El pueblo colombiano ha debido asistir, asombrado pero impotente, a los inauditos eventos que se han venido sucediendo en estos últimos tiempos y, de una manera muy particular y específica, desde cuando el candidato del Centro Democrático se acomodó en el solio presidencial, luego de una campaña espuria, en la que, sin reatos de conciencia, se buscó el apoyo de dineros de individuos de dudosa reputación. Todo ello aderezado por inmensas equivocaciones de los otros candidatos, en muchos de los cuales, oscuros intereses politiqueros se antepusieron a la búsqueda de una figura que pudiera hacerle contrapeso a la ultraderecha y evitar, de esa manera, el gran descalabro que hoy vemos a nuestro alrededor.
Así las cosas, aparte de la pandemia que aqueja a todo el orbe, nuestro país sufre un padecimiento generalizado que ha venido afectando los diversos aspectos de la vida nacional y que amenaza con socavar los más elementales fundamentos de una sociedad pluralista y tolerante, puerto hacia el cual hemos estado intentando navegar, pero que hoy parece difuminarse en el horizonte, mientras soplan en torno los tenebrosos vientos del despotismo. He aquí los síntomas:
Los agentes del Estado atacan y dan muerte a los ciudadanos. La protesta pacífica, derecho consagrado en la Constitución, ha sido estigmatizada, reprimida de manera brutal, en trágicos hechos apenas comparables con la barbarie a la que han sido sometidos los disidentes en Venezuela. Ahora quieren implantar un “protocolo” que pretende regular los términos de la expresión de la inconformidad ciudadana, pero que, en realidad, lo que intenta es castrarla. Y, aún en el caso de los actos vandálicos de los que hemos sido testigos, jamás los agentes del orden pueden ponerse a nivel de los agitadores. El control a través de la fuerza desmedida, como el que hemos visto, convierte al Estado en un vándalo más y nos acerca a execrables sucesos como los de Ayotzinapa o, peor aún, Tiananmen.
Un rapaz imberbe, cuyo único mérito es el de haber sido señalado a dedo por el gamonal soberbio alucinado y arrogante, jefe de su partido político, es el Primer Mandatario de la nación. En realidad, fue designado en razón de su inexperiencia supina, su ignorancia en materia política y, sobre todo, su carácter dócil y manipulable, que le ha permitido a su Presidente Eterno gobernar por interpuesto títere. Todo ello, a pesar de sus apreciaciones, expresadas en 1998, en las que planteaba sus reservas respecto a la figura ominosa de Álvaro Uribe, las cuales hoy rotula como “prejuicios” superados. No en balde dijo Churchill que “Algunos abjuran de su partido para defender sus convicciones, pero hay otros que abjuran de sus convicciones para defender a su partido”. ¿Cabe cuestionar a cuál de estos dos grupos pertenece el presidente? Seguramente, si le preguntásemos, su respuesta muy probablemente sería: “¿Convicciones? ¿De qué me hablas, viejo?”
El gobierno, en cabeza de su marioneta, ha abdicado de la responsabilidad de la cual los electores le hicieron depositario a través de las urnas. Ha desconocido la gravedad del genocidio de líderes sociales que está teniendo lugar frente a nuestros ojos, ha determinado renombrar eufemísticamente las masacres de campesinos, con el propósito de restarle importancia a una situación por demás insólita y dramática. Así mismo, ha dispuesto desconocer de manera olímpica al estamento judicial, hasta el grado de sugerir que, como las decisiones que toman los jueces no les convienen o no les gustan, entonces lo que hay es que cambiar a los jueces.
Colombia, bajo la égida de quien hoy gobierna sin gobernar, ha hecho causa común con Donald Trump, quien es visto por un elevado porcentaje de la población de su país, al igual que por la mayoría de los líderes del resto del mundo, como un megalómano incompetente, ignorante y altamente peligroso para la estabilidad de los pueblos del planeta. No obstante, el señor Duque no ha vacilado en ponernos a todos de rodillas frente a las pretensiones delirantes de este sujeto quien, además, no se afana en ocultar el desprecio que siente por él y por todos nosotros.
En medio de la tragedia social y económica que ha causado la pandemia, las transmisiones televisivas ampulosamente denominadas Protección y Acción, no han hecho otra cosa que cacarear ofertas de ayuda a quienes han sufrido los más duros golpes de esta inaudita situación. Pero ello no ha sido más que palabrería banal, en el mejor estilo del culebrero terrateniente que, tras bambalinas, hace y deshace en el país. Los auxilios ofrecidos poco o nada han llegado a manos de quienes tanto los necesitan; y, por el contrario, se ha dispuesto que millonarios recursos se destinen para sacar de la crisis a una empresa que alguna vez fue colombiana, pero que ya no lo es y que, por lo mismo, jamás debería estar entre los primeros beneficiarios de un auxilio que saldrá de los bolsillos de todos los colombianos.
La prensa libre, como también cualesquiera otras formas de disidencia, se ve cada vez más, sometida a la persecución implacable de los secuaces del Estado que, abierta o soterradamente, vigilan, amenazan, perfilan, y aplican diversos métodos de persuasión, para prevenir que los ciudadanos ejerzan su derecho inalienable a estar en desacuerdo con este estado de cosas.
La tolerancia ha venido a ser sustituida por una intransigencia rayana en el extremismo. ¿En dónde está, por ejemplo, la pertinencia del carácter transexual de Juliana Giraldo, la más reciente víctima del militarismo bárbaro y agresivo en que hemos caído, como para que, desde el mismo comienzo, se haya hecho referencia a ello? La única explicación reside en esta sociedad nuestra, parroquial y pacata, tolerante de dientes para afuera pero secreta y ferozmente homofóbica y recalcitrante, caída desde hace lustros en una camandulería hipócrita y mojigata. Una sociedad cuyos líderes, ante los ingentes problemas que nos acosan, acuden a encomendarse al Sagrado Corazón y a la Virgen de Chiquinquirá, lo cual no pasaría de ser una inofensiva expresión de sentimiento religioso, si bien inane al caso, si no hubiéramos conocido a sujetos tan peligrosos como Alejandro Ordóñez. Y mientras tanto, se falla en buscar soluciones que son muchas veces evidentes, pero que no se consideran siquiera, porque atentan contra poderosos intereses económicos.
En medio de este caos institucional, el colombiano de a pie se debate en una tempestad que no parece dar tregua ni tener fin. La pandemia nos acorrala y se cobra su diaria cuota de víctimas. Las libertades y los derechos civiles, alcanzados a lo largo de cruentos años de litigio, son hoy suprimidos de un plumazo (o de un balazo) y todo aquel que se atreva a disentir termina señalado, perfilado, (perdón por la reiteración conceptual), cuando no simplemente suprimido, sin que nadie se conduela o intente poner cortapisas al actuar de los asesinos de uniforme o de civil.
Y entonces, ¿quién podrá defendernos? Por fortuna quedan todavía muchas voces que se elevan en medio de la represión, que se torna cada vez más virulenta y menos soterrada. Nos gusta creer que ya no quedan sino dos años para que cese esta horrible noche, en la que las tendencias a ese que Antonio Morales muy apropiadamente llama autoritarismo fascistoide se multiplican, a la par que crecen el desgobierno y la estulticia de ese remedo de presidente, que nos quiere hacer creer que manda.
Será necesario que todas las fuerzas democráticas del país cierren filas, se organicen y preparen para la contienda que tendrá lugar en 2022. Porque, no nos quepa la menor duda: esta ultraderecha pertinaz, intransigente y fanática ya se está alistando para continuar con su plan preconcebido de devolvernos al oscurantismo. El doctor Ordóñez regresará al país a entronizar, como un nuevo Torquemada, las hogueras donde se quemarán libros “impíos” y los herejes no serán pasto de las llamas, sino víctimas de las pistolas Taser y las balas disparadas por los esbirros oficiales. Será, como el Eterno lo ha vaticinado, el refundar de la patria. A menos que todos pongamos de nuestra parte y los líderes políticos dejen sus rencillas y sus ambiciones personales para encontrar una figura que pueda hacer contrapeso a las huestes del extremismo, nos veremos abocados a repetir uribismo. Si tal, tendrían razón las abuelas al afirmar que “no tenía El Diablo la culpa, sino el que le hacía la fiesta”. Y no olvidemos aquella sentencia que reza que: cada pueblo se merece a sus gobernantes.
La verdad sea dicha, aunque no admitida, sobre lo que tan descarnadamente comentas, la mitad del país ya no es pensante; sólo sigue ovejunamente la estela poco veraz que dejó el inmarcesible presidente-redentor. Y la otra mitad está en espera de algún líder extraordinario que nos saque de esta marisma sectaria que destruye lo poco construido en el país y a la vez ignora el subyacente basamento inmemorial de pobreza, discriminación e ignorancia colectiva que han determinado persistente subdesarrollo de nuestra enclenque sociedad. Tus reflexiones deberían aparecer, aunque con peligro para el artista, en algún medio de mayor divulgación. Gracias por ellas.
Edmundo Gutiérrez