¿Qué creyeron que iba a pasar?

Tal como era de suponerse, Nicolás Maduro tomó posesión como presidente reelecto de Venezuela. Ni la reacción internacional ni las protestas de los venezolanos ante el evidente fraude electoral tuvieron efecto alguno ante la decisión del dictador de mantenerse en el cargo. Por lo demás, este era el único resultado que cabía esperar, dadas las circunstancias sociales, políticas y económicas en las que se ha visto envuelto el país, desde la entronización del chavismo, pasando por el incuestionable declive de todos los aspectos de la vida ciudadana, la tragedia humanitaria derivada de ello y la sobrecogedora diáspora de venezolanos desharrapados y muertos de hambre que han huido a otros países en busca de mejores condiciones de vida, con el consiguiente efecto de desajuste y, aún, de crisis, de las naciones que los han acogido.

Es importante examinar los pormenores del proceso para entender claramente lo que sucedió y para evaluar el comportamiento de los diversos actores de una y otra facción que tuvieron que ver con los hechos, con lo que fue y con lo que no pudo ser.

De un lado tenemos al régimen. Integrado por un grupo de individuos de moral cuestionable (por decir lo menos), que se han recubierto con la égida de lo que ellos llaman el Socialismo Bolivariano, y que a partir de esa premisa han instaurado un gobierno opresivo, que no ha vacilado en hostigar a los contradictores y al que se le acusa de crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas, encarcelamiento de ciudadanos sin fórmula de juicio y persecución indiscriminada a la población que, valientemente ha salido a las calles a protestar y reclamar sus derechos. Muchos han perdido la vida en los enfrentamientos con las hordas chavistas y nada ni nadie ha podido detener los abusos o traer a los culpables ante la justicia. El típico contexto de los sistemas totalitarios que hoy vemos en diversos lugares del orbe.

En tales circunstancias, bien podía suponerse que Maduro y sus áulicos de la jerarquía de gobierno, de ninguna manera iban a estar dispuestos a abandonar su condición de privilegio “por las buenas”. Reclamados por la CPI y puesto precio a sus cabezas por parte de Estados Unidos, lo único que los blinda contra la posibilidad de rendir cuentas por los cargos que se les imputan es el mantenimiento del poder. Despojados del mismo, no tardarían en ser encauzados, llevados a juicio y, con toda seguridad, condenados. Desde este punto de vista, era obvio que la convocatoria a elecciones constituía únicamente un intento de revestirse de una legitimidad tiempo ha perdida, sobre todo para “lavarse la cara” frente a la comunidad internacional. Pero, sin lugar a dudas, bien pude suponerse que el fraude estuvo fraguado desde el principio, aunque torpemente orquestado, ya que la oposición se las arregló para acceder a un buen número de actas electorales que demostraron de qué manera se violentó la voluntad popular. Pero, por lo demás, hemos de insistir en que lo acontecido era perfectamente predecible.

De otro lado tenemos a la oposición. Impelidos por el deterioro de las condiciones de vida, la escasez de los productos más elementales, la pérdida de los derechos ciudadanos y el constante abuso del que son víctimas todos los venezolanos, un grupo de valientes ha tomado la determinación de lanzarse a la contienda para tratar de recuperar la dignidad del pueblo. María Corina Machado se ha convertido en el adalid de todos ellos y ha liderado la lucha opositora y los intentos de inducir un cambio en el país. Inhabilitada por el gobierno, que la ve como un peligroso enemigo, aunó fuerzas y marchó a la conquista del poder acompañada por Edmundo González quien, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, más parece un abuelo bonachón que un combativo caudillo.

Y es aquí donde cabe preguntarnos: ¿Qué creyó que iba a pasar? Hasta donde hemos podido percibir, a través de sus pronunciamientos, Machado es una mujer inteligente que entiende bien el contexto y las circunstancias por las que atraviesa el país. En esos términos, resulta inaudito suponer que ella y sus colaboradores pudieran ser tan ingenuos como para pensar que la vía electoral iba a ser suficiente para sacar a Maduro del poder. ¿Y entonces?

Ya hemos visto el periplo de González alrededor del mundo, luego del exabrupto del 28 de julio, buscando un respaldo que, recibido de muchos pueblos y naciones, no viene a ser otra cosa que un mero apoyo moral, carente de la fuerza necesaria para garantizarle una vía de acceso a la presidencia de su país. Todos lo reconocen como el presidente legítimo pero, ¿y qué con eso? Durante los meses anteriores les dijo a todos los que quisieran escucharle, que iría a tomar posesión del cargo el 10 de enero. A su alrededor se formó un pintoresco y hasta folklórico grupo de personajes, exmandatarios de otras naciones y demás, convocados al parecer por Andrés Pastrana, que aseguraron a los cuatro vientos que entrarían con Edmundo en Venezuela y lo acompañarían a la toma de posesión (?!). ¿Qué creyeron que iba a pasar? ¿Pudieran haber llegado a suponer que, amedrentados por la presión de la comunidad internacional y por la actitud frentera de la oposición, Maduro y su cohorte pondrían pies en polvorosa? No hay que ser un sesudo analista político para darse cuenta de que ello, si tal fue, no era más que una quimérica ilusión. Al final, González y su séquito no se atrevieron a dar el paso definitivo y permanecieron en la República Dominicana. Es obvio que, en el último instante, les acometió una racha de cordura.

Y es que, si tal comitiva hubiera emprendido el camino hacia Caracas, se nos plantean diversos escenarios, a cuál más escabroso. Diosdado Cabello, la Eminencia Gris del régimen, amenazó con derribar el avión en que viajaran tales personajes. Ignoramos si se hubiera atrevido a tanto; no podemos imaginar cuáles hubiesen sido las consecuencias de una acción de tal naturaleza. Pero la amenaza en sí ya conllevaba el desprecio que siente por quienes conformaban ese grupo de viajantes.

¿Y si llegaban a Maiquetía? No podemos imaginar de qué manera iban todos esos extranjeros a forzar su ingreso al país, cosa que los funcionarios de migración les habrían negado de plano. No habría sido extraño que les hubiesen montado un incidente y los hubieran arrestado con cargos reales o ficticios. Les habrían abierto una investigación y, un poco más tarde, (horas, días, semanas…), habrían sido deportados. Los reclamos de sus países de origen habrían sido desoídos y todo habría quedado cubierto por el manto de la seguridad nacional. ¿Y Edmundo? Habría sido puesto en manos de los esbirros del régimen y no habríamos vuelto a saber de él.

Acaso hubieran podido permitirles la entrada, mantenerlos bajo vigilancia e inducirlos a que cometieran algún error infantil, (Pastrana, que intenta asumir una figura de estadista que, por otra parte, no ha tenido nunca, en su caricaturesca torpeza habría caído en la trampa con mucha facilidad), para luego arrestarlos y formularles cargos con los cuales hubieran podido respaldar infundadas acusaciones para llevarlos a juicio y hacer de ellos un ejemplo de lo que puede enfrentar quien amenace la soberanía del país. ¿Y Edmundo? Igual, habría desaparecido sin dejar rastro.

De lo que aquí se ha expuesto pueden derivarse algunas conclusiones:

En primer lugar, ha quedado en evidencia que la democracia es indiferente para Maduro y para los otros individuos con los que maneja todas las ramas del poder público. Habida cuenta de lo ocurrido, cabe vaticinar que es muy improbable que se vuelvan a convocar elecciones libres en Venezuela. Nos es dado suponer que se ve venir una reforma de la constitución, para que el presidente no sea elegido por el voto popular sino por un comité del partido, tal como ocurre en Cuba y China.

En segundo término, es claro que Maduro planea perpetuarse en el poder y que procesos democráticos pacíficos y transicionales no lograrán sacarlo del cargo. Para eso ha sobornado a la cúpula militar, a Padrino y a sus cercanos y con frecuencia se llevan a cabo purgas internas en el ejército para desarticular cualquier disidencia. Además, se ha rodeado de un cuerpo élite de seguridad, compuesto al parecer por personal ruso y cubano, lo que le garantiza cierto grado de protección en caso de una revuelta militar.

Hay que mirar con lupa lo que fue el comportamiento de la oposición en todo este proceso. Lo primero que hay que decir es que, antes de emprender cualquier acción, se hace indispensable plantearse los objetivos a cumplir asegurándose de que sean viables, los medios que se van a implementar y los posibles resultados. Nunca debe iniciarse un conflicto de cualquier tipo, si no existe, al menos en teoría, la posibilidad de ganarlo. Nunca se sabe con precisión cómo van a terminar las cosas, siempre hay un cierto número de variables aleatorias que no se pueden controlar, y eso está bien, siempre y cuando exista la posibilidad de alcanzar el éxito. De otra manera, se corre el riesgo de exponer valiosos recursos, muchas veces irrecuperables, enfrentarnos a desafíos que nos superan y debilitar nuestra posición con un esfuerzo estéril

De sobra sabemos la urgencia que acuciaba a Machado y los demás miembros de la oposición por liberar a su país de lo que ven como las garras de la tiranía; también somos conocedores de la ilusión que se debió sembrar en todos ellos, de vencer al enemigo en su propio juego y con sus propias reglas. Pero creemos que esta emoción dio lugar a que perdieran de vista las características del adversario. Se equivocaron al suponer que la lid sería limpia y justa y que se enfrentaban a una fuerza decorosa y no a una maquinaria manipulada de manera habilidosa y sin cortapisas éticas.

Sin embargo, es claro para todos que había que dar la pelea. Quizás los líderes de la oposición percibieron anticipadamente el resultado pero consideraron que era primordial dejar expuesto al sátrapa tal cual es, sin su revestimiento de falsa legitimidad y sostenido únicamente por la vacuidad de su verborrea inconsistente sobre esa Revolución Bolivariana que destruyó a su país, condenó al pueblo a la inanición y convirtió a millones de venezolanos en refugiados y los arrastró al éxodo masivo y a la tragedia humanitaria de la que hoy somos todos testigos.

No sabemos cuál será el rumbo del vecino país, ahora que está plenamente demostrado que la vía democrática no es una opción para inducir un cambio. Es claro que lo que quiera que sea que pueda llegar a suceder, tendrá que nacer de los propios venezolanos. Cualquier tipo de interferencia desde el exterior, (tal como lo sugiere el insensato llamado de Uribe Vélez), causaría un enorme traumatismo y el pueblo sería el más afectado. Cabe recordar las invasiones de Irak y Afganistán y la injerencia en Libia, que tuvieron como consecuencia la desestabilización y la ruina de estos países, el surgimiento del Estado Islámico y el ingente sufrimiento de la población, que hasta el día de hoy padece inseguridad, grandes necesidades y la falta de un sistema de gobierno estable. Además, Maduro se defendería con uñas y dientes, habida cuenta del apoyo que le otorgan el ejército y los infames colectivos, fuertemente armados, que se encargarían, como de hecho ya lo hacen, de intimidar a la oposición. Sería, sin duda, un baño de sangre.

Pero, ¿se puede gestar un cambio en Venezuela? Por el momento, la respuesta a esta pregunta es más bien desalentadora. Si les creemos a las actas electorales que presentó la oposición, el 70% de la población votó por la salida de Maduro. Pero ello implica que la Revolución Bolivariana todavía tiene el apoyo de una gran cantidad de venezolanos, (el restante 30%), aparte del ejército que, hasta la fecha, parece constituir una sólida estructura de respaldo al régimen; además, claro, de aliados como Irán, Rusia y China, que ven a Venezuela como un enclave de influencia ahí no más, en el patio trasero de los Estados Unidos.

Citemos, a título de ejemplo, los casos anteriores de dictadura en Venezuela: Marcos Pérez Jiménez, gobernó luego de un golpe de estado en 1948 y fue depuesto en 1958 por el ejército. Fueron tan solo 10 años de gobierno de facto. Pero Juan Vicente Gómez asumió la presidencia con poderes dictatoriales luego de deponer a Cipriano Castro y gobernó al país desde 1908 hasta su muerte en 1935. Fueron 27 largos años. Según puede apreciarse, no se percibe nada que nos indique que puede haber una solución a corto plazo, como no sea la intervención de los militares que, por ahora, es muy poco probable.

¿Qué cabe esperar en este nuevo escenario? Las duras sanciones impuestas y las presiones internacionales no han podido con Cuba ni con Nicaragua. ¿Qué nos hace suponer que tendrán algún efecto sobre la camarilla corrupta que manda hoy en Venezuela? Si bien no podemos vaticinar la forma en que habrá de desenvolverse el futuro inmediato de la nación, surge ahora en el horizonte la figura ominosa e impredecible de Donald Trump. Su comportamiento errático, sus pueriles berrinches y su actitud de matón de barrio, ¿acaso podrían enfocarse sobre la cuna de Bolívar? Solo el tiempo lo dirá. Pero los colombianos, que vivimos al lado de semejante polvorín, tenemos sobradas razones para preocuparnos.

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