REFLEXIONES DE PANDEMIA

Una vez más, la naturaleza ha determinado demostrarle al ser humano que todo lo que arrogantemente hemos dado en creer, respecto a ser los reyes de la creación, no es otra cosa que una enorme falacia. Este agente viral que hoy ocupa toda nuestra atención y que despierta nuestros más soterrados temores nos está señalando nuestra vulnerabilidad, y ha puesto de presente el hecho incontrovertible de que, cualquiera día de estos, habremos de desaparecer de la faz de este que el gran García Márquez llamara una vez “planeta de infortunios”.

La pandemia se ha constituido en una inconmensurable tragedia para la humanidad. Nada a lo largo de nuestra vida nos había preparado para contar en cientos y en miles los enfermos y los fallecidos. Claro, habíamos tenido conocimiento de la tenebrosa peste negra, que devastó al planeta y acabó con dos tercios de la población y, aún más recientemente, de la gripa española, cuyas víctimas se cuentan en millones. Pero en una era como la actual, con un nivel de desarrollo técnico-científico de grandes alcances, lo último que habríamos esperado como especie es que un agente infeccioso, a pesar de su elevada virulencia, pusiera patas arriba nuestro esquema de vida. No obstante, aquí estamos enfrentando un reto de inesperadas proporciones, cuyas consecuencias no solo en lo sanitario sino también en lo económico y en lo social, apenas empiezan a vislumbrarse, en un panorama que promete un porvenir más bien oscuro, con una recuperación que será inevitablemente lenta y que dejará cuantiosas y profundas secuelas.

Tal como la historia nos lo ha mostrado innumerables veces, el ser humano es una entidad primordialmente frágil, tanto en su conformación bio-física, como en el plano emocional. En lo que tiene que ver con el primer aspecto, nuestra condición nos hace particularmente endebles frente a múltiples elementos que existen a nuestro alrededor: el frío, el calor, las alteraciones del aire que respiramos, aparte de los varios agentes tóxicos con que los reinos vegetal y animal cuentan a granel, nos pueden causar enorme sufrimiento y aún múltiples formas de una penosa y dolorosa muerte. Y, en lo emocional, las menores variaciones contextuales tienen el poder de desestabilizarnos hasta casi hacernos perder la cordura. Entonces, la depresión y el desequilibrio mental hacen su aparición y muchos sucumben inevitable y lamentablemente a la locura o al suicidio. Todo ello sumado a la incontrovertible realidad de que la evolución no ha tenido tiempo de preparar nuestro cuerpo para la longevidad que la ciencia nos ha otorgado y, por lo mismo, nos hemos visto abocados a diversos tipos de degradación que hoy asolan nuestra casa y que no dejan de aterrarnos. Sean el Parkinson y el Alzheimer apenas un par de ejemplos de enormes y, hasta el momento, imbatibles enemigos.

Así pues, henos aquí, luego de tres meses de confinamiento impuesto por el gobierno, en prevención, no de la salud de la población, de su bienestar y del mantenimiento de una condición digna y alejada de toda vicisitud. Por el contrario, como los hechos nos han demostrado, estas consideraciones no ocupan una posición de importancia en la escala de prioridades de quienes conducen los destinos de la nación. Lo que se ha intentado lograr, declarado más o menos a medias desde el principio, es el desborde de los servicios de salud, paupérrimamente mantenidos desde la infausta Ley 100, que convirtió esa misma salud en un negocio y cuyo manejo fue entregado a los particulares para que se lucrasen, mientras gentes de todas las condiciones son sometidas a desatención fríamente calculada y a vejámenes sin cuento, cada vez que acuden en busca de un beneficio por el que, además, han pagado con el sudor de su frente.

Pero, además, esta desgracia ha puesto en evidencia unas enormes desigualdades sociales de las cuales ya teníamos un discernimiento que, si bien inconsciente, no era menos tangible, y que ahora han quedado expuestas en toda su vergonzosa desnudez. La situación de incontables compatriotas quienes, desde hace mucho tiempo salen a las calles día a día para rebuscarse el sustento propio y el de sus hijos, ha venido a tornarse dramática. Los casos de trabajadoras sexuales, recicladores, vendedores callejeros y otros, desalojados de míseros cuchitriles ubicados en inquilinatos infrahumanos, en los que han malvivido por lustros y cuyo canon de ocupación venían pagando diaria o semanalmente y que no han podido seguir asumiendo por la simple razón de que sus exiguos ingresos prácticamente han desaparecido, ha venido a ser una de las aristas más visibles y desgarradoras de esta realidad. Los cacareados decretos del gobierno en el sentido de que no se puede desalojar a nadie de su vivienda no han sido óbice para que hombres, mujeres y niños hayan tenido que ir a sentarse en un andén, rodeados de sus escasas pertenencias, y que deban añadir al hambre las inclemencias de la intemperie. Tal es, pues, la dimensión de esa otra epidemia, la miseria de muchos, que nos carcome desde hace tanto tiempo y que nadie se ha tomado el más mínimo interés en tratar de solucionar.

Para nadie es un secreto que las actuales circunstancias constituyen un desafío sin precedentes, tanto para la gente común como para las autoridades. Pero el errático actuar del gobierno, en cabeza de un mandatario que se acaba de quitar los pañales pero que todavía no se desteta de la funesta influencia del Presidente Eterno, sino que más bien, obra de acuerdo con sus dictados y con la evidente intención, impúdicamente exhibida, de complacerlo, ha venido a añadir un ingrediente más a la calamitosa situación que vive el país. De sobra han dicho los expertos que una reapertura es prematura y altamente riesgosa, que no es posible garantizar el bienestar de la población si se retorna a las aglomeraciones de Transmilenio, a las multitudes en los almacenes, a la concentración de alumnos en un salón de clase o en una cafetería estudiantil. Iván el Terrible (o tal vez debería decir mejor: el niño terrible), ha hecho oídos sordos al clamor y, con una miopía solo comparable a la estulticia de la que hacen gala Trump, Bolsonaro y López Obrador, adopta medidas que hasta ahora habían sido más o menos inconsecuentes, pero que se tornaron en una amenaza muy real con la promulgación del Día sin IVA, medida que se tomó sin tener en cuenta las implicaciones, que lanzó a la calle a cientos de compradores obnubilados por el espejismo del ahorro de unos pesos, y que ignoraron las más elementales normas de protección; todo ello mientras los números de contagiados y de muertos crecen a nuestro alrededor.

Iván Duque es un individuo inexperto que jamás estuvo preparado para la onerosa responsabilidad de dirigir una nación tan compleja y con tantos problemas como la nuestra. Su cotorrear en ese diario espacio que se arrogó en la tarde-noche no ha hecho otra cosa que poner en evidencia su impericia y su ingenuidad, pero también sus múltiples equivocaciones, acaso propiciadas por esa indiscutible, supina incompetencia, en la difícil tarea de mostrar liderazgo. Alguien decía alguna vez que se puede ser indulgente con la ignorancia, pero nunca con la torpeza. Y es que la promoción de un día de compras como el que tuvo lugar el viernes 19 se hizo de manera torpe, sin entrar a medir las consecuencias o las implicaciones de lo que podría suceder y que, de hecho, sucedió. Se intentaba, por supuesto favorecer a los grandes conglomerados comerciales (que, por otro lado no tuvieron ningún reato de conciencia en aumentar sus precios, para quedarse con los pocos centavos que los ciudadanos esperaban economizar), como también a los banqueros que llevaban meses sin facturar, pero que vieron sus ganancias incrementadas por los consumos con tarjetas de crédito, con las cuales muchos colombianos incautos se gastaron un dinero que no tenían, adquiriendo bienes que dudosamente necesitaban, ilusionados con la esperanza de ahorrarse unos pesos que, de todas maneras, les fueron arrebatados por los comerciantes.

El resultado de tan lamentable episodio habrá de verse una vez transcurridos los días que, aparentemente, toma la incubación. Nada deseo más en este momento que equivocarme en mi apreciación, pero las aglomeraciones que pudimos ver en los noticieros no auguran nada bueno, frente a un patógeno que se transmite con tanta facilidad. Mucho se le ha reclamado al gobierno, sobre el próximo proyectado Día sin IVA, pero hasta ahora el señor Duque todo lo que ha dicho es que la jornada fue un éxito (?!) y que solo hay que hacer algunos ajustes para la siguiente.

El panorama es, por lo consiguiente, muy oscuro. La dicotomía salud-economía plantea un desafío gigantesco y, hasta el momento, las naciones del mundo no han hecho otra cosa que intentar aproximaciones a una solución que se muestra esquiva, a través del muy riesgoso pero ineludiblemente único método de ensayo y error. Y, por ahora, no se ha visto que un procedimiento supere a otro. Nos hallamos frente a una situación compleja, cuyo manejo, al parecer, todavía nos queda grande y que no vendrá a resolverse sino cuando los científicos nos proporcionen los elementos necesarios para combatir al virus.

Pero, parafraseando a Santayana: “quien no reconoce los errores de la historia, está condenado a repetirlos”. En 1918 la epidemia atacó con mayor virulencia en su segunda oleada, cuando la gente ya creía superada la emergencia. Hoy, ante la prioridad de mantener un esquema económico inviable en las presentes circunstancias, la tozudez de algunos mandatarios está llevando a sus naciones por un despeñadero. Algunos como Bolsonaro y Johnson han manifestado que no queda otra alternativa que permitir que mueran los que han de morir, para que vivan los que se contagien y logren inmunidad. (Aunque no sabemos si, después de su infección, el británico seguirá viéndolo de la misma manera). Pero la estrategia falla por la base, puesto que no está científicamente demostrado que los que se han recuperado hayan logrado inmunidad. Los rebrotes infecciosos en China y Korea parecieran contradecir tal presunción.

¿Y en nuestra casa? El aislamiento sigue siendo la norma, respaldado por el distanciamiento social y la limpieza. Pero es urgente que se adopten medidas adicionales para evitar las situaciones que se han presentado, de resultas de la enorme urgencia que tienen muchos de cubrir sus necesidades básicas, para lo cual es primordial diseñar medidas que ayuden a estos cientos de desamparados, aunque ello signifique disminuir las ganancias de los grandes conglomerados económicos. Pero es vital que se diseñen estrategias que de verdad ayuden a los más necesitados. Programas que, en última instancia, solo favorecerán unos cuantos intereses particulares, solo están destinados a ahondar más la crisis humanitaria que ya se ve venir.

Sin ir más lejos, la Hipoteca Inversa, ha sido presentada como una vía para que los que tienen vivienda pero ningún ingreso tengan la posibilidad de recibir un auxilio en metálico, que les ayude a solventar sus necesidades. No obstante, la ayuda viene emponzoñada: los bancos terminarán apropiándose de los inmuebles a bastante menor costo que su valor real y les quitarán a estas gentes el único patrimonio que ellos querrían legar a sus hijos, seguramente tan necesitados como ellos. ¡Señor “presidente”, a estas gentes no les benefician los créditos que no tendrán manera de pagar! Lo que requieren es un esfuerzo de toda la sociedad para no perecer de inanición, ¡sin que tengan que salir a deber!

Infortunadamente las riendas del carruaje no están en las más firmes manos y vamos dando tumbos por un camino tortuoso. No se percibe ninguna luz al final del túnel y bien podría ser que las iniciativas de este gobierno nos conduzcan a un futuro no muy promisorio, a corto o mediano plazo. ¿Habrá una salida para esta tenebrosa situación? La única respuesta a este interrogante es una profunda y angustiosa incertidumbre. No nos queda sino esperar que, al final, cuando todo pase (y esperemos que pase), el número de muertes causadas por la hambruna, la carencia y la desolación no haya de venir a sumarse a aquellas otras, ocasionadas por la infección. Solo el tiempo lo dirá.

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