VERGÜENZA

A pesar del hecho de que más de once millones de colombianos participaron en la consulta anticorrupción, la cantidad de sufragios no fue suficiente para que se alcanzara el umbral dispuesto de 12 millones cien mil. En consecuencia, como lo han manifestado los medios de comunicación, la votación no es vinculante, es decir, no sirve para absolutamente nada. A esta hora, los cuarenta y más ladrones que han convertido nuestras instituciones en antros de inmoral descomposición, han de estar carcajeándose a mandíbula batiente, no solo a causa del resultado como tal, sino ante el hecho incontrovertible de que nosotros, el dizque pueblo soberano, tuvimos la oportunidad, pero fuimos incapaces de ponerle el cascabel al gato.

Diversas circunstancias se conjugaron para que esto, que hoy constituye un bochornoso episodio de nuestra historia a los ojos de los demás pueblos del orbe, se haya dado de manera tan contundente y se torne, de paso, en la más fehaciente prueba de que esa caterva de corruptos que desangra al país y nos despoja de recursos que necesitamos con dramática urgencia, tiene mucha más fuerza, poder de convicción y, aún, de intimidación, frente al colombiano del común, de lo que muchos hubiéramos podido imaginar. Todavía sin que hayamos alcanzado a abrir los ojos a las consecuencias e implicaciones de lo ocurrido, en apenas un lapso que no alcanza los cinco años, (tal como lo expresa el ‘meme’ que circula por las redes sociales y del que me apropio en este momento), nos hemos convertido en el pueblo que le dijo “no” a la paz y “sí” a la corrupción.

Sería un ejercicio interesante, (si bien totalmente inane), tratar de establecer de qué manera un puñado de delincuentes ha logrado imponerse al sentir del común. En otras palabras: ¿qué ocurrió con el resto de los votantes, que se quedaron en sus casas y torpedearon, de esa forma, una iniciativa sin precedentes, que solo pretendía poner coto a tanto abuso?

Es un hecho que la propaganda fundamentada en medias verdades, engaños y francas y abiertas mentiras hizo mella en un amplio porcentaje de la población. Siguiendo el principio de Goebbels, esas oscuras fuerzas que, desde hace ya bastante tiempo se han propuesto engañar al país, se dedicaron a difundir frecuentes y abundantes falsedades, convencidos de que estas, ampliamente repetidas, habrían de calar en las mentes de algunas gentes que terminarían aceptándolas como verdades de a puño. Al igual que lo que ocurrió con el plebiscito, en el que lograron que la gente saliera a votar berraca, esta vez consiguieron que la gente se emberracara y no saliera a votar. (Lo cual nos da la oportunidad de apreciar en su verdadera dimensión la naturaleza tortuosa y rocambolesca de esos que fungen como salvadores y refundadores de la patria, pero que no son otra cosa que inescrupulosos oportunistas dispuestos a vender sus conciencias a cambio de una venganza personal o una cuota de poder y los beneficios que ello conlleva).

Cabe señalar, sin embargo, que esos millones de colombianos que constituyen más del 50% del electorado que casi nunca vota, conforman un grupo bastante variopinto. A grosso, en el caso que nos ocupa, podemos percibir que se dieron en este conglomerado hasta 3 grupúsculos diferentes, en virtud de los motivos que causaron su abstención:

Encontramos en primer lugar a aquellos que se benefician directa o indirectamente de la pesca en el río revuelto de este incontenible desbarajuste institucional que aqueja a nuestro pobre país. Ellos siempre tuvieron muy clara la necesidad de mantenerse alejados de las urnas, ya que una eventual victoria de la consulta les habría afectado de manera específica sus intereses y sus bolsillos. Su denodada tarea fue desprestigiar el proceso y a quienes lo respaldaban, para lo cual, como ya ha quedado dicho, no vacilaron en acudir a toda clase de tretas, planteamientos falaces y abundante desinformación. El propósito final era enturbiar el ambiente y generar confusión en el ciudadano de a pie. Y, siendo, como somos, un pueblo poco enterado y fácilmente manipulable, bien podemos decir que el objetivo se alcanzó ampliamente.

A ellos se suma otro grupo de gentes, pertenecientes a las clases mejor acomodadas. Su opulencia, las más de las veces proveniente del duro trabajo de generaciones, (con claras y bien expuestas excepciones), les ha otorgado unas condiciones de vida privilegiadas que, a la fecha, (por lo menos así lo perciben sus integrantes), dependen en gran medida de que se mantenga intacta la dinámica de los actuales engranajes que mueven la estructura de la sociedad. Para ellos la corrupción no es absoluta, sino que, por el contrario, tiene varios matices. Miran como inaceptable que un funcionario pague sobornos para obtener un jugoso contrato, pero valoran grandemente la posibilidad de poder realizar una llamada telefónica a la persona indicada cuando se trata de lograr un cupo educativo, un crédito financiero o la renovación de una licencia. (O bien, para que un incómodo expediente judicial se dilate, traspapele o desaparezca, especialmente cuando el sindicado cuenta hoy con la inestimable ventaja de que su llamada telefónica lo comunica directamente con la oficina presidencial). Son ellos quienes han dado lugar al difundido aforismo de que lo peor de la rosca es no estar en ella. Hacen gala de un pensamiento altamente conservador, creyeron a pie juntillas el sofisma de que la venezolanización de Colombia era inminente y, en el caso específico de la consulta, aceptaron como verdades reveladas los embustes difundidos, por lo cual optaron por la abstención. Al igual que el conjunto descrito inicialmente, estaban protegiendo sus intereses.

Un segundo grupo estaría conformado precisamente por ese conglomerado de personas que poco se informan y menos entienden los intríngulis de los procesos políticos que se desenvuelven a nuestro alrededor. Son gentes honestas y trabajadoras que abominan los múltiples embrollos que día a día destapan la prensa hablada y escrita, que han logrado entender hasta cierto punto lo que los corruptos nos hacen a todos. Les gustaría que las cosas fueran de manera distinta y se abisman y soliviantan cuando se enteran de las engañifas a que recurren los inmorales para enmascarar sus trapisondas y salirse con la suya. Ante su desconocimiento de los pormenores de este intrincado contexto, se mantienen atentos a los datos que se suministran a través de la prensa y de las redes sociales, y su sentir se bambolea cual veleta, al tenor de los vientos que soplan. No ven que algún tipo de acción ejercida por los ciudadanos pueda tener efecto sobre el caos; son testigos de las burdas maniobras que aquellos sorprendidos en flagrante delito interponen para eludir la acción de la justicia y, por lo demás, han podido apreciar que, a lo largo de los lustros, los deshonestos nunca han sido debidamente sancionados. Ante su poca información, escuchan y dan crédito a lo que dicen las encuestas, (muchas de las cuales, como sabemos, son absolutamente falsas y no tienen otro objeto que desinformar) y optan por sufragar o dejar de hacerlo, según sea el sentimiento que abriguen en el momento de la elección. Pero el hecho más grave es su pérdida de fe en el país, sus instituciones y sus dirigentes. Con frecuencia, para ellos, aparte de alguna duda que pudiera llegar a generarse, ir al puesto de votación constituye un desperdicio de tiempo y esfuerzo, ya que han terminado por convencerse de que nada va a cambiar.

Así, es principalmente a este grupo hacia el que van dirigidas las tergiversaciones informativas, de tal manera que cualquier posibilidad de que sus integrantes pudieran poner en duda la supuesta inutilidad de las medidas que otros intentan aplicar, se vea desarticulada, ensombrecida y rotulada con una etiqueta inminente de fracaso.

El tercer conglomerado se halla constituido por los apáticos. Estas personas abrigan una supina indiferencia hacia todo aquello que implique comprometerse, asumir algún tipo de posición frente a los hechos o considerar que ellos podrían llegar a ser agentes de cambio. En resumidas cuentas, les importa un rábano lo que suceda a su alrededor, mientras no les afecte de manera directa. Miran el expolio y el desgobierno como asuntos cotidianos y solo se preocupan por ellos mismos, sus intereses y su comodidad. Solo reaccionan ante circunstancias que supongan un desmedro de sus condiciones de vida: limitantes como el pico y placa, por ejemplo, o campañas socioculturales con intenciones de hacer más llevadera la convivencia de las gentes. Su egoísmo no conoce fronteras y jamás se mostrarían dispuestos a asumir una actitud o posición que los saque de su zona de confort. Muchos no han votado jamás y se enorgullecen de ello.

Así las cosas, tan solo un tercio de la población legalmente habilitada para votar acudió a las urnas. Analistas poseedores de un elevado nivel de optimismo han manifestado que la votación, si bien no alcanzó el umbral necesario, constituye una victoria para sus promotores. Acaso pueda verse como tal, si consideramos el loable esfuerzo de lanzarse contra la corriente a buscar un objetivo que levantaba tanta ampolla y que, en un país como el nuestro, bien hubiera podido significar un grave riesgo para su bienestar y su seguridad. Constituye también un honor la satisfacción del deber cumplido frente a sus propias convicciones, amén de las enormes dificultades que la tarea planteaba, ya desde el mismo comienzo. Y, por supuesto, la complacencia que representa el haber generado una nube de temor entre los sinvergüenzas, la cual se puso de manifiesto en la inmensa campaña de desprestigio que estos montaron para tratar de atajar la indignación ciudadana. Pero por lo demás, todos perdimos en ese domingo. Lo que hubiera podido transformarse en un triunfo del pueblo contra el latrocinio y el saqueo se quedó en algo que no alcanza ni siquiera la categoría de victoria pírrica. Aunque mucho nos cueste reconocerlo, no puede cabernos la menor sombra de duda: ganó la corrupción.

Frente al hecho cumplido, no tiene sentido consumirnos en lamentaciones inútiles. “Las cosas son como son y no como debieran ser”, dijo alguien alguna vez. Por mucho que nos pese, no nos queda otro recurso que reconocer que el cáncer endémico que lleva consumiendo nuestra existencia como nación desde tiempos inmemoriales está hoy más vivo y fortalecido que nunca, sobre todo después de esta batalla en la que estuvimos a punto de ponerle un freno, pero no lo logramos. Infortunadamente, no estuvimos a la altura de las circunstancias históricas y el único sentimiento que podemos abrigar es el de una inconmensurable y profunda vergüenza.

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