormes perjuicios que su ineptitud acarreó a la nación y, eventualmente, cuando ya mayorcito, con más experiencia, (“con más peso en el…..”, decían los abuelos), reflexione al respecto, quizás se sienta motivado a ofrecer disculpas al pueblo colombiano. Aunque, claro, para asumir una conducta reflexiva de tal naturaleza, se requiere una entereza de carácter que, como es evidente, hoy no posee, y no sabemos si llegará a alcanzarla con el paso de los años. Solo el tiempo lo dirá.

DE DERECHOS Y PANDEMIAS

Lo obvio:

Sin lugar a dudas, una consecuencia adyacente de la pandemia, aparte de habernos obligado a reescribir el esquema de nuestro desenvolvimiento laboral, educativo e interpersonal, ha sido la de sacar a flote las falencias de ese un tanto precario modelo de nuestros derechos y deberes.

Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, instancia en la que se reconoció el carácter igualitario de todos los individuos pertenecientes a nuestra especie y, por ende, el inalienable acceso que cada uno debería tener a las garantías mínimas que nos prodigasen una existencia digna, nunca como hoy o, por lo menos, nunca de una manera tan perentoria, se había puesto sobre el tapete la por demás delicada cuestión de los derechos colectivos, enfrentados a los derechos individuales.

Sin ánimo de entrar aquí en una nueva discusión respecto al hecho incontrovertible de que una importante parte de esos Derechos no han venido a ser otra cosa que letra muerta, en virtud de las violaciones de todo tenor que tienen lugar a lo largo y ancho del planeta y de las inconmensurables carencias en salud, educación, alimentación adecuada y tratamiento decoroso que numerosos pueblos del orbe han padecido y padecen hoy, sin que sus congéneres se conduelan, se plantea ahora el interrogante sobre la posibilidad de que los gobiernos impongan la vacuna de manera obligatoria a los ciudadanos.

Por supuesto, nos referimos aquí a gobiernos de ese que llamamos el Mundo Occidental, donde supuestamente se atesoran y promueven prerrogativas como la libertad de expresión y de culto, el libre desarrollo de la personalidad, la igualdad de todos ante la ley y el derecho a vivir y morir dignamente. Por lo consiguiente, se excluyen de la presente consideración todos aquellos pueblos en los que el concepto de democracia se halla en entredicho, o aquellos otros que se desenvuelven bajo el sometimiento a regímenes dictatoriales, tiránicos y totalitarios, en los que las libertades y derechos son amplia y permanentemente coartados, en virtud de lo que los gobernantes denominan la seguridad del Estado.

Pero ahora, el avance incontenible de la pandemia ha significado un nuevo replanteamiento en lo que atañe a esas libertades y derechos. Al encontrarnos prácticamente inermes ante un patógeno agresivo y virulento, los científicos, como hemos podido ver, volcaron su quehacer al desarrollo de las vacunas que hoy se hallan disponibles. Y aunque estas adolecen de imperfecciones en lo referente al carácter variable de su efectividad y al hecho de que, a la fecha, los efectos secundarios a mediano y largo plazo constituyen una incógnita todavía por dilucidar, no se nos oculta que son, hoy por hoy, la única arma que tenemos a nuestro alcance para defendernos. El proceso de vacunación avanza en todo el mundo y no se han escatimado recursos para campañas de divulgación que convenzan a las personas de la importancia de inocularse.

No obstante, aún desde antes de que se desatara la tragedia, sabemos que han surgido, alrededor del globo, numerosos grupos de gentes que se manifiestan en contra de las vacunas de todo tipo. Hay una gran variedad de razones culturales, sociales y, sobre todo, religiosas para que tales individuos hayan optado por asumir esta actitud. Y ahora, frente a esta gran crisis sanitaria, la posición se ha tornado más pertinaz, si cabe, como resultado de la desinformación, el temor y, de una manera particular en Estados Unidos, como una actitud de extremismo político que intenta respaldar a un exgobernante torpe y megalómano, cuya calamitosa gestión mantiene al país, todavía hoy, en un crítico estado de conmoción.

Tal como queda dicho, el movimiento antivacunas se ha hecho fuerte y diversos grados de manipulación de la información han dado lugar a que muchas personas hayan adherido a tal actitud. Ello ha tenido como consecuencia que exista un porcentaje muy significativo de la población del planeta, que ha tomado la determinación de no vacunarse, lo que plantea un inevitable conflicto frente a la meta propuesta de la tal inmunidad de rebaño, la cual parece ser, hasta el momento, la única esperanza viable de vencer a este enemigo. Así llegamos al meollo de la discusión.

Los científicos han podido comprobar que las variantes del virus se generan en los cuerpos de los infectados. Al parecer, es allí donde tienen lugar las mutaciones que luego se transmiten a otras personas. Según se afirma, es de capital importancia detener la cadena de transmisión y eso solo se puede lograr a través de la inmunización masiva. Sostienen que, cuando se alcance este propósito, se reducirá el número de contagios y, por ende, las variantes, de tal manera que el sistema inmunitario de la gente se encargue de luchar contra la invasión de los virus que todavía circulan en el ambiente y convierta la infección en algo apenas levemente más severo que un resfriado común.

Sin embargo, tal objetivo se está viendo obstaculizado por el sinnúmero de individuos que se han negado a vacunarse, muchos de los cuales, según se ha podido establecer por la evolución de la epidemia en algunas regiones de Estados Unidos, han sido los más afectados por los recientes contagios que están teniendo lugar. Y, antes de terminar en una UCI, estas gentes han circulado por las calles, han estado en contacto con familiares y amigos y han diseminado la infección, sin ser conscientes de haberse convertido en portadores.

Al parecer, de acuerdo con la información que se ha divulgado, la única manera de revertir esta situación es mediante el incremento persistente del número de vacunados; y, a pesar de que todavía las personas están haciéndose presentes en los centros de vacunación, el número de quienes se rehúsan a hacerlo y las consecuentes implicaciones negativas que ello tiene, respecto de la contención del virus, han venido a constituirse en la mayor amenaza contra el esquema propuesto para encontrar una solución que le ponga freno a la tragedia.

De esta manera, algunas naciones de nuestro hemisferio, al parecer lideradas por Francia, han considerado seriamente la posibilidad de imponer la vacuna como una obligatoria responsabilidad de todos los integrantes de la población. ¿Qué viene a significar esto, en términos de los modelos libertarios de que se ufana Occidente? Este y otros interrogantes similares surgen a nuestro paso, mientras vamos echándole cabeza a una propuesta que ya se plantea como autoritaria, coercitiva y contraria a todo lo que nuestras sociedades han alegado defender.

La cuestión:

Y es aquí donde aparece la gran pregunta, que parece ser la clave de la discusión que ya se ha generado. El contexto no podría ser más claro: en el plano individual, cada uno tiene el derecho de decidir libremente que no va a vacunarse, por las razones que sea. Quien así opta, asume los riesgos y las implicaciones de su decisión y, eventualmente, se somete a las consecuencias de la misma. Su derecho es inalienable. Pero en el plano colectivo, es necesario considerar los efectos que tal decisión unilateral puede acarrear a otros miembros de la comunidad.  Y, como bien podemos colegir de los más recientes sucesos de contagio de que hemos tenido noticia, los no vacunados son bastante más propensos a infectarse y convertirse en transmisores de la mortal enfermedad. Y de esa manera, una decisión personal e individual se torna en una amenaza para los demás seres del entorno. ¿Entonces?

Lo primero que se nos ocurre es que los no vacunados tendrían que mantenerse aislados de la población que ya ha sido inmunizada. La razón primordial radica en el hecho de que muchos vacunados se han infectado y han muerto, por lo que, de todas maneras, habría que prevenir que se hallen expuestos al contagio. Pero el modelo tiene varios inconvenientes; en primer lugar, no todos los que no se vacunan se contagian, previsto que sigan las normas de bio-seguridad. Por lo tanto, no-vacuna-igual-infección resultaría ser un exabrupto de enormes proporciones. Y ello sin entrar a considerar el flagelo oprobioso de la segregación, contra el cual la sociedad ha luchado grandes batallas, muchas de ellas perdidas y que vendría a otorgar a la vil discriminación algo así como una patente de corso que, sin lugar a dudas, terminaría extendiéndose a otros ámbitos de la vida en sociedad. Y, aún en el caso de que tal principio de separación llegara a aplicarse, al ser los unos indistinguibles de los otros, sería necesario establecer una herramienta física de diferenciación. Estaríamos invitando a la implementación de un nuevo rótulo de la infamia, como aquel denigrante brazalete amarillo con la estrella de David.

Se ha considerado establecer prebendas y beneficios de algún tipo como incentivo para aquellos que opten por vacunarse. Podría parecerse a la política aplicada en algunos países europeos con tasas de natalidad negativas, que ofrecía beneficios económicos a las mujeres que llevaran a término un embarazo. No obstante, algunos sociólogos han afirmado que, cuando el premio es excesivamente elevado, coarta la libertad con que una persona deberá tomar una decisión. Desde esa perspectiva, el objetivo a alcanzar se convierte en una imposición. Por otra parte, si lo que se ofrece no es suficientemente significativo, no llegará a cumplir el propósito. Así, por ejemplo, en nuestro medio, el certificado electoral otorga ciertas ventajas para quien lo posee. Pero la última vez que lo utilicé, fue al solicitar mi pasaporte. En aquel entonces el documento costaba unos $120.000 y, por presentar el certificado, me descontaron $12.000. Aparte de la irrisoria suma que constituía el beneficio, ¿cuál es el porcentaje de personas que solicitan un pasaporte, en el marco del total de la población nacional y, que por lo tanto, estén en la posición de poder acogerse a la prebenda?

La alternativa:

Por lo consiguiente, no queda sino la coerción. Esta se hallaría sustentada por la inevitable prioridad del bien común frente al bien individual. Y, al parecer, cuando los derechos de la comunidad entran en conflicto con los de un individuo, aquellos han de sobreponerse mientras que estos tendrán que quedar suprimidos o, por lo menos, limitados. Así, según se ha visto, en períodos de grandes conmociones sociales, como una guerra, por ejemplo, los gobiernos han tenido a su alcance y no han vacilado en aplicar la medida extrema de la declaratoria de la ley marcial. Si bien esta figura varía de un pueblo a otro, el principio general es que las garantías constitucionales y las libertades individuales quedan suspendidas. El mejor ejemplo que mucho se le asemeja, fue la Ley Patriota, promulgada por el gobierno de George W. Bush, luego de los atentados del 11 de septiembre, en virtud de la cual, el derecho a la privacidad fue desarticulado, al conceder a las agencias de seguridad la autonomía de espiar a los ciudadanos y recopilar información sobre sus vidas y sus actividades. Así mismo, se pusieron en práctica mecanismos de detención por parte de las autoridades, sin que fuera necesaria una orden emitida por un organismo judicial. La premisa primordial sobre la que se sustentaron tales ataques a sacrosantos privilegios, acunados por la nación norteamericana desde su fundación, era que el pueblo debía decidir entre libertad y seguridad. Al parecer, para garantizar la primera, aún en detrimento de la misma, era necesario fortalecer la segunda.

El mundo se encuentra, pues, ante los complejos dilemas planteados por la crisis desatada por la pandemia. Resulta evidente que las circunstancias en que se había venido desarrollando la vida de las gentes hasta la aparición del Covid han cambiado drásticamente; y no sabemos cuándo, o si, podremos retornar a las condiciones en que nos desenvolvíamos anteriormente. Por esta razón es apenas comprensible que las dinámicas de nuestra existencia, que hasta ayer dábamos por sentadas, hoy por hoy resulten inadecuadas y requieran revaluación y urgentes ajustes. “A grandes males, grandes remedios”, decían las abuelas.

Es un hecho que la medida de hacer obligatoria la vacunación aún genera enormes dudas en las autoridades de las naciones del mundo, no solo en el plano ético sino también en lo que tiene que ver con el aspecto logístico. También podemos percibir que ciudadanos de países en los que los derechos individuales se han afincado y enraizado hasta pasar a ser parte de la entraña de la estructura social, sin lugar a dudas levantarán sus voces de protesta, y puede ser que algunos de los más recalcitrantes promuevan acciones de repudio y movimientos, unos pacíficos y otros no tanto, que expresen su disconformidad. Sin ir más lejos, ya hemos visto de qué manera las turbas extremistas de Estados Unidos reaccionaron ante la falacia del fraude electoral. Resulta inquietante pensar de lo que pueden ser capaces, armados hasta los dientes, si una providencia de obligatoriedad llegara a implementarse en esta nación.

En conclusión:

La realidad que estamos enfrentando es implacable y es primordial encontrar estrategias y mecanismos que busquen la manera de devolvernos el control de nuestras vidas. La opción de decidir lo que pasa con su cuerpo es, supuestamente, un derecho que asiste a cada uno de los seres humanos. A pesar de ello, todavía en muchos países del orbe, las leyes y los gobiernos avasallan y violentan esta prerrogativa en circunstancias como un embarazo no deseado, al negar a la mujer el privilegio de decidir si lleva su preñez a término o si, eventualmente, opta por abortar. Su elección, cualquiera que sea, de ninguna manera pone en riesgo otras vidas, aparte de la suya propia, (algunos dirán que también ha de tenerse en cuenta la vida del feto, pero ello dista mucho de ser algo que amenace la seguridad de los demás miembros de la comunidad), y es, por todo y ante todo, una determinación que ella toma con respecto a su propio cuerpo. No obstante, normas, leyes y disposiciones, las más de las veces establecidas por varones (criaturas no gestantes), imponen en muchos casos el camino que ha de seguirse. O sea que ese principio del derecho que cada ser pudiera tener sobre sí mismo no es, ni ha sido jamás, absoluto o inalienable.

Habida cuenta de lo anterior y mirando de frente la catástrofe que ha significado esta situación de salud, es responsabilidad de los líderes del mundo hacer efectivos los mecanismos que el actual conocimiento del virus, por exiguo que fuere, ponga a su alcance para frenar la hecatombe. Puede ser que eso signifique desconocer algunas libertades y derechos de una que en la actualidad se percibe como franca minoría, que se rehúsa a vacunarse; especialmente si se llega a la conclusión de que tal actitud representa un riesgo de vida o muerte para el resto de los habitantes del planeta. Todo eso con el propósito de alcanzar la tan ansiada inmunidad de rebaño, que parece ser, hasta la fecha, la mayor esperanza para derrotar al Covid.

Imponer la vacuna será, seguramente, una tarea titánica. Significará múltiples controles, el secuestro de bienes y servicios para quienes no se acojan a lo dispuesto y el establecimiento de medidas preventivas y estrategias de manejo para los casos de protesta y rebeldía declaradas, que pudieran poner en riesgo el orden público y la tranquilidad. Será, sin duda, una determinación no exenta de peligros. Pero el sendero por el que nos hemos visto obligados a discurrir, como consecuencia de esta crisis sanitaria, se ha mostrado sembrado de escollos y ha traído múltiples sinsabores a millones de seres humanos. A nadie se le oculta que es necesario cambiar el rumbo y que el bienestar de las generaciones venideras habrá de depender de las decisiones que tomemos hoy. Estamos, al igual que César, frente al dilema del cruce del Rubicón. Pero la suerte está echada y, a menos que sepamos estar a la altura del inmenso reto que se nos plantea, estaremos abocados a enfrentar un futuro oscuro y doloroso. De ninguna manera podemos permitir una consecuencia similar a lo que fue la tenebrosa peste negra de la Edad Media, con sus cuarenta años de duración. Dos tercios de la población, que sucumbieron entonces, equivalen hoy día a 4.600 millones de seres. Es decir que, aparte de nosotros, muchos de nuestros hijos, nietos y biznietos habrán de contarse entre las víctimas fatales. Es evidente que se debe hacer lo que sea necesario para prevenir una catástrofe de semejantes proporciones.

Reflexiones de Pandemia

A la fecha de hoy, a nadie se le oculta la inmensa tragedia que ha significado para la humanidad la pandemia que nos agobia desde hace más de un año. Todos los ámbitos de la existencia de nuestra especie, tanto en lo social, político, económico, cultural y, sobre todo sanitario, se han visto afectados, hasta el punto de que podemos afirmar que puede acaso resultar poco probable que podamos retornar a un estilo de vida previo al Covid 19, por lo menos en el corto o, aún, en el mediano plazo.

De una manera forzosa nos hemos visto en la necesidad de someternos a restricciones impuestas, ya de manera voluntaria, ya emanadas de las autoridades, para tratar de minimizar el impacto que este flagelo ha tenido en lo que atañe a la preservación de la vida y al manejo de cientos de personas infectadas. El conteo de fallecidos crece imparable y no parece haber nadie que sepa a ciencia cierta cuál es el rumbo que ha de tomarse.

Frente a este desolador panorama, nos enfrentamos impotentes al cúmulo de errores, inconsistencias, manejos tortuosos y demás yerros en los que ha incurrido, no solamente este gobierno incompetente, sino también un incontable número de connacionales que, por una u otra razón han optado por ignorar las recomendaciones de comportamiento ciudadano ante la crisis, o rechazar de plano el recurso de las vacunas, desarrolladas por la ciencia en un tiempo récord, y que son, hoy por hoy, la única herramienta viable para combatir a tan formidable enemigo.

Es un hecho que nos encontramos apenas a medio camino, (y quizás no tanto), en el propósito de vencer al adversario y prevalecer en esta lucha sin cuartel, para la que, al parecer, no estábamos preparados. A la fecha no se tiene ninguna certeza sobre el efecto protector real que las vacunas en general puedan llegar a tener, ante las múltiples variantes que se generan de la mutación del virus; además de ello, con horror somos testigos del fallecimiento de hombres y mujeres de toda edad y condición, que ya estaban vacunados y que, a pesar de ello, se contagiaron y perdieron la batalla. Mientras que otros, entretanto, de manera harto incomprensible, hacen su tránsito por la infección sin experimentar la más mínima molestia y muchos de ellos acaso jamás se enteran de que el mortal virus hubiese entrado en su sistema. Son contradicciones que no tienen justificación hasta el momento y que parecen explicarse tan solo en virtud de las notables diferencias existentes en la condición de salud, el metabolismo y la fisiología general de cada uno de los seres del planeta. Pero, en lugar de convertirse en un argumento con cierto grado de solidez, tal explicación se constituye en la más categórica evidencia del nivel de ignorancia que, hasta el momento, enmarca lo que pudiera haber llegado a conocerse del patógeno. En este año y medio de padecimiento, apenas hemos podido ir dando tumbos hasta el desarrollo de una vacuna cuyo rango de eficacia es, hasta el momento, bastante incierto, por decir lo menos; las cifras que recogen el muestreo estadístico de lo que nos está pasando no hacen otra cosa que crecer, mientras que las autoridades sanitarias pregonan a voz en grito la necesidad de continuar con las medidas de seguridad, ya sea que estemos inmunizados o no. Y a ello se suma el comportamiento irresponsable de muchos, en lo que tiene que ver con la violación de tales protocolos, como también en la renuencia maniquea a inocularse, actitud para la cual aducen una variopinta diversidad de razones.

Entonces, ¿qué nos depara el futuro? Una meta que, hasta hace poco, nos habían planteado como esperanzadora, era eso que habían dado en llamar inmunidad de rebaño. Al comienzo no era claro lo que se quería significar con el concepto. Pero poco a poco pudimos ir comprendiéndolo, si bien muchos de nosotros todavía abrigamos serias reservas respecto a lo que hemos de entender o a las implicaciones tácitas que ello conlleva.

De acuerdo con una interpretación que hemos podido darle a este planteamiento, la idea es que todos los seres humanos sufran la infección y que, con o sin ayuda de químicos, desarrollen anticuerpos que anulen los efectos del virus. Cabría esperar que, cuando aquello ocurra, este terminará por volverse inocuo. De esa manera, no habrá más variantes y podremos retomar el curso de nuestra existencia. Pero tal perspectiva adolece de un par de fallas que no dejan de ser preocupantes:

En primer lugar, lo que aquí se sugiere es igual a lo que planteara Boris Johnson en la primera mitad del año pasado, (antes de que él mismo cayera víctima de la enfermedad). Decía el flamante Primer Ministro que lo que debería hacerse es permitir que toda la población se contagie, que quien tenga un sistema inmunitario fuerte desarrolle los anticuerpos que lo protejan, “y que se muera todo aquel que tenga que morirse.” Ignoro si el británico estaba dispuesto a considerar que, entre este último grupo de los condenados, bien habrían podido encontrarse él mismo, su mujer, su hijo, (entonces nonato), su madre o algún otro miembro de su familia cercana.

La segunda grieta en el principio del rebaño, consiste en el rechazo que un elevado porcentaje de la población mundial ha hecho respecto a la opción de vacunarse. Si bien muchos de ellos desarrollarán inmunidad por sí mismos, es claro que estarán mucho más predispuestos que los vacunados a adquirir reinfecciones. Ello es todavía más claro y contundente si recapitulamos sobre el número de personas que se inocularon, de todas maneras se contagiaron y, aún, murieron por esta causa. Lo cual nos dice que el desarrollo de anticuerpos no es permanente ni definitivo y que, con o sin inmunización, el virus seguirá causando estragos entre la población. Así las cosas, la tal inmunidad de rebaño viene a convertirse en una utópica esperanza que no tiene visos de llegar a representar una solución para el caos de salud que hoy se vive en el mundo.

Según puede apreciarse, el porvenir no es precisamente muy promisorio ya que la protección que ofrecen todos los tipos de vacunas es, al parecer, muy relativa y, como ha quedado expuesto, depende en mucho de las condiciones específicas de cada uno de los individuos que las reciben. Además, por supuesto, que si se da el caso de que existan eso que llaman co-morbilidades, el efecto defensivo se torna impredecible y poco confiable. ¡Y es lo mejor que tenemos para luchar contra la pandemia!

De lo dicho anteriormente, surge otro interrogante que, hasta el momento, nadie parece haberse molestado en considerar: ¿qué está haciendo la ciencia en lo que tiene que ver con el desarrollo de un tratamiento, así sea medianamente efectivo, para ayudar a quienes se contagian y generan los graves síntomas que, en tantísimos casos conducen inevitablemente a la muerte? Porque hasta este momento los postulados médicos son que, si aparece la infección, hay que aislarse rigurosamente y mantener una cuarentena de 14 días. Si los síntomas se tornan severos, acudir a un hospital en busca de una UCI (si es que puede conseguirla); allí le darán paliativos y, si las cosas se ponen difíciles, lo remitirán a un respirador y lo entubarán. De sobra sabemos que, cuando llega a tales instancias, el afectado casi siempre fallece sin que se pueda hacer nada para prevenir el fatal desenlace. En otras palabras, nos hallamos inermes frente a los embates de este implacable contrincante. A no ser, claro está, que ya exista un procedimiento médico-clínico-farmacológico del cual no se haya hecho mayor divulgación en virtud del eventual y muy seguramente astronómico costo que pudiera significar para quien lo necesite.

A este propósito, conviene recordar aquí que se dijo que Donald Trump había caído víctima del contagio. Como se hizo público, fue llevado a un centro médico del cual fue dado de alta tan solo un par de días después. Y nosotros, los ciudadanos de a pie, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Cuál sería ese tratamiento tan veloz y efectivo? ¿Tuvo acceso a procedimientos médicos ya existentes, pero reservados para las minorías opulentas? No parece haber una respuesta. Pero por supuesto que lo que se puede suponer es que, con esa tendencia a una mitomanía perniciosa y malsana, de la que ha hecho gala el magnate, enfocada siempre a materializar y proporcionar algún asidero a la realidad incoherente y tortuosa que percibe su mente obtusa, lo de su Covid acaso no fue más que un recurso para esgrimir frente a sus votantes, atraer su atención y sacudirse un poco la desventaja que ya divisaba frente a su rival y que finalmente le costó la reelección. Creo que nunca lo sabremos con certeza.

Por otra parte, elogiamos inmensamente y hemos adquirido una deuda enorme de gratitud con los científicos que, a marchas forzadas, desarrollaron las vacunas para minimizar los catastróficos efectos de esta infección. Y no nos cabe duda de que continúan 24/7, tratando de entender mejor al patógeno y buscando nuevas y mejores maneras de combatirlo. Pero nuestra pobre humanidad agobiada y doliente necesita con urgencia información positiva. Sería muy útil para nuestra sicología, nuestro estado de ánimo y nuestra moral, que se nos dijera algo respecto al trabajo que, con toda seguridad, se está llevando a cabo para encontrar armas más poderosas y efectivas que logren detener esta orgía de enfermedad y muerte en la que hemos caído y para la que, hasta el momento, no parece haber una solución en el horizonte inmediato. Como ha quedado dicho, la meta que se propone por ahora tiene mucho de ilusorio e improbable. A pesar de que la vacunación avanza, todas las regiones del orbe temen o se ven sometidas a nuevos picos, que le cuestan la vida a cientos de seres diariamente. ¿Qué vamos a hacer?

La peste negra asoló a Europa durante cuarenta años y se llevó a dos tercios de la población. La llamada gripe española significó la muerte para 50 millones de seres humanos. Eran otras épocas y el conocimiento científico era inexistente o estaba en pañales. Pero hoy hemos ido a la luna, las comunicaciones con cualquier lugar del planeta están a un toque de ratón, el trasplante de órganos es una realidad casi que cotidiana y hemos hecho avances insospechados en el desarrollo de la inteligencia artificial. Entonces, ¿qué nos hace falta para derrotar finalmente a este mortal enemigo? ¿Deberemos vernos abocados a padecer de nuevo los efectos trágicos de una pandemia de enormes proporciones, como aquellas a las que hemos hecho referencia, sin que podamos hacer nada al respecto? Pueda ser que no.

CÓMO DESTRUIR UN PAÍS EN CUATRO AÑOS

Si acaso pudiéramos suponer que la pueril y obtusa mente de Iván Duque, (enfocada desde el mismo comienzo de su desastrosa gestión al servilismo y adulación a su patrón), llegase a concebir la idea de escribir un libro referente a su paso por la presidencia, el epígrafe que introduce las presentes consideraciones bien podría fungir como título de tal escrito.

A menos de un año de culminar el período de su “mandato”, (concediéndole el beneficio de la duda, al suponer que es él quien manda), las secuelas de la improvisación, el desgobierno, la desconexión con la realidad y, sin ir más allá, la torpeza supina de que ha hecho gala el señor “presidente”, se observan en los más diversos ámbitos de la vida  nacional, hasta el punto de que, al momento de escribir estas líneas, el caos impera en prácticamente todo el territorio colombiano y la única respuesta de este gobierno de opereta ha sido lanzar a las calles la más vergonzosa y criminal represión, (emulando el mejor estilo de Maduro), cuyas consecuencias apenas empiezan a vislumbrarse en el número “oficial” de fallecidos, en los desaparecidos y en ese inconsecuente llamado a un diálogo de sordos que no ofrece otra cosa que dilatar las soluciones urgentes y vencer a las masas de manifestantes por el agotamiento.

Prolijo sería tratar de relacionar aquí el cúmulo de errores, traspiés, yerros y extravíos que han tenido lugar en este largo interregno, en el que brilló por su ausencia la pericia de una mano firme que se hiciera cargo de los enormes desafíos planteados por la migración venezolana, la pandemia y la matanza indiscriminada de líderes sociales (la cual ya hoy tiene toda la apariencia de un genocidio), entre otras varias circunstancias. Desde el momento mismo de su llegada a la Casa de Nariño, el señor Duque, hábilmente manipulado y controlado por su Presidente Eterno, enfocó sus baterías contra el proceso de paz. Tal ha sido, desde entonces, al parecer, el único objetivo de su administración y, para cumplirlo, ha acudido a todo tipo de estrategias y subterfugios, como si tal fuese el propósito soterradamente asumido cuando se convirtió en “el que diga Uribe”. Todo lo demás le ha resultado superfluo e intrascendente, a pesar de que, en su verborrea estentórea no hace más que balbucear respecto a los más diversos temas, en una deplorable caricatura del culebrero que mueve los hilos tras bambalinas.

Desde el mismo comienzo, cuando ganó las elecciones, todas las mentes más o menos avisadas sabían que este iba a ser un gobierno calamitoso. Los ingredientes eran bien apreciables, comenzando por su falta de experiencia, seguida de una total carencia de independencia, frente a los tortuosos manejos y los oscuros propósitos del ominoso jefe de su partido, quien se halla, a su vez, bajo el mando imperioso de los poderosos grupos industriales y financieros. Las dos reformas tributarias, la que nos impusieron y la que se cayó, suponen enormes beneficios impositivos para ellos, que pagarán todavía menos de lo que hoy pagan, mientras que los fondos faltantes habrán de recaudarse exprimiendo a las clases trabajadoras, sin importar que tal esquema solo habrá de contribuir a hacer que los ricos sean más ricos y que los pobres sean todavía más pobres.

¿Existe un camino para salir de este inextricable laberinto? No se percibe a ojos vista. La enorme crisis sanitaria desatada alrededor del mundo no ha hecho otra cosa que enrarecer todavía más el panorama de nuestro pobre país. Y la clase gobernante, lejos de pellizcarse y utilizar su influencia para buscar soluciones a la debacle humanitaria y económica que nos aqueja, se ha dedicado al derroche y al despilfarro, en adquisiciones onerosas como camionetas y aviones y en nombramientos de sus áulicos en cargos inanes que nos cuestan “un sentido” a todos los colombianos.

Pero mirémonos en un espejo: hace unos veinticinco o treinta años, la corrupta clase política venezolana ocasionó tanto daño y exacerbó tanto al pueblo, que lo arrastró hacia la búsqueda de una alternativa diferente que realmente tuviera en cuenta las grandes necesidades de las gentes. Así, en medio de la desmoralización y la desesperanza, los venezolanos se arrojaron en brazos de la opción ofrecida por Hugo Chávez y, sin darse cuenta, saltaron de la sartén para caer en las brasas. Como hemos podido ver, la tan cacareada “revolución bolivariana” sumió al país en esta tragedia social, política y económica de la que hoy somos testigos, que ha significado el hambre y la muerte para un inmenso número de conciudadanos y que ha ocasionado el éxodo masivo de seres pauperizados, que se han visto en la necesidad de someterse a la indigencia y la xenofobia en países aledaños, los cuales, a su vez, difícilmente han podido adaptarse a la llegada de tantos individuos con infinitas carencias y gigantescas necesidades.

Una reflexión apenas medianamente profunda es todo lo que se requiere para comprender que nosotros estamos siguiendo los pasos del vecino país. Nuestra clase dirigente, caracterizada de manera primordial por una desmedida codicia y carente de cualquier asomo de empatía o conmiseración por los que menos tienen, sigue adelante con su tarea de abrumar al pueblo, expoliarlo y, cuando manifiesta su descontento, masacrarlo sin misericordia, con tal de mantener su posición de preeminencia y continuar disfrutando de los privilegios que ha ostentado desde siempre, sustentados por el sudor, las lágrimas y la sangre de los menos favorecidos. Y, poco a poco, con una miopía que sobrecoge, han ido alimentando esa opción alternativa hacia la que hoy ya una gran mayoría de gente se vuelve con ilusión y esperanza. Ensoberbecidos por su inmenso poder y ahítos de beneficios, no parecen percibir la sombra de tormenta que se cierne sobre todos nosotros. Pero claro, cabe suponer que, cuando se desate la tempestad, huirán a otras latitudes donde seguramente ya han hecho acopio de recursos de emergencia y abandonarán, como las ratas, el barco que se hunde.

Para nadie es un secreto que el señor Gustavo Petro es un hombre inteligente, con un gran sentido político y un profundo conocimiento de los problemas actuales. Sus debates, lanzados desde la oposición que ha mantenido siempre, han puesto el dedo en la llaga de nuestras grandes falencias y en la incapacidad y falta de voluntad de los gobiernos para la búsqueda de soluciones. Pero hasta ahí va la cosa.

Su paso por la alcaldía de Bogotá puso de presente su inocultable incapacidad para gobernar y para implementar un proceso administrativo serio y coherente con los problemas de sus gobernados. Adolece de dos flaquezas muy serias que se mostraron durante su manejo de la ciudad: en primer lugar, una arrogancia desmedida, que lo lleva a actuar sin medir las consecuencias, sin escuchar consejos ni opiniones distintas. Es tan testarudo e intratable en estos casos, que importantes colaboradores, como Navarro Wolf, abandonaron su participación en el gobierno de la ciudad, tan solo unos cuantos meses después de haber sido elegido. El segundo gran defecto se desprende del primero: como cree que “se las sabe todas”, está incapacitado para entender que, en ocasiones, no tiene todas las respuestas. Tal como alguien lo manifestara alguna vez en una columna de prensa, “no sabe que no sabe”. En tales circunstancias y como ya quedó ampliamente demostrado, al encontrarse en una posición de mando, su ego se obnubila y comete graves errores (recordemos las volquetas del aseo), que suelen ser muy costosos para quienes sufren bajo su autoridad.

En virtud de lo anterior, quienes valoran su quehacer en la oposición, quisieran seguir viéndolo ejercer ese papel, como fiscalizador y crítico del poder. Pero es claro que de ninguna manera es una figura que quisiéramos ver en la presidencia de la república. Su actitud autoritaria y su permanente ánimo revanchista, lejos de constituirlo en una alternativa viable para las clases populares y sus ingentes problemas, lo convierten en una riesgosa apuesta para la hoy tan fracturada estabilidad del país. De suyo sabemos que no es Hugo Chávez. Su relación con las fuerzas militares es tensa, por decir lo menos, y es poco probable que lograra el apoyo que de ellas se requeriría para lanzarse a una aventura despótica similar a la de Venezuela. La tan mentada “venezolanización” solo existe y ha existido en los delirios febriles y en las mentes calenturientas de los uribistas. Pero no nos cabe duda de que el esquema que Petro llegara a imponer tendría serios efectos en los diversos aspectos económicos y políticos de la nación y no necesariamente para bien, dada su inclinación a manejar las cosas de forma unilateral, sin remitirse al consejo ni a las recomendaciones de nadie. Eso, sin mencionar que la inversión extranjera huiría despavorida, con lo que nuestra maltrecha economía sufriría enormemente.

No obstante, el desgobierno que padecemos hoy en día no ha hecho otra cosa que allanar el camino del líder de la Colombia Humana hacia la presidencia. De nuevo, al igual que ocurrió en Venezuela, el pueblo sin trabajo, sin salud, sin oportunidades, parece hallarse dispuesto a buscar una opción alternativa que promete ser la panacea para todas sus necesidades. De sobra sabemos que las encuestas no son nunca del todo fidedignas, que muchas veces son amañadas y que sus resultados pueden cambiar de la noche a la mañana. Pero las de hoy muestran a Gustavo Petro como el candidato de primera línea para las elecciones de 2022. Y, luego de este, que muchos han catalogado como el peor gobierno en la historia del país, resulta difícil imaginar que un nuevo candidato del uribismo vaya a poder reunir los votos necesarios para conseguir otra vez el solio presidencial, (aunque podría pasar cualquier cosa, claro). Como quiera que sea, conviene no perder de vista que el actual desbarajuste tendrá la mayor parte de la responsabilidad si nuestros temores se cumplen.

Por otra parte, los demás movimientos políticos se parecen en mucho al perro que se persigue el rabo. Se hallan esencialmente acéfalos y corren de un lado para otro sin encontrar un camino concreto que pudiera conducirlos a una coalición que llevara a alguien capacitado a la Casa de Nariño. Porque, ¿quién sería? No haber podido responder esta pregunta en las pasadas elecciones (especialmente por ambición y obstinación de algunos), dio lugar a que fuese Petro el que fuera contra Duque en la segunda vuelta, con la consecuencia de que mucha gente se tragó el cuento del castrochavismo y votó para que hoy tengamos esta infausta situación. ¿Se repetirá la historia? A menos que los figurines políticos abandonen por un instante sus intereses personales y piensen en el bienestar de la nación, el futuro se ve bastante poco promisorio. Podría parecer que nada puede ser peor que lo que hoy tenemos, pero conviene no olvidar una de las más elocuentes de esas que llamamos leyes de Murphy: “Cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar”. Como solían decir las abuelas: “¡Que Dios nos coja confesados!”

UNA AVENTURA FASCINANTE

Se cumple ya un año del indescriptible viaje que hice a Tanzania, en el África oriental. Me ha tomado todo este tiempo reflexionar lo que fue esta visita sin par, literalmente al otro lado del mundo. Así pues, he considerado oportuno llevar a cabo una recapitulación de la que puedo catalogar sin lugar a dudas, como la experiencia más exótica que he tenido. Y es que los momentos vividos durante esas tres semanas, todavía hoy perviven en mi memoria y me señalan permanentemente que aquello no fue un sueño sino una vivencia real y tangible, que habrá de acompañarme por el resto de mis días.

He de comenzar diciendo que fue una circunstancia de orden familiar, como la de visitar a mi hija, quien fue a residir en ese país desde hace algún tiempo, la que me condujo a planear y llevar a cabo un viaje que, de otra manera, es muy poco probable que hubiera figurado en mis proyectos de ver el mundo. Los pormenores del periplo se fueron estableciendo poco a poco, casi con un año de anticipación, puesto que teníamos la certeza de que era necesario tratar de dejar un mínimo de cosas al azar. Tuvimos la suerte de contar con una súbita promoción en el valor de los pasajes aéreos y, a partir de ahí, se fueron desglosando los demás detalles, mientras todos y cada uno de los que habíamos dispuesto que nos embarcaríamos en esta aventura, íbamos acomodando nuestras mentes y nuestras expectativas.

¡Había que vacunarse! Un traumático recuerdo de mi lejana vida escolar ha dado lugar, a lo largo del resto de mi vida, a que le tenga un horror manifiesto a todo proceso de vacunación. Pasaron varios meses antes de que me decidiera a inocularme las consabidas protecciones químicas contra posibles contagios. Finalmente, no fue tan terrible como mi mente se lo había planteado, azuzada por mi memoria. Claro que no me sometí a las 6 o 7 vacunas recomendadas, sino solamente a dos, que me fueron sugeridas por mis médicos. Por fortuna, no hubo ningún incidente en este sentido y nuestra salud se mantuvo incólume durante todo el viaje.

Fue necesario seguir un procedimiento específicamente determinado para la consecución de las visas necesarias para poder visitar ese país. Aparte de algunos menores tropiezos, el proceso se desarrolló sin mayores novedades y, aún faltando 4 meses para la fecha del viaje, ya todo parecía estar listo y a punto. Con nuestros anfitriones allá definimos algunos aspectos relativos a pagos de paseos y actividades y, de pronto, llegó el momento de abordar el avión y dar inicio a nuestra aventura.

Los vuelos de larga duración implican que uno se prepare sicológicamente. Las 13 horas hasta Estambul fueron apenas el abrebocas de lo que habríamos de encontrar en nuestro recorrido.  Tuvimos la suerte de que el servicio de la aerolínea fuera de buena calidad, si bien fue necesario acudir a paseos a lo largo del estrecho corredor de la aeronave, como también a algunos ejercicios corporales para ejercitar, sobre todo las piernas, que inevitablemente se sentían un tanto entumecidas por los largos períodos que debíamos permanecer sentados. La escala en Estambul, (10 horas), nos dio la oportunidad de salir a visitar la ciudad. Algo desorientados y poniendo en práctica el antiguo método de ensayo y error, logramos conectarnos con un vehículo que nos llevó al centro. Allí caminamos bastante; llegamos hasta la antigua basílica de Santa Sofía, hoy la Mezquita Azul y, luego de despojarnos de los zapatos y de que las mujeres se cubriesen debidamente la cabeza, pudimos ingresar y ser testigos de la extraordinaria arquitectura y de los magníficos diseños con los que el arte árabe ha adornado el recinto. Recorrimos la zona a pie, visitamos otra mezquita y un bazar y tomamos un almuerzo típico en un restaurante del lugar.

Algo que resultó totalmente novedoso para nosotros, que por primera vez nos encontrábamos en un país con un importante número de seguidores de la fe musulmana, fue la llamada del muecín a la oración. Quienes hemos vivido primordialmente en un país de tradicional raigambre católica, seguramente nos hemos acostumbrado al sonido de las campanas de las iglesias, que convocan a misa. Incluso, puede haberse dado el caso de que ya no las escuchemos a nivel consciente y que su sonido haya llegado a convertirse en parte del ruidoso contexto de nuestras junglas de cemento. Pero nada nos había preparado para el llamado de viva voz, hecho desde el alminar de cada mezquita y, además, amplificado con los modernos recursos tecnológicos de un potente sistema de sonido. Era la 1:00 de la tarde, y la mística invocación se escuchaba, desde el lugar en el que nos encontrábamos, proveniente de por lo menos tres puntos distintos. Y lo que nos resultó curioso, por decir lo menos, era que las voces nunca se superpusieron, sino que, por el contrario, cada una parecía tomar un turno para cumplir con su función. Esta experiencia vino a complementar la incontrovertible sensación de diversidad cultural que nos rodeaba, de la cual ya habíamos tenido indicios al observar el para nosotros inusual número de pasajeras del vuelo de Turkish Airlines, vestidas con los atuendos que el Islam prescribe, o el repetido anuncio en nuestras pantallas, indicando cuánto tiempo restaba para el siguiente momento de oración.

Luego de resolver el asunto del transporte, regresamos al aeropuerto para tomar nuestro vuelo de 7 horas hasta Dar es Salaam. Arribamos hacia las 3:00 am, agotados pero eufóricos. Mi hija nos estaba esperando y su sonrisa de felicidad al vernos fue recompensa más que suficiente a los desafíos planteados por el largo viaje. Todo estaba convenientemente dispuesto: el transporte, el alojamiento en su casa y en un apartamento aledaño, contratado para el propósito y un espíritu festivo que auguraba una experiencia nunca antes vivida. Estábamos en África y la aventura apenas comenzaba. Luego de un día de reposo y ajuste, tomamos el ferry que nos condujo a Zanzíbar. Una singular amalgama de gentes de diversas nacionalidades se entremezclaba con el ingente número de locales tanzanos y, seguramente, visitantes de otros países africanos. La logística de embarque y desembarque estuvo más o menos organizada, a pesar del abundante número de viajeros que se apretujaba en la sala de espera del muelle y más tarde en el embarcadero de destino, donde era necesario registrar el ingreso, puesto que Zanzíbar, a pesar de ser parte integral de la República Unida de Tanzania, conserva cierto grado de autonomía y aplica sus propios procedimientos. Al llegar a la isla, una camioneta previamente contratada nos estaba esperando para conducirnos al hotel. No fue fácil emprender el camino: el cúmulo de vehículos que pugnaba por entrar o salir, junto con la cantidad de vendedores ambulantes que ofrecían toda clase de baratijas y la movilización de los recién llegados que tenía lugar ahí mismo, en el único camino de tierra, en un área en la que los andenes brillan por su ausencia, (sin nada que la distinguiera de cualquier terminal de transporte, ubicada en alguna de nuestras poblaciones colombianas y aquejada, igualmente, de desorganización y de un endémico caos), hicieron que fuera necesaria una buena dosis de paciencia, aderezada, por supuesto, con la excitación que nos producía estar allí, asimilando aquellas vivencias.

Finalmente, llegamos al hotel. Es importante destacar la atención que nos brindó el personal durante toda nuestra estadía. Las habitaciones eran amplias y cómodas y las camas estaban dotadas de mosquiteros. La playa, en este lugar, era bastante aceptable y debo decir que el menú del restaurante, si bien no extraordinariamente abundante, en general satisfizo nuestras necesidades. Pasamos unos muy agradables y relajados cuatro días allí, en compañía de otros huéspedes de diversas nacionalidades. El clima era cálido, de corte tropical, con algo de brisa marina.

Luego fue necesario ir al aeropuerto para tomar el vuelo a la ciudad de Arusha: una pequeña avioneta con cupo para doce personas. No sin ciertos sentimientos de ansiedad y aprensión, abordamos la que nos pareció un tanto precaria aeronave, que despegó sin problema y nos condujo con apenas uno que otro altibajo de turbulencia, hasta la población donde nos esperaban los vehículos que habrían de conducirnos por los siguientes tres días, a lo largo de las praderas y los parques nacionales, en lo que todavía hoy se denomina un safari, aunque concebido dentro de modernas normas de comodidad y seguridad.

Lo que resulta importante para destacar, en este cúmulo de vivencias sorprendentes y maravillosas, serían: el hotel, muy cómodo y con un excelente servicio de alimentación, tipo buffet; el servicio de transporte, cuidadosamente preparado, cuyos conductores hicieron gala de gran pericia y abundante conocimiento, que compartieron con nosotros; la inmensidad de los parques del Serengeti, Lago Manyara y Cráter del Ngorongoro; la notable cantidad de visitantes de diversas partes del mundo, lo que hacía que los vehículos del servicio de transporte, a veces se acumularan en un área donde podía apreciarse la diversidad de la fauna.

Pero nada nos había preparado para la gran cantidad de animales que pudimos observar. Resulta difícil de expresar con palabras la emoción que nos embargaba al tener elefantes, jirafas, mandriles y diversos tipos de venados, casi prácticamente al alcance de la mano. Y, aparte de ello, los leones que deambularon por entre los vehículos, en total libertad, los búfalos, en proceso de migración y, a la distancia, los rinocerontes que, hasta entonces, solo habíamos tenido la oportunidad de ver en los documentales del canal Discovery.

La otra experiencia, por demás inolvidable, fue la noche del 24 de diciembre, que pasamos en un campamento en la mitad del Serengeti. Allí nos esperaba un buen buffet, consumido bajo una carpa convenientemente iluminada, pero rodeada de la negrura inmensa de la oscuridad. Concluida la cena, fuimos conducidos a lo que habrían de ser nuestra “habitaciones”, que estaban conformadas por enormes carpas, donde no faltaba ninguna comodidad: confortables camas, servicio de baño completo, con agua caliente para la ducha de la mañana, provista por los serviciales trabajadores. Ah, y un walkie-talkie, para el caso de que alguien necesitara salir al exterior en la mitad de la noche, puesto que habría sido necesario solicitar la colaboración de los empleados a cargo. A ello se añadió la severa indicación de que nadie, bajo ningún concepto, debía abandonar la carpa por su cuenta. Y vaya si había razón para ello, ya que en la mitad de la noche alguien alcanzó a escuchar ruidos que parecían bufidos o resoplidos de alguna fiera que rondaba por los alrededores. Muy similares a los que se observan en los documentales de la National Geographic, cuando los leones marcan su territorio, pero mucho más tangibles, reales y, sobre todo, cercanos.

Como parte del itinerario, se nos condujo hasta una aldea Masái. Sus habitantes eran aproximadamente una centena y dan la bienvenida a los visitantes (por un costo que debe pagarse en dólares americanos). Nos mostraron algunos de sus bailes, nos hicieron partícipes de algunas rutinas y nos invitaron a conocer la escuela y el interior de sus viviendas, que no son otra cosa que asentamientos hechos con ramas, barro y estiércol. Fabrican toda clase de bisutería, que venden a los viajeros y se comportan de manera amigable. La comunicación con ellos se hace en un inglés que algunos han aprendido a chapucear, pero que les basta para el propósito de entretener a la gente y tratar de que desembolsen algo de dinero. Son comunidades que parecen ser autosuficientes y que llevan una vida simple y un tanto nómada, según pudimos entender. Vivir de esta manera parece haber sido su elección, (aunque no sé si, de quererlo, habrían tenido acceso a alguna alternativa), pero no pude dejar de experimentar cierto grado de desasosiego al contemplar a seres humanos que viven en algo muy parecido a la Edad de Piedra, en un mundo en el que se “disfruta”, (digámoslo así, entre comillas), del “progreso” representado por los avances tecnológico-científicos.

En definitiva, el balance del recorrido por los parques naturales se puede resumir en una sola palabra: ¡fascinante! Ver los animales en su propio hábitat, en total libertad, ser testigos de la inmensidad de la pradera africana, Sentirse, aunque solo fuera por un momento, como parte integrante de un mundo desaparecido en otros rincones del globo, fueron experiencias inolvidables.

Cuatro días después, abordamos una nueva avioneta para dirigirnos a un territorio insular llamado Mafia. He de decir que la población local vive en condiciones más bien precarias y que los visitantes deben llegar preparados para acomodarse a ciertas circunstancias muy particulares, bastante diferentes de lo que cualquiera de nosotros pudiera identificar con el concepto de turismo. Pero, como decían las abuelas: “Todo forma parte de la diversión”. Allí, los más osados se montaron a una lancha que los llevó un tanto mar adentro, para luego saltar al agua, dotados de equipos de buceo. El propósito era nadar junto a los tiburones ballena, vistos en su ambiente natural. Quienes optamos por no participar, permanecimos en la playa, disfrutando de la brisa marina, un ambiente relajado y una infinita paz. Los que fueron, jamás podrán olvidar la sensación de hallarse cerca de esos maravillosos animales, flotar a su lado y ser partícipes por unos momentos, de un entorno natural, distinto y alucinante. Un recuerdo imborrable. Allí, en aquel ambiente tropical y exótico, recibimos el nuevo año.

Y, finalmente, regresamos a Dar. Los pocos días restantes los empleamos en hacer algunas compras y visitar un par de restaurantes. Y, así, llegó el momento de la despedida. Llegamos a Estambul en medio de un clima invernal inclemente, por lo que las nuevas 10 horas de escala tuvimos que pasarlas en un hotel que la aerolínea puso a nuestra disposición. No fue posible realizar la otra visita a la ciudad, tal como lo habíamos planeado y, hacia las 4:00 am abordamos el avión de regreso a Bogotá. 13 largas horas; pero cada uno de nosotros venía con esa sensación plena, de haber sido partícipes de algo inolvidable. Ahora, un año después, las conversaciones que versan sobre el viaje, la revisión de las fotografías y las reminiscencias que permanecen en nuestras mentes, no dejan de señalarnos que fuimos inmensamente afortunados al tener la oportunidad de realizar este paseo. La vida nos obsequió una experiencia invaluable y cada aspecto, cada detalle, cada recuerdo, contribuyen a que no nos quede duda del crecimiento intelectual y personal que alcanzamos, a partir de la misma. Sin temor de equivocarme, puedo afirmar que nuestra existencia hoy se divide en “antes” y “después” de Tanzania. Y nada ni nadie puede despojarnos de todo lo vivido, disfrutado y conocido en esas maravillosas tres semanas.

UNA SOCIEDAD ENFERMA

El pueblo colombiano ha debido asistir, asombrado pero impotente, a los inauditos eventos que se han venido sucediendo en estos últimos tiempos y, de una manera muy particular y específica, desde cuando el candidato del Centro Democrático se acomodó en el solio presidencial, luego de una campaña espuria, en la que, sin reatos de conciencia, se buscó el apoyo de dineros de individuos de dudosa reputación. Todo ello aderezado por inmensas equivocaciones de los otros candidatos, en muchos de los cuales, oscuros intereses politiqueros se antepusieron a la búsqueda de una figura que pudiera hacerle contrapeso a la ultraderecha y evitar, de esa manera, el gran descalabro que hoy vemos a nuestro alrededor.

Así las cosas, aparte de la pandemia que aqueja a todo el orbe, nuestro país sufre un padecimiento generalizado que ha venido afectando los diversos aspectos de la vida nacional y que amenaza con socavar los más elementales fundamentos de una sociedad pluralista y tolerante, puerto hacia el cual hemos estado intentando navegar, pero que hoy parece difuminarse en el horizonte, mientras soplan en torno los tenebrosos vientos del despotismo. He aquí los síntomas:

Los agentes del Estado atacan y dan muerte a los ciudadanos. La protesta pacífica, derecho consagrado en la Constitución, ha sido estigmatizada, reprimida de manera brutal, en trágicos hechos apenas comparables con la barbarie a la que han sido sometidos los disidentes en Venezuela. Ahora quieren implantar un “protocolo” que pretende regular los términos de la expresión de la inconformidad ciudadana, pero que, en realidad, lo que intenta es castrarla. Y, aún en el caso de los actos vandálicos de los que hemos sido testigos, jamás los agentes del orden pueden ponerse a nivel de los agitadores. El control a través de la fuerza desmedida, como el que hemos visto, convierte al Estado en un vándalo más y nos acerca a execrables sucesos como los de Ayotzinapa o, peor aún, Tiananmen.

Un rapaz imberbe, cuyo único mérito es el de haber sido señalado a dedo por el gamonal soberbio alucinado y arrogante, jefe de su partido político, es el Primer Mandatario de la nación. En realidad, fue designado en razón de su inexperiencia supina, su ignorancia en materia política y, sobre todo, su carácter dócil y manipulable, que le ha permitido a su Presidente Eterno gobernar por interpuesto títere. Todo ello, a pesar de sus apreciaciones, expresadas en 1998, en las que planteaba sus reservas respecto a la figura ominosa de Álvaro Uribe, las cuales hoy rotula como “prejuicios” superados. No en balde dijo Churchill que “Algunos abjuran de su partido para defender sus convicciones, pero hay otros que abjuran de sus convicciones para defender a su partido”. ¿Cabe cuestionar a cuál de estos dos grupos pertenece el presidente? Seguramente, si le preguntásemos, su respuesta muy probablemente sería: “¿Convicciones? ¿De qué me hablas, viejo?”

El gobierno, en cabeza de su marioneta, ha abdicado de la responsabilidad de la cual los electores le hicieron depositario a través de las urnas. Ha desconocido la gravedad del genocidio de líderes sociales que está teniendo lugar frente a nuestros ojos, ha determinado renombrar eufemísticamente las masacres de campesinos, con el propósito de restarle importancia a una situación por demás insólita y dramática. Así mismo, ha dispuesto desconocer de manera olímpica al estamento judicial, hasta el grado de sugerir que, como las decisiones que toman los jueces no les convienen o no les gustan, entonces lo que hay es que cambiar a los jueces.

Colombia, bajo la égida de quien hoy gobierna sin gobernar, ha hecho causa común con Donald Trump, quien es visto por un elevado porcentaje de la población de su país, al igual que por la mayoría de los líderes del resto del mundo, como un megalómano incompetente, ignorante y altamente peligroso para la estabilidad de los pueblos del planeta. No obstante, el señor Duque no ha vacilado en ponernos a todos de rodillas frente a las pretensiones delirantes de este sujeto quien, además, no se afana en ocultar el desprecio que siente por él y por todos nosotros.

En medio de la tragedia social y económica que ha causado la pandemia, las transmisiones televisivas ampulosamente denominadas Protección y Acción, no han hecho otra cosa que cacarear ofertas de ayuda a quienes han sufrido los más duros golpes de esta inaudita situación. Pero ello no ha sido más que palabrería banal, en el mejor estilo del culebrero terrateniente que, tras bambalinas, hace y deshace en el país. Los auxilios ofrecidos poco o nada han llegado a manos de quienes tanto los necesitan; y, por el contrario, se ha dispuesto que millonarios recursos se destinen para sacar de la crisis a una empresa que alguna vez fue colombiana, pero que ya no lo es y que, por lo mismo, jamás debería estar entre los primeros beneficiarios de un auxilio que saldrá de los bolsillos de todos los colombianos.

La prensa libre, como también cualesquiera otras formas de disidencia, se ve cada vez más, sometida a la persecución implacable de los secuaces del Estado que, abierta o soterradamente, vigilan, amenazan, perfilan, y aplican diversos métodos de persuasión, para prevenir que los ciudadanos ejerzan su derecho inalienable a estar en desacuerdo con este estado de cosas.

La tolerancia ha venido a ser sustituida por una intransigencia rayana en el extremismo. ¿En dónde está, por ejemplo, la pertinencia del carácter transexual de Juliana Giraldo, la más reciente víctima del militarismo bárbaro y agresivo en que hemos caído, como para que, desde el mismo comienzo, se haya hecho referencia a ello? La única explicación reside en esta sociedad nuestra, parroquial y pacata, tolerante de dientes para afuera pero secreta y ferozmente homofóbica y recalcitrante, caída desde hace lustros en una camandulería hipócrita y mojigata. Una sociedad cuyos líderes, ante los ingentes problemas que nos acosan, acuden a encomendarse al Sagrado Corazón y a la Virgen de Chiquinquirá, lo cual no pasaría de ser una inofensiva expresión de sentimiento religioso, si bien inane al caso, si no hubiéramos conocido a sujetos tan peligrosos como Alejandro Ordóñez. Y mientras tanto, se falla en buscar soluciones que son muchas veces evidentes, pero que no se consideran siquiera, porque atentan contra poderosos intereses económicos.

En medio de este caos institucional, el colombiano de a pie se debate en una tempestad que no parece dar tregua ni tener fin. La pandemia nos acorrala y se cobra su diaria cuota de víctimas. Las libertades y los derechos civiles, alcanzados a lo largo de cruentos años de litigio, son hoy suprimidos de un plumazo (o de un balazo) y todo aquel que se atreva a disentir termina señalado, perfilado, (perdón por la reiteración conceptual), cuando no simplemente suprimido, sin que nadie se conduela o intente poner cortapisas al actuar de los asesinos de uniforme o de civil.

Y entonces, ¿quién podrá defendernos? Por fortuna quedan todavía muchas voces que se elevan en medio de la represión, que se torna cada vez más virulenta y menos soterrada. Nos gusta creer que ya no quedan sino dos años para que cese esta horrible noche, en la que las tendencias a ese que Antonio Morales muy apropiadamente llama autoritarismo fascistoide se multiplican, a la par que crecen el desgobierno y la estulticia de ese remedo de presidente, que nos quiere hacer creer que manda.

Será necesario que todas las fuerzas democráticas del país cierren filas, se organicen y preparen para la contienda que tendrá lugar en 2022. Porque, no nos quepa la menor duda: esta ultraderecha pertinaz, intransigente y fanática ya se está alistando para continuar con su plan preconcebido de devolvernos al oscurantismo. El doctor Ordóñez regresará al país a entronizar, como un nuevo Torquemada, las hogueras donde se quemarán libros “impíos” y los herejes no serán pasto de las llamas, sino víctimas de las pistolas Taser y las balas disparadas por los esbirros oficiales. Será, como el Eterno lo ha vaticinado, el refundar de la patria. A menos que todos pongamos de nuestra parte y los líderes políticos dejen sus rencillas y sus ambiciones personales para encontrar una figura que pueda hacer contrapeso a las huestes del extremismo, nos veremos abocados a repetir uribismo. Si tal, tendrían razón las abuelas al afirmar que “no tenía El Diablo la culpa, sino el que le hacía la fiesta”. Y no olvidemos aquella sentencia que reza que: cada pueblo se merece a sus gobernantes.

REFLEXIONES DE PANDEMIA

Una vez más, la naturaleza ha determinado demostrarle al ser humano que todo lo que arrogantemente hemos dado en creer, respecto a ser los reyes de la creación, no es otra cosa que una enorme falacia. Este agente viral que hoy ocupa toda nuestra atención y que despierta nuestros más soterrados temores nos está señalando nuestra vulnerabilidad, y ha puesto de presente el hecho incontrovertible de que, cualquiera día de estos, habremos de desaparecer de la faz de este que el gran García Márquez llamara una vez “planeta de infortunios”.

La pandemia se ha constituido en una inconmensurable tragedia para la humanidad. Nada a lo largo de nuestra vida nos había preparado para contar en cientos y en miles los enfermos y los fallecidos. Claro, habíamos tenido conocimiento de la tenebrosa peste negra, que devastó al planeta y acabó con dos tercios de la población y, aún más recientemente, de la gripa española, cuyas víctimas se cuentan en millones. Pero en una era como la actual, con un nivel de desarrollo técnico-científico de grandes alcances, lo último que habríamos esperado como especie es que un agente infeccioso, a pesar de su elevada virulencia, pusiera patas arriba nuestro esquema de vida. No obstante, aquí estamos enfrentando un reto de inesperadas proporciones, cuyas consecuencias no solo en lo sanitario sino también en lo económico y en lo social, apenas empiezan a vislumbrarse, en un panorama que promete un porvenir más bien oscuro, con una recuperación que será inevitablemente lenta y que dejará cuantiosas y profundas secuelas.

Tal como la historia nos lo ha mostrado innumerables veces, el ser humano es una entidad primordialmente frágil, tanto en su conformación bio-física, como en el plano emocional. En lo que tiene que ver con el primer aspecto, nuestra condición nos hace particularmente endebles frente a múltiples elementos que existen a nuestro alrededor: el frío, el calor, las alteraciones del aire que respiramos, aparte de los varios agentes tóxicos con que los reinos vegetal y animal cuentan a granel, nos pueden causar enorme sufrimiento y aún múltiples formas de una penosa y dolorosa muerte. Y, en lo emocional, las menores variaciones contextuales tienen el poder de desestabilizarnos hasta casi hacernos perder la cordura. Entonces, la depresión y el desequilibrio mental hacen su aparición y muchos sucumben inevitable y lamentablemente a la locura o al suicidio. Todo ello sumado a la incontrovertible realidad de que la evolución no ha tenido tiempo de preparar nuestro cuerpo para la longevidad que la ciencia nos ha otorgado y, por lo mismo, nos hemos visto abocados a diversos tipos de degradación que hoy asolan nuestra casa y que no dejan de aterrarnos. Sean el Parkinson y el Alzheimer apenas un par de ejemplos de enormes y, hasta el momento, imbatibles enemigos.

Así pues, henos aquí, luego de tres meses de confinamiento impuesto por el gobierno, en prevención, no de la salud de la población, de su bienestar y del mantenimiento de una condición digna y alejada de toda vicisitud. Por el contrario, como los hechos nos han demostrado, estas consideraciones no ocupan una posición de importancia en la escala de prioridades de quienes conducen los destinos de la nación. Lo que se ha intentado lograr, declarado más o menos a medias desde el principio, es el desborde de los servicios de salud, paupérrimamente mantenidos desde la infausta Ley 100, que convirtió esa misma salud en un negocio y cuyo manejo fue entregado a los particulares para que se lucrasen, mientras gentes de todas las condiciones son sometidas a desatención fríamente calculada y a vejámenes sin cuento, cada vez que acuden en busca de un beneficio por el que, además, han pagado con el sudor de su frente.

Pero, además, esta desgracia ha puesto en evidencia unas enormes desigualdades sociales de las cuales ya teníamos un discernimiento que, si bien inconsciente, no era menos tangible, y que ahora han quedado expuestas en toda su vergonzosa desnudez. La situación de incontables compatriotas quienes, desde hace mucho tiempo salen a las calles día a día para rebuscarse el sustento propio y el de sus hijos, ha venido a tornarse dramática. Los casos de trabajadoras sexuales, recicladores, vendedores callejeros y otros, desalojados de míseros cuchitriles ubicados en inquilinatos infrahumanos, en los que han malvivido por lustros y cuyo canon de ocupación venían pagando diaria o semanalmente y que no han podido seguir asumiendo por la simple razón de que sus exiguos ingresos prácticamente han desaparecido, ha venido a ser una de las aristas más visibles y desgarradoras de esta realidad. Los cacareados decretos del gobierno en el sentido de que no se puede desalojar a nadie de su vivienda no han sido óbice para que hombres, mujeres y niños hayan tenido que ir a sentarse en un andén, rodeados de sus escasas pertenencias, y que deban añadir al hambre las inclemencias de la intemperie. Tal es, pues, la dimensión de esa otra epidemia, la miseria de muchos, que nos carcome desde hace tanto tiempo y que nadie se ha tomado el más mínimo interés en tratar de solucionar.

Para nadie es un secreto que las actuales circunstancias constituyen un desafío sin precedentes, tanto para la gente común como para las autoridades. Pero el errático actuar del gobierno, en cabeza de un mandatario que se acaba de quitar los pañales pero que todavía no se desteta de la funesta influencia del Presidente Eterno, sino que más bien, obra de acuerdo con sus dictados y con la evidente intención, impúdicamente exhibida, de complacerlo, ha venido a añadir un ingrediente más a la calamitosa situación que vive el país. De sobra han dicho los expertos que una reapertura es prematura y altamente riesgosa, que no es posible garantizar el bienestar de la población si se retorna a las aglomeraciones de Transmilenio, a las multitudes en los almacenes, a la concentración de alumnos en un salón de clase o en una cafetería estudiantil. Iván el Terrible (o tal vez debería decir mejor: el niño terrible), ha hecho oídos sordos al clamor y, con una miopía solo comparable a la estulticia de la que hacen gala Trump, Bolsonaro y López Obrador, adopta medidas que hasta ahora habían sido más o menos inconsecuentes, pero que se tornaron en una amenaza muy real con la promulgación del Día sin IVA, medida que se tomó sin tener en cuenta las implicaciones, que lanzó a la calle a cientos de compradores obnubilados por el espejismo del ahorro de unos pesos, y que ignoraron las más elementales normas de protección; todo ello mientras los números de contagiados y de muertos crecen a nuestro alrededor.

Iván Duque es un individuo inexperto que jamás estuvo preparado para la onerosa responsabilidad de dirigir una nación tan compleja y con tantos problemas como la nuestra. Su cotorrear en ese diario espacio que se arrogó en la tarde-noche no ha hecho otra cosa que poner en evidencia su impericia y su ingenuidad, pero también sus múltiples equivocaciones, acaso propiciadas por esa indiscutible, supina incompetencia, en la difícil tarea de mostrar liderazgo. Alguien decía alguna vez que se puede ser indulgente con la ignorancia, pero nunca con la torpeza. Y es que la promoción de un día de compras como el que tuvo lugar el viernes 19 se hizo de manera torpe, sin entrar a medir las consecuencias o las implicaciones de lo que podría suceder y que, de hecho, sucedió. Se intentaba, por supuesto favorecer a los grandes conglomerados comerciales (que, por otro lado no tuvieron ningún reato de conciencia en aumentar sus precios, para quedarse con los pocos centavos que los ciudadanos esperaban economizar), como también a los banqueros que llevaban meses sin facturar, pero que vieron sus ganancias incrementadas por los consumos con tarjetas de crédito, con las cuales muchos colombianos incautos se gastaron un dinero que no tenían, adquiriendo bienes que dudosamente necesitaban, ilusionados con la esperanza de ahorrarse unos pesos que, de todas maneras, les fueron arrebatados por los comerciantes.

El resultado de tan lamentable episodio habrá de verse una vez transcurridos los días que, aparentemente, toma la incubación. Nada deseo más en este momento que equivocarme en mi apreciación, pero las aglomeraciones que pudimos ver en los noticieros no auguran nada bueno, frente a un patógeno que se transmite con tanta facilidad. Mucho se le ha reclamado al gobierno, sobre el próximo proyectado Día sin IVA, pero hasta ahora el señor Duque todo lo que ha dicho es que la jornada fue un éxito (?!) y que solo hay que hacer algunos ajustes para la siguiente.

El panorama es, por lo consiguiente, muy oscuro. La dicotomía salud-economía plantea un desafío gigantesco y, hasta el momento, las naciones del mundo no han hecho otra cosa que intentar aproximaciones a una solución que se muestra esquiva, a través del muy riesgoso pero ineludiblemente único método de ensayo y error. Y, por ahora, no se ha visto que un procedimiento supere a otro. Nos hallamos frente a una situación compleja, cuyo manejo, al parecer, todavía nos queda grande y que no vendrá a resolverse sino cuando los científicos nos proporcionen los elementos necesarios para combatir al virus.

Pero, parafraseando a Santayana: “quien no reconoce los errores de la historia, está condenado a repetirlos”. En 1918 la epidemia atacó con mayor virulencia en su segunda oleada, cuando la gente ya creía superada la emergencia. Hoy, ante la prioridad de mantener un esquema económico inviable en las presentes circunstancias, la tozudez de algunos mandatarios está llevando a sus naciones por un despeñadero. Algunos como Bolsonaro y Johnson han manifestado que no queda otra alternativa que permitir que mueran los que han de morir, para que vivan los que se contagien y logren inmunidad. (Aunque no sabemos si, después de su infección, el británico seguirá viéndolo de la misma manera). Pero la estrategia falla por la base, puesto que no está científicamente demostrado que los que se han recuperado hayan logrado inmunidad. Los rebrotes infecciosos en China y Korea parecieran contradecir tal presunción.

¿Y en nuestra casa? El aislamiento sigue siendo la norma, respaldado por el distanciamiento social y la limpieza. Pero es urgente que se adopten medidas adicionales para evitar las situaciones que se han presentado, de resultas de la enorme urgencia que tienen muchos de cubrir sus necesidades básicas, para lo cual es primordial diseñar medidas que ayuden a estos cientos de desamparados, aunque ello signifique disminuir las ganancias de los grandes conglomerados económicos. Pero es vital que se diseñen estrategias que de verdad ayuden a los más necesitados. Programas que, en última instancia, solo favorecerán unos cuantos intereses particulares, solo están destinados a ahondar más la crisis humanitaria que ya se ve venir.

Sin ir más lejos, la Hipoteca Inversa, ha sido presentada como una vía para que los que tienen vivienda pero ningún ingreso tengan la posibilidad de recibir un auxilio en metálico, que les ayude a solventar sus necesidades. No obstante, la ayuda viene emponzoñada: los bancos terminarán apropiándose de los inmuebles a bastante menor costo que su valor real y les quitarán a estas gentes el único patrimonio que ellos querrían legar a sus hijos, seguramente tan necesitados como ellos. ¡Señor “presidente”, a estas gentes no les benefician los créditos que no tendrán manera de pagar! Lo que requieren es un esfuerzo de toda la sociedad para no perecer de inanición, ¡sin que tengan que salir a deber!

Infortunadamente las riendas del carruaje no están en las más firmes manos y vamos dando tumbos por un camino tortuoso. No se percibe ninguna luz al final del túnel y bien podría ser que las iniciativas de este gobierno nos conduzcan a un futuro no muy promisorio, a corto o mediano plazo. ¿Habrá una salida para esta tenebrosa situación? La única respuesta a este interrogante es una profunda y angustiosa incertidumbre. No nos queda sino esperar que, al final, cuando todo pase (y esperemos que pase), el número de muertes causadas por la hambruna, la carencia y la desolación no haya de venir a sumarse a aquellas otras, ocasionadas por la infección. Solo el tiempo lo dirá.

APRENDIZ DE BRUJO

El título de las presentes consideraciones no hace referencia directa al magistral poema sinfónico de Dukas. La fuente de sustento es, más bien, la balada El Aprendiz de Hechicero, de Goethe, a partir de cuyo contenido se ha intentado hacer un parangón con las incomprensibles y absurdas circunstancias de improvisación y desgobierno en que se desenvuelve hoy nuestro país. Y, para estimular un poco la imaginación, bien podemos remitirnos a la adaptación realizada por Walt Disney en su película Fantasía, en la cual podemos basarnos para pintar el cuadro completo de lo que hoy transcurre frente a nuestros ojos.

Encontramos, en primer lugar, un siniestro personaje con enormes recursos, artista de la hechicería y la argucia, quien ordena, hace y deshace y que se vale de cualesquiera artimañas para alcanzar sus tenebrosos propósitos. Poderoso e inalcanzable, exhibe sus artes nefandas con inigualable pericia y se mueve a sus anchas en el contexto. Hace gala de un enorme poder y lo utiliza en el cúmulo de conjuros que constituyen sus oscuras artes.

Pero hemos de fijarnos en su fiel criado. Histriónico y acomodaticio, adulador hasta el servilismo y agobiado por las tareas que le encomienda su amo, las cuales tienen más que ver con el aseo y el mantenimiento doméstico que con el uso de poderes cabalísticos, el novato sueña con alcanzar el nivel de mágico desempeño de su maestro. Quizás supone que, una vez adquiridos los poderes, todo será cuestión de agitar la varita mágica y las cosas se resolverán solas, sin que llegue a ser necesaria la intervención de un grado superior de inteligencia.

Así, a la primera oportunidad, asume el papel del hechicero, se apropia de sus instrumentos de conjuro, (el capirote con lunas y estrellas, en el caso de la película de Disney), y monta todo un tinglado que pretende ser de alta teúrgia, pero que en realidad no va más allá de una parodia chapucera, un deplorable simulacro de dominio sobre fuerzas ocultas que le desbordan. En un principio las cosas parecen estar saliendo bien, (tal vez, si acaso, en la película). La escoba genera brazos y acarrea los cubos de agua con que se ha de llenar el pozo. Sin un cerebro consciente, pero con una Cabal diligencia, danza al ritmo de la varita mágica y va y viene, en cumplimiento de su misión.

Entusiasmado, el aprendiz agita sus brazos y pone en marcha otras portentosas fuerzas de la naturaleza. Y, poco a poco, el caos se va entronizando por todas partes, el pozo se rebosa mientras los cubos de agua continúan llegando y el pipiolo descubre de pronto que la situación se ha salido de control. Intenta detener lo que ha desencadenado, pero los recientemente animados objetos se vuelven contra él, desconocen su autoridad y continúan actuando, cada uno como rueda suelta, mientras el desbarajuste crece a su alrededor.

Como es de suponerse, el hechicero hace su entrada en escena, furibundo ante la debacle, y en un dos por tres reestablece el orden. El sirviente, abrumado por la magnitud de lo sucedido, halaga de nuevo a su maestro, tan solo para recibir un rapapolvo, luego del cual sale huyendo. Una vez más, el poder del eterno mago ha terminado por imponerse.

A estas alturas resulta difícil determinar si hemos estado hablando de la obra de ficción o, por el contrario, de la realidad de nuestro país. Hoy por hoy, hemos podido ver de qué manera un incompetente aprendiz se ha hecho con los elementos del poder. La única diferencia con el poema de Goethe consiste en el hecho de que, mientras en la balada, el sirviente aprovechó un descuido del mago para asumir una posición que no le correspondía, en nuestro caso presente ha sido claro que el hechicero, con un designio que a la fecha es todavía insondable,  introdujo al criado en el quehacer de los sortilegios y le permitió asumir el papel escénico. El pobre imberbe realmente se ha tragado el anzuelo; ha llegado a creer que es él quien realmente está al timón del barco, mientras que su amo, en la sombra, pero muy cerca, vigila todo movimiento y señala cada derrotero a seguir.

No obstante, para nadie es un secreto que el pozo ya comienza a desbordar agua, que el aprendiz ha comenzado a perder el control de las fuerzas puestas bajo su mando, especialmente por la supina impericia que gobierna la mayor parte de sus actos y de su oratoria, estéril y atolondrada. De manera lenta pero segura, ha ido convirtiéndose en el hazmerreír de propios y extraños y esa percepción se ha ido afianzando en el sentir de la gente, hasta el punto de que un importante número de sus correligionarios políticos lo mira con azorada suspicacia.

No cabe duda de que Iván Duque es un hombre decente y honorable, un político joven con una hoja de vida impoluta, que no carga a cuestas pasadas trapisondas y que cuyo único desliz ha sido el haber caído víctima del espejismo hipnótico y malsano del Hechicero Eterno. Obnubilado por ese canto de sirena, cometió la ingenua imprudencia de aceptar convertirse en títere, en aprendiz de brujo, para venir a asumir un cargo y una posición para los cuales, tal como la evidencia lo muestra, no estaba ni siquiera medianamente preparado. Los colombianos hemos asistido a la puesta en escena de semejante tramoya y ya circula como un secreto a voces, no solo entre los más sesudos analistas, sino también de boca en boca entre un número creciente de personas, el convencimiento de quién es el que mueve realmente los entresijos de esta presidencia. Pero, y entonces, ¿cómo se explican los desatinos en los que ha incurrido el inexperto mandatario? El único razonamiento coherente que podemos sugerir radica en el enorme esfuerzo que realiza día a día para convencerse a sí mismo y al resto del mundo de que ostenta una independencia en realidad inexistente. Y, entretanto, las ingentes soluciones que se requieren brillan por su ausencia, los proyectos puestos en marcha son una barahúnda inconsecuente de medidas que benefician a unos pocos y que lesionan a otros muchos y su actitud ambivalente e irreflexiva pone a nuestro país en el peligroso riesgo de convertirse en la cabeza de turco, frente a la crisis venezolana.

Todo ello sin mencionar el caos institucional que se ha ido asentando en el país por cuenta del desempleo, que se incrementa de manera alarmante; el vergonzoso espectáculo circense montado en el Senado a partir de las irreflexivas y absurdas objeciones a la JEP, berenjenal al que se arrojó de manera tanto inocente como tozuda y cuyas consecuencias apenas comienzan a hacerse evidentes; aparte de la ya casi inmanejable situación de orden público, adobada con el incidente de Dimar Torres, muerto en circunstancias por demás extrañas y exacerbado, además, con la torpeza arrogante y contraproducente del ministro Botero, cuyas falaces declaraciones constituyen un patético ejemplo de incongruencia y absoluta falta de escrúpulos, situación esta que amenaza con ser el preámbulo de una nueva era de falsos positivos. Como puede verse, fuerzas desatadas que el novel presidente se halla muy lejos de controlar.

¿Hay alguna previsible forma de solución para este desconcierto en el que nos hallamos inmersos? El barco se hunde a ojos vista y no se percibe la fórmula que pudiera aplicarse para remediar tan desastrosa situación. Infortunadamente, al retornar a la balada de Goethe, lo único que falta por ocurrir es la reaparición del mago para que ponga orden y detenga la hecatombe. (Caray, pero si él mismo había dicho que sin él, tal sería la situación en la que habría de caer el país).

Por esta razón hemos de suponer que no es gratuito el concepto que importantes analistas políticos han expuesto, en el sentido de que todo lo que hoy ocurre forma parte de un plan, tan ingenioso como malévolo, que la mente tortuosa del Hechicero Eterno habría fraguado con el único propósito de erguirse en medio de la catástrofe, enarbolando la bandera de la recuperación, el orden y el retorno a los valores de Tradición, Familia y Propiedad.

La única esperanza es que quede entre nosotros una suficiente cantidad de personas que logre sustraerse a su nociva influencia y que, llegado el momento, asuman con entereza la tarea de detener el avance del mesiánico y sus huestes. Será primordial no permitir que se nos infunda el miedo que estas gentes esgrimen como arma y que agitan frente a nuestros rostros para intimidarnos. De lo contrario, una nueva era de Seguridad Democrática, guerrerista y enemiga de la paz, falsos positivos, satanización de la discrepancia y continuo favorecimiento a los que más tienen, en detrimento de los que tienen poco o casi nada, se entronizará en nuestro suelo. El brujo recuperará su capirote, pateará el trasero de su incapaz aprendiz y nos impondrá, como un nuevo mesías, su segunda venida, mientras que todos los demás no tendremos más remedio que posponer el gustico.