
Se cumple ya un año del indescriptible viaje que hice a Tanzania, en el África oriental. Me ha tomado todo este tiempo reflexionar lo que fue esta visita sin par, literalmente al otro lado del mundo. Así pues, he considerado oportuno llevar a cabo una recapitulación de la que puedo catalogar sin lugar a dudas, como la experiencia más exótica que he tenido. Y es que los momentos vividos durante esas tres semanas, todavía hoy perviven en mi memoria y me señalan permanentemente que aquello no fue un sueño sino una vivencia real y tangible, que habrá de acompañarme por el resto de mis días.
He de comenzar diciendo que fue una circunstancia de orden familiar, como la de visitar a mi hija, quien fue a residir en ese país desde hace algún tiempo, la que me condujo a planear y llevar a cabo un viaje que, de otra manera, es muy poco probable que hubiera figurado en mis proyectos de ver el mundo. Los pormenores del periplo se fueron estableciendo poco a poco, casi con un año de anticipación, puesto que teníamos la certeza de que era necesario tratar de dejar un mínimo de cosas al azar. Tuvimos la suerte de contar con una súbita promoción en el valor de los pasajes aéreos y, a partir de ahí, se fueron desglosando los demás detalles, mientras todos y cada uno de los que habíamos dispuesto que nos embarcaríamos en esta aventura, íbamos acomodando nuestras mentes y nuestras expectativas.
¡Había que vacunarse! Un traumático recuerdo de mi lejana vida escolar ha dado lugar, a lo largo del resto de mi vida, a que le tenga un horror manifiesto a todo proceso de vacunación. Pasaron varios meses antes de que me decidiera a inocularme las consabidas protecciones químicas contra posibles contagios. Finalmente, no fue tan terrible como mi mente se lo había planteado, azuzada por mi memoria. Claro que no me sometí a las 6 o 7 vacunas recomendadas, sino solamente a dos, que me fueron sugeridas por mis médicos. Por fortuna, no hubo ningún incidente en este sentido y nuestra salud se mantuvo incólume durante todo el viaje.
Fue necesario seguir un procedimiento específicamente determinado para la consecución de las visas necesarias para poder visitar ese país. Aparte de algunos menores tropiezos, el proceso se desarrolló sin mayores novedades y, aún faltando 4 meses para la fecha del viaje, ya todo parecía estar listo y a punto. Con nuestros anfitriones allá definimos algunos aspectos relativos a pagos de paseos y actividades y, de pronto, llegó el momento de abordar el avión y dar inicio a nuestra aventura.
Los vuelos de larga duración implican que uno se prepare sicológicamente. Las 13 horas hasta Estambul fueron apenas el abrebocas de lo que habríamos de encontrar en nuestro recorrido. Tuvimos la suerte de que el servicio de la aerolínea fuera de buena calidad, si bien fue necesario acudir a paseos a lo largo del estrecho corredor de la aeronave, como también a algunos ejercicios corporales para ejercitar, sobre todo las piernas, que inevitablemente se sentían un tanto entumecidas por los largos períodos que debíamos permanecer sentados. La escala en Estambul, (10 horas), nos dio la oportunidad de salir a visitar la ciudad. Algo desorientados y poniendo en práctica el antiguo método de ensayo y error, logramos conectarnos con un vehículo que nos llevó al centro. Allí caminamos bastante; llegamos hasta la antigua basílica de Santa Sofía, hoy la Mezquita Azul y, luego de despojarnos de los zapatos y de que las mujeres se cubriesen debidamente la cabeza, pudimos ingresar y ser testigos de la extraordinaria arquitectura y de los magníficos diseños con los que el arte árabe ha adornado el recinto. Recorrimos la zona a pie, visitamos otra mezquita y un bazar y tomamos un almuerzo típico en un restaurante del lugar.

Algo que resultó totalmente novedoso para nosotros, que por primera vez nos encontrábamos en un país con un importante número de seguidores de la fe musulmana, fue la llamada del muecín a la oración. Quienes hemos vivido primordialmente en un país de tradicional raigambre católica, seguramente nos hemos acostumbrado al sonido de las campanas de las iglesias, que convocan a misa. Incluso, puede haberse dado el caso de que ya no las escuchemos a nivel consciente y que su sonido haya llegado a convertirse en parte del ruidoso contexto de nuestras junglas de cemento. Pero nada nos había preparado para el llamado de viva voz, hecho desde el alminar de cada mezquita y, además, amplificado con los modernos recursos tecnológicos de un potente sistema de sonido. Era la 1:00 de la tarde, y la mística invocación se escuchaba, desde el lugar en el que nos encontrábamos, proveniente de por lo menos tres puntos distintos. Y lo que nos resultó curioso, por decir lo menos, era que las voces nunca se superpusieron, sino que, por el contrario, cada una parecía tomar un turno para cumplir con su función. Esta experiencia vino a complementar la incontrovertible sensación de diversidad cultural que nos rodeaba, de la cual ya habíamos tenido indicios al observar el para nosotros inusual número de pasajeras del vuelo de Turkish Airlines, vestidas con los atuendos que el Islam prescribe, o el repetido anuncio en nuestras pantallas, indicando cuánto tiempo restaba para el siguiente momento de oración.
Luego de resolver el asunto del transporte, regresamos al aeropuerto para tomar nuestro vuelo de 7 horas hasta Dar es Salaam. Arribamos hacia las 3:00 am, agotados pero eufóricos. Mi hija nos estaba esperando y su sonrisa de felicidad al vernos fue recompensa más que suficiente a los desafíos planteados por el largo viaje. Todo estaba convenientemente dispuesto: el transporte, el alojamiento en su casa y en un apartamento aledaño, contratado para el propósito y un espíritu festivo que auguraba una experiencia nunca antes vivida. Estábamos en África y la aventura apenas comenzaba. Luego de un día de reposo y ajuste, tomamos el ferry que nos condujo a Zanzíbar. Una singular amalgama de gentes de diversas nacionalidades se entremezclaba con el ingente número de locales tanzanos y, seguramente, visitantes de otros países africanos. La logística de embarque y desembarque estuvo más o menos organizada, a pesar del abundante número de viajeros que se apretujaba en la sala de espera del muelle y más tarde en el embarcadero de destino, donde era necesario registrar el ingreso, puesto que Zanzíbar, a pesar de ser parte integral de la República Unida de Tanzania, conserva cierto grado de autonomía y aplica sus propios procedimientos. Al llegar a la isla, una camioneta previamente contratada nos estaba esperando para conducirnos al hotel. No fue fácil emprender el camino: el cúmulo de vehículos que pugnaba por entrar o salir, junto con la cantidad de vendedores ambulantes que ofrecían toda clase de baratijas y la movilización de los recién llegados que tenía lugar ahí mismo, en el único camino de tierra, en un área en la que los andenes brillan por su ausencia, (sin nada que la distinguiera de cualquier terminal de transporte, ubicada en alguna de nuestras poblaciones colombianas y aquejada, igualmente, de desorganización y de un endémico caos), hicieron que fuera necesaria una buena dosis de paciencia, aderezada, por supuesto, con la excitación que nos producía estar allí, asimilando aquellas vivencias.
Finalmente, llegamos al hotel. Es importante destacar la atención que nos brindó el personal durante toda nuestra estadía. Las habitaciones eran amplias y cómodas y las camas estaban dotadas de mosquiteros. La playa, en este lugar, era bastante aceptable y debo decir que el menú del restaurante, si bien no extraordinariamente abundante, en general satisfizo nuestras necesidades. Pasamos unos muy agradables y relajados cuatro días allí, en compañía de otros huéspedes de diversas nacionalidades. El clima era cálido, de corte tropical, con algo de brisa marina.
Luego fue necesario ir al aeropuerto para tomar el vuelo a la ciudad de Arusha: una pequeña avioneta con cupo para doce personas. No sin ciertos sentimientos de ansiedad y aprensión, abordamos la que nos pareció un tanto precaria aeronave, que despegó sin problema y nos condujo con apenas uno que otro altibajo de turbulencia, hasta la población donde nos esperaban los vehículos que habrían de conducirnos por los siguientes tres días, a lo largo de las praderas y los parques nacionales, en lo que todavía hoy se denomina un safari, aunque concebido dentro de modernas normas de comodidad y seguridad.

Lo que resulta importante para destacar, en este cúmulo de vivencias sorprendentes y maravillosas, serían: el hotel, muy cómodo y con un excelente servicio de alimentación, tipo buffet; el servicio de transporte, cuidadosamente preparado, cuyos conductores hicieron gala de gran pericia y abundante conocimiento, que compartieron con nosotros; la inmensidad de los parques del Serengeti, Lago Manyara y Cráter del Ngorongoro; la notable cantidad de visitantes de diversas partes del mundo, lo que hacía que los vehículos del servicio de transporte, a veces se acumularan en un área donde podía apreciarse la diversidad de la fauna.
Pero nada nos había preparado para la gran cantidad de animales que pudimos observar. Resulta difícil de expresar con palabras la emoción que nos embargaba al tener elefantes, jirafas, mandriles y diversos tipos de venados, casi prácticamente al alcance de la mano. Y, aparte de ello, los leones que deambularon por entre los vehículos, en total libertad, los búfalos, en proceso de migración y, a la distancia, los rinocerontes que, hasta entonces, solo habíamos tenido la oportunidad de ver en los documentales del canal Discovery.
La otra experiencia, por demás inolvidable, fue la noche del 24 de diciembre, que pasamos en un campamento en la mitad del Serengeti. Allí nos esperaba un buen buffet, consumido bajo una carpa convenientemente iluminada, pero rodeada de la negrura inmensa de la oscuridad. Concluida la cena, fuimos conducidos a lo que habrían de ser nuestra “habitaciones”, que estaban conformadas por enormes carpas, donde no faltaba ninguna comodidad: confortables camas, servicio de baño completo, con agua caliente para la ducha de la mañana, provista por los serviciales trabajadores. Ah, y un walkie-talkie, para el caso de que alguien necesitara salir al exterior en la mitad de la noche, puesto que habría sido necesario solicitar la colaboración de los empleados a cargo. A ello se añadió la severa indicación de que nadie, bajo ningún concepto, debía abandonar la carpa por su cuenta. Y vaya si había razón para ello, ya que en la mitad de la noche alguien alcanzó a escuchar ruidos que parecían bufidos o resoplidos de alguna fiera que rondaba por los alrededores. Muy similares a los que se observan en los documentales de la National Geographic, cuando los leones marcan su territorio, pero mucho más tangibles, reales y, sobre todo, cercanos.

Como parte del itinerario, se nos condujo hasta una aldea Masái. Sus habitantes eran aproximadamente una centena y dan la bienvenida a los visitantes (por un costo que debe pagarse en dólares americanos). Nos mostraron algunos de sus bailes, nos hicieron partícipes de algunas rutinas y nos invitaron a conocer la escuela y el interior de sus viviendas, que no son otra cosa que asentamientos hechos con ramas, barro y estiércol. Fabrican toda clase de bisutería, que venden a los viajeros y se comportan de manera amigable. La comunicación con ellos se hace en un inglés que algunos han aprendido a chapucear, pero que les basta para el propósito de entretener a la gente y tratar de que desembolsen algo de dinero. Son comunidades que parecen ser autosuficientes y que llevan una vida simple y un tanto nómada, según pudimos entender. Vivir de esta manera parece haber sido su elección, (aunque no sé si, de quererlo, habrían tenido acceso a alguna alternativa), pero no pude dejar de experimentar cierto grado de desasosiego al contemplar a seres humanos que viven en algo muy parecido a la Edad de Piedra, en un mundo en el que se “disfruta”, (digámoslo así, entre comillas), del “progreso” representado por los avances tecnológico-científicos.

En definitiva, el balance del recorrido por los parques naturales se puede resumir en una sola palabra: ¡fascinante! Ver los animales en su propio hábitat, en total libertad, ser testigos de la inmensidad de la pradera africana, Sentirse, aunque solo fuera por un momento, como parte integrante de un mundo desaparecido en otros rincones del globo, fueron experiencias inolvidables.
Cuatro días después, abordamos una nueva avioneta para dirigirnos a un territorio insular llamado Mafia. He de decir que la población local vive en condiciones más bien precarias y que los visitantes deben llegar preparados para acomodarse a ciertas circunstancias muy particulares, bastante diferentes de lo que cualquiera de nosotros pudiera identificar con el concepto de turismo. Pero, como decían las abuelas: “Todo forma parte de la diversión”. Allí, los más osados se montaron a una lancha que los llevó un tanto mar adentro, para luego saltar al agua, dotados de equipos de buceo. El propósito era nadar junto a los tiburones ballena, vistos en su ambiente natural. Quienes optamos por no participar, permanecimos en la playa, disfrutando de la brisa marina, un ambiente relajado y una infinita paz. Los que fueron, jamás podrán olvidar la sensación de hallarse cerca de esos maravillosos animales, flotar a su lado y ser partícipes por unos momentos, de un entorno natural, distinto y alucinante. Un recuerdo imborrable. Allí, en aquel ambiente tropical y exótico, recibimos el nuevo año.
Y, finalmente, regresamos a Dar. Los pocos días restantes los empleamos en hacer algunas compras y visitar un par de restaurantes. Y, así, llegó el momento de la despedida. Llegamos a Estambul en medio de un clima invernal inclemente, por lo que las nuevas 10 horas de escala tuvimos que pasarlas en un hotel que la aerolínea puso a nuestra disposición. No fue posible realizar la otra visita a la ciudad, tal como lo habíamos planeado y, hacia las 4:00 am abordamos el avión de regreso a Bogotá. 13 largas horas; pero cada uno de nosotros venía con esa sensación plena, de haber sido partícipes de algo inolvidable. Ahora, un año después, las conversaciones que versan sobre el viaje, la revisión de las fotografías y las reminiscencias que permanecen en nuestras mentes, no dejan de señalarnos que fuimos inmensamente afortunados al tener la oportunidad de realizar este paseo. La vida nos obsequió una experiencia invaluable y cada aspecto, cada detalle, cada recuerdo, contribuyen a que no nos quede duda del crecimiento intelectual y personal que alcanzamos, a partir de la misma. Sin temor de equivocarme, puedo afirmar que nuestra existencia hoy se divide en “antes” y “después” de Tanzania. Y nada ni nadie puede despojarnos de todo lo vivido, disfrutado y conocido en esas maravillosas tres semanas.