Reflexiones de Pandemia

A la fecha de hoy, a nadie se le oculta la inmensa tragedia que ha significado para la humanidad la pandemia que nos agobia desde hace más de un año. Todos los ámbitos de la existencia de nuestra especie, tanto en lo social, político, económico, cultural y, sobre todo sanitario, se han visto afectados, hasta el punto de que podemos afirmar que puede acaso resultar poco probable que podamos retornar a un estilo de vida previo al Covid 19, por lo menos en el corto o, aún, en el mediano plazo.

De una manera forzosa nos hemos visto en la necesidad de someternos a restricciones impuestas, ya de manera voluntaria, ya emanadas de las autoridades, para tratar de minimizar el impacto que este flagelo ha tenido en lo que atañe a la preservación de la vida y al manejo de cientos de personas infectadas. El conteo de fallecidos crece imparable y no parece haber nadie que sepa a ciencia cierta cuál es el rumbo que ha de tomarse.

Frente a este desolador panorama, nos enfrentamos impotentes al cúmulo de errores, inconsistencias, manejos tortuosos y demás yerros en los que ha incurrido, no solamente este gobierno incompetente, sino también un incontable número de connacionales que, por una u otra razón han optado por ignorar las recomendaciones de comportamiento ciudadano ante la crisis, o rechazar de plano el recurso de las vacunas, desarrolladas por la ciencia en un tiempo récord, y que son, hoy por hoy, la única herramienta viable para combatir a tan formidable enemigo.

Es un hecho que nos encontramos apenas a medio camino, (y quizás no tanto), en el propósito de vencer al adversario y prevalecer en esta lucha sin cuartel, para la que, al parecer, no estábamos preparados. A la fecha no se tiene ninguna certeza sobre el efecto protector real que las vacunas en general puedan llegar a tener, ante las múltiples variantes que se generan de la mutación del virus; además de ello, con horror somos testigos del fallecimiento de hombres y mujeres de toda edad y condición, que ya estaban vacunados y que, a pesar de ello, se contagiaron y perdieron la batalla. Mientras que otros, entretanto, de manera harto incomprensible, hacen su tránsito por la infección sin experimentar la más mínima molestia y muchos de ellos acaso jamás se enteran de que el mortal virus hubiese entrado en su sistema. Son contradicciones que no tienen justificación hasta el momento y que parecen explicarse tan solo en virtud de las notables diferencias existentes en la condición de salud, el metabolismo y la fisiología general de cada uno de los seres del planeta. Pero, en lugar de convertirse en un argumento con cierto grado de solidez, tal explicación se constituye en la más categórica evidencia del nivel de ignorancia que, hasta el momento, enmarca lo que pudiera haber llegado a conocerse del patógeno. En este año y medio de padecimiento, apenas hemos podido ir dando tumbos hasta el desarrollo de una vacuna cuyo rango de eficacia es, hasta el momento, bastante incierto, por decir lo menos; las cifras que recogen el muestreo estadístico de lo que nos está pasando no hacen otra cosa que crecer, mientras que las autoridades sanitarias pregonan a voz en grito la necesidad de continuar con las medidas de seguridad, ya sea que estemos inmunizados o no. Y a ello se suma el comportamiento irresponsable de muchos, en lo que tiene que ver con la violación de tales protocolos, como también en la renuencia maniquea a inocularse, actitud para la cual aducen una variopinta diversidad de razones.

Entonces, ¿qué nos depara el futuro? Una meta que, hasta hace poco, nos habían planteado como esperanzadora, era eso que habían dado en llamar inmunidad de rebaño. Al comienzo no era claro lo que se quería significar con el concepto. Pero poco a poco pudimos ir comprendiéndolo, si bien muchos de nosotros todavía abrigamos serias reservas respecto a lo que hemos de entender o a las implicaciones tácitas que ello conlleva.

De acuerdo con una interpretación que hemos podido darle a este planteamiento, la idea es que todos los seres humanos sufran la infección y que, con o sin ayuda de químicos, desarrollen anticuerpos que anulen los efectos del virus. Cabría esperar que, cuando aquello ocurra, este terminará por volverse inocuo. De esa manera, no habrá más variantes y podremos retomar el curso de nuestra existencia. Pero tal perspectiva adolece de un par de fallas que no dejan de ser preocupantes:

En primer lugar, lo que aquí se sugiere es igual a lo que planteara Boris Johnson en la primera mitad del año pasado, (antes de que él mismo cayera víctima de la enfermedad). Decía el flamante Primer Ministro que lo que debería hacerse es permitir que toda la población se contagie, que quien tenga un sistema inmunitario fuerte desarrolle los anticuerpos que lo protejan, “y que se muera todo aquel que tenga que morirse.” Ignoro si el británico estaba dispuesto a considerar que, entre este último grupo de los condenados, bien habrían podido encontrarse él mismo, su mujer, su hijo, (entonces nonato), su madre o algún otro miembro de su familia cercana.

La segunda grieta en el principio del rebaño, consiste en el rechazo que un elevado porcentaje de la población mundial ha hecho respecto a la opción de vacunarse. Si bien muchos de ellos desarrollarán inmunidad por sí mismos, es claro que estarán mucho más predispuestos que los vacunados a adquirir reinfecciones. Ello es todavía más claro y contundente si recapitulamos sobre el número de personas que se inocularon, de todas maneras se contagiaron y, aún, murieron por esta causa. Lo cual nos dice que el desarrollo de anticuerpos no es permanente ni definitivo y que, con o sin inmunización, el virus seguirá causando estragos entre la población. Así las cosas, la tal inmunidad de rebaño viene a convertirse en una utópica esperanza que no tiene visos de llegar a representar una solución para el caos de salud que hoy se vive en el mundo.

Según puede apreciarse, el porvenir no es precisamente muy promisorio ya que la protección que ofrecen todos los tipos de vacunas es, al parecer, muy relativa y, como ha quedado expuesto, depende en mucho de las condiciones específicas de cada uno de los individuos que las reciben. Además, por supuesto, que si se da el caso de que existan eso que llaman co-morbilidades, el efecto defensivo se torna impredecible y poco confiable. ¡Y es lo mejor que tenemos para luchar contra la pandemia!

De lo dicho anteriormente, surge otro interrogante que, hasta el momento, nadie parece haberse molestado en considerar: ¿qué está haciendo la ciencia en lo que tiene que ver con el desarrollo de un tratamiento, así sea medianamente efectivo, para ayudar a quienes se contagian y generan los graves síntomas que, en tantísimos casos conducen inevitablemente a la muerte? Porque hasta este momento los postulados médicos son que, si aparece la infección, hay que aislarse rigurosamente y mantener una cuarentena de 14 días. Si los síntomas se tornan severos, acudir a un hospital en busca de una UCI (si es que puede conseguirla); allí le darán paliativos y, si las cosas se ponen difíciles, lo remitirán a un respirador y lo entubarán. De sobra sabemos que, cuando llega a tales instancias, el afectado casi siempre fallece sin que se pueda hacer nada para prevenir el fatal desenlace. En otras palabras, nos hallamos inermes frente a los embates de este implacable contrincante. A no ser, claro está, que ya exista un procedimiento médico-clínico-farmacológico del cual no se haya hecho mayor divulgación en virtud del eventual y muy seguramente astronómico costo que pudiera significar para quien lo necesite.

A este propósito, conviene recordar aquí que se dijo que Donald Trump había caído víctima del contagio. Como se hizo público, fue llevado a un centro médico del cual fue dado de alta tan solo un par de días después. Y nosotros, los ciudadanos de a pie, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Cuál sería ese tratamiento tan veloz y efectivo? ¿Tuvo acceso a procedimientos médicos ya existentes, pero reservados para las minorías opulentas? No parece haber una respuesta. Pero por supuesto que lo que se puede suponer es que, con esa tendencia a una mitomanía perniciosa y malsana, de la que ha hecho gala el magnate, enfocada siempre a materializar y proporcionar algún asidero a la realidad incoherente y tortuosa que percibe su mente obtusa, lo de su Covid acaso no fue más que un recurso para esgrimir frente a sus votantes, atraer su atención y sacudirse un poco la desventaja que ya divisaba frente a su rival y que finalmente le costó la reelección. Creo que nunca lo sabremos con certeza.

Por otra parte, elogiamos inmensamente y hemos adquirido una deuda enorme de gratitud con los científicos que, a marchas forzadas, desarrollaron las vacunas para minimizar los catastróficos efectos de esta infección. Y no nos cabe duda de que continúan 24/7, tratando de entender mejor al patógeno y buscando nuevas y mejores maneras de combatirlo. Pero nuestra pobre humanidad agobiada y doliente necesita con urgencia información positiva. Sería muy útil para nuestra sicología, nuestro estado de ánimo y nuestra moral, que se nos dijera algo respecto al trabajo que, con toda seguridad, se está llevando a cabo para encontrar armas más poderosas y efectivas que logren detener esta orgía de enfermedad y muerte en la que hemos caído y para la que, hasta el momento, no parece haber una solución en el horizonte inmediato. Como ha quedado dicho, la meta que se propone por ahora tiene mucho de ilusorio e improbable. A pesar de que la vacunación avanza, todas las regiones del orbe temen o se ven sometidas a nuevos picos, que le cuestan la vida a cientos de seres diariamente. ¿Qué vamos a hacer?

La peste negra asoló a Europa durante cuarenta años y se llevó a dos tercios de la población. La llamada gripe española significó la muerte para 50 millones de seres humanos. Eran otras épocas y el conocimiento científico era inexistente o estaba en pañales. Pero hoy hemos ido a la luna, las comunicaciones con cualquier lugar del planeta están a un toque de ratón, el trasplante de órganos es una realidad casi que cotidiana y hemos hecho avances insospechados en el desarrollo de la inteligencia artificial. Entonces, ¿qué nos hace falta para derrotar finalmente a este mortal enemigo? ¿Deberemos vernos abocados a padecer de nuevo los efectos trágicos de una pandemia de enormes proporciones, como aquellas a las que hemos hecho referencia, sin que podamos hacer nada al respecto? Pueda ser que no.