Las presentes consideraciones hacen referencia a un tema bastante recurrente que se mantiene entre lo más destacado de los medios de comunicación con una pasmosa reiteración. Tal es todo aquello que se refiere a la vida, obra y milagros de los individuos pertenecientes a las casas reales europeas. A pesar del hecho incontrovertible de que tales castas solo son, al día de hoy, nostálgicos remedos de lo que fueron en épocas pretéritas, gentes de toda condición, no solo en sus mismas naciones, (lo cual es, por lo menos, medianamente comprensible), sino también en otras latitudes del globo y de una manera harto particular en la América Hispana, se desviven por mantenerse al día respecto a lo que estos personajes comen o dejan de comer, con quién se casan o con quién se acuestan, cómo se visten, (o cómo se desvisten) y, en general, qué hacen con sus vidas. No deja de ser un asunto bastante peculiar, por decir lo menos, que nos parece que merece cierto tipo de reflexión.
Por la historia sabemos que, desde tiempos inmemoriales, los conglomerados humanos buscaron siempre acogerse a la sombra de figuras preponderantes, individuos oriundos de su mismo clan, tribu u horda, que hubiesen mostrado ante sus congéneres algunas características que denotaban fortaleza, capacidad de liderazgo, y una adecuada y fructífera aplicación de estrategias a la hora de conseguir el sustento, proteger a la comunidad y alcanzar propósitos inmediatos que vinieran a satisfacer estas y otras necesidades básicas, imprescindibles para la supervivencia. Así, en todos los rincones del planeta, los incipientes grupos sociales reconocieron a tales seres como sus líderes naturales, acataron sus dictámenes y los siguieron con denuedo, en la paz o en la guerra, convencidos de sus capacidades para lograr el bienestar del grupo.
Según fuera el grado de desarrollo social de la comunidad, tales personajes recibieron varios apelativos, como khan, faraón, soberano, cacique, (término este último, aplicado a los líderes tribales en algunos núcleos socioculturales de los aborígenes del Nuevo Mundo) y, en última instancia, rey. Si bien no se dispone de abundante información sobre las comunidades primitivas, (aparte del hecho de que, en varias de ellas, los líderes se las arreglaron para convencer al pueblo de su origen supuestamente divino, de donde lograron derivar el principio de que su autoridad provenía de los dioses y, últimamente, de Dios), estamos en condición de asumir que estas posiciones de adalid se ejercían prácticamente de manera vitalicia y, cuandoquiera que el polvo reclamaba lo suyo, se transferían a su descendencia, bajo la firme (y por demás inexacta) convicción de que las notables cualidades que habían caracterizado al padre se transmitían a sus hijos. Así, grabaron su nombre a fuego en el crisol de la historia egregias figuras como Hammurabi o Licurgo, guerreros como Alejandro o Leónidas y dementes como Calígula o Iván el Terrible.
Los siglos se fueron sucediendo y las comunidades primitivas se fueron haciendo cada vez más complejas, se convirtieron en ciudades y luego en naciones. La mentalidad de los seres humanos evolucionó, estos se hicieron más y más fuertes para enfrentar el entorno, se diversificó el trabajo y el hombre, por medio de su inventiva, fue desarrollando cada vez más instrumentos que le ayudaron a convertir su vida, ora en un paraíso, ora en un infierno.
Pero de manera particularmente singular, la percepción que se tenía de aquellos denominados reyes se mantuvo incólume. Independientemente del grado de complejidad de las comunidades, de su desenvolvimiento ideológico o de nuevas y más sofisticadas formas de ver la vida, las figuras monárquicas fueron mantenidas en su sitial de privilegio, se las dotó de enormes prerrogativas en lo referente a su condición de existencia, su autoridad absoluta y su poder de mando, que les confería decisión de vida o muerte sobre sus súbditos y la posibilidad de determinar a voluntad el destino de sus pueblos. Como queda dicho, semejante fuero iba pasando de padres a hijos y se hacía extensivo a otros miembros del grupo familiar, ya vinieran a ser estos hermanos, primos o cónyuges.
No obstante, con el correr de los tiempos el objetivo primordial que había sustentado la existencia de la figura real, (capacidad de liderazgo y servicio a la protección de la comunidad), fue disipándose lentamente. Las principescas familias se rodearon de boato y lujo, para mantener los cuales no vacilaron en atribular a sus pueblos con onerosas cargas impositivas, reclutamientos forzosos en los muy frecuentes momentos de conflicto y abusos de poder que sojuzgaron a las gentes y les causaron hambre, temor y sinsabores sin cuento. Así, por ejemplo, no se equivocaba Maurice Druon al afirmar que: “Bajo el reinado de Felipe IV, Francia era grande y los franceses desdichados” (*). (En este caso, como bien sabemos, las cosas llegaron a un punto crítico de tolerancia cuando ese mismo pueblo francés, unos siglos más adelante, optó por sacudir el yugo y, de la mano de los librepensadores, llevó a sus reyes al cadalso.)
La evolución de la ideología del ser humano dio lugar a que se considerara viable la búsqueda de un modelo diferente de estructura gubernamental, en cuya selección pudiesen hallarse involucrados los diversos estamentos de la sociedad. No fue necesario ir muy lejos, puesto que el pueblo griego ya había concebido un sistema que pudiera satisfacer la necesidad sentida de las gentes, de participar de forma activa en la administración de sus comunidades. Había nacido el concepto de democracia. Y, paulatinamente, avanzando a través de los tortuosos caminos del devenir histórico, el modelo de un esquema republicano, en el cual todos los ciudadanos tenían el derecho de participar, elegir y ser elegidos, (bueno, por lo menos así constaba en el papel, aunque, claro, el papel aguanta todo, dicen), se fue imponiendo en las naciones civilizadas y el principio monárquico, absolutista, unipersonal y hereditario fue hecho a un lado. (¿o no?)
Pues, al parecer, no del todo. Sería necesario llevar a cabo un exhaustivo examen de la psiquis del ser humano común y corriente, con el propósito de establecer las causas que dan lugar a que muchos pueblos en el Mundo Occidental, que se precia de poseer inmejorables rasgos de modernidad, desarrollo y cultura ciudadana, supuestamente pluralista y tolerante (?!), hayan optado por mantener en el seno de su configuración socio-político-económica, estructuras monárquicas no solo anacrónicas sino completamente inanes. De manera sorprendente y casi inexplicable, la Vieja Europa, con sus anales atestados de guerras, pestes, persecuciones y cacerías de brujas, dolencias de las cuales muchos de los reyes del pasado fueron total o, por lo menos, parcialmente responsables, mantiene a costa del erario público, es decir de los impuestos de todos los habitantes, a príncipes, reyes e infantes, algunos de los cuales fungen aún hoy como Jefes de Estado de sus respectivas naciones, conformando algo que no deja de parecer un contrasentido del esquema político-gubernamental contemporáneo y que de manera abstrusa y, hasta cierto punto de vista paradójica, denominan sistema monárquico-parlamentario, en el que “el rey reina pero no gobierna”. (¿Y entonces…. como para qué sirve?). Por lo consiguiente, acaso no resulta del todo descabellado señalar aquí que el común denominador de todas estas castas de rancio linaje es, entonces, el carácter parasitario de sus integrantes que en poco o nada contribuyen al bienestar de sus pueblos y al progreso de sus naciones.
La gran pregunta es, no obstante: ¿se hallan los pueblos del orbe en un estado ideológico propicio y suficientemente evolucionado para suprimir de la realidad actual el obsoleto principio de la monarquía, de una vez por todas? Una rápida mirada a los que se precian de ser los pueblos más evolucionados de la historia de la humanidad, las ultra-contemporáneas naciones europeas de occidente, nos arroja un balance más bien desfavorable. Con notables excepciones, la realeza campea a sus anchas y las gentes parecen sentirse orgullosas de esto sea así.
Pero no es solo en el Viejo Continente donde se acunan soterrados sentimientos realistas de diverso grado de intensidad, (sin hablar de los regímenes autoritarios, herederos y recicladores de las viejas monarquías, que hoy existen en el continente asiático, ni de las estructuras casi tribales, de corte monárquico y dictatorial que perviven en tierras africanas). Incontables números de personas en el territorio americano mantienen su atención puesta en toda la información que puedan recoger, referente a los pormenores que enmarcan la existencia de los Windsor, los Grimaldi o los Borbón y todavía hoy, a casi un siglo de tiempo transcurrido, se abren debates “profundamente analíticos” respecto al derecho que tenía o dejaba de tener Eduardo VIII de Inglaterra para abdicar y casarse con Wallis. De igual manera, seguramente ha llegado hasta nosotros algún conocimiento de la vibrante emoción que anonadó a nuestras abuelas cuando la norteamericana Grace Kelly ascendió al trono de Mónaco, de la mano de Rainiero. Y, sin ir más lejos, no perdamos de vista la conmoción causada desde Alaska hasta la Patagonia, cuando Máxima Zorreguieta, argentina de nacimiento, se convirtió en la esposa de Guillermo Alejandro de Holanda. “América por fin tiene una reina. ¡Qué gran sentimiento de orgullo para nuestros pueblos!” (No podemos sino concluir que los tiranos de antaño hicieron una estupenda labor al sembrar en lo más profundo de nuestro ser la sumisa convicción del vasallaje). Así mismo, con desasosiego hemos de reconocer que numerosas personas a nuestro alrededor poseen o dicen poseer una mente democrática y republicana pero abrigan en sus pechos un corazón eminentemente monárquico-feudal. Muchos quisieran llegar a saber que un antiguo conde, duque, marqués o príncipe gravita entre sus antepasados. Ello les libraría de la carga “vergonzante” de pertenecer al ordinario vulgo y les daría el impulso de ascender a formar parte de esa exclusiva colectividad sangreazulada.
Una consideración adicional que se nos impone en este momento, es que hemos de ser conscientes de que cada pueblo tiene el derecho de mantener, mimar y proteger cualesquiera instituciones que cumplan con algún propósito del que se deriven el bienestar, la estabilidad y el futuro promisorio de sus integrantes. (¿Se ajusta la monarquía, en su estado actual, a estas condiciones? Ello es dudoso, por decir lo menos). De igual manera, aquellos esquemas que hayan causado o que llegasen a ser susceptibles de causar el detrimento social, político, económico y/o emocional a la comunidad, han de abolirse y de hecho han sido eliminados de la estructura gubernamental-administrativa, (El andamiaje infame de la Santa Inquisición, por ejemplo, fue suprimido en todas partes). Es lo que podríamos llamar “evolución de los sistemas sociales”. Por esta razón, acaso es plausible considerar que el mantenimiento de modelos arcaicos resulta inconveniente, cuando no total y absolutamente incongruente y en contraposición a los movimientos de avanzada de la sociedad, especialmente si en ello se invierten valiosos recursos económicos que bien podrían tener destinos más productivos y fructíferos, si del beneficio de la comunidad se trata. Sin embargo, parece que la monarquía recibe un tratamiento diferencial y que las comunidades están dispuestas a sostenerla y mantenerla, a pesar de los muchos lunares que la aquejan.
La única explicación plausible que se nos ocurre, al reflexionar sobre las razones que sustentan tal determinación, si bien nos adentramos en el terreno de la conjetura, consiste en suponer que la pervivencia de tal institución se debe al hecho de que satisface arraigados y profundos sentimientos provenientes de tiempos pretéritos, pero que, por diversas razones, no han sido superados en el sentir colectivo de esos pueblos. (Nos referimos, por supuesto, de manera primordial, a los pueblos de Europa, tierra en que reyes y príncipes se desenvolvieron a su gusto y donde todavía hoy se aferran a sus deslucidos tronos, aún convencidos de ser mejores que el resto de los mortales.). Acaso, la figura real rememora en sus mentes aquellas estelares épocas imperiales durante las cuales ellos fueron el centro del mundo e impusieron su poder (muchas veces a sangre y fuego), sobre comunidades más débiles, de las que sacaron enorme provecho en lo social, en lo político y, sobre todo, en lo económico. Solo así resulta comprensible que, aún hoy, en pleno siglo XXI, se arrulle en el seno de algunas estructuras socio-políticas a reyes, reinas, príncipes y princesas, como un legado nostálgico, melancólico, de todo eso que fueron (y que ya no son).
En conclusión, es explicable que el esquema de la realeza haya sido conservado por los pueblos europeos, de la misma manera que una madre atesora entre sus más valiosas pertenencias los dientes de leche de sus hijos, hoy convertidos ya en personas adultas. (Con la diferencia, claro está, de que, aparte del espacio que ocupen en un cajón, donde acumulan polvo, los dientes de leche no desangran el presupuesto familiar, como sí lo hacen las principescas familias al vivir en la opulencia, a costa de los ciudadanos).
Pero lo que no tiene ninguna justificación es que gentes de otras latitudes, en donde se sintió en el pasado el yugo colonial impuesto por reyes de otra época, se preocupen e indaguen sobre los coronados descendientes de quienes fueron los responsables de enormes tristezas, vividas por nuestros ancestros.
Nuestra vida actual es ya suficientemente complicada, habida cuenta de la lucha por el diario sustento en un contexto social por demás deshumanizado, en el que descuellan el hambre, el analfabetismo, la indigencia y otras cuantas miserias que aquejan a grandes conglomerados de la población, mientras que nuestros líderes exhiben sin pudor la codicia, la ambición de poder y el desprecio por las necesidades de sus congéneres, mientras se arrojan en los brazos de la corrupción, el peculado y el prevaricato. Con todo esto tenemos más que suficiente, para que vayamos a fijar nuestra atención en castas y linajes ajenos a nosotros, relativos a unas gentes que, al igual que los prohombres de estas latitudes, desprecian a los demás y mantienen sus estériles existencias a costa del trabajo de sus pueblos. De una vez por todas, ya es hora de que se acalle para siempre ese grito de: “Viva nuestro rey Fernando VII”, que se acuna en el fondo de muchos corazones.
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(*) DRUON, Maurice, El Rey de Hierro, Círculo de Lectores S. A., Barcelona, 1973, p. 11.