A nadie se le ocultan los enormes problemas de inequidad, corrupción, explotación laboral, violencia y las consiguientes pobreza e indigencia y su innoble vástago, la inseguridad, que han asolado a la nación casi desde siempre. Las minorías opulentas que han detentado el dominio político y económico del país por dos siglos han adoptado diversos mecanismos para enmascarar esta situación a los nacionales y tratar de ocultarla a los ojos del mundo contemporáneo. Solo lo han logrado a medias. Colombia ocupa un deshonroso cuarto lugar en la lista del Banco Mundial de los países más desiguales del mundo, después de Suráfrica, Haití y Honduras, lo cual no parece importarles mucho a los miembros de la alta sociedad. Y, cuandoquiera que las clases populares han manifestado su inconformidad, la fuerza pública se ha encargado de reprimirlas sin reparo. Valga decir que esta dramática situación se ha visto replicada en otros tantos países de América Latina.
En ese contexto hemos podido ver frecuentes tentativas que movimientos populares han llevado a cabo para tratar de cambiar los términos de vida de la población. La que recordamos con mayor desazón es la de Salvador Allende, acallado de manera inmisericorde por una alianza entre la opulencia local y una potencia extranjera con enormes intereses en la región. O el más reciente y fracasado intento, un exabrupto de dimensiones colosales en Venezuela, que se llevó por delante los reclamos del pueblo al que decía representar y que ha provocado el éxodo masivo de sus nacionales y una tragedia humanitaria si parangón en nuestro hemisferio.
En Colombia las cosas no han ido mejor. Con tristeza recordamos los intentos de Pardo Leal, Jaramillo Ossa y Pizarro Leongómez de alcanzar la presidencia, que fueron sojuzgados por las balas asesinas de la ultraderecha extremista y criminal, que no vaciló tampoco en masacrar a todo un partido político para proteger sus intereses. El mismo Galán Sarmiento, nacido en el seno de la clase dirigente, pero cuyos bríos de juventud e independencia lo señalaron como una amenaza, fue pronta y eficientemente quitado del camino. Y llegamos a la actual circunstancia en la que se encuentra inmerso nuestro país, que nos genera grandes expectativas, pero también inmensas inquietudes.
Gustavo Petro alcanzó el solio presidencial como resultado de una serie de casualidades coyunturales que llevaron a más de 11 millones de colombianos a buscar en él la rectificación del rumbo que hasta entonces había sido señalado por el espíritu recalcitrante de la plutocracia. La gota que rebosó la copa fue el inconsecuente desgobierno que debió soportar el país en manos de Iván Duque. Semejante debacle volcó a los electores hacia el favorecimiento de ese que se presentó como el Gobierno del Cambio.
No nos cabe la menor duda de que el planteamiento gubernamental de Petro tiene como objetivos primordiales reestructurar el país, mejorar la vida de las clases menos favorecidas, acabar con el cáncer de la corrupción rampante que se ha instaurado en todas y cada una de las instancias sociales, políticas y económicas de la nación y, sobre todo, impedir que los de siempre continúen enriqueciéndose a costa del erario público, evitar que negocien con la miseria de sus compatriotas y forzarlos a que contribuyan a la causa común de hacer de este un mejor país, un país para todos. Tal es, en teoría, el perfil del Gobierno del Cambio.
En la práctica, sin embargo, las cosas no se ven tan diáfanas. En primer lugar, la reacción de la caverna no se ha hecho esperar. Las minorías opulentas, esas que Levy Rincón llama “la gente divinamente, caray”, han montado todo un tinglado en el que encontramos desde la ácida crítica, pasando por la ofensa y la agresión verbales, hasta las aseveraciones mendaces y aún calumniosas, con el propósito de desprestigiar al gobierno y, de esa manera, desvirtuar cualesquiera intentos de cambio que les arrebaten de las manos sus jugosos negociados. Gran parte del tiempo que lleva el Pacto Histórico en el gobierno se ha ido en un combate a brazo partido con quienes desean el mantenimiento del statu quo a toda costa.
Pero además, desde el presidente para abajo, se han cometido errores estrambóticos e inexplicables, enmarcados primordialmente por el comportamiento mesiánico del mandatario, su inveterada costumbre de oír sin escuchar, su impuntualidad supina e incomprensible, que nos lleva a poner en tela de juicio su seriedad como gobernante y que ha dado lugar a un cúmulo de especulaciones que él y sus cercanos colaboradores se esfuerzan en desvirtuar con argumentos que no acaban de convencer al colombiano de a pie. Además de ello, la ruta que sigue para lograr la aprobación de las reformas que se ha propuesto no ha sido la más adecuada. Parece haber perdido de vista que los métodos truculentos anquilosados en el quehacer político nacional no se pueden suprimir de la noche a la mañana. La concertación y la propuesta de acuerdos que vayan allanado el camino son a veces males necesarios para alcanzar un fin. Y sería muy importante que pudiera desembarazarse de esa tradicional arrogancia que le hace parecer convencido de ser el único en posesión de la verdad absoluta. Una recapitulación juiciosa de estos aspectos resultaría en extremo beneficiosa para el logro de los objetivos propuestos.
Pero además, hay un ingrediente adicional que viene a enrarecer todavía más el desenvolvimiento de la cosa política. Tal es el vaivén incomprensible e incongruente de los electores, un sinnúmero de los cuales es abiertamente proclive a dejarse corromper, muchas veces con la promesa de dádivas o prebendas, un tamal, un plato de lentejas o unos míseros pesos en efectivo. Cuando no, es el desconocimiento parcial o total de lo que está en juego al momento de votar, o quizás, el sentimiento trágico y descorazonador de que, de todas maneras, todo va a seguir igual.
No de otra manera puede explicarse que un clan como los Char-Gerlein mantenga su preponderancia en Barranquilla, por ejemplo, a pesar de los señalamientos en su contra y de las pruebas que parecen existir, que los muestran como una organización delincuencial. Tales argumentos también contribuirían a explicar la fuerza y el poder que El Matarife ostenta en los varios ámbitos nacionales y la rastrera pleitesía con que tanto la prensa hegemónica, como funcionarios de los más elevados niveles, Cabellos y Barbosas, fungen en sus oficios con el único objetivo de beneficiarlo.
Y claro, no podemos perder de vista el narcotráfico, padecimiento que nos ha estigmatizado como pueblo, que ha carcomido la vida en el campo y ha bañado en sangre inocente nuestro suelo, mientras aves rapaces locales y foráneas repletan sus bolsillos, a la sombra de esa “guerra contra las drogas”, cuyo único logro ha sido enriquecer a quienes, entre bambalinas, mueven los entresijos del comercio.
Por supuesto, en medio de semejante ciénaga social, política y económica, la violencia de todo tenor ha resurgido con fuerza implacable. Los líderes sociales caen como moscas en ese caótico maremágnum del reclamo de tierras y derechos. Los grupos armados al margen de la ley campean a sus anchas por todo el territorio nacional y los esfuerzos de ese proyecto de Paz Total se ven doblegados por la doble moral y la franca hipocresía de quienes se sientan a las mesas de negociación pero continúan con sus prácticas delictivas, que nos dan a entender que no tienen una real intención de acogerse a la oferta que les proponen la sociedad y el gobierno. Se necesitan dos para bailar el tango, dice un refrán popular y, tal como ha podido apreciarse hasta el momento, el Estado se encuentra bailando solo en este que, casi con toda seguridad, habrá de ser un nuevo intento fallido por alcanzar la paz y la concordia en Colombia.
Tal es el contexto en el que ha llegado al poder un candidato “de izquierda”. No resultaba complicado vaticinar el desenvolvimiento de los acontecimientos hasta hoy y, lastimosamente, el panorama de aquí para adelante se percibe oscuro y confuso, dado el cúmulo de escollos que pululan en la senda, algunos de ellos muy difíciles de sortear.
Con un colofón ominoso: El péndulo oscilará casi de manera inevitable hacia el otro extremo. La ultraderecha ya se ha ocupado de sentar las bases para recuperar lo que les fue momentáneamente arrebatado. Y la gente común y corriente, quienes depositaron todas sus esperanzas en este ensayo político, pero que ignoran lo tortuoso que puede llegar a ser un intento de cambio y que más bien esperaban magia, desbordarán su desencanto y su frustración en las urnas, como de hecho acaba de ocurrir, y se convertirán en artífices inocentes, en idiotas útiles que patrocinarán el retorno de aquellos que, una vez más, asumirán las riendas para velar única y exclusivamente por su propio beneficio.
¿Hay luz al final del túnel? Es una pregunta de difícil respuesta. Hay quienes pueden llegar a creer que, al tocar fondo, cualquier cambio debe darse para mejorar. ¿Ya hemos tocado fondo en Colombia? Resulta complejo determinar si tal ha ocurrido. Pero aún si ese es el caso, no debemos olvidar la Ley de Murphy que afirma sin ambages que cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar.
Es para sentir un verdadero dolor de patria.