¿DE LA SARTÉN A LAS BRASAS?

Ahora, cuando el “mandato” de Iván Duque está a punto de terminar, cualquier colombiano medianamente sensato seguramente puede apreciar las desoladoras consecuencias que estos años de desgobierno le han significado al país. Acaso los aspectos que más habrán de resaltar en el cuatrienio que finaliza serán sin duda, en primer lugar, el intento a través de su ministro Carrasquilla, de modificar la ley impositiva para otorgar todavía mayores beneficios a los poderosos, mientras que soterradamente se fraguaba que los inevitables faltantes se obtendrían a partir del despojo a las clases menos favorecidas mediante onerosos gravámenes; y en segundo término la criminal represión digna de brutales regímenes totalitarios como el de Pinochet, Videla o Maduro, que debió sufrir la población cuando miles de manifestantes se lanzaron a las calles a protestar por el exabrupto propuesto por el gobierno. No es difícil de comprender que inmensas mayorías hayan manifestado su complacencia por el final del período de ese que muchos llaman “subpresidente”, cuya por demás discreta gestión ha dejado grandes vacíos en lo social, político y económico, mientras el país naufraga en un caótico marasmo de inseguridad, violencia y corrupción.

En medio de este oscuro panorama llegamos al momento en que es necesario que nos expresemos en las urnas para elegir a quien deberá recoger la vapuleada bandera y asumir las riendas de la nación. Y, como queda claro a partir de lo que hemos podido ver en las campañas, no se apercibe en el horizonte esa figura egregia que ostente las condiciones necesarias para sacarnos del pantano en que nos hallamos inmersos. En otras palabras, como decían las abuelas, “con todos los candidatos no se hace un caldo.

Al mirar las opciones que los diversos grupos políticos les han ofrecido a los votantes, no resulta muy difícil determinar una estratificación de corrientes que podrían parecer ideológicas pero que no son otra cosa que movimientos oportunistas y utilitarios que poco o nada pueden proponer a un pueblo hastiado de caciques y gamonales, de parlamentarios corruptos e incapaces y de un sistema político-administrativo paquidérmico e ineficiente, que llena los bolsillos de los avivatos, pero que es indolente ante el hambre, la desprotección y la miseria que se ensañan contra una inmensa parte de la población.

Por supuesto, encontramos al candidato del continuismo. Las opulentas clases dirigentes pretenden mantener su condición de privilegio para continuar disfrutando de los réditos que les otorga un sistema político que los favorece y protege. Esta “extrema derecha” se halla representada en Federico Gutiérrez, el nuevo ungido del tenebroso matarife, quien no ha vacilado en revestirse con un manto de “candidato de la gente” y promocionarse con un discurso ambiguo, con múltiples promesas que, como bien nos lo enseña la experiencia, no tiene ninguna posibilidad de cumplir. Su margen de maniobra en la Casa de Nariño sería apenas un tanto más amplia que la de Duque puesto que, a pesar de su mayor experiencia en el mundo político, los enormes compromisos adquiridos con quienes lo habrían aupado a esa posición vendrían a señalar el inevitable derrotero por el que caminaría su administración. Tendríamos a otro Duque en el cargo, acaso no tan insulso, pero casi igual de incompetente.

Entonces, volvemos nuestros ojos hacia eso que se ha dado en llamar “el Centro”. El representante de este movimiento vino a ser Sergio Fajardo quien, luego de oscuras luchas intestinas que desdibujaron su intención, fue designado por los votantes como la figura que había de sacar la cara por su coalición. Sin embargo, la imprecisión de lo que encarna esta corriente política, además de la “tibieza” que muchos observadores le han endilgado al candidato, lo ha colocado en una posición de retaguardia que no permite abrigar ninguna esperanza de que pudiera llegar a alcanzar los sufragios necesarios para convertirse en el nuevo ocupante del solio presidencial. Posee experiencia política, pero ciertos señalamientos judiciales respecto a su papel en el cargo que ostentara en Antioquia han arrojado un manto de duda sobre su idoneidad para convertirse en el próximo presidente. Con él, quizás nos encontraríamos con alguien deseoso de hacer bien las cosas, pero esa personalidad indecisa y poco comprometida podría terminar arrojándolo en brazos de nuestras tradicionales y muy inescrupulosas fuerzas políticas.

Entonces, si miramos a la izquierda, se nos presenta el autodenominado “Pacto Histórico”. En este grupo se aglutinaron diversos movimientos cuyo objetivo primordial, según manifiestan, es promover un cambio en el país. Desde el mismo momento de su formación, quedó en evidencia que el adalid de tal alianza sería Gustavo Petro. Este, con las banderas de lo social, ha aprovechado de manera muy conveniente los desaciertos de la actual administración y promete convertirse en el artífice de un gobierno por y para el pueblo.

Lo más importante es que una ingente mayoría de colombianos han puesto sus ojos y sus esperanzas en las promesas de la “Colombia Humana”. Son los mismos que ya no aguantan el desbarajuste, que no quieren seguir siendo los que “paguen los platos rotos” y deban “apretarse el cinturón”, mientras empresarios, banqueros e industriales registran pingües ganancias y llevan a cabo millonarios negocios para acrecentar su riqueza. Sin embargo, a pesar de la imagen que el señor Petro proyecta como el timonel del gran cambio, existen razones que nos llevan inevitablemente a abrigar serias reservas sobre lo que podría ser su gobierno.

Quienes hayan observado al candidato con detenimiento, quienes hayan hecho el ejercicio de examinar su desempeño desde que hizo su aparición en lo político, habrán podido percibir a un individuo inteligente y sagaz, decidido hasta lo temerario, orador brillante y permanente fustigador de las clases opulentas. No obstante, a pesar de su lúcido desempeño como figura de la oposición, se halla lamentablemente desprovisto de “la prudencia que hace verdaderos sabios”. En lugar de ello, encontramos a un hombre arrogante, poco dado a la reflexión, sordo a las opiniones, puntos de vista y consejos de sus allegados y convencido de estar en posesión de la verdad. Tales fueron las características que descollaron durante su paso por la alcaldía de Bogotá. Si bien su trayectoria política es incuestionable, como alcalde mostró que su capacidad como administrador es más bien limitada; y, aunque ello no debería ser necesariamente un lastre para su aspiración presidencial, sí lo es el hecho de que no escucha a nadie, que se rehúsa a reconocer sus errores y se muestra poco dispuesto a desandar una ruta que pudiera haberse probado como inadecuada. Para quien lo observe con detenimiento, estos rasgos de personalidad lo hacen bastante proclive al autoritarismo. Y esto es lo último que necesitamos en Colombia.

Ahora, de los candidatos que quedan, tan solo dos merecen nuestra atención, no porque consideremos que pudieran llegar a representar un verdadero desafío al proponente de la “Colombia Humana”, sino porque la imagen que proyectan resulta tan tropical y patética que bien vale la pena que nos ocupemos de ellos.

El primero, por supuesto, es Rodolfo Hernández. Ubicado, según las encuestas, en el segundo lugar de lo que los encuestadores suelen llamar “intención de voto”, se ha caracterizado primordialmente por su actitud de matón de barrio, como bien lo puede atestiguar el concejal John Claro, a quien el entonces alcalde de Bucaramanga insultó y agredió durante una reunión. En otros rasgos de su “muy varonil” personalidad, se ha declarado admirador de Adolfo Hitler y recientemente amenazó de muerte a un interlocutor, luego de endilgarle una sarta de improperios. Tal como decía Germán Castro Caycedo: “Si el nuestro fuera un país serio”, este impresentable personajeya habría sido descalificado por los votantes y/o las autoridades, al ser un sujeto poco digno de ostentar siquiera el rango de aspirante a la presidencia. Nos parece apenas obvio que un truhan de esta naturaleza tenga muy pocas posibilidades de alcanzar la meta que se ha propuesto; aunque el solo hecho de que continúe como postulante constituye una afrenta a los demás candidatos, al sistema electoral y a toda la nación. Es una verdadera vergüenza internacional. (¿otra?)

La otra candidata que merece cierto grado de atención es Íngrid Betancourt. Se había ido a vivir a Francia, luego de la inmensa tragedia que fue su secuestro, cuando un imprudente proceder de su parte en su anterior aspiración presidencial la llevó a caer en manos de la guerrilla, que la utilizó como trofeo para castigar al Establecimiento. Del país galo regresó ahora con la aparentemente firme intención de convertirse en la mandataria de todos los colombianos. Luego de crear caos y confusión en la Coalición Centro Esperanza, la cual finalmente abandonó, tomó la decisión de lanzarse a la palestra por su propia cuenta y riesgo. No es, hasta el día de hoy, claro, cuáles son los pormenores de su propuesta de campaña, aparte de las consabidas ambigüedades y obviedades que intenta hacer pasar por sesudas reflexiones de profundidad filosófica, pero que no engañan a nadie. No se ha necesitado llevar a cabo un análisis demasiado detallado para comprender que carece de las más elementales cualidades para asumir el mando de este emproblemado país y que lo suyo, sería otra forma de continuismo Ducal, dado su grado de ineptitud e inexperiencia.

De esta manera, el panorama que se nos presenta es un tanto oscuro, por decir lo menos. Tenemos clara la importancia de frenar de una vez por todas al uribismo y a la funesta influencia que su líder ha venido ejerciendo en el país, para lo cual no ha vacilado en acudir a cuestionables métodos rayanos en el delito, sin que hasta ahora la sociedad haya encontrado la manera de hacer que rinda cuentas por ello. Además, su fallida pretensión de gobernar a través de su títere nos hizo enorme daño y nos deja hoy con un vacío de poder que, como queda en evidencia, no resultará fácil de llenar.

Así las cosas, no existe, hoy por hoy, una alternativa viable a la que los colombianos de a pie podamos acogernos, con el propósito de conseguir un sistema de gobierno que propenda por la equidad, la justicia social, el cumplimiento de los acuerdos de paz y, en definitiva, una forma de vida menos azarosa. Convendría recordar que  la corrupta clase política venezolana empujó a la población a buscar un remedio que resultó peor que la enfermedad, con el corolario de la tragedia que se vive hoy en ese país. Ello tendría que haber servido como espejo a las élites que desde hace lustros ostentan el poder en Colombia. Lamentablemente nuestros dirigentes, miopes y maniqueos, se rehusaron siempre a buscar las urgentes soluciones que otorgaran a los colombianos una existencia más promisoria. Tal ha sido el caldo de cultivo en que se ha cocinado la aspiración presidencial de Gustavo Petro. Y ahora, ante la inminencia de su victoria, dejamos de lado todo pensamiento sectario y recalcitrante, pero no podemos evitar preguntarnos si no estaremos a punto de saltar de la sartén a las brasas. ¿Logrará el candidato de la “Colombia Humana” desempeñarse a la altura de las actuales circunstancias? Solo el tiempo lo dirá.