Luego de los resultados de la primera vuelta en las elecciones presidenciales, es pertinente llevar a cabo una cuidadosa reflexión, no solo sobre lo ocurrido, sino principalmente sobre lo que viene.
Es necesario aclarar que Gustavo Petro nunca ha sido “santo de mi devoción” puesto que, a pesar de sus incuestionables cualidades intelectuales y su fuerza de luchador incansable, varias características de su personalidad, que ya había mencionado en otra oportunidad y que se pusieron de presente durante su paso por la alcaldía de Bogotá, contribuyen a proyectar una imagen difusa, por decir lo menos, en lo que se refiere al estilo que asumiría para manejar los destinos de la nación. Por lo consiguiente, considero fundamental puntualizar que, en esta enorme encrucijada en la que se halla el país, el señor Petro se destaca como una figura que genera un alto grado de incertidumbre para un muy variopinto conglomerado de colombianos.
Por una parte, se aprecia la derecha extremista y recalcitrante. Los más oscuros miembros de este grupo son aquellos que han optado por convertirse en áulicos del matarife y que pueden ser catalogados como individuos estrechos de mente, con una ideología que emula la forma de pensar de los blancos supremacistas del partido republicano de Estados Unidos y que, sin la más ínfima muestra de pudor, lamen el suelo que pisa el expresidente, en vergonzoso grado de abyección, obnubilados por sus dotes de culebrero y embaucador, que le sirven (a él) para ocultar su personalidad narcisista y su verdadera naturaleza de megalómano oportunista.
En este grupo también se encuentran los miembros de la clase opulenta, banqueros, industriales y comerciantes de alto vuelo, los verdaderos dueños del país y amos del Presidente Eterno, quienes se han servido de él para preservar y mantener su condición privilegiada, para lo cual le han otorgado ciertos niveles de poder, con lo que han alimentado su ego colosal (como también sus ganancias, las de ellos), y lo han convertido en el idiota útil de sus enormes intereses.
Está también la derecha moderada, conformada por gentes con una situación económica, digamos, “desahogada”, quienes han adquirido una posición de cierta figuración social, que dicen albergar profundos sentimientos religiosos y que son defensores a ultranza de lo que se ha dado en llamar “los valores familiares”. Para ellos, cualquier modificación del orden establecido es un anatema, por lo que todas esas tendencias de la vida moderna, como el aborto, los derechos de la comunidad LGBTI, el feminismo y algunas otras manifestaciones de progreso intelectual e ideológico, constituyen una amenaza para la forma en que han organizado sus vidas.
El dilema también afecta a un numeroso grupo de colombianos que, contra viento y marea, han alcanzado algunos logros socio-económicos mediante los cuales han estructurado un estilo de vida con pocas afugias y mucho crédito bancario, a través del cual se han hecho con diversos grados de posesiones materiales y han proporcionado a sus familias importantes niveles de formación intelectual. Son lo que en términos comunes y corrientes se ha venido a llamar la Clase Media.
Ninguno de los grupos mencionados se siente seguro con la perspectiva de que un político de izquierda se haga con el poder. Dramáticos ejemplos muy cercanos a nosotros nos han evidenciado las dolorosas consecuencias de un giro abrupto y descontrolado que atente contra la esencia de una estructura basada en la libre empresa y una economía de mercado.
Esta forma de sentir no ha logrado ser desvirtuada por las declaraciones del candidato, en las que hace gala de moderación y voluntad de asumir los retos planteados por la situación de la nación sin afectar la forma de vida de la población ni atentar contra sus derechos adquiridos. Su pasado de insurgente y su ideología social proyectan una sombra que muchos ven ominosa y como una amenaza. En esto radica la manera recelosa con que se percibe su propuesta y el temor que despierta en ciertos núcleos de la población.
Lo único que podemos saber a ciencia cierta con esta opción es que se suscitaría un cambio en muchos aspectos de la vida nacional y que esa inmensa mayoría de hombres y mujeres que integran las masas populares, que no tienen nada que perder, bien sea porque ya lo perdieron todo o porque nunca han tenido nada, acaso se verían beneficiados con el advenimiento de un gobierno que, por una vez, pensara en ellos y en su bienestar. Son ellos, dicho sea de paso, quienes apoyan esta candidatura y forjan sus esperanzas en la posibilidad de unas mejores condiciones de vida.
En realidad la parte más preocupante de la opción Petro no está relacionada con la orientación de su mandato, sino con el hecho de que no sabemos cómo sería su gobierno. Enfrentado a poderosas fuerzas políticas y económicas que han controlado el país desde siempre, enemistado con el ejército, que ha sido de manera permanente el brazo armado mediante el cual se ha ejercido el dominio sobre la población y con una bancada parlamentaria abundante pero insuficiente para lograr la aprobación de aquellas que él estableciera como perentorias medidas de transformación, su paso por el solio presidencial podría verse reducido a una lucha de poderes que, acaso, terminaría por desgastar su gestión e impedirle aplicar los correctivos urgentes para frenar la debacle a la que nos condujeron los cuatro años de desgobierno del títere. O quizás no; podrían darse circunstancias favorables para que lleve a cabo sus reformas, ¡pero! sin soliviantar a los militares que, como bien podemos suponer, estarían atentos para dar el zarpazo y quitar de en medio al fastidioso exguerrillero. Por lo tanto, no hay forma de vaticinar lo que podría ocurrir en su gobierno y Petro pasa a ser el que podríamos llamar el candidato de la incertidumbre.
En lo que respecta a Rodolfo Hernández, por el contrario, a nadie se le generan dudas. Todo lo que proyecta son certezas y, por la esencia de las mismas, las clases dirigentes encuentran en él al candidato perfecto.
Conocemos de sobra y a ciencia cierta sus cualidades de “macho arrecho”, (que nos recuerda a Donald Trump).Siempre ha hecho gala de su misoginia, xenofobia y homofobia y en alguna oportunidad se declaró abiertamente admirador de Adolfo Hitler. Jactancioso, matón y camorrista, se comporta de manera abusiva e infamante, no solo de palabra sino también de obra, ya que no tiene arredro para “ponerle la mano” a quien se le oponga o le disguste y, sin amilanarse, ha proferido amenazas de muerte lanzadas a diestra y siniestra, mientras vocifera de manera soez contra aquellos que percibe como sus contradictores.
Se declara enemigo de la corrupción, pero tiene pendiente una causa judicial por corrupto, pruebas de lo cual ya se han hecho públicas y están en manos de los entes de control. (Suponiendo, claro, que los entes de control se vayan a mostrar inclinados a tomar algún tipo de acción, lo cual es bastante improbable en las actuales circunstancias). Si hemos de creer en el aforismo de que “el zorro pierde el pelo pero no las mañas”, bastante certeza podemos tener de a dónde irán a parar sus alegatos contra ese inmenso cáncer que corroe al país. Por otra parte, su carácter de rico empresario lo ubica entre las minorías opulentas, por lo que podemos saber con precisión que estará poco inclinado a preocuparse por los menos favorecidos.
La otra certeza es la de sus coqueteos con Álvaro Uribe, aunque él se empeña en negarlo de manera contundente. Para la muestra, un botón: hace poco, ante la discusión de un grupo de periodistas respecto a los perdedores de la jornada electoral del 29 de mayo alguien afirmó que el uribismo había sido uno de los grandes damnificados. José Obdulio Gaviria, peón del Centro Democrático, afirmó con una cínica sonrisa que: “…cuáles perdedores, si pasó Rodolfo Hernández”. Lo cual no viene sino a confirmar que el ingeniero no ha sido otra cosa que un plan C de Uribe, quien seguramente pretende continuar ejerciendo su influencia a través del veterano candidato, si es que este consigue llegara a presidente. Sobre todo, porque eso le devolvería la seguridad de continuar en total impunidad frente a los cuestionamientos que se le han hecho; mientras que, con Petro en la Casa de Nariño, no deja de haber una alta probabilidad de que la justicia, finalmente, lo envíe a la cárcel.
Así las cosas, no cabe la menor duda de que con Hernández el cambio será en el mejor estilo de la conocida afirmación de Lampedusa: “Cambiar todo, para que todo siga igual”, es decir, mucho maquillaje en las formas, pero poco o nada en el fondo. Podemos tener casi la más completa seguridad de que tal será el desenvolvimiento de las circunstancias políticas y sociales del país, si este individuo gana la presidencia.
Como puede apreciarse, la disyuntiva que hoy se nos plantea a los colombianos es de difícil resolución. Sin embargo, la conclusión del análisis gira alrededor de quién sería la mejor opción para asumir la presidencia del país. (“El menos peor”, dirían las abuelas). Con Petro nos embarga la incertidumbre y con Hernández nos abruma la certeza. Pero si bien el primero no deja de generar dudas, hemos de tener en cuenta de que, por lo menos, con él existe la posibilidad de que en Colombia se dé un cambio real que nos pudiera abrir el camino hacia una paz duradera, con justicia social y lucha frontal contra la corrupción y contra la miseria que hoy aqueja a un sinnúmero de compatriotas. Muchos interrogantes se alzan ante la posibilidad de que un gobierno de tal naturaleza, “de la izquierda”, como dirán muchos, realmente logre alcanzar los objetivos que se propone y no intente alterar el orden democrático y constitucional. En otras palabras, puede ser que sí o puede ser que no.
Con Hernández, por el contrario, todo son certezas: podemos tener la seguridad de que su gobierno no inducirá ningún cambio real en la situación social, política y económica del país. En vez de tener como presidente a un rapaz incompetente, tendremos a un veterano ineficaz, ramplón y pendenciero que, a falta de un programa de gobierno serio y coherente, no tendrá más remedio que improvisar sobre la marcha y caerá, con gran facilidad, bajo la férula manipuladora de esta corrupta clase dirigente que hoy pretende impulsarlo, cuyos alfiles se harán omnipresentes para guiar su presidencia por los senderos del continuismo. Su cacareado objetivo de la lucha contra la corrupción, simplemente se irá difuminando hasta desaparecer y Colombia seguirá empantanada en esta inmensa tragedia que hoy nos aqueja. Hoy por hoy pareciera que soplan vientos de cambio, pero podemos tener la seguridad de que, con el ascenso de Hernández al poder, habremos perdido la oportunidad de reencauzar nuestro rumbo. Tal es la certeza que, sin lugar a dudas, nos genera este candidato.
No la tenemos fácil, los colombianos. La decisión que tomemos este 19 de junio habrá de determinar el futuro de nuestro país a corto, mediano y, aún, a largo plazo. Enormes serán las consecuencias si nos equivocamos, eso lo tenemos muy claro. Pero lo que no podemos perder de vista es que repetir el descomunal error que puso a Duque como presidente puede llegar a ser muy costoso.
“Amanecerá y veremos”, dijo el ciego. Y un pesimista que lo escuchó, añadió: “y amaneció y siguió ciego”. Permítaseme a mí agregar: “Y un espíritu burlón que entre las sombras había, se reía, se reía…”