DE LA INCOMPETENCIA AL PERFECCIONISMO

Los seres humanos somos entidades versátiles, mutables y, sin lugar a dudas, imperfectas. Desde los albores de nuestra existencia, no hemos hecho otra cosa que deambular por la tierra y devanarnos los sesos en búsqueda de mayores y mejores condiciones de vida. Con gran tenacidad, a través del penoso e inevitable método del ensayo y error, hemos trasegado una y otra vez, tratando de encontrar una manera mejor de hacer las cosas. Y, pues, el hecho de que hayamos salido de las cavernas y puesto nuestros pies en la luna, de alguna manera indica que, hasta cierto punto lo hemos logrado.

No obstante, el extenso camino que hemos recorrido hasta hoy, con el listado de nuestros éxitos y nuestros fracasos, nos ha dejado varias lecciones que los seres de esta época hemos debido aprender, no siempre de manera fácil. Y, quienes han optado por ignorarlas o desconocerlas, tarde o temprano han debido pagar el precio de su imprudencia.

Al día de hoy a nadie se le ocultan verdades de Perogrullo, tales como la necesidad de ser modestos en el éxito y pacientes frente a la adversidad, la importancia de adquirir conocimientos y desarrollar habilidades y destrezas que nos aseguren un desenvolvimiento un tanto menos tortuoso en esta jungla caótica que es el mundo y, de una manera muy especial y primordial, la sensatez de no asumir tareas para las cuales no nos encontramos preparados ni capacitados; no por lo menos antes de haber recibido un entrenamiento conspicuo, mediante el cual se garanticen algunas significativas posibilidades de triunfo en la labor asumida.

Dicho lo anterior, el rasero con el que hemos de tasar el desempeño de Iván Duque en su desatinado paso por la presidencia de la nación, inevitablemente nos lleva a reflexionar sobre cuáles eran esas habilidades y destrezas que el imberbe candidato ostentaba para asumir la delicada tarea de hacerse cargo de los destinos de un país tan complejo y emproblemado como el nuestro. Ya entonces, aún antes de su cuasi abrumadora victoria en las elecciones, nos asaltaban las dudas respecto a su capacidad para la ingente tarea. Y hoy, al hallarnos ad-portas de su salida de la Casa de Nariño, quienes abrigábamos tan serias reservas hemos visto lamentablemente cumplidos nuestros más recónditos temores: el gobierno que termina estuvo caracterizado de manera permanente por una ineficiencia supina, unos pasmosos “palos de ciego” que condujeron a sobrecogedoras equivocaciones en aspectos tan importantes como la salud, la paz, la economía y el manejo de la pandemia. Todo ello enmarcado en la arrogancia torpe del señor Duque, sustentada tan solo por el hecho de ser el favorito de un político corrupto e inmoral, ensoberbecido por una megalomanía galopante, sobre el que pesan, dicho sea de paso, graves señalamientos de carácter criminal. Él fue quien impuso a Duque a dedo con la intención de que fuera su títere de cabecera para poder seguir ejerciendo control sobre el poder político, así, por interpuesta persona.

Nunca antes en la historia reciente de Colombia habíamos tenido que ser testigos de una debacle tan catastrófica en el manejo de esta pobre república. Haciendo caso omiso de las enormes necesidades de la población, aún antes de que se desatara la tragedia que todavía hoy azota a la humanidad, Duque siguió los dictámenes de su Presidente Eterno y orientó su quehacer hacia el favorecimiento de poderosos intereses económicos. Su fracasada reforma tributaria, esperpento destinado a cobijar a los industriales y banqueros, los verdaderos dueños del país, con prebendas ignominiosas, mientras pretendía exprimir al resto de los colombianos, fue tan solo una muestra de su incapacidad para sintonizarse con las verdaderas y urgentes necesidades de sus compatriotas. Eso sin ahondar en el procedimiento criminal (que, dicho sea de paso, debería llevarlo ante el tribunal de la Corte Penal Internacional), con el que afrontó las legítimas protestas ciudadanas, lo cual vino a equipararlo con ese otro verdugo de su pueblo, que es Nicolás Maduro.

Prolijo e interminable sería tratar de analizar aquí el cúmulo de errores, traspiés y sinsentidos que caracterizaron un gobierno cuyos múltiples calificativos al día de hoy podrían resumirse en uno solo: incompetencia.

Pero, “Es de insensatez el colmo pedirle peras al olmo” reza un antiguo proverbio. Duque carecía de la preparación, la independencia y la pericia necesarias para asumir la primera magistratura de la nación, puesta en sus manos con el único propósito de que se convirtiera en la marioneta de su mentor. A poco tiempo de haber iniciado su “mandato”, figuras de su propio partido manifestaban soterrada o abiertamente su inconformidad. Pero él no podía hacer más. No sabía hacer más. Durante todo un año apareció diariamente en televisión para “darse pantalla” y generar algún grado de credibilidad en su gestión. “Quien mucho habla mucha yerra”, dice otro refrán popular: y él no hizo sino hablar y hablar, ofrecer absurdos, mentir con desfachatez y enredarse en su propia verborrea hasta convertirse en el hazmerreír de propios y extraños. Los lapsus verbales que lo han llevado al ridículo no son otra cosa que una muestra de su torpe intento de conducirse como el estadista que no es, expresando ideas que, lejos de ser suyas, parecen extraídas de un libreto escrito por otros, asimilado apenas a medias y “leído” en medio de una confusa premura y con pasmosa desatención. Los colombianos no podemos más que sentir “vergüenza ajena” al tener que exhibir ante la comunidad internacional a un mandatario tan patético. Es bochornoso.

No obstante, los seres humanos somos, como ha quedado dicho, criaturas imperfectas. Y una cualidad que puede llegar a distinguirnos es la capacidad de reconocer nuestros propios errores, nuestras falencias. Ello nos da la posibilidad de enmendar nuestras equivocaciones y reencauzar nuestro desempeño en cualquiera que sea la tarea que hayamos asumido. ¿Hizo, ha hecho o hará, el señor Duque, tan valioso ejercicio? Hasta ahora, no. Quizás en un futuro. Pero el concepto que tiene de sí mismo es tan irreal, que resulta risible: él se declara como “perfeccionista” (?!).

Las circunstancias presentes del país nos conducen a un enorme sentimiento de estupefacción, frente a semejante afirmación. Colombia navega a la deriva en medio del caos, el hambre, la desigualdad y la impunidad. Las necesidades de los menos favorecidos se han visto multiplicadas exponencialmente, los líderes sociales son exterminados en un nuevo genocidio semejante a aquel cometido contra la Unión Patriótica, mientras que miembros del partido de gobierno manifiestan sin ambages que la salud y la educación “no son derechos fundamentales” y que, ante los reclamos de una sociedad pauperizada y famélica, lo que hay que hacer es armarse y modificar los códigos para que sea legítimo tomarse la justicia por mano propia. Todo ello sin que el presidente reaccione ante tamaño exabrupto. No nos queda sino preguntar: Señor Duque, ¿dónde está la perfección? A no ser, claro, que de lo que estemos hablando sea de una perfecta incompetencia, que sería la única manera en que este mandatario de opereta pudiera, acaso, haber desarrollado su perfeccionismo.

En este momento de inconmensurable oscuridad en el que nos desenvolvemos, la única perfección que el pueblo espera de Iván Duque, es que “recoja sus bártulos” y abandone un cargo que jamás debió ser suyo. Que se aparte de la vida pública y que, en el solitario refugio de su retiro, medite profundamente en los enormes perjuicios que su ineptitud acarreó a la nación y, eventualmente, cuando ya mayorcito, con más experiencia, (“con más peso en el…..”, decían los abuelos), reflexione al respecto, quizás se sienta motivado a ofrecer disculpas al pueblo colombiano. Aunque, claro, para asumir una conducta reflexiva de tal naturaleza, se requiere una entereza de carácter que, como es evidente, hoy no posee, y no sabemos si llegará a alcanzarla con el paso de los años. Solo el tiempo lo dirá.