Si acaso pudiéramos suponer que la pueril y obtusa mente de Iván Duque, (enfocada desde el mismo comienzo de su desastrosa gestión al servilismo y adulación a su patrón), llegase a concebir la idea de escribir un libro referente a su paso por la presidencia, el epígrafe que introduce las presentes consideraciones bien podría fungir como título de tal escrito.
A menos de un año de culminar el período de su “mandato”, (concediéndole el beneficio de la duda, al suponer que es él quien manda), las secuelas de la improvisación, el desgobierno, la desconexión con la realidad y, sin ir más allá, la torpeza supina de que ha hecho gala el señor “presidente”, se observan en los más diversos ámbitos de la vida nacional, hasta el punto de que, al momento de escribir estas líneas, el caos impera en prácticamente todo el territorio colombiano y la única respuesta de este gobierno de opereta ha sido lanzar a las calles la más vergonzosa y criminal represión, (emulando el mejor estilo de Maduro), cuyas consecuencias apenas empiezan a vislumbrarse en el número “oficial” de fallecidos, en los desaparecidos y en ese inconsecuente llamado a un diálogo de sordos que no ofrece otra cosa que dilatar las soluciones urgentes y vencer a las masas de manifestantes por el agotamiento.
Prolijo sería tratar de relacionar aquí el cúmulo de errores, traspiés, yerros y extravíos que han tenido lugar en este largo interregno, en el que brilló por su ausencia la pericia de una mano firme que se hiciera cargo de los enormes desafíos planteados por la migración venezolana, la pandemia y la matanza indiscriminada de líderes sociales (la cual ya hoy tiene toda la apariencia de un genocidio), entre otras varias circunstancias. Desde el momento mismo de su llegada a la Casa de Nariño, el señor Duque, hábilmente manipulado y controlado por su Presidente Eterno, enfocó sus baterías contra el proceso de paz. Tal ha sido, desde entonces, al parecer, el único objetivo de su administración y, para cumplirlo, ha acudido a todo tipo de estrategias y subterfugios, como si tal fuese el propósito soterradamente asumido cuando se convirtió en “el que diga Uribe”. Todo lo demás le ha resultado superfluo e intrascendente, a pesar de que, en su verborrea estentórea no hace más que balbucear respecto a los más diversos temas, en una deplorable caricatura del culebrero que mueve los hilos tras bambalinas.
Desde el mismo comienzo, cuando ganó las elecciones, todas las mentes más o menos avisadas sabían que este iba a ser un gobierno calamitoso. Los ingredientes eran bien apreciables, comenzando por su falta de experiencia, seguida de una total carencia de independencia, frente a los tortuosos manejos y los oscuros propósitos del ominoso jefe de su partido, quien se halla, a su vez, bajo el mando imperioso de los poderosos grupos industriales y financieros. Las dos reformas tributarias, la que nos impusieron y la que se cayó, suponen enormes beneficios impositivos para ellos, que pagarán todavía menos de lo que hoy pagan, mientras que los fondos faltantes habrán de recaudarse exprimiendo a las clases trabajadoras, sin importar que tal esquema solo habrá de contribuir a hacer que los ricos sean más ricos y que los pobres sean todavía más pobres.
¿Existe un camino para salir de este inextricable laberinto? No se percibe a ojos vista. La enorme crisis sanitaria desatada alrededor del mundo no ha hecho otra cosa que enrarecer todavía más el panorama de nuestro pobre país. Y la clase gobernante, lejos de pellizcarse y utilizar su influencia para buscar soluciones a la debacle humanitaria y económica que nos aqueja, se ha dedicado al derroche y al despilfarro, en adquisiciones onerosas como camionetas y aviones y en nombramientos de sus áulicos en cargos inanes que nos cuestan “un sentido” a todos los colombianos.
Pero mirémonos en un espejo: hace unos veinticinco o treinta años, la corrupta clase política venezolana ocasionó tanto daño y exacerbó tanto al pueblo, que lo arrastró hacia la búsqueda de una alternativa diferente que realmente tuviera en cuenta las grandes necesidades de las gentes. Así, en medio de la desmoralización y la desesperanza, los venezolanos se arrojaron en brazos de la opción ofrecida por Hugo Chávez y, sin darse cuenta, saltaron de la sartén para caer en las brasas. Como hemos podido ver, la tan cacareada “revolución bolivariana” sumió al país en esta tragedia social, política y económica de la que hoy somos testigos, que ha significado el hambre y la muerte para un inmenso número de conciudadanos y que ha ocasionado el éxodo masivo de seres pauperizados, que se han visto en la necesidad de someterse a la indigencia y la xenofobia en países aledaños, los cuales, a su vez, difícilmente han podido adaptarse a la llegada de tantos individuos con infinitas carencias y gigantescas necesidades.
Una reflexión apenas medianamente profunda es todo lo que se requiere para comprender que nosotros estamos siguiendo los pasos del vecino país. Nuestra clase dirigente, caracterizada de manera primordial por una desmedida codicia y carente de cualquier asomo de empatía o conmiseración por los que menos tienen, sigue adelante con su tarea de abrumar al pueblo, expoliarlo y, cuando manifiesta su descontento, masacrarlo sin misericordia, con tal de mantener su posición de preeminencia y continuar disfrutando de los privilegios que ha ostentado desde siempre, sustentados por el sudor, las lágrimas y la sangre de los menos favorecidos. Y, poco a poco, con una miopía que sobrecoge, han ido alimentando esa opción alternativa hacia la que hoy ya una gran mayoría de gente se vuelve con ilusión y esperanza. Ensoberbecidos por su inmenso poder y ahítos de beneficios, no parecen percibir la sombra de tormenta que se cierne sobre todos nosotros. Pero claro, cabe suponer que, cuando se desate la tempestad, huirán a otras latitudes donde seguramente ya han hecho acopio de recursos de emergencia y abandonarán, como las ratas, el barco que se hunde.
Para nadie es un secreto que el señor Gustavo Petro es un hombre inteligente, con un gran sentido político y un profundo conocimiento de los problemas actuales. Sus debates, lanzados desde la oposición que ha mantenido siempre, han puesto el dedo en la llaga de nuestras grandes falencias y en la incapacidad y falta de voluntad de los gobiernos para la búsqueda de soluciones. Pero hasta ahí va la cosa.
Su paso por la alcaldía de Bogotá puso de presente su inocultable incapacidad para gobernar y para implementar un proceso administrativo serio y coherente con los problemas de sus gobernados. Adolece de dos flaquezas muy serias que se mostraron durante su manejo de la ciudad: en primer lugar, una arrogancia desmedida, que lo lleva a actuar sin medir las consecuencias, sin escuchar consejos ni opiniones distintas. Es tan testarudo e intratable en estos casos, que importantes colaboradores, como Navarro Wolf, abandonaron su participación en el gobierno de la ciudad, tan solo unos cuantos meses después de haber sido elegido. El segundo gran defecto se desprende del primero: como cree que “se las sabe todas”, está incapacitado para entender que, en ocasiones, no tiene todas las respuestas. Tal como alguien lo manifestara alguna vez en una columna de prensa, “no sabe que no sabe”. En tales circunstancias y como ya quedó ampliamente demostrado, al encontrarse en una posición de mando, su ego se obnubila y comete graves errores (recordemos las volquetas del aseo), que suelen ser muy costosos para quienes sufren bajo su autoridad.
En virtud de lo anterior, quienes valoran su quehacer en la oposición, quisieran seguir viéndolo ejercer ese papel, como fiscalizador y crítico del poder. Pero es claro que de ninguna manera es una figura que quisiéramos ver en la presidencia de la república. Su actitud autoritaria y su permanente ánimo revanchista, lejos de constituirlo en una alternativa viable para las clases populares y sus ingentes problemas, lo convierten en una riesgosa apuesta para la hoy tan fracturada estabilidad del país. De suyo sabemos que no es Hugo Chávez. Su relación con las fuerzas militares es tensa, por decir lo menos, y es poco probable que lograra el apoyo que de ellas se requeriría para lanzarse a una aventura despótica similar a la de Venezuela. La tan mentada “venezolanización” solo existe y ha existido en los delirios febriles y en las mentes calenturientas de los uribistas. Pero no nos cabe duda de que el esquema que Petro llegara a imponer tendría serios efectos en los diversos aspectos económicos y políticos de la nación y no necesariamente para bien, dada su inclinación a manejar las cosas de forma unilateral, sin remitirse al consejo ni a las recomendaciones de nadie. Eso, sin mencionar que la inversión extranjera huiría despavorida, con lo que nuestra maltrecha economía sufriría enormemente.
No obstante, el desgobierno que padecemos hoy en día no ha hecho otra cosa que allanar el camino del líder de la Colombia Humana hacia la presidencia. De nuevo, al igual que ocurrió en Venezuela, el pueblo sin trabajo, sin salud, sin oportunidades, parece hallarse dispuesto a buscar una opción alternativa que promete ser la panacea para todas sus necesidades. De sobra sabemos que las encuestas no son nunca del todo fidedignas, que muchas veces son amañadas y que sus resultados pueden cambiar de la noche a la mañana. Pero las de hoy muestran a Gustavo Petro como el candidato de primera línea para las elecciones de 2022. Y, luego de este, que muchos han catalogado como el peor gobierno en la historia del país, resulta difícil imaginar que un nuevo candidato del uribismo vaya a poder reunir los votos necesarios para conseguir otra vez el solio presidencial, (aunque podría pasar cualquier cosa, claro). Como quiera que sea, conviene no perder de vista que el actual desbarajuste tendrá la mayor parte de la responsabilidad si nuestros temores se cumplen.
Por otra parte, los demás movimientos políticos se parecen en mucho al perro que se persigue el rabo. Se hallan esencialmente acéfalos y corren de un lado para otro sin encontrar un camino concreto que pudiera conducirlos a una coalición que llevara a alguien capacitado a la Casa de Nariño. Porque, ¿quién sería? No haber podido responder esta pregunta en las pasadas elecciones (especialmente por ambición y obstinación de algunos), dio lugar a que fuese Petro el que fuera contra Duque en la segunda vuelta, con la consecuencia de que mucha gente se tragó el cuento del castrochavismo y votó para que hoy tengamos esta infausta situación. ¿Se repetirá la historia? A menos que los figurines políticos abandonen por un instante sus intereses personales y piensen en el bienestar de la nación, el futuro se ve bastante poco promisorio. Podría parecer que nada puede ser peor que lo que hoy tenemos, pero conviene no olvidar una de las más elocuentes de esas que llamamos leyes de Murphy: “Cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar”. Como solían decir las abuelas: “¡Que Dios nos coja confesados!”