GAZA

Tal vez una de las mayores barbaridades, entre las muchas que comete el ser humano, es el genocidio. A pesar de ello, es el crimen de lesa humanidad que nuestra especie ha venido perpetrando desde los tiempos inmemoriales de su existencia. Desde la hipotética y, hasta hoy, especulativa causa de la desaparición de los neandertales debido, según algunas teorías, a la agresión violenta por parte de los sapiens, siguiendo con la sangrienta incursión de Josué en Jericó, donde pasó a cuchillo a todos los seres vivos, humanos o animales, hasta las limpiezas étnicas de los tiempos modernos, como las llevadas a cabo en Ruanda y en los Balcanes, la historia está plagada de hechos luctuosos en los que la supuestamente especie más inteligente del planeta ha causado las muertes en masa de cientos, si no miles de sus congéneres.

De una particular relevancia fue El Holocausto, cuando millones de judíos fueron utilitaria y sistemáticamente conducidos a la muerte, a partir de un plan fríamente calculado, que dejó una profunda huella en la memoria de las siguientes generaciones y que ha sido rememorado y recapitulado una y otra vez, con la pretendida intención de que algo como eso jamás llegue a repetirse​ (!?).

No quiere decir que lo acaecido en Ruanda en 1994 haya carecido de importancia. Lo que sucede es que el occidente civilizado, responsable de la implantación en el continente africano de un sistema social altamente desigual, que convenía a sus intereses de explotación, simplemente miró para otro lado mientras se desarrollaba una masacre de proporciones dramáticas en una tierra que había sido, hasta poco antes, un territorio colonial. Todo ello motivado por un acto de terrorismo en medio de una situación política inestable y volátil, que vino a ser el detonante que sacó a relucir odios tribales hábilmente cultivados por los colonialistas blancos; y, cuando la situación se salió de control, el mundo se hizo a un lado y asistió apenas como espectador. (Cabe preguntarse si, acaso, como las víctimas no eran de raza blanca, la serenísima comunidad occidental no consideró importante intervenir).

No puede dejar de mencionarse la limpieza étnica ocurrida en julio de 1995 durante la guerra de Bosnia, cuando un número indeterminado de musulmanes fue exterminado por grupos militares y paramilitares al mando de Ratki Mladic, el esbirro de Milosevic. En esta ocasión sí que hubo intervención de Occidente y los responsables fueron llevados ante la Corte Penal Internacional.

Así pues, el exterminio de un pueblo no es un hecho aislado en la historia de la humanidad sino, por el contrario, un evento que tiende a repetirse en muy diversos contextos, para el cual los estudiosos se esfuerzan en buscar una explicación, (si es que puede haberla) y, como siempre, con la pretendida intención de que algo como eso jamás llegue a repetirse. A pesar de ello, lo que el mundo está presenciando en Gaza hoy constituye un hecho pavoroso, apenas comparable con El Holocausto nazi, en el frío y sistemático proceso de exterminio al que ha sido sometido el pueblo palestino. ¿A quiénes puede señalarse como responsables de esta atrocidad?

Resulta primordial mencionar que los judíos, según podemos verlo en la historia, son un pueblo digno de admiración en virtud primordialmente de su resiliencia y de la manera en la que han sabido sobreponerse a las vicisitudes a que han sido sometidos a lo largo de su existencia. Al igual que el ave fénix, en el sentido literal de la expresión, han renacido de sus cenizas, (de las de los hornos crematorios, si se me permite tan macabra referencia), y se han convertido en una fuerza poderosa y significativa en el mundo presente. Sin embargo, no podemos dejar de afirmar con estupor que, a pesar de la vehemencia con la que se han esforzado por mantener vivo el recuerdo de lo ocurrido en los campos de concentración, muchos parecen haber olvidado la tragedia a la que fueron sometidos, al cohonestar o asistir como espectadores indolentes a la persecución exterminadora que un fundamentalista como Netanyahu ha desatado en la franja de Gaza. El pretexto aducido por el criminal, según el cual se está persiguiendo a un enemigo terrorista como Hamas, a cuya sombra se bombardean escuelas y hospitales y se somete a la hambruna a cientos de miles, hombres, mujeres y niños, ya no resulta creíble ni para ellos mismos. Todo ello ignorando el clamor de múltiples voces y hasta las protestas de una importante parte de la población israelí, que se ha volcado a las calles para pedir que se detenga la matanza.

Pero estos hechos, tan funestos en sí mismos, no vienen a ser, en realidad otra cosa que una repetición de esa inveterada costumbre que tenemos de matar a nuestros semejantes por un quítame estas pajas. Lo más abominable de esta ignominia sin nombre es la pasividad cómplice asumida por los demás pueblos del orbe. Asistimos indolentes al horror de la masacre, mientras los líderes mundiales observan y callan o apoyan explícitamente y sin ambages el baño de sangre que allí tiene lugar. Las pomposas e inútiles declaraciones en las Naciones Unidas naufragan entre el silencio cómplice de la mayoría de los representantes y la afirmación del vocero del asesino gobierno de estar “defendiéndose” de un grupo terrorista.

Pero no nos digamos mentiras. Las futuras generaciones juzgarán con severidad nuestra actitud pasiva frente al crimen. Los descendientes de Israel habrán de cargar con el baldón de que su nación se haya convertido en el destructor de un pueblo, tal como el que todavía hoy pesa sobre los alemanes, como consecuencia de la persecución nazi. Y, en este caso, el estigma tendrá el ingrediente adicional de haber sido unas gentes señaladas para el exterminio, que a su vez se convirtieron en el verdugo de otros.

No existe, hoy por hoy, mayor vergüenza para un individuo o para un pueblo, que asistir impasible a un enfrentamiento desigual en el que un matón bárbaro y abusador arremete contra otro más débil y con poca oportunidad de defenderse. En el contexto callejero casi podría preverse la reacción airada de la comunidad, que diera lugar a una eventual y probable suspensión del abuso. Pero cuando se trata de países y conglomerados en los que hay, por lo general y como en este caso, profundos intereses económicos y geopolíticos, todos los demás se cuidan mucho de intervenir o de mostrar su apoyo a la víctima, especialmente y sobre todo cuando la fuerza poderosa de una superpotencia liderada por un megalómano otorga su respaldo irrestricto al agresor. Entonces, resulta más cómodo expresarse tímidamente en favor de la paz y la concordia o simplemente mirar para otro lado y pretender que no está ocurriendo nada.

Los dramáticos hechos que se están desarrollando en Gaza han tenido diversas consecuencias en distintas partes del mundo. Las calles de varios países se han visto inundadas por gentes del común que han salido a protestar por la inacción de sus gobernantes frente a la sistemática matanza. Esta expresión ha sido acogida con actitudes gubernamentales que van desde la simple y llana indiferencia hasta el señalamiento de los manifestantes como apoyadores del terrorismo. Pero tales muestras populares de inconformidad no han encontrado mucho eco en los dirigentes, por lo que se han convertido en una manifestación simbólica de que no todos estamos de acuerdo con lo que sucede ni con la manera que tienen de verlo los gobiernos. En el caso colombiano, el presidente Petro desde muy temprano decidió romper relaciones con Israel y ha hecho lo posible por impedir que nuestros recursos, explotados por foráneos, lleguen a las manos del gobierno genocida. Ha debido soportar toda suerte de críticas y ataques como resultado de esta posición.

Otra consecuencia que se ha visto, aunque por fortuna no tan generalizada hasta el momento, ha sido el incremento del sentimiento antisemita. Ya han tenido lugar incidentes en contra de la comunidad judía, que ponen de presente la equivocada actitud de culpar a todos por la barbarie de unos cuantos. Es de esperar que tales hechos no vayan a escalar porque, aparte de la supina injusticia que ello implicaría, nada resuelven, nada aportan, como no sea incrementar el resentimiento de unos contra otros y extender los alcances de la tragedia. Por lo mismo, es de capital importancia puntualizar que a ningún miembro de la comunidad judía, en ninguna parte del mundo, le cabe el más mínimo grado de responsabilidad por la crueldad vesánica a la que se ha entregado el gobierno extremista de Netanyahu. Como ha quedado dicho, cientos de manifestantes en Israel han salido a protestar por lo que está ocurriendo. Por lo consiguiente, cualquier señalamiento o agresión a personas pertenecientes a esta comunidad en cualquier lugar del planeta constituye una perpetuación de la locura y una manera absurda, desproporcionada y poco inteligente de asumir posición frente a la tragedia del pueblo palestino.

A quienes sí les cabe una enorme responsabilidad es a los líderes mundiales que han asumido la cómoda posición de ser simples observadores, que de cuando en cuando emiten declaraciones estériles que nada aportan, o que han apoyado de alguna manera los hechos que hoy son materia de oprobio y vergüenza para toda la humanidad. Nadie pudo prever ni mucho menos evitar El Holocausto nazi, pero los criminales que en él participaron fueron finalmente llamados a cuentas ante la justicia y recibieron el castigo que el mundo consideró que debía imponérseles. ¿Recibirán Netanyahu y sus secuaces un tratamiento similar? No lo sabemos, si bien es un hecho que ya se ha elevado un prontuario criminal ante la Corte Penal Internacional.

Pero, independientemente de que los genocidas lleguen a enfrentar cargos por sus crímenes, lo que ha ocurrido ante la mirada atónita del resto de los mortales, aparte de sobrecogernos como especie, viene a ser un campanazo de alerta sobre los riesgos enormes que enfrentamos cuandoquiera que nuestras pasiones desatadas, nuestros odios y nuestras frustraciones se imponen sobre la convivencia, la tolerancia y la aceptación de la diferencia. Que este doloroso instante de nuestro discurrir por el mundo nos obligue a abrir los ojos y comprender que, si bien somos proclives a caer en manos de nuestros más oscuros sentimientos, tenemos el deber de domeñarlos y mantenerlos bajo control. Para eso somos inteligentes, (¿O será que solo creemos que lo somos?) Si no lo logramos, y teniendo en cuenta la fragilidad de nuestra memoria histórica, nos veremos abocados a nuevas y más espeluznantes tragedias globales que, sin lugar a dudas, llevarán a la humanidad al borde de la extinción. Maníacos ególatras dominados por una sociopatía que, en cualquier otra circunstancia los tendría confinados en asilos o manicomios donde pudieran estar bajo control, en cambio ocupan hoy posiciones como jefes de estado y líderes políticos que tienen en sus manos poder suficiente como para poner término a la vida, tal como la conocemos. Solo hará falta un pequeño desliz, un malentendido, una palabra mal dicha o mal interpretada para que cualquiera de estos orates desate el Armagedón.

Oscuros y tenebrosos son los momentos que hoy vivimos. Las gentes del común como usted o como yo, que nos levantamos cada mañana a salir a buscar el sustento para nuestros hijos, transitamos por las calles con una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Lo acontecido en Gaza bien podría replicarse en cualquier otro punto del orbe. Basta con mirar las tragedias que se han hecho recaer sobre, Ucrania o sobre las indefensas minorías inmigrantes. Y, en lo que a Gaza respecta, más tarde o más temprano la historia emitirá su veredicto y el nombre de Netanyahu será enlistado junto a otros enormes criminales como Hitler, Stalin, Pol Pot, entre otros. Solo nos queda la esperanza de que, de alguna manera, la comunidad internacional logre “echarle el guante” y llevarlo al tribunal de la CPI para que responda por sus crímenes.

“THE RUNNING GRAVE” By Robert Galbraith

El título de las presentes consideraciones corresponde a la más reciente novela de J. K. Rawling en la que, nuevamente, nos sumerge en el mundo de la investigación detectivesca, de la mano de Cormoran Strike y Robin Ellacott. Acaso la mejor traducción del mismo podría ser algo así como La Tumba Esquiva, o La Tumba Fugaz, dadas las circunstancias tan particulares que se desenvuelven en la trama.

Nuevamente Rowling, escribiendo con su seudónimo, nos presenta una excelente narración que, a pesar de constituir una obra de ficción, resalta de manera sobrecogedora una realidad actual a la que, acaso por haberse tornado habitualmente cotidiana, no prestamos la debida atención. Tal es el mundo tenebroso y sórdido de las sectas religiosas.

Conviene, no obstante, antes de entrar en materia, puntualizar algunos aspectos de la naturaleza humana que se hallan estrechamente relacionados con la temática desarrollada en el relato.

Desde tiempos inmemoriales nuestra especie ha afincado su sentir en la búsqueda de alguna forma de entidad sobrenatural, regidora de todas las cosas, cuya supuesta omnipresencia venga a constituir cierta forma de protección y cobijo frente al profundo sentimiento de desamparo que experimentamos los mortales ante una existencia cuyos sentido y propósito no acabamos de desentrañar y en la que las vicisitudes están a la orden del día; además del hecho de vernos forzados a vivir en un mundo anárquico que forma parte, (ahora lo sabemos), de un universo convulso, caracterizado por la confusa interacción de fuerzas más allá de nuestra comprensión, que son causa del caos azaroso y permanente en que se debate el cosmos, cuyas consecuencias percibimos o intuimos, y que nos agobian dramáticamente.

Valga decir que tal necesidad de refugio ha derivado en diversas formas de religiosidad que han llegado a significar apoyo y equilibrio emocional para muchos, habida cuenta del sinnúmero de sinsabores que afrontamos a diario y de las variopintas promesas de una vida plena de felicidad, más allá de la muerte. Tal sentir se ha arraigado profundamente y, en honor a la tolerancia, hemos de decir que es perfectamente válido que todos los seres humanos hagan uso de su derecho a creer en aquello que les proporcione cierto grado de seguridad y que, por lo mismo, cualquier forma de fe es merecedora de respeto y consideración.

Sin embargo, a la sombra de esta mencionada necesidad y, en cierta medida, como consecuencia de la misma, ha surgido una multiplicidad de supuestos líderes espirituales, pastores, gurús y otros individuos que se han dedicado a montar movimientos religiosos, cultos y agrupaciones más o menos dogmáticas, de carácter más o menos sectario, que atraen a una ingente cantidad de adeptos valiéndose de dotes histriónicas y un discurso grandilocuente con el que obnubilan a sus escuchas. Son, por lo general, embaucadores carentes de escrúpulos y movidos por emociones más mundanas como la codicia y el ansia de poder, que se aprovechan de esa sentida necesidad de trascendencia para atrapar incautos, manipular sus sentimientos y engatusarlos con toda suerte de subterfugios teórico-prácticos, con los cuales embriagan sus mentes y ganan acceso a sus bienes, de los cuales los despojan para usufructuarlos en beneficio propio.

Como también se da el caso de frenéticos y delirantes agoreros que, impelidos por visiones mesiánicas producto de su inestabilidad mental o del abuso de drogas, conducen a estos cándidos e ingenuos fieles por sendas apocalípticas que los llevan a masivas inmolaciones, como la ocurrida en Jamestown, Guyana, cuando unos novecientos miembros del autodenominado Templo del Pueblo se suicidaron en 1978.

Así las cosas, la novelista retoma las más frecuentes actividades de estos grupos, como son el repetitivo y alienante proceso de adoctrinamiento, la apropiación del patrimonio y de las fortunas de sus miembros, una desaforada conducta de promiscuidad y esclavitud sexual ante, con, y para el líder, todo ello combinado con arduas labores manuales y una precaria alimentación, para garantizar la sumisión. La narración deriva de manera lenta y pausada por los diversos vericuetos asumidos por la secta como ruta hacia la perfección, aderezados con sagaces e imaginativos trucos visuales con los que refuerzan su dominio sobre las debilitadas mentes de sus seguidores.

Ellacott y Strike se involucran en la investigación y desarrollan todas sus habilidades detectivescas para cumplir con la misión primordial encargada por su cliente. De manera especial ella asume el compromiso con la determinación que la caracteriza y no le importa enfrentarse a circunstancias imprevistas que amenazan con tener un efecto funesto en su estabilidad física y emocional.

El proceso narrativo se desenvuelve de manera variable: en ocasiones los acontecimientos se desgranan en forma vertiginosa mientras que otras veces el texto parece entrar en una “calma chicha” en la que poco ocurre y pareciera que la investigación no va para ninguna parte. Pero todo resulta ser parte del propósito fundamental de envolver al lector en el exótico e insidioso contexto en el que tienen lugar los hechos, para resaltar y poner de presente la retorcida hipocresía y la doble moral que conforman la base de una comunidad que se presenta ante los ojos del mundo como buscadora del equilibrio y de la paz.

La novela involucra un ciertamente nutrido número de personajes, definidos y caracterizados según la relación próxima o lejana con la cofradía y con los efectos aciagos que su funesta influencia ha tenido sobre ellos. Resulta inquietante asistir a las sesiones de “instrucción” y ser testigos de la enajenación y el abuso al que son sometidos los miembros, mientras se los abruma con una verborrea vacua pero astuta y malévolamente elaborada, tendiente a derribar cualesquiera barreras ético-morales y subvertir su percepción de la realidad y de los demás individuos a su alrededor.

No nos decepciona Rawling en su caracterización de las figuras centrales de la narración. Los lastres emocionales que se pusieron de manifiesto en entregas anteriores vuelven a hacerse presentes en esta obra y aún podemos apreciar las dificultades que deben sobrellevar para mantener el a veces precario equilibrio de su relación profesional, mientras lidian a brazo partido con sus sentimientos en una batalla de larga data que parece intensificarse y que los lectores llegamos a percibir como una causa perdida.

Si bien la esencia de la narración gira alrededor de la secta y de la imperiosa necesidad de ponerla en evidencia, la novela nos sumerge en ese mundo, artificial y estrambótico, en el que se cuestiona todo aquello que hemos aprendido a estimar y respetar. Un contexto en el que el fin justifica los medios y los seres humanos se convierten en peones desechables en un juego de poder. Todo ello aderezado con las no menos intrincadas circunstancias en las que se desenvuelven las investigaciones paralelas que lleva la agencia y que tienen el propósito narrativo de terminar de conformar ese medio ambiente mezquino en el que se mueven muchos de los personajes con los que nos encontramos.

Aún percibimos en esta entrega varios de los conflictos que han ido quedando sin resolver, que dan lugar a que los seres que integran la trama resulten más humanos, un poco más reales y definitivamente más parecidos a tantos que caminan a nuestro lado y forman parte de nuestra cotidianidad. Esta es una circunstancia que hace encajar la novela en nuestra propia realidad y le aporta un valioso grado de verosimilitud al relato.

Como en otras ocasiones, la solución se da de manera un tanto inesperada. En la recta final de la trama surge nueva información que pone de presente varios detalles, algunos totalmente desconocidos y otros que lectores un poco más avisados pudieran acaso haber percibido, de resultas de varios sucesos que se van desglosando poco a poco. La agencia de detectives logra una vez más su cometido con exitosa precisión. No obstante, de nuevo nos encontramos los lectores con inquietantes asuntos personales que Strike y Ellacott aún no logran resolver, los cuales nada tienen que ver con el resultado de la investigación. Pero los seguidores de la saga quedamos a la expectativa de la próxima entrega, para ver de qué manera los socios enfrentan sus demonios interiores, controlan sus emociones y mantienen el equilibrio que ha garantizado hasta ahora la estabilidad de la agencia. Es una suerte que ya esté listo a salir el próximo título.

“UN CORAZÓN TAN NEGRO”

Robert Galbraith

He terminado la lectura de esta extensa novela negra de J. K. Rawling quien, bajo seudónimo, ha publicado varias entregas de una saga que protagonizan Cormoran Strike y su socia Robin Ellacott, detectives privados con residencia en Londres.

Valga decir que la señora Rawling se ha distinguido a nivel mundial por su serie de fantasía dedicada a Harry Potter. No sobra añadir que su habilidad narrativa y su gran imaginación han conducido a los lectores a un universo fabuloso, muy hábilmente elaborado, que ha deleitado a muchos con su escueto enfrentamiento entre el bien y el mal.

No obstante, en este caso la temática abandona la mágica fantasía de Hogwarts y se orienta en el mundo real en el que, como todos sabemos habita toda suerte de individuos, seres comunes y corrientes con sus dichas, sus tristezas y sus diversos afanes de búsqueda que los llevan por sendas muchas veces oscuras y tortuosas.

Es en este contexto en el que se desenvuelve el quehacer de la agencia de detectives que se encarga de asistir a personas con necesidades varias y se esfuerza por arrojar un poco de claridad en sus vidas, frecuentemente aquejadas de sinsabores confusos que son causa de ingentes dificultades que vienen a perturbar su cotidiana existencia.

Si bien las investigaciones que lleva a cabo la pareja se centran en embrollos varios en los que los seres humanos nos vemos envueltos a menudo, en esta ocasión la autora ha considerado valioso el sumergirse en el efecto que las redes sociales han venido imponiendo en las vidas de los hombres y mujeres del siglo XXI.

A título de ser puntuales y rigurosos hemos de añadir que quienes ya cargamos cierta importante cantidad de primaveras a nuestras espaldas no hemos podido evitar el asombro que nos produce la forma en la que la tecnología se ha adueñado de nuestras vidas. La inmediatez de las comunicaciones, el raudo y expedito acceso a enormes cantidades de información, la posibilidad de expresarnos libre, directa y, sobre todo, si así lo deseamos, anónimamente a nuestros congéneres son concesiones que la realidad actual ha puesto a disposición de todos y que, en muchos casos pueden llegar a ser inquietantes.

Todo ello sin dejar de mencionar el hecho incontestable de que la primera gran víctima de esta nueva manera de comunicarnos ha sido la verdad. Realidades alternativas, ilusorias formas de vida, cuando no medias verdades, mitos y falacias de todo tenor, eso que la sabiduría popular ha dado en llamar posverdad,  pululan en ese universo cibernético, además de denuestos, injurias y ultrajes que siempre han sido parte de nuestra coexistencia, pero que ahora, como nunca antes, se lanzan a los cuatro vientos del ciberespacio, a la vista de todos, sin el menor reato de conciencia y aprovechando la sombra impenetrable que otorga el anonimato.

Otro ingrediente que subyace en el desarrollo de los acontecimientos de la novela es esa aparente urgencia de los jóvenes, no solo de distanciarse de los esquemas y valores sociales, (sin dejar de mencionar los ético-morales) de sus mayores, sino también de desconocerlos, ridiculizarlos y, aún, violentarlos con actitudes rebeldes, contestatarias y a veces extravagantes, que, al parecer, les proporcionan sentimientos de libertad, independencia y cierta forma, un tanto escabrosa, de realización personal. Como bien sabemos, esta tendencia tuvo sus inicios en la segunda mitad del siglo XX, caracterizada por la liberalidad sexual, el consumo de drogas y el desarrollo de maneras de vivir hasta entonces desconocidas, y ha ido escalando hasta alcanzar los ribetes inéditos de los que somos testigos hoy.

La autora se abstiene de emitir juicios de valor sobre los procesos de interacción de quienes se ven envueltos en el desarrollo de los acontecimientos de la novela. Se limita a exponer los sucesos de manera descarnada, concentrándose en el efecto y el alcance que, sobre cada uno de los personajes, sobre su estabilidad emocional y su equilibrio como miembros de la sociedad, puede llegar a tener el acceso ilimitado a las redes sociales y a la posibilidad de una libre y, hemos de decir, muchas veces impune y abusiva forma de expresarse, que las mismas otorgan a las gentes en la actualidad.

Por otro lado, cabe examinar otro fenómeno que ha venido a formar parte del comportamiento de las juventudes de hoy y que conforma el trasfondo contextual de la novela: una mordaz ridiculización de todo lo referente a ultratumba. La muerte inminente e inevitable a la que todos habremos de enfrentarnos en algún momento ha sido motivo de sentimientos de angustia, temor e incertidumbre entre los seres humanos a lo largo de los años. Sin embargo, una de las formas de rebelión que las nuevas generaciones han asumido como caballito de batalla es precisamente el coqueteo con la de la guadaña. Figuras de tumbas, cementerios, fantasmas, calaveras y otras formas icónicas de representar a la muerte se han convertido en objeto de un culto irreverente, descastado y casi que podríamos decir desafiante que, a nuestro real saber y entender, pareciera constituir un mecanismo de defensa con el que se intenta sobreponerse a ese soterrado terror que la idea del fin de la vida produce en todos nosotros.

Y es alrededor de ese sentimiento grandilocuente de retar a la muerte que se desarrolla la temática de la novela de Rawling. Un desenvolvimiento artístico fundamentado en seres del más allá, entre los cuales el corazón de un ser perverso que ha sobrevivido a la muerte de su portador y se ha tornado negro a causa de la maldad que abriga constituye la esencia de la historia, en la cual tienen lugar rencillas, desafectos y crimen, todo ello enmarcado en una constante de comunicación cibernética cuyos participantes se escudan en aliases y seudónimos para dar rienda suelta a sus emociones y desafueros.

Como puede suponerse, las cosas no se quedan en palabras sino que evolucionan a hechos diversos que afectan las vidas de quienes se hallan involucrados en la interacción. Y es aquí donde hemos de “leer entre líneas” y tratar de ir más allá de los simples eventos plasmados en la narración.

Desde nuestro punto de vista, uno de los propósitos de la temática planteada en la novela se relaciona con el efecto nocivo de un acceso descontrolado a todos esos elementos que ponen a nuestra disposición las redes sociales. La amenaza, la agresión y el matoneo que allí se dan tienen efectos destructivos en las vidas de los personajes, al igual que ocurre en las de los seres humanos de la vida real. La manifestación de conductas patológicas está a la orden del día y no falta quien dé rienda suelta a sus más oscuros sentimientos, en detrimento de otros, mucho de ello cobijado por el ambiguo manto del derecho a la libre expresión.

Por supuesto, no puede faltar la referencia a grupos de orientación fanática, que están a la orden del día en la actualidad. Abiertas manifestaciones de xenofobia y misoginia se entremezclan con diversas pasiones y sentimientos y la narración avanza por vericuetos de extremismo violento, que se pone de manifiesto principalmente a través de la red, mediante proclamas incendiarias o declaraciones puntuales tendientes a insultar, degradar o agredir. El lector se ve sumergido en una marea convulsa, aderezada por las transcripciones textuales de las comunicaciones que tienen lugar entre los diversos actores de la trama, cuyo crudo realismo viene a respaldar la que nos parece una evidente crítica a ese mundillo procaz que se ha instaurado en el contexto de nuestra realidad.

En medio de todo ello, la pareja de investigadores se mueve y corre riesgos absurdos que ponen en peligro su integridad y su vida, mientras intentan comprender y tratar de domeñar los sentimientos de atracción mutua que experimentan. Son, sin embargo, conscientes de que no pueden dar rienda suelta a los mismos porque ello induciría un cambio drástico en su relación, el cual podría afectar el balance que se han esforzado en mantener en la agencia. Y así, en medio de una emocionalidad a flor de piel, amén de los conflictos personales que los aquejan, transcurre la investigación que va sumergiendo a los lectores en un maremágnum de situaciones inesperadas y un cúmulo de personajes con características disímiles y vidas complicadas.

En resumen, la novela trae consigo diversos aspectos humanos y situacionales que se han planteado en títulos anteriores; nada demasiado distinto a lo que ocurre en otras sagas literarias o cinematográficas. Pero por primera vez se percibe una posición que podría asumirse como crítica, respecto de esa incontrovertible realidad del mundo de hoy, que son las redes sociales y el efecto que su uso indiscriminado está teniendo en la sociedad.

Es importante aclarar que no hay ningún indicio que sugiera la necesidad de ejercer algún tipo de control sobre este nuevo instrumento de comunicación que ha caído en nuestras manos. Es un hecho que coartar su uso constituiría una contradicción respecto a todos esos conceptos de libertad de expresión, libre desarrollo de la personalidad y demás. Rawling se limita a exponer de forma inclemente los sucesos, sus causas y sus consecuencias.

Algunas de estas últimas, según podemos percibirlo, están directamente relacionadas con una preocupación que surge de manera inevitable y casi espontánea: la de que tal vez ha llegado a nuestras manos una herramienta poderosa y multifuncional, para la cual no estábamos ni sicológica ni emocionalmente preparados. Así, hemos tenido que ir aprendiendo sobre la marcha respecto a su utilidad, su transformadora eficacia y también sus soterrados peligros. Tal como puede apreciarse en la novela, las redes sociales imponen una significativa modificación en las vidas de los personajes, varios de los cuales no logran salir incólumes de su poderosa influencia.

Por lo demás, el desenvolvimiento narrativo es ágil y variado, aunque el desarrollo de los acontecimientos transcurra de manera lenta. La caracterización de los detectives mantiene el esquema planteado en entregas anteriores y la descripción de los otros actores del drama suele darse a través de su comportamiento o de la mención que algunos hacen de los demás. No se nos oculta la crítica al extremismo ideológico, un matiz que parece adecuado al momento histórico que se vive en el mundo, con el resurgimiento de nacionalismos desmedidos que ya en el pasado fueron causa de tragedias sin cuento para cientos de seres humanos. Resulta por demás interesante la transición temática asumida por la señora Rawling, luego de su famosa saga de Harry Potter. Ignoramos si la nueva serie novelesca estará teniendo tanto éxito como aquella otra, pero ya hemos visto publicadas cinco entregas y correspondientes versiones cinematográficas con muy buena calidad actoral y una ambientación acorde con el contexto planteado en los textos. Cabe esperar que se mantenga la vena creativa y que podamos disfrutar de muchas otras situaciones intrigantes en las vidas de Strike y Ellacott, para deleite de los innumerables fans que, seguramente, han capturado alrededor del mundo.

¿Qué creyeron que iba a pasar?

Tal como era de suponerse, Nicolás Maduro tomó posesión como presidente reelecto de Venezuela. Ni la reacción internacional ni las protestas de los venezolanos ante el evidente fraude electoral tuvieron efecto alguno ante la decisión del dictador de mantenerse en el cargo. Por lo demás, este era el único resultado que cabía esperar, dadas las circunstancias sociales, políticas y económicas en las que se ha visto envuelto el país, desde la entronización del chavismo, pasando por el incuestionable declive de todos los aspectos de la vida ciudadana, la tragedia humanitaria derivada de ello y la sobrecogedora diáspora de venezolanos desharrapados y muertos de hambre que han huido a otros países en busca de mejores condiciones de vida, con el consiguiente efecto de desajuste y, aún, de crisis, de las naciones que los han acogido.

Es importante examinar los pormenores del proceso para entender claramente lo que sucedió y para evaluar el comportamiento de los diversos actores de una y otra facción que tuvieron que ver con los hechos, con lo que fue y con lo que no pudo ser.

De un lado tenemos al régimen. Integrado por un grupo de individuos de moral cuestionable (por decir lo menos), que se han recubierto con la égida de lo que ellos llaman el Socialismo Bolivariano, y que a partir de esa premisa han instaurado un gobierno opresivo, que no ha vacilado en hostigar a los contradictores y al que se le acusa de crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas, encarcelamiento de ciudadanos sin fórmula de juicio y persecución indiscriminada a la población que, valientemente ha salido a las calles a protestar y reclamar sus derechos. Muchos han perdido la vida en los enfrentamientos con las hordas chavistas y nada ni nadie ha podido detener los abusos o traer a los culpables ante la justicia. El típico contexto de los sistemas totalitarios que hoy vemos en diversos lugares del orbe.

En tales circunstancias, bien podía suponerse que Maduro y sus áulicos de la jerarquía de gobierno, de ninguna manera iban a estar dispuestos a abandonar su condición de privilegio “por las buenas”. Reclamados por la CPI y puesto precio a sus cabezas por parte de Estados Unidos, lo único que los blinda contra la posibilidad de rendir cuentas por los cargos que se les imputan es el mantenimiento del poder. Despojados del mismo, no tardarían en ser encauzados, llevados a juicio y, con toda seguridad, condenados. Desde este punto de vista, era obvio que la convocatoria a elecciones constituía únicamente un intento de revestirse de una legitimidad tiempo ha perdida, sobre todo para “lavarse la cara” frente a la comunidad internacional. Pero, sin lugar a dudas, bien pude suponerse que el fraude estuvo fraguado desde el principio, aunque torpemente orquestado, ya que la oposición se las arregló para acceder a un buen número de actas electorales que demostraron de qué manera se violentó la voluntad popular. Pero, por lo demás, hemos de insistir en que lo acontecido era perfectamente predecible.

De otro lado tenemos a la oposición. Impelidos por el deterioro de las condiciones de vida, la escasez de los productos más elementales, la pérdida de los derechos ciudadanos y el constante abuso del que son víctimas todos los venezolanos, un grupo de valientes ha tomado la determinación de lanzarse a la contienda para tratar de recuperar la dignidad del pueblo. María Corina Machado se ha convertido en el adalid de todos ellos y ha liderado la lucha opositora y los intentos de inducir un cambio en el país. Inhabilitada por el gobierno, que la ve como un peligroso enemigo, aunó fuerzas y marchó a la conquista del poder acompañada por Edmundo González quien, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, más parece un abuelo bonachón que un combativo caudillo.

Y es aquí donde cabe preguntarnos: ¿Qué creyó que iba a pasar? Hasta donde hemos podido percibir, a través de sus pronunciamientos, Machado es una mujer inteligente que entiende bien el contexto y las circunstancias por las que atraviesa el país. En esos términos, resulta inaudito suponer que ella y sus colaboradores pudieran ser tan ingenuos como para pensar que la vía electoral iba a ser suficiente para sacar a Maduro del poder. ¿Y entonces?

Ya hemos visto el periplo de González alrededor del mundo, luego del exabrupto del 28 de julio, buscando un respaldo que, recibido de muchos pueblos y naciones, no viene a ser otra cosa que un mero apoyo moral, carente de la fuerza necesaria para garantizarle una vía de acceso a la presidencia de su país. Todos lo reconocen como el presidente legítimo pero, ¿y qué con eso? Durante los meses anteriores les dijo a todos los que quisieran escucharle, que iría a tomar posesión del cargo el 10 de enero. A su alrededor se formó un pintoresco y hasta folklórico grupo de personajes, exmandatarios de otras naciones y demás, convocados al parecer por Andrés Pastrana, que aseguraron a los cuatro vientos que entrarían con Edmundo en Venezuela y lo acompañarían a la toma de posesión (?!). ¿Qué creyeron que iba a pasar? ¿Pudieran haber llegado a suponer que, amedrentados por la presión de la comunidad internacional y por la actitud frentera de la oposición, Maduro y su cohorte pondrían pies en polvorosa? No hay que ser un sesudo analista político para darse cuenta de que ello, si tal fue, no era más que una quimérica ilusión. Al final, González y su séquito no se atrevieron a dar el paso definitivo y permanecieron en la República Dominicana. Es obvio que, en el último instante, les acometió una racha de cordura.

Y es que, si tal comitiva hubiera emprendido el camino hacia Caracas, se nos plantean diversos escenarios, a cuál más escabroso. Diosdado Cabello, la Eminencia Gris del régimen, amenazó con derribar el avión en que viajaran tales personajes. Ignoramos si se hubiera atrevido a tanto; no podemos imaginar cuáles hubiesen sido las consecuencias de una acción de tal naturaleza. Pero la amenaza en sí ya conllevaba el desprecio que siente por quienes conformaban ese grupo de viajantes.

¿Y si llegaban a Maiquetía? No podemos imaginar de qué manera iban todos esos extranjeros a forzar su ingreso al país, cosa que los funcionarios de migración les habrían negado de plano. No habría sido extraño que les hubiesen montado un incidente y los hubieran arrestado con cargos reales o ficticios. Les habrían abierto una investigación y, un poco más tarde, (horas, días, semanas…), habrían sido deportados. Los reclamos de sus países de origen habrían sido desoídos y todo habría quedado cubierto por el manto de la seguridad nacional. ¿Y Edmundo? Habría sido puesto en manos de los esbirros del régimen y no habríamos vuelto a saber de él.

Acaso hubieran podido permitirles la entrada, mantenerlos bajo vigilancia e inducirlos a que cometieran algún error infantil, (Pastrana, que intenta asumir una figura de estadista que, por otra parte, no ha tenido nunca, en su caricaturesca torpeza habría caído en la trampa con mucha facilidad), para luego arrestarlos y formularles cargos con los cuales hubieran podido respaldar infundadas acusaciones para llevarlos a juicio y hacer de ellos un ejemplo de lo que puede enfrentar quien amenace la soberanía del país. ¿Y Edmundo? Igual, habría desaparecido sin dejar rastro.

De lo que aquí se ha expuesto pueden derivarse algunas conclusiones:

En primer lugar, ha quedado en evidencia que la democracia es indiferente para Maduro y para los otros individuos con los que maneja todas las ramas del poder público. Habida cuenta de lo ocurrido, cabe vaticinar que es muy improbable que se vuelvan a convocar elecciones libres en Venezuela. Nos es dado suponer que se ve venir una reforma de la constitución, para que el presidente no sea elegido por el voto popular sino por un comité del partido, tal como ocurre en Cuba y China.

En segundo término, es claro que Maduro planea perpetuarse en el poder y que procesos democráticos pacíficos y transicionales no lograrán sacarlo del cargo. Para eso ha sobornado a la cúpula militar, a Padrino y a sus cercanos y con frecuencia se llevan a cabo purgas internas en el ejército para desarticular cualquier disidencia. Además, se ha rodeado de un cuerpo élite de seguridad, compuesto al parecer por personal ruso y cubano, lo que le garantiza cierto grado de protección en caso de una revuelta militar.

Hay que mirar con lupa lo que fue el comportamiento de la oposición en todo este proceso. Lo primero que hay que decir es que, antes de emprender cualquier acción, se hace indispensable plantearse los objetivos a cumplir asegurándose de que sean viables, los medios que se van a implementar y los posibles resultados. Nunca debe iniciarse un conflicto de cualquier tipo, si no existe, al menos en teoría, la posibilidad de ganarlo. Nunca se sabe con precisión cómo van a terminar las cosas, siempre hay un cierto número de variables aleatorias que no se pueden controlar, y eso está bien, siempre y cuando exista la posibilidad de alcanzar el éxito. De otra manera, se corre el riesgo de exponer valiosos recursos, muchas veces irrecuperables, enfrentarnos a desafíos que nos superan y debilitar nuestra posición con un esfuerzo estéril

De sobra sabemos la urgencia que acuciaba a Machado y los demás miembros de la oposición por liberar a su país de lo que ven como las garras de la tiranía; también somos conocedores de la ilusión que se debió sembrar en todos ellos, de vencer al enemigo en su propio juego y con sus propias reglas. Pero creemos que esta emoción dio lugar a que perdieran de vista las características del adversario. Se equivocaron al suponer que la lid sería limpia y justa y que se enfrentaban a una fuerza decorosa y no a una maquinaria manipulada de manera habilidosa y sin cortapisas éticas.

Sin embargo, es claro para todos que había que dar la pelea. Quizás los líderes de la oposición percibieron anticipadamente el resultado pero consideraron que era primordial dejar expuesto al sátrapa tal cual es, sin su revestimiento de falsa legitimidad y sostenido únicamente por la vacuidad de su verborrea inconsistente sobre esa Revolución Bolivariana que destruyó a su país, condenó al pueblo a la inanición y convirtió a millones de venezolanos en refugiados y los arrastró al éxodo masivo y a la tragedia humanitaria de la que hoy somos todos testigos.

No sabemos cuál será el rumbo del vecino país, ahora que está plenamente demostrado que la vía democrática no es una opción para inducir un cambio. Es claro que lo que quiera que sea que pueda llegar a suceder, tendrá que nacer de los propios venezolanos. Cualquier tipo de interferencia desde el exterior, (tal como lo sugiere el insensato llamado de Uribe Vélez), causaría un enorme traumatismo y el pueblo sería el más afectado. Cabe recordar las invasiones de Irak y Afganistán y la injerencia en Libia, que tuvieron como consecuencia la desestabilización y la ruina de estos países, el surgimiento del Estado Islámico y el ingente sufrimiento de la población, que hasta el día de hoy padece inseguridad, grandes necesidades y la falta de un sistema de gobierno estable. Además, Maduro se defendería con uñas y dientes, habida cuenta del apoyo que le otorgan el ejército y los infames colectivos, fuertemente armados, que se encargarían, como de hecho ya lo hacen, de intimidar a la oposición. Sería, sin duda, un baño de sangre.

Pero, ¿se puede gestar un cambio en Venezuela? Por el momento, la respuesta a esta pregunta es más bien desalentadora. Si les creemos a las actas electorales que presentó la oposición, el 70% de la población votó por la salida de Maduro. Pero ello implica que la Revolución Bolivariana todavía tiene el apoyo de una gran cantidad de venezolanos, (el restante 30%), aparte del ejército que, hasta la fecha, parece constituir una sólida estructura de respaldo al régimen; además, claro, de aliados como Irán, Rusia y China, que ven a Venezuela como un enclave de influencia ahí no más, en el patio trasero de los Estados Unidos.

Citemos, a título de ejemplo, los casos anteriores de dictadura en Venezuela: Marcos Pérez Jiménez, gobernó luego de un golpe de estado en 1948 y fue depuesto en 1958 por el ejército. Fueron tan solo 10 años de gobierno de facto. Pero Juan Vicente Gómez asumió la presidencia con poderes dictatoriales luego de deponer a Cipriano Castro y gobernó al país desde 1908 hasta su muerte en 1935. Fueron 27 largos años. Según puede apreciarse, no se percibe nada que nos indique que puede haber una solución a corto plazo, como no sea la intervención de los militares que, por ahora, es muy poco probable.

¿Qué cabe esperar en este nuevo escenario? Las duras sanciones impuestas y las presiones internacionales no han podido con Cuba ni con Nicaragua. ¿Qué nos hace suponer que tendrán algún efecto sobre la camarilla corrupta que manda hoy en Venezuela? Si bien no podemos vaticinar la forma en que habrá de desenvolverse el futuro inmediato de la nación, surge ahora en el horizonte la figura ominosa e impredecible de Donald Trump. Su comportamiento errático, sus pueriles berrinches y su actitud de matón de barrio, ¿acaso podrían enfocarse sobre la cuna de Bolívar? Solo el tiempo lo dirá. Pero los colombianos, que vivimos al lado de semejante polvorín, tenemos sobradas razones para preocuparnos.

LA CRISIS DE LA EDUCACIÓN

Hace algunos días los medios de comunicación informaron que el colegio Sans Façon ha dispuesto cerrar sus puertas y suspender su labor educativa. Ello ha sido una muy triste e inesperada sorpresa, en un país tan necesitado de procesos de formación para las juventudes. Esta tradicional y muy respetable institución educativa pone punto final a más de un siglo de labor académica, ante la evidente inviabilidad de su economía.

Se alinea así con otras, al parecer más de 700 entidades escolares, como el muy respetado Colegio del Rosario, que también cancelara sus labores hace ya algunos años. A pesar de su larga trayectoria y no obstante hallarse arraigado en la historia nacional, al parecer se vio en la necesidad de dar por terminadas sus labores ante la imposibilidad económica a la que se enfrentaba. Como ha podido establecerse, hay otras instituciones educativas que atraviesan dificultades financieras y que, eventualmente, podrían seguir el camino de la desaparición. Pero ¿cuáles pueden ser las causas de tan deplorable situación? Podemos responder con casi absoluta certeza: la falta de estudiantes.

No cabe duda de que la estructura y las características de la población de hoy son abismalmente distintas de aquellas de hace apenas medio siglo. Circunstancias de orden social, político, económico y, aún cultural, han dado lugar a radicales transformaciones en el sentir de las gentes y a la forma en que los individuos de hoy conciben su futuro y su función en el mundo en que viven. Pero quizás no toca ir muy lejos para determinar que un importante ingrediente de esa nueva forma de pensar es un alto grado de desesperanza, de incertidumbre en el porvenir, habida cuenta, entre otras cosas, de la caótica situación de la realidad actual, lo cual puede haber impulsado al individuo de hoy a buscar la rápida satisfacción de sus necesidades y deseos y el goce a corto plazo. Cabe, pues, preguntarnos: ¿Qué está pasando?

Lo primero que se presenta a nuestros ojos es el desplome estrepitoso del sentimiento religioso. Las diversas confesiones místicas o espirituales que pulularon en el mundo durante un milenio han perdido su poder de influencia entre los hombres. La vacuidad de las banales promesas de clérigos, pastores, chamanes y gurús de todo tenor se puso cada vez más en evidencia frente a la creciente certeza de la total carencia de sentido de la existencia humana. El ofrecimiento de una eternidad bienaventurada ha ido perdiendo validez ante las múltiples miserias que nos aquejan aquí y ahora, y la figura de un Ser Superior con un Magno Plan se ha tornado insuficiente e ineficaz como paliativo para tanto sufrimiento.

Visto lo anterior, el sentir del hombre moderno y contemporáneo se ha circunscrito a conseguir el bienestar de la vida presente, sin que para su logro llegue a tener importancia el camino que sea necesario recorrer. Siempre en el pasado se nos inculcó la máxima de que el fin no justifica los medios. Bien sabemos que esta no tuvo ninguna significación para los poderosos de todas las épocas, pero en la actualidad somos conscientes de que el hombre moderno, independientemente de su condición, raza, origen o etnia, pone en práctica justamente la premisa opuesta. A partir de ello, el disfrute pleno de todo lo que la vida pueda ofrecer se ha convertido en el objetivo último de quienes deambulamos por este planeta. Y, como los recursos son escasos y la opulencia no alcanza para todos, cada uno de nosotros parece dispuesto a alcanzar este logro, a como dé lugar, no importa a quien se pisotee o sobre quién haya que pasar. Manolito, el célebre amigo de Mafalda, corto de entendederas pero con una perspectiva clara del mundo en que vivía, afirmaba sin ambages: “Nadie puede amasar una fortuna sin hacer harina a los demás”. Tal es, hoy por hoy, la manera en que el género humano combate su sentimiento de desamparo. ¿Y de qué manera todo lo anterior se relaciona con la crisis de la educación?

Quienes hayan hecho tránsito por los procesos educativos, tanto primarios como secundarios o universitarios estarán de acuerdo en que los mismos, en todas las épocas, han implicado un denodado esfuerzo, trabajo y dedicación de los educandos para llegar a los objetivos propuestos. A esta situación han de sumarse los largos años que ello conlleva y los costos que hay que asumir. Hasta más o menos la primera mitad del siglo XX, semejantes desvelos eran aderezados con conceptos de valía y superación personal, pero sobre todo con la idea de que era necesario forjarse un esquema intelectual y desarrollar unas destrezas que proporcionaran las herramientas para alcanzar una buena posición económica. “Estudie para que pueda defenderse en la vida”, nos decían nuestros padres.

Sin embargo, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y, más específicamente, al comienzo de los años 50s, la interpretación del hombre respecto a la realidad circundante comenzó una transformación irreversible e incontenible. Lo acaecido en los dos conflictos bélicos previos puso en evidencia la inestable fragilidad de todo lo que existe y mostró de manera inequívoca cómo, ello puede terminar en cualquier momento, de forma abrupta y violenta, sin que siglos de evolución civilizadora logren impedir la debacle. Supimos entonces que lo único cierto que poseemos es el aquí y el ahora y abrimos nuestros ojos a la urgente necesidad de aprovecharlo al máximo, mientras dure.

A partir de entonces, por lo menos en Occidente, se generó la búsqueda de nuevas y más intensas emociones y experiencias, lo cual condujo, entre otras cosas, a la aparición del movimiento hippie, con sus cada vez más atrevidas expresiones de rebeldía, amor libre y experimentación con las drogas. Así mismo, han venido haciendo carrera esos que han dado en llamarse “deportes extremos”, con su carga de adrenalina y el elevado riesgo en que se pone la vida de quienes los practican. De una manera paralela, las políticas económicas se concentraron todavía más en la adquisición de bienes materiales, los cuales vinieron a ser el epítome de progreso y bienestar. La sentencia de Jorge Villamil: Amigo, cuanto tienes, cuanto vales, se convirtió en la máxima fundamental del mundo moderno.

Por lo consiguiente, la búsqueda de ágiles y expeditos procesos de enriquecimiento a corto plazo fue creciendo imparable, junto con la tendencia de alcanzar el máximo aprovechamiento, mientras fuera posible. Antiguas cortapisas y barreras ético-morales de comportamiento, ya de por sí debilitadas, fueron cayendo una tras otra y la única premisa válida vino a ser obtener el máximo con el mínimo esfuerzo y en el menor tiempo posible.

Tal ha sido la carrera de los seres humanos desde entonces hasta el día de hoy. Y en este contexto, la educación, la formación intelectual, lenta, tortuosa y bajo la dirección impositiva de maestros exigentes y faltos de paciencia, simplemente dejó de ser importante para convertirse en un camino espinoso y poco prometedor y, en diversos ámbitos, en un fastidioso objeto de burla. El cine, la televisión y la música derivaron parte de su producción a la ridiculización de quienes persistían en dedicarse al estudio, los nerds, y al acoso vocinglero e irreverente hacia los maestros. (…hey, teacher!, leave us kids alone…, decía Pink Floyd).

Al desaparecer todas las barreras morales, surgieron muchas otras formas de alcanzar la riqueza a corto plazo. Los jóvenes, y también los más entrados en años, incrementaron su búsqueda de nuevas experiencias, lo cual los llevó a la adquisición y consumo habitual de diversas drogas, lo que generó en el mundo una cada vez mayor necesidad de tales sustancias. En consecuencia, la satisfacción de esta creciente demanda se convirtió en un gran negocio para vendedores con deseos de ganancia rápida y pocos escrúpulos. (Los ingleses ya habían dado los primeros pasos con su comercio del opio en China, lo cual los convirtió en los primeros narcotraficantes de la historia reciente). Cuando, por diversas razones, algunas humanitarias y otras no tanto, se desató la guerra contra las drogas, las ganancias aumentaron enormemente en virtud de la prohibición y aparecieron casi como de la nada, nuevos ricos que hacían impúdica ostentación de sus fortunas. El mensaje reforzó el sentimiento de muchos: Hacer dinero por cualquier medio, en forma rápida y abundante. Por supuesto, la educación y el trabajo arduo no tenían ninguna posibilidad de constituir una vía para alcanzar tal objetivo.

Tan solo a manera de ejemplo cabe citar, entre las varias recientes maneras de ganar dinero, un fenómeno sin precedentes que se ha desarrollado a partir de la cada vez más amplia utilización de las redes sociales. Me refiero a esos que se han dado en llamar influencers o, como se los conoce también, los creadores de contenido. Gentes de diversa condición, edad y variopinta formación intelectual realizan publicaciones y, dependiendo de lo mucho que logren agenciarse una audiencia de seguidores, consiguen avisos publicitarios que les proporcionan buenos réditos. Cada vez que uno de nosotros abre una página y ve el contenido hasta el final, el autor de la misma va facturando. Y ello se incrementa si nos suscribimos y “activamos la campanita”, porque a partir de entonces, cada nuevo video se nos ofrece automáticamente y su autor sigue acrecentando su cuenta bancaria. ¿Cuál de estos influencers dejaría esta actividad para matricularse en un colegio o en una universidad?

Y por supuesto, el otro ingrediente que contribuye a acrecentar el sentimiento de desesperanza que hoy aqueja a la humanidad es la misma realidad circundante, caracterizada, entre otras cosas, por  la explotación del hombre por el hombre, las guerras con sus miles de muertos y desplazados, la tozuda codicia de los dueños de los medios de producción, en virtud de la cual se niegan a inducir modificaciones que favorezcan la protección del Medio Ambiente y que simplemente no están dispuestos a la permitir que se reduzcan sus ganancias, la convicción cada vez más firme de que todo puede terminar súbita e inopinadamente. Esta dramática situación ha redundado en una drástica disminución de la tasa de natalidad. Los jóvenes no quieren tener hijos, no solamente por el fatigoso compromiso que ello conlleva sino porque no quieren que sus vástagos vengan a un mundo que se desmorona. Por lo consiguiente, tal como lo afirmara, un representante de las directivas del Sans Façon el número de infantes que ingresan al parvulario ya no compensa el de los estudiantes que culminan su bachillerato o que abandonan la escuela por diversos motivos. Y, mientras que el costo de los insumos no para de crecer, junto con la ineludible necesidad de mejorar los sueldos de los maestros año tras año, los ingresos van mermando de manera alarmante. No hay posibilidad de que las cuentas cuadren.

Dos reflexiones finales se nos ocurren, en la medida en que miramos la preocupante realidad del mundo actual. En primer lugar, no deja de ser estimulante el hecho de que todavía existe un importante número de jóvenes que no han caído en la deslumbrante atracción de la riqueza rápida y optan por la formación académica. Ellos vendrán a constituir el soporte científico y profesional que habrá de sostenernos en el corto y mediano plazo. Hemos de tener muy claro el hecho incontestable de que no fueron los buscadores del dinero fácil, hoy tan abundantes, quienes nos llevaron a la luna, nos aportaron las vacunas que nos defienden contra las infecciones o nos señalan los grandes misterios del cosmos.

En segundo lugar, será necesario que la sociedad haga un alto en esta enloquecida carrera por los bienes materiales e intente establecer una clara diferencia entre el lugar hacia donde vamos y aquel a donde queremos llegar, para poder establecer de qué manera es necesario corregir el rumbo, antes que sea demasiado tarde. Enormes retos se presentan a nuestros ojos como especie y nuestro futuro dependerá de la manera en que los asumamos. Solo así tendremos, como lo dijera García Márquez, “una segunda oportunidad sobre la tierra” y la posibilidad de que las próximas generaciones puedan acceder a una forma de vida digna y sosegada. Únicamente la ciencia y sus estudiosos tienen la capacidad de determinar de qué manera deberemos cambiar nuestro estilo de vida sin, necesariamente, volver a la Edad Media. El efecto invernadero, el deshielo de los polos y las alteraciones climáticas son amenazas reales que no podemos seguir ignorando. El tiempo se nos agota rápidamente y el declive de la educación es un ingrediente adicional de la tragedia humana que se está gestando ante nuestros ojos.

DOLOR DE PATRIA

A nadie se le ocultan los enormes problemas de inequidad, corrupción, explotación laboral, violencia y las consiguientes pobreza e indigencia y su innoble vástago, la inseguridad, que han asolado a la nación casi desde siempre. Las minorías opulentas que han detentado el dominio político y económico del país por dos siglos han adoptado diversos mecanismos para enmascarar esta situación a los nacionales y tratar de ocultarla a los ojos del mundo contemporáneo. Solo lo han logrado a medias. Colombia ocupa un deshonroso cuarto lugar en la lista del Banco Mundial de los países más desiguales del mundo, después de Suráfrica, Haití y Honduras, lo cual no parece importarles mucho a los miembros de la alta sociedad. Y, cuandoquiera que las clases populares han manifestado su inconformidad, la fuerza pública se ha encargado de reprimirlas sin reparo. Valga decir que esta dramática situación se ha visto replicada en otros tantos países de América Latina.

En ese contexto hemos podido ver frecuentes tentativas que movimientos populares han llevado a cabo para tratar de cambiar los términos de vida de la población. La que recordamos con mayor desazón es la de Salvador Allende, acallado de manera inmisericorde por una alianza entre la opulencia local y una potencia extranjera con enormes intereses en la región. O el más reciente y fracasado intento, un exabrupto de dimensiones colosales en Venezuela, que se llevó por delante los reclamos del pueblo al que decía representar y que ha provocado el éxodo masivo de sus nacionales y una tragedia humanitaria si parangón en nuestro hemisferio.

En Colombia las cosas no han ido mejor. Con tristeza recordamos los intentos de Pardo Leal, Jaramillo Ossa y Pizarro Leongómez de alcanzar la presidencia, que fueron sojuzgados por las balas asesinas de la ultraderecha extremista y criminal, que no vaciló tampoco en masacrar a todo un partido político para proteger sus intereses. El mismo Galán Sarmiento, nacido en el seno de la clase dirigente, pero cuyos bríos de juventud e independencia lo señalaron como una amenaza, fue pronta y eficientemente quitado del camino. Y llegamos a la actual circunstancia en la que se encuentra inmerso nuestro país, que nos genera grandes expectativas, pero también inmensas inquietudes.

Gustavo Petro alcanzó el solio presidencial como resultado de una serie de casualidades coyunturales que llevaron a más de 11 millones de colombianos a buscar en él la rectificación del rumbo que hasta entonces había sido señalado por el espíritu recalcitrante de la plutocracia. La gota que rebosó la copa fue el inconsecuente desgobierno que debió soportar el país en manos de Iván Duque. Semejante debacle volcó a los electores hacia el favorecimiento de ese que se presentó como el Gobierno del Cambio.

No nos cabe la menor duda de que el planteamiento gubernamental de Petro tiene como objetivos primordiales reestructurar el país, mejorar la vida de las clases menos favorecidas, acabar con el cáncer de la corrupción rampante que se ha instaurado en todas y cada una de las instancias sociales, políticas y económicas de la nación y, sobre todo, impedir que los de siempre continúen enriqueciéndose a costa del erario público, evitar que negocien con la miseria de sus compatriotas y forzarlos a que contribuyan a la causa común de hacer de este un mejor país, un país para todos. Tal es, en teoría, el perfil del Gobierno del Cambio.

En la práctica, sin embargo, las cosas no se ven tan diáfanas. En primer lugar, la reacción de la caverna no se ha hecho esperar. Las minorías opulentas, esas que Levy Rincón llama “la gente divinamente, caray”, han montado todo un tinglado en el que encontramos desde la ácida crítica, pasando por la ofensa y la agresión verbales, hasta las aseveraciones mendaces y aún calumniosas, con el propósito de desprestigiar al gobierno y, de esa manera, desvirtuar cualesquiera intentos de cambio que les arrebaten de las manos sus jugosos negociados. Gran parte del tiempo que lleva el Pacto Histórico en el gobierno se ha ido en un combate a brazo partido con quienes desean el mantenimiento del statu quo a toda costa.

Pero además, desde el presidente para abajo, se han cometido errores estrambóticos e inexplicables, enmarcados primordialmente por el comportamiento mesiánico del mandatario, su inveterada costumbre de oír sin escuchar, su impuntualidad supina e incomprensible, que nos lleva a poner en tela de juicio su seriedad como gobernante y que ha dado lugar a un cúmulo de especulaciones que él y sus cercanos colaboradores se esfuerzan en desvirtuar con argumentos que no acaban de convencer al colombiano de a pie. Además de ello, la ruta que sigue para lograr la aprobación de las reformas que se ha propuesto no ha sido la más adecuada. Parece haber perdido de vista que los métodos truculentos anquilosados en el quehacer político nacional no se pueden suprimir de la noche a la mañana. La concertación y la propuesta de acuerdos que vayan allanado el camino son a veces males necesarios para alcanzar un fin. Y sería muy importante que pudiera desembarazarse de esa tradicional arrogancia que le hace parecer convencido de ser el único en posesión de la verdad absoluta. Una recapitulación juiciosa de estos aspectos resultaría en extremo beneficiosa para el logro de los objetivos propuestos.

Pero además, hay un ingrediente adicional que viene a enrarecer todavía más el desenvolvimiento de la cosa política. Tal es el vaivén incomprensible e incongruente de los electores, un sinnúmero de los cuales es abiertamente proclive a dejarse corromper, muchas veces con la promesa de dádivas o prebendas, un tamal, un plato de lentejas o unos míseros pesos en efectivo. Cuando no, es el desconocimiento parcial o total de lo que está en juego al momento de votar, o quizás, el sentimiento trágico y descorazonador de que, de todas maneras, todo va a seguir igual.

No de otra manera puede explicarse que un clan como los Char-Gerlein mantenga su preponderancia en Barranquilla, por ejemplo, a pesar de los señalamientos en su contra y de las pruebas que parecen existir, que los muestran como una organización delincuencial. Tales argumentos también contribuirían a explicar la fuerza y el poder que El Matarife ostenta en los varios ámbitos nacionales y la rastrera pleitesía con que tanto la prensa hegemónica, como funcionarios de los más elevados niveles, Cabellos y Barbosas, fungen en sus oficios con el único objetivo de beneficiarlo.

Y claro, no podemos perder de vista el narcotráfico, padecimiento que nos ha estigmatizado como pueblo, que ha carcomido la vida en el campo y ha bañado en sangre inocente nuestro suelo, mientras aves rapaces locales y foráneas repletan sus bolsillos, a la sombra de esa “guerra contra las drogas”, cuyo único logro ha sido enriquecer a quienes, entre bambalinas, mueven los entresijos del comercio.

Por supuesto, en medio de semejante ciénaga social, política y económica, la violencia de todo tenor ha resurgido con fuerza implacable. Los líderes sociales caen como moscas en ese caótico maremágnum del reclamo de tierras y derechos. Los grupos armados al margen de la ley campean a sus anchas por todo el territorio nacional y los esfuerzos de ese proyecto de Paz Total se ven doblegados por la doble moral y la franca hipocresía de quienes se sientan a las mesas de negociación pero continúan con sus prácticas delictivas, que nos dan a entender que no tienen una real intención de acogerse a la oferta que les proponen la sociedad y el gobierno. Se necesitan dos para bailar el tango, dice un refrán popular y, tal como ha podido apreciarse hasta el momento, el Estado se encuentra bailando solo en este que, casi con toda seguridad, habrá de ser un nuevo intento fallido por alcanzar la paz y la concordia en Colombia.

Tal es el contexto en el que ha llegado al poder un candidato “de izquierda”. No resultaba complicado vaticinar el desenvolvimiento de los acontecimientos hasta hoy y, lastimosamente, el panorama de aquí para adelante se percibe oscuro y confuso, dado el cúmulo de escollos que pululan en la senda, algunos de ellos muy difíciles de sortear.

Con un colofón ominoso: El péndulo oscilará casi de manera inevitable hacia el otro extremo. La ultraderecha ya se ha ocupado de sentar las bases para recuperar lo que les fue momentáneamente arrebatado. Y la gente común y corriente, quienes depositaron todas sus esperanzas en este ensayo político, pero que ignoran lo tortuoso que puede llegar a ser un intento de cambio y que más bien esperaban magia, desbordarán su desencanto y su frustración en las urnas, como de hecho acaba de ocurrir, y se convertirán en artífices inocentes, en idiotas útiles que patrocinarán el retorno de aquellos que, una vez más, asumirán las riendas para velar única y exclusivamente por su propio beneficio.

¿Hay luz al final del túnel? Es una pregunta de difícil respuesta. Hay quienes pueden llegar a creer que, al tocar fondo, cualquier cambio debe darse para mejorar. ¿Ya hemos tocado fondo en Colombia? Resulta complejo determinar si tal ha ocurrido. Pero aún si ese es el caso, no debemos olvidar la Ley de Murphy que afirma sin ambages que cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar.

Es para sentir un verdadero dolor de patria.

Los Avatares del Gobierno del Cambio

Con estupor hemos sido testigos de las recientes revelaciones que han divulgado los medios de comunicación, referentes al vergonzoso escándalo que se ha producido en el seno del gobierno, por cuenta de las “chuzadas” telefónicas y el consecuente destape del enfrentamiento entre Laura Sarabia y Armando Benedetti.

Al momento de redactar las presentes consideraciones todavía no se ha podido esclarecer de dónde provino la orden de señalar a dos ciudadanas del común como delincuentes para así proceder a intervenir sus teléfonos, con la intención de obtener información que supuestamente habría de proporcionar indicios sobre grupos al margen de la ley, pero que en realidad tenía como propósito esclarecer la presunta comisión de un robo. Por supuesto, lo único que se obtuvo fueron detalles de carácter enteramente personal que en modo alguno daban sustento a que se hubiera montado todo un tinglado narco-terrorista, a todas luces abusivo e ilegal.

Luego del ruido que causara el incidente de Nicolás Petro, lo último que necesitaba este gobierno era volver a “dar papaya” para que sus contradictores tuvieran la oportunidad de levantar dedos acusadores, mientras la extrema derecha, recalcitrante y contumaz, aprovechaba para destilar todo su veneno. Adicionalmente, ha cundido la desconfianza entre los parlamentarios y la discusión de los proyectos de ley ha entrado en moratoria, mientras el Primer Mandatario se lanza a la calle durante una movilización de apoyo, como reacción ante el temporal y en un intento de recuperar cierto grado de gobernabilidad.

No cabe ninguna duda sobre la gravedad del incidente, que viola todos los principios democráticos sobre los que supuestamente descansa la nación. Sin ánimo de que ello constituya una justificación, sin embargo, hemos de decir que procederes antidemocráticos han tenido lugar en muchas otras partes del Mundo Occidental, en países que constantemente predican a los cuatro vientos su inconmovible condición de Estados de Derecho. Bastaría mencionar, a título de ejemplo, las revelaciones de Edward Snowden y los alcances de la Ley Patriota, em Estados Unidos, luego de los atentados del 11 de septiembre. Así mismo, ha de tenerse en cuenta también que no es la primera vez en que un gobierno nuestro ordena intercepciones ilegales; recordamos aquí las “chuzadas” a magistrados, jueces y periodistas, cuando era presidente el señor Álvaro Uribe. Otro ejemplo de intervención abusiva de los agentes del Estado es la forma desproporcionada y barbárica con que la fuerza pública reprimió sin miramientos el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, al abrir fuego de manera indiscriminada contra los manifestantes, durante la caótica presidencia del señor Iván Duque, en criminal emulación de lo acaecido el 8 y 9 de junio de 1954, cuando los uniformados dispararon contra los estudiantes que se manifestaban en contra del presidente Gustavo Rojas Pinilla. Valga decir que ninguno de estos tres sujetos fue o ha sido sindicado de su responsabilidad en tales hechos.

No obstante, lo más preocupante es que la violación de derechos en el caso que nos ocupa no haya tenido lugar por fundados o infundados motivos de la tan cacareada Seguridad Nacional. Aquí lo que vemos es un inusitado abuso de poder, de parte, al parecer, de una funcionaria inexperta, como también una actitud vengativa y desproporcionada de un funcionario diplomático, expuesta en forma indecorosa y desacomedida, sin consideración a la decencia ni a la dignidad, no solo de su cargo sino de la respetabilidad que demanda la figura del Primer Mandatario.

Pero, ¿quién abusó de su poder? Es decir, ¿quién dio la orden? Como en el caso de los Falsos Positivos, es probable que nunca sepamos la respuesta.(¿o sí? «…no estarían cogiendo café», dijo el señor Uribe). Pero el incidente es muy dañino en el contexto social-político-económico en que se halla envuelta la nación, el cual se nos presenta hoy por hoy particularmente complejo, dadas las condiciones del momento:

  1. Un gobernante aborrecido por una élite que ha visto en él a un usurpador que se atrevió a disputarles lo que ellos desde siempre han creído como su derecho inalienable.
  2. Una oposición maniquea que está dispuesta a sacrificar el bienestar del país con el único propósito de demostrar que este gobierno fue un error, un traspié en el desenvolvimiento político nacional, que es necesario corregir a la mayor brevedad.
  3. Un pueblo que se arrojó en brazos de una serie de promesas de cambio, impulsado por lustros de abandono y cuatro años de desgobierno y torpeza y que hoy todavía aguarda a que se consoliden las transformaciones ofrecidas, con unas necesidades que no dan espera y con un creciente sentimiento de frustración, a medida que transcurren los meses y se va haciendo cada vez más evidente que mucho de lo prometido, simplemente no termina de materializarse.
  4. Unos medios de comunicación que, con honrosas excepciones, han conformado un contubernio rastrero y mendaz con esa clase minoritaria, opulenta, poderosa y corrupta y que se encuentran volcados hacia la tarea servil de hacerles los mandados a los enemigos del cambio.
  5.  Y unas fuerzas armadas que, por disciplina de institución, cumplen con su deber constitucional, pero que miran al presidente con reserva, desconfianza y una soterrada animadversión.

Y es que hemos de hacer notar que, en medio de semejante panorama, el presidente no parece poder salir de su marasmo de prepotencia y arrogancia. Ante los graves hechos ocurridos, todavía no se observan las medidas que inevitablemente debe adoptar para conjurar la crisis y recuperar la credibilidad. Sarabia y Benedetti han sido removidos de sus cargos, pero nada más. Al parecer, se da por sentado que son las autoridades judiciales, lideradas por la fiscalía, quienes deben esclarecer los hechos y señalar a los culpables, cosas que están más bien lejos de ocurrir, habida cuenta del enfrentamiento entre Petro y Barbosa, constituido este último en adalid y estafeta de la extrema derecha, razón por la cual, sabemos que hará mucha alharaca, pero no intentará, realmente, resolver el entuerto.

Así las cosas, nos vemos hoy los colombianos enfrentados a una encrucijada confusa y no nos parece que las medidas para resolverla se estén dando, como cabría esperar. Analistas políticos muy respetables se han referido al caso con notoria preocupación. No es tan solo el abuso que se ha puesto en evidencia; tal desafuero no es nuevo entre nosotros, ya que, como ha quedado dicho, la experiencia nos muestra que gobiernos anteriores han cometido tropelías de diversos niveles de gravedad sin que sus autores hayan, hasta la fecha, tenido que responder por sus actos. Pero en un país tan desaforadamente corrupto como el nuestro, los señalamientos lanzados por un miembro del equipo de gobierno desatan las alarmas, ante la posibilidad de encontrarnos de nuevo inmersos en un contexto parecido al proceso 8000 o la Yidis política. Tal es lo que preocupa a los sesudos observadores del quehacer nacional. ¿Cuáles son esos “secretos” que Benedetti promete hacer públicos? ¿Tuvo lugar el ingreso de dineros “calientes” a la campaña de Gustavo Petro? ¿Se desconocieron en ella los topes económicos y éticos?

No parece haber respuesta para tan acuciosas preguntas. Claro que, por lo demás, nunca las ha habido tampoco en el pasado. Sin ir más lejos, ninguna entidad judicial se tomó el trabajo de investigar a fondo el caso de la llamada “ñeñe política”. Pero un gobierno tan enfrentado a las vacas sagradas de la nación, con enemigos tan poderosos que no han hecho otra cosa que buscarle el pierde a como dé lugar, se ubica en una muy incómoda posición frente al colombiano de a pie y ante la comunidad internacional, por cuenta de los rumores que se esparcen. No quiere ello significar que las acusaciones sean ciertas, pero la mentira muchas veces repetida siembra dudas en las gentes y le roba credibilidad al señalado. Esta es la consecuencia de esa posverdad, tan de moda en la actualidad y tan útil para alimentar y sostener oscuros propósito, como bien lo sabe hacer la oposición fundamentalista y retrógrada que funge hoy en el país.

Por otra parte, de sobra somos conscientes de la importancia de sacar adelante las reformas. Es urgente poner freno a esos traficantes de la miseria humana que se lucran con un sistema de salud precario e incierto, una relación laboral basada en contratos leoninos a través de los cuales los empleadores se benefician, al sacar provecho de los cientos de miles que necesitan un trabajo para llevar sustento a sus familias y un modelo pensional a todas luces insostenible y cuyo único logro ha sido enriquecer todavía más, si cabe, a un poderoso banquero. Y, por supuesto, con esa tradición elitista y excluyente con la que se ha manejado a Colombia en los últimos 200 años, muy iluso o muy mal informado tendría que haber estado el señor Petro para suponer que sus propósitos iban a lograrse sin una lucha denodada de quienes se han beneficiado  desde siempre de tales condiciones injustas; razón por la cual, desde el comienzo debió tener en cuenta que las propuestas tenían que discutirse y, eventualmente, modificarse, considerando la contraofensiva que, si bien, de todas maneras iba a darse, hubiese podido minimizarse mediante el logro de acuerdos alrededor de los puntos más álgidos de cada proyecto.

Lo que no parece entender el señor Petro es que tanto su ascenso al solio presidencial como su gobierno conforman lo que podríamos llamar una singularidad, entendida esta como un fenómeno inusual que se genera a partir de una serie de circunstancias únicas y excepcionales y que tiene un carácter efímero y es muy difícilmente repetible. Razón por la cual es urgente que se esfuerce en aprovechar la coyuntura, depure su equipo de trabajo y esté preparado para los embates de la caverna, que no cesarán y que de una u otra forma buscarán la manera de hacerle daño, descalificarlo e impedirle gobernar, ya que tenemos claro que los cacaos del país, junto con sus serviles sicofantes, intentarán aprovechar al máximo la situación para desacreditarlo personalmente a él y a los intentos de su gobierno por inducir un cambio en la estructura social, política y económica. Ocultos en sus rastreros cubiles, continuarán planeando, fraguando y conspirando, con miras a una desestabilización total que les permita recuperar, acaso en el corto plazo, el control que perdieron. O por lo menos, con la intención de hacer crecer el desprestigio que les allane el camino a la retoma del poder, dentro de 3 años.

Acaso podría ser necesario que se lleve a cabo un urgente replanteamiento del esquema de gobierno. Que se establezca un contacto más estrecho con el equipo de colaboradores, que se los escuche (y no que se los “saque corriendo” cuandoquiera que difieren). Será importante que el señor presidente descienda de su pedestal de arrogancia y pedantería para que sus gobernados puedan realmente creer que él de verdad se siente “el sirviente del pueblo”. El camino seguido hasta aquí ha sido los suficientemente tortuoso como para no pensar que si los proyectos se hunden, se habrá perdido un tiempo valioso y las esperanzas de sus electores se irán desvaneciendo en esta lucha estéril contra quienes intentan, como dijera Lampedusa: “que todo cambie para que todo siga igual”.

“NO HAY CUÑA QUE MÁS APRIETE…”

Nadie dijo que el gobierno de Gustavo Petro iba a ser fácil. Como ha podido apreciarse, la caverna ultraderechista, recalcitrante y excluyente, ha recargado sus baterías y enfilado sus armas de descalificación, libelo y difamación para tratar de desestabilizar el desempeño de aquel a quien perciben no solamente como su enemigo sino como un advenedizo, “un igualado”, que se atrevió a disputarles lo que ellos consideran de su exclusivo derecho y propiedad: el usufructo del poder. Pero todo ello era lo que cabía esperar en uno de los países más desiguales del planeta, en el que las élites llevan dos siglos de hegemonía y explotación de los recursos para su propio beneficio, sin condolerse de la inmensa mayoría de la población.

Lo único que el Mandatario del Cambio no esperaba es que un enorme factor de perturbación se originara en su propio partido y en su propia familia. (Resulta tragicómico afirmarlo, pero sin darse cuenta, estaba casi que durmiendo con el enemigo: su propio hijo). Así, el escándalo de una actuación irresponsable e irreflexiva, si no franca y abiertamente punible dentro de lo penal, por parte de Nicolás Petro, amenaza hoy con constituirse en la piedra de toque del gobierno, que parece mostrar las falencias que ya desde la campaña, muchos se empeñaban en señalar.

Lamentablemente hemos de decir que esta es una historia que parece repetirse en nuestro país con características de deja-vu. Es decir, no es la primera vez que la indelicadeza de los vástagos causa efectos indeseables y, aún, funestos en el ejercicio de un presidente. Nos viene a la mente el incidente protagonizado por López Michelsen cuando su padre corría su segundo mandato. Al hacerse cargo de la representación de los accionistas de la holandesa Handel, se apoyó en el hecho de que su progenitor era el presidente de la república para obtener enormes ganancias. El escándalo fue mayúsculo y el pundonor de López Pumarejo lo llevó a renunciar, ante la magnitud del mismo. Y todas las progresistas reformas que había propuesto se vinieron abajo.

No podemos olvidar el caso de los hijos de Álvaro Uribe, quienes tomaron ventaja de información privilegiada, aprovechando que su padre era el presidente, y adquirieron terrenos que después se convirtieron en zona franca y les reportaron pingües beneficios que ellos describen como totalmente legales, pero que se hallan por fuera de los más elementales linderos de la ética. Claro que, en este caso, pudimos apreciar que ese decoro que llevó a la renuncia de López Pumarejo le es más bien ajeno al siniestro Presidente Eterno.

Los anteriores son apenas dos ejemplos de un comportamiento indecoroso por parte de las gentes cercanas a los altos funcionarios. La esposa de Duque viajó de Cartagena a Bogotá en el avión presidencial para recoger un traje de su guardarropa y regresar a la Heroica para asistir a un evento y el fiscal Barbosa llevó a miembros de su familia a San Andrés, con cargo al erario público con el pretexto de una investigación judicial. Como puede verse, este cáncer no es reciente; nos carcome desde las entrañas y desde hace mucho tiempo.

Al momento de escribir esta nota no se ha establecido judicialmente la culpabilidad de Nicolás Petro. Pero es que ese no es el problema. Un antiguo aforismo reza que la mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo. Y, dadas las circunstancias en las que se ha venido desenvolviendo este asunto, por mucha honradez que predique, en este caso la mujer del César parece una meretriz.

Infortunadamente no podemos menos que verificar y reconocer los vericuetos tortuosos por los que se desenvuelve nuestro quehacer político, como resultado de esa naturaleza venal y deshonesta que llevamos a cuestas como un karma. En un nuevo episodio de este calvario interminable, el hijo del presidente se involucró con dineros mal habidos que, al parecer, ingresaron a la campaña de su padre. ¿Tenía él conocimiento de tal circunstancia? Con la actitud que ha asumido frente a los hechos, parecería que no. Sin embargo, no está por demás recordar la respuesta de Ernesto Samper durante el proceso 8000: “se hizo a mis espaldas”. O la de Juan Manuel Santos, a propósito de su vinculación con los dineros de Odebrecht: “me acabo de enterar”. ¿Cuál irá a ser la frase-respuesta de Petro que se haga famosa? ¿Es que podemos, los colombianos, dar crédito a nuestra clase política cada vez que se descubren sus trapisondas y su carencia absoluta de escrúpulos?

Los hechos que han pasado a ser del dominio público nos dejan más preguntas que respuestas y han motivado que los acérrimos enemigos del gobierno hayan indagado en la vida personal de Nicolás Petro. Aparte de las razones que puedan haber llevado a su despechada pareja a elevar su denuncia ante un medio tan fanático y parcializado como la revista Semana, otros aspectos de su vida personal han salido a la luz, tales como el valor de su apartamento, sus movimientos bancarios y su estilo de vida, poco acorde con los ingresos de un diputado de una asamblea departamental. Por supuesto que, con seguridad, él no es la única persona en el país que vive por encima de sus posibilidades. Los dineros oscuros llevan décadas permeando a nuestra sociedad y, si las autoridades alguna vez tuvieran la entereza de realizar una investigación seria, muchos se verían en graves dificultades a la hora de salir a explicar el origen de sus fortunas. Pero estamos hablando del hijo del presidente. Y no un presidente cualquiera, sino un mandatario que se halla directa o tangencialmente enfrentado con gentes que desde la misma fundación de la república se han arrogado el derecho de dirigir los destinos de la misma y encauzarla por senderos que beneficien sus intereses personales, para lograr lo cual no han vacilado en verter la sangre de otros colombianos, a quienes solo han mirado como los idiotas útiles que sirven a sus propósitos.

Así las cosas, el Gobierno del Cambio se encuentra en una encrucijada y no podemos vaticinar ni cómo ni en qué condición habrá de salir de ella. El presidente ha salido a dar la cara y ha respondido los cuestionamientos que le han hecho los medios de comunicación. La investigación apenas comienza y, aunque esta fue solicitada por el mismo Petro, perendengues adicionales han ido apareciendo, que señalan a su esposa y a su hermano y los sindican de actuaciones cuestionables y, aún, ilegales.

Desde el punto de vista de este colombiano de a pie, los hechos que se han ventilado hasta el momento son indicio de un comportamiento por lo menos sospechoso. Se ha establecido que Nicolás miente al negar que conocía a Santander Lopesierra, el hombre Marlboro, y está por determinarse si realmente recibió los dineros que, según se dice, debían ser para la campaña, pero que, según su ex, Day Vásquez, jamás fueron entregados. (Curiosamente, algo similar se afirma de los aportes a la campaña de Samper, los cuales se habrían quedado “enredados” en las manos de Fernando Botero). Será la fiscalía la que decida si hay delito que perseguir, pero aún en el caso en que, dentro de un tiempo, (¿un año?, ¿tres?, ¿cinco?, ¿más?), se llegue a la conclusión de que no hubo actuación ilegal, esa imagen impoluta de quien se vendió a sí mismo como el adalid del cambio, el luchador contra la corrupción, el político diferente, ha quedado seria e irremediablemente comprometida. Sus enemigos no dejarán de enrostrarle sus errores en la alcaldía de Bogotá, su pasado como guerrillero y esa actitud arrogante que se hace tan evidente, en virtud de la cual parece que no escucha a nadie, que no acepta contradictores y que está dispuesto a desandar el camino recorrido si no se hacen las cosas de acuerdo con su criterio. Su posición frente al debate por la reforma a la salud es un buen ejemplo de ello.

El capítulo final de esta truculenta historia todavía está por escribirse. Ignoramos cómo se desempeñarán las instancias investigativas y judiciales en este caso. Si bien el proceso contra Santiago Uribe Vélez, que lleva dos años sin definirse, a pesar de la evidencia abrumadora, y el que se le sigue a su hermano, el Presidente Eterno, que pareciera dilatarse eternamente en el tiempo, pudieran dar un indicio del andar paquidérmico de nuestra justicia, será interesante ver cuánto se demora la fiscalía en imputar cargos y llamar a juicio, tratándose del hijo del presidente más aborrecido por las clases dirigentes. Pero lo que no se nos oculta a los colombianos comunes y corrientes es el hecho incontrovertible de que nuestra clase política, independientemente del terreno ideológico al que se circunscriba, no puede sustraerse a la atracción magnética de la corrupción que bulle en las esferas del poder. La existencia de esta sufrida nación pareciera estar destinada a sucumbir a la deshonestidad de sus dirigentes y a las luchas intestinas de los diversos partidos que pretenden enmarcarse en esquinas opuestas y ofrecer diferencias y oportunidades, pero que no hacen otra cosa que confirmar la aseveración de José María Vergara: “Olivos y aceitunos, todos son uno”.

“REVOLUCIÓN”

Al cabo de un par de semanas de lectura, terminé la más reciente novela de Arturo Pérez-Reverte y he de decir que me sentí fascinado y sobrecogido por el relato que allí se nos propone. Haciendo gala de su característica vena narrativa, el español nos conduce, casi de la mano, hasta sumergirnos en los avatares inciertos y trágicos de eso que la historia moderna ha dado en llamar La Revolución Mexicana.

Es, sin lugar a dudas, una recreación singular y maestra de uno de los sucesos más dolorosos de la América Hispana, en el que la ambición, la envidia, la traición y la barbarie hicieron mella en un cúmulo de seres indefensos y, hasta cierto punto de vista inadvertidos, que se vieron envueltos, de un día para otro, en un maremágnum estrambótico y sangriento que alteró sus vidas, acabó con su sosiego y conmovió su tierra.

La narración es prolífica en detalles y no resulta difícil comprobar que el autor se ha esforzado en mantener el rigor histórico, por supuesto hasta donde resulta posible en el caso de una obra de ficción. Pero es que la novela parece más una crónica que recogiera los hechos terribles que enmarcaron ese momento de la vida mexicana. Los personajes, tanto los ficticios como los reales, se van desenvolviendo a medida que avanza el relato y el lector, casi sin darse cuenta, va reconociendo en todos y cada uno de ellos las características de comportamiento y rasgos de personalidad que son producto y resultado de las singulares circunstancias en que se desarrolló su existencia.

La figura central alrededor de la cual suceden los acontecimientos es un joven español que, tal como lo planteara alguna vez Mariano Azuela en su propia obra sobre la revolución, se ve arrebatado, al igual que una brizna de paja, revoloteando en el huracán desatado de los hechos, inmerso en acontecimientos que difícilmente alguien habría buscado por voluntad propia. Bien podemos percibir en él la representación que el autor hace de sí mismo, en virtud de su labor periodística como corresponsal de muchas guerras, lo que sin duda habrá dejado en su ser profunda huella de experiencias vividas, cuyos elementos utiliza para plasmar en la obra el contexto sombrío y calamitoso de un conflicto en el que casi todos resultaron perdedores de sus bienes, su tranquilidad, sus seres queridos y sus vidas.

Así las cosas, lo que tal vez cabe destacar en esta obra, al igual que lo hemos podido percibir en otros escritos en los que Pérez-Reverte ha determinado circunscribir su narración a un marco histórico, es una implícita valoración del momento, de los hechos, los personajes y, eventualmente de las consecuencias. Así por ejemplo, su inolvidable saga del Capitán Alatriste conlleva una posición crítica de la España de la época, de las falencias del rey y los torpes manejos de los ministros del gobierno, que condujeron a la otrora poderosa nación hacia el descalabro político y económico.

Pero el sentimiento que con más frecuencia se aprecia es el repudio a la contienda y a sus terribles consecuencias. Es evidente que, luego de haberla vivido en carne propia y haber sido testigo de muchos de los horrores que de ella se derivan, de una manera consciente o, aún, inconsciente, Pérez-Reverte encauza las novelas que se enmarcan en lo bélico para insertar un mensaje, subyacente pero muy perceptible, de la inmensa desgracia que es la guerra para el ser humano.

Se nos ocurre pensar aquí en el concepto cultural que los griegos plantearon en épocas inmemoriales y que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos. Según este, la gloria de un hombre se alcanzaba en la batalla. Aquiles, por ejemplo, escogió una vida gloriosa y breve en lugar de una existencia longeva y ordinaria. Leónidas y sus 300 espartanos se cubrieron de grandeza al ofrendar sus vidas en las Termópilas. Y así, la historia y la leyenda nos han hecho conocer de qué manera incontables seres humanos, sin vacilar, han realizado el sacrificio supremo en aras de variopintos ideales, y hoy son señalados como héroes y puestos como ejemplo para las generaciones posteriores. De esta forma nos han vendido la idea de que la guerra es inevitable y, aún, deseable, en determinadas circunstancias y que en el balance final las ganancias son superiores a las pérdidas, con lo cual parece que se quisieran justificar los desafueros que tienen lugar en este tipo de conflicto.

De manera magistral, Pérez-Reverte se solaza en su narración para contradecir semejante despropósito. Y para lograrlo nos sumerge en los espeluznantes pormenores de la lucha. Allí, de una manera descarnada, nos vemos inmersos en el barro, la sangre, la desesperación y la tragedia. La muerte acecha en cada recodo, en cada página, en cada párrafo y la vida, el más preciado de los dones, pierde todo valor y toda importancia. Los hombres se convierten en seres irracionales, enceguecidos por el fragor orgiástico del combate y sobreviven o mueren sin que doliente alguno se conduela de su desdicha. Tal es el panorama desolador que se nos plantea en la obra, y que tiene que se ser así, para que los hechos absurdos allí descritos, finalmente nos muevan a cavilar sobre esta costumbre inveterada de los seres humanos, de matarse los unos a los otros.

Infortunadamente, hemos de entender que nada de lo que nos muestren la historia, la literatura o el cine habrá de modificar la tendencia autodestructiva de la humanidad. De manera inevitable hemos sido testigos de la forma en que un tirano megalómano ha agredido con todo su poder a una pequeña nación y amenaza con su armamento nuclear a cualquiera que intente obstaculizar sus oscuros propósitos. No cabe duda de que la inmensa tragedia del pueblo mexicano, según se nos describe en la novela, se ha recrudecido con barbárica intensidad en el territorio ucraniano. Y no parece haber manera de frenar la destrucción.

Tampoco la hubo en México. Uno tras otro, quienes se hicieron cargo de la presidencia en esos aciagos días, Madero, Carranza, Obregón, cayeron víctimas de las balas asesinas, al igual que esforzados luchadores como Villa y Zapata. Y estos son los que la historia recuerda. Pero hubo otras muchas víctimas que sufrieron en carne propia la crudeza y la violencia de los hechos que, dicho sea de paso, a poco o nada condujeron. El pueblo miserable y desarrapado se levantó contra el oprobio a que había sido sometido por el infame porfiriato. Vertió su sangre, sudor y lágrimas en una lucha fratricida que, al final, solo le dejó sinsabores y calamidades. Ya en 1953, Juan Rulfo había puesto de relieve esta tragedia en su colección de cuentos El Llano en Llamas. Allí pueden percibirse no solo la inmensa desdicha sino también la inutilidad que significó la Revolución para el pueblo mexicano. Tal es, igualmente, la percepción que se alcanza en la obra de Pérez-Reverte, aderezada, como queda dicho, con las experiencias de primera mano de su autor, que dan al relato un marco insoslayable de verosimilitud.

Finalmente, ha de decirse que la obra adquiere un significado de enormes proporciones en un momento como el actual, en el que los conflictos parecen multiplicarse en diversas regiones del orbe; una época en la que las ambiciones personales han dado lugar a que los pueblos se vean sumergidos en dolorosos enfrentamientos cuyo colofón es, por lo general, trágico y sangriento. Tal parece ser el mensaje que el autor quiere transmitirnos a través de esta obra, sobrecogedora, pero de lectura ineludible para quienes aspiramos a que, al conocer los enormes errores cometidos en el pasado, acaso logremos encontrar la forma de evitar que se repitan en el presente o el futuro.

VIENTOS DE CAMBIO… (¿Será posible?)

Luego de una extensa y agotadora campaña política, en la que los pormenores, recursos y tejemanejes no hubieran podido ser más rastreros ni mezquinos de lo que fueron, finalmente Gustavo Petro alcanzó la necesaria mayoría de votos para convertirse en el Presidente Electo de los colombianos.

El proceso no fue precisamente fácil y, como pudo verse, las diversas facciones acudieron a una gran diversidad de trucos, tretas, medias verdades y noticias falsas, con afirmaciones temerarias y señalamientos atrevidos, rayanos en la calumnia. El Establecimiento, liderado entre bambalinas por los poderosos grupos económicos, y en la escena por sus cabezas visibles, (entre ellas Iván Duque, el presidente-títere), como también algunas otras marionetas de ventrílocuo que se destacan en la vida política, se fue lanza en ristre contra la aspiración presidencial del autodenominado Pacto Histórico. Se propagó todo tipo de infundios y se le dio rienda suelta a la tarea de sembrar el miedo entre los votantes, con el propósito de obstaculizar hasta donde fuera posible el camino de la izquierda hacia la presidencia.

En su fuero interno, los miembros de la opulenta clase dirigente siempre han sabido que el riesgo de la venezolanización de Colombia no es otra cosa que una falacia; lo que les genera un alto grado de repudio ante la idea del ascenso al poder de uno que no sea de su camada, es simplemente la arrogancia que les ha caracterizado por lustros, la soberbia maniquea de perder el control de las instituciones y, con ello, el acceso a los pingües beneficios que semejante hegemonía les ha otorgado a través de enmarañadas argucias de  corrupción o del simple y desvergonzado latrocinio. Por todo ello, acudieron a truculentos mecanismos electoreros en los que se destacó el intento de vender a la gente unas torpes e inconsecuentes figuras candidatizadas a las volandas, como Federico Gutiérrez y Rodolfo Hernández, mientras que se fraguaba toda suerte de soterradas bajezas, tendientes a frenar la voluntad del pueblo.

Como lo dijera Álvaro Salom Becerra en una de sus novelas, hace ya bastantes años, “Al pueblo nunca le toca”, sentencia que quedó patente en el bárbaro sacrificio de todos aquellos que intentaron promover un cambio en favor de los menos favorecidos. Fueron seres que, como Jorge Eliécer Gaitán, se atrevieron en el pasado a desafiar la preeminencia de esas élites que han manejado los destinos del país a su acomodo y para su beneficio desde hace tanto tiempo, y que jamás han vacilado en acudir al crimen para soslayar lo que consideran una amenaza a sus oscuros intereses.

Mas he aquí que hoy, luego de un tortuoso recorrido, podemos ser privilegiados testigos de la forma en que las maquinarias corruptas fallaron en su propósito de pervertir la democracia. Contra todo pronóstico, el candidato de la izquierda superó, bajo el pulso de su propia propuesta, las alianzas que el tibio centro-derecha, la derecha y la ultraderecha constituyeron para impedir que ocurriera eso que ellos mismos propiciaron cuando, hace cuatro años, optaron por burlarse de los colombianos al poner en el poder a un bufón como Duque. Las incontestables realidades del cuatrienio que termina se encargaron de demostrar que este era un individuo carente de las más elementales cualidades para hacerse cargo de la presidencia y su paso por el poder no deja otra cosa que caos, desbarajuste, una corrupción galopante y una descomunal tragedia en lo social. Aunque quizá nunca lleguen a reconocerlo públicamente, quienes fraguaron semejante sainete gubernamental saben con certeza que el mayor impulso que catapultó a Petro a la primera magistratura fue la supina incompetencia y la perturbación social, política y económica causadas por los enormes desaciertos de Iván Duque, en un cargo que nunca debió ser suyo y que siempre le quedó grande.

Hoy por hoy, las expectativas planteadas en torno a lo que será la presidencia de Gustavo Petro desbordan y se sobreponen a cualquier otro aspecto de la vida nacional. La derecha extremista y recalcitrante no ha menguado sus cáusticos ataques en los que destila veneno y lanza ominosos vaticinios tendientes, según su más puro estilo, a sembrar miedo y provocar incertidumbre, ya que solo en este contexto se siente a gusto y percibe que puede mantener el control.

Por su parte, militares en retiro han entablado unas curiosas conversaciones con militares activos; el objetivo de tales reuniones no ha sido establecido con claridad y ha dado lugar a toda suerte de suposiciones y comentarios, alimentados por el público conocimiento de los sentimientos que genera entre las Fuerzas Armadas el tener que someterse a que su comandante en jefe sea un exguerrillero. Adicionalmente, al interior de la soldadesca se ha desatado una abierta persecución en contra de cualesquiera miembros de la tropa o de la oficialidad que manifiesten o hayan expresado algún sentimiento de apoyo al Presidente Electo. Todo lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿Se le permitirá a Petro asumir el cargo que una mayoría democrática le otorgó, de acuerdo con las reglas de juego y los principios consagrados en la Constitución? O, por el contrario, ¿estaremos ad portas de una insurrección orquestada por una élite minoritaria pero todopoderosa, la cual apoyándose en su capacidad económica instigaría al ejército a desconocer la voluntad del pueblo y apropiarse por la fuerza de lo que no pudieron conseguir en las urnas?

No se nos oculta que nos encontramos ante un momento político-social del todo inédito en la historia del país. Aquella otra vez, cuando Gustavo Rojas Pinilla depuso a Roberto Urdaneta, quien fungía como presidente en ausencia del titular, que no era otro que Laureano Gómez, principal adalid de todas las atrocidades que entonces se cometieron, la crisis de violencia institucional por parte del Estado había adquirido ribetes dramáticos y era evidente que el mandatario había perdido el control de la situación. El candidato del pueblo había sido ultimado a balazos, las gentes sencillas y los campesinos que tenían una ideología política diferente o que reclamaban ciertas libertades habían sido víctimas del plomo y  el machete, con los extremos de barbarie que alcanzó la actuación de los chulavitas, de los cuales León María Lozano, el tristemente célebre Cóndor es tan solo un pavoroso ejemplo. De esta manera, la ultraderecha se aferraba al poder.

La aparición de los militares para hacerse cargo del manejo de la nación tenía como objetivo el desescalamiento del conflicto para traer un poco de paz y tranquilidad al pueblo. Todos conocemos cómo evolucionó este experimento, que culminó cuando un país desencantado y agobiado por la tiranía se paralizó del todo, después de torpes maniobras del dictador, que vinieron a exacerbar la trágica miseria que, supuestamente, debía contener.

Bien mirada, la desaforada situación que hoy vivimos se asemeja mucho a la de aquel entonces. Las víctimas se cuentan por cientos, la violencia institucional, representada en la represión criminal de la protesta, en los falsos positivos y en el ininterrumpido exterminio de los líderes sociales, no nos da tregua, con la diferencia de que, en este caso, no es que el primer mandatario haya perdido el control, sino que nunca lo tuvo, puesto que su papel en esta tramoya de gobierno no fue otro que el de ser un desvergonzado títere de esta nueva ultraderecha.

No obstante, a diferencia de aquel entonces, el candidato popular resultó elegido y se dispone a asumir el cargo otorgado por los sufragios. He de decir que muchas veces nos asalta cierto recóndito temor y no podemos dejar de preguntarnos si, en esos oscuros y elevados círculos de poder, llegó eventualmente a plantearse, como en 1948, la opción de aplicar de nuevo una solución final al problemático candidato; aunque, como es obvio, la calamidad de lo que fue el Bogotazo debió constituir un factor suficientemente disuasorio, ante la perspectiva de que pudiera repetirse. Si bien nunca lo sabremos, la conjetura es aterradoramente válida, habida cuenta de la saña vesánica con que los asesinos aniquilaron a la Unión Patriótica y dieron cuenta de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez, inmolados de manera infame y cobarde, cuyo único crimen fue desear y buscar unas condiciones sociales más justas para Colombia.

Ahora, lo único que nos queda es un renacido sentimiento de esperanza, por que el cambio y la transformación sean efectivamente posibles. Que el nuevo mandatario logre morigerar sus impulsos y su arrogancia y que, con mano firme en el timón, consiga sacarnos del despeñadero por el que vamos, casi en caída libre, y reencauzar el rumbo de la nación para minimizar los enormes sinsabores que hoy nos aquejan.

Pero no la tiene fácil, el señor Petro. Las expectativas generadas por su elección son tan enormes que es casi inevitable que termine decepcionando a muchos. La derecha recalcitrante está y estará permanentemente al acecho, con la intención de desestabilizar su gestión y frenar cualquier intento de cambio que afecte su posición privilegiada y, primordialmente, sus bolsillos. A estas gentes no les importa el país. Están firmemente convencidos de que a Colombia solo le puede ir bien si les va bien a ellos, independientemente de que tal signifique el hambre, la desgracia y la desolación para un sinnúmero de connacionales.

Así, pues, solo nos queda la esperanza. Asistiremos a los postreros pataleos de esta pandilla corrupta que pretendió gobernarnos y que nos deja calamidades sin cuento, y que, en un patético estertor final, intenta componendas y maniobras de todo tenor, con el único propósito de obstaculizar la gestión entrante y generar una desestabilización ya desde el comienzo, para mostrarle a la gente que solo ellos pueden hacerse cargo de los destinos de la nación. Cabe suponer que ya están armando el tinglado para retomar el poder dentro de cuatro años. ¡No pierden el tiempo!

Por lo tanto será deber inexcusable de todos los colombianos apoyar al nuevo gobierno. Con todos sus defectos y con la incertidumbre que genera la forma en que vaya a asumir los inmensos retos que se le presentan, Gustavo Petro es, por primera vez en la historia del país, una verdadera opción de cambio. Si logra desenvolverse en medio de ese nido de víboras que tendrá a su alrededor, quizá consiga llevar a cabo algunas de las transformaciones que se ha propuesto. Hemos de entender que no es un taumaturgo ni tampoco el mesías prometido. Es tan solo un individuo que tiene el firme propósito y las mejores intenciones de iniciar una nueva era en este suelo. Para bien de todos, esperemos que lo consiga.