UNA EXPERIENCIA DE VIDA
Al rememorar la historia del proceso escolar que tuvo lugar durante mi infancia y adolescencia, siempre he creído que la secuencia de eventos tragicómicos que abundan allí tendría que dar para un relato que pudiera parecer interesante y hasta estimulante para algunas personas que, eventualmente, viesen parte de sus vidas reflejadas en los hechos narrados o que encontrasen alguna similitud con sus propias experiencias y que, por lo mismo, lo que aquí se refiere pudiera verse como algo digno de ser tenido en cuenta.
Nunca hasta hoy me había cruzado por la mente hacer una descripción escrita de los hechos y circunstancias de mi vida escolar, puesto que siempre he sido de la opinión de que hay cosas que no le competen a nadie más que al interesado y que no existe ninguna razón para convertirlas en elementos del dominio público.
Sin embargo, a medida que camino hacia la senectud y su muy probable crepúsculo mental y, acaso también físico, algunos detalles de ese, hoy lejano período juvenil, parecen clamar desde lo más profundo de mi memoria, pugnando por salir y darse a conocer, como una especie de legado que podría llegar a parecer, tal vez, un tanto melodramático, pero que recoge aspectos que hoy parecen olvidados y que, no obstante, dejaron una huella imborrable en todo eso que soy y he sido, referentes a lo que fue la existencia de un individuo común y corriente, que se vio arrebatado contra su voluntad por los avatares de un azar incomprensible, y arrojado a una experiencia de vida no precisamente plácida, en virtud de una cadena de sucesos cuya pertinencia al día de hoy habrá de ser tasada por quien se acerque a estas líneas.
He de dejar en claro he tomado la decisión de recurrir a un alter ego ficticio y de cambiar los nombres de los implicados, no precisamente para proteger a nadie, puesto que quien me conozca lo suficiente tendrá la posibilidad de realizar las identificaciones a que haya lugar, sino más bien porque estaré más cómodo narrando en tercera persona, como si se tratara de alguien más. Huelga decir que no intento hacer señalamientos ni acusaciones de ningún tipo, sino simplemente poner de presente una secuencia histórica, acaso ordinaria para muchos, pero que he llegado a la conclusión de que merece ser contada.
I
Carlos Felipe era un individuo común y corriente. Por lo menos lo fue durante algo así como los primeros cinco años de su vida. Nacido en una familia de clase media, solo hasta muchos años después, cuando ya era un adulto, vino a ser realmente consciente de las circunstancias singulares que marcaron su infancia y adolescencia. Le tocó venir al mundo en una época en la que el matrimonio era la base fundamental de la estructura social, con su carácter único e indivisible y en la que el principio de autoridad, absoluto e incuestionable, constituía la piedra angular sobre la cual se apoyaba el desenvolvimiento armónico de la comunidad.
Tal vez el primer acontecimiento digno de mención vino a ser la disolución del matrimonio de sus padres. Un cúmulo de circunstancias dio lugar a este hecho que, si bien no era del todo desconocido, afectaba drásticamente las vidas de sus protagonistas. Así, desde una muy temprana edad, su vida y la de sus hermanos estuvo marcada por el hecho de pertenecer a una familia del todo inusual para la época, en la que solo la madre estaba presente, cuya lucha por la supervivencia y la de su familia se hallaba atada a unos ínfimos recursos que el padre ausente enviaba, pero que constituyeron la esencia con la que aquella brava mujer consiguió sacar a sus hijos adelante, proporcionarles una educación digna y lograr que se convirtieran en personas útiles a la sociedad. Fue un camino plagado de escollos, algunas alegrías y muchos sinsabores, pero cabe anotar aquí que el objetivo se cumplió a carta cabal.
La educación de aquel entonces se hallaba, salvo algunas excepciones, casi de manera exclusiva en manos de las comunidades religiosas. Los colegios mixtos eran una rareza surrealista, casi una anormalidad y en todas partes imperaba la sobrecogedora máxima de que la letra con sangre entra. No existían opciones ni alternativas y no había nada ni nadie que hubiera podido salvar a Carlos Felipe de caer en aquel maremágnum insidioso que se ocultaba tras la pátina de un proceso formativo impecable y transparente, pero que era todo, menos eso. Así, luego de un breve lapso en el colegio de las monjas de la Adoración, fue enviado al Centro Académico Religioso de Comunidades Escolarias, C. A. R. C. E. L., siglas que, como podría apreciarlo más adelante, constituían algo más que una simple coincidencia lingüística en el perfil institucional.
II
C. A. R. C. E. L. era regentado por una comunidad de clérigos europeos, procedentes de una nación donde fuerzas reaccionarias y ultra conservadoras se levantaron en contra del gobierno laico, democrática y legítimamente constituido, ultimaron a sangre y fuego toda oposición y sometieron al país a una oprobiosa dictadura que duró unos 40 años. Desde allí, envalentonados con la victoria de la religión, llegaron estos sujetos, convencidos de ser la encarnación de los antiguos conquistadores, y dispuestos a imponer a las gentes de estas latitudes su muy particular forma de ver el mundo, a cualquier costo.
La instrucción de los primeros años estaba en las manos de “profesoras”, cada una de las cuales tenía a su cargo un grupo de unos 25 ó 30 niños, a los que intentaban inculcarles las elementales normas de urbanidad y buen comportamiento, entremezcladas con los elementos básicos del saber, la lectura la escritura y, sobre todo, un alto grado de sumisa obediencia. Las horas de clase eran tediosas e interminables, y los párvulos no podían hacer otra cosa que someterse dócilmente al proceso de condicionamiento operante que era el eje de la educación de aquellos años.
Los actos de abuso comenzaron desde temprano: ya durante el primer curso, Carlos Felipe había podido ver de qué manera, los retrasos en el desarrollo de las asignaciones de clase eran sancionados con golpes de regla en las manos. (Curiosamente, la maestra a cargo no tomaba ella misma la iniciativa de infligir el castigo, sino que encomendaba la misión a otro de los estudiantes del salón). Los incidentes se sucedían con pasmosa frecuencia y el niño, quizás abrumado y atemorizado por lo que le había tocado presenciar, comentó en su casa lo que sucedía y la abuela, siempre protectora, le conminó a no permitirlo, si es que llegaba a darse el caso de que él fuera el objeto de semejante vejamen. No pasó mucho tiempo sin que esto fuera así. Al ser sorprendido con muy poco progreso en un ejercicio, la señorita Fulvia le ordenó a otro alumno que propinara a Carlos Felipe diez reglazos en la mano derecha. Él, de acuerdo con lo que le habían advertido en su casa, se rehusó a aceptar el castigo y dijo en voz clara y audible, que “tal tratamiento no tenía lugar ni siquiera en las escuelas públicas”. Y ahí fue Troya. A continuación de un abrumador torrente de humillación verbal, Carlos Felipe fue excluido de las clases hasta tanto la dirección del instituto no tomara cartas en el asunto.
Luego de la citación a la madre del niño y de la reprimenda por el hecho de que un crío se atreviese a cuestionar la autoridad institucional, el reverendo Pietro Turriago, rector de C. A. R. C. E. L planteó la necesidad imperiosa de dar un escarmiento al infante que de manera tan insolente se había atrevido a desafiar a su maestra y, a través de ella, a todo el colegio, sus directivas, profesores y estudiantes. La abuela, mujer de armas tomar, le manifestó al clérigo que no estaba dispuesta a permitir que a su nieto se le impusieran castigos físicos y que, si era necesario, consultaría el caso con un abogado y pediría que los niños que habían sufrido tales agresiones, cuyos nombres tenía muy presentes Carlos Felipe, fueran llevados a dar su versión ante un juez. Turriago, veterano y ladino, reculó. Las cosas, en apariencia se aclararon, con la condición de que Carlos Felipe fuera reconvenido en casa por no desarrollar su trabajo de clase con la aplicación que cabía esperar.
Pero al interior de la institución las cosas fueron bastante diferentes. El infante fue estigmatizado por su actitud y sentenciado a un ostracismo que habría de perdurar hasta el final de sus días dentro de los muros de C. A. R. C. E. L. Todavía podía recordar, siendo ya un adulto, de qué manera las profesoras advertían a los otros niños que “no debían juntarse con él”. Si bien muchos de sus compañeros simplemente lo hicieron a un lado, a lo largo de aquellos primeros años logró conformar un grupo de amigos con quienes le fue posible departir y que hicieron que su vida no fuese tan solitaria.
III
Los procesos educativos de C. A. R. C. E. L. se caracterizaban por promover una religiosidad a ultranza: había misa obligatoria tres veces por semana y, además, los alumnos de bachillerato tenían que ir al colegio los domingos para asistir al servicio religioso, so pena de tener que enfrentarse a severos castigos en la semana siguiente. El otro aspecto de la formación que allí se suministraba estaba conformado por una feroz competencia entre los estudiantes, en busca de los primeros puestos en el curso, mes a mes, o de una banda que se entregaba en sesión solemne al final del año y con la que se galardonaba al mejor alumno de ese respectivo ciclo. Pero además de aquella carrera auspiciada por el sistema, una férrea y rigurosa disciplina era impuesta en todos los niveles y los estudiantes díscolos eran sometidos a un tratamiento abusivo y humillante que, si no daba resultado a corto plazo, terminaba casi siempre con la expulsión del indócil. No había recursos que nadie pudiera interponer en contra de tales prácticas, no existía la tutela y las autoridades educativas del gobierno asumían que las directivas de los planteles sabían lo que hacían. (?!)
Se destacaban en el contexto de C. A. R. C. E. L. figuras ominosas, encargada de asegurarse que los estudiantes cumplieran con las normas de la institución y se mantuvieran dentro de los lineamientos disciplinarios establecidos. Al frente de esta tarea se hallaba, en aquellos primeros años, un clérigo joven, Fidelio Argámez, amante incondicional de la innoble dictadura que oprimía a su país y quien imponía su autoridad a través del terror y de actos indiscriminados de agresión, no solo sicológica sino también física, con los que amedrentaba al estudiantado. Quien atraía su atención difícilmente podía escapar de pasar una tarde deportiva, (que tenía lugar cada jueves), sosteniendo una moneda con su nariz apoyada en la pared, o con los brazos levantados en cruz cada uno sosteniendo una caja que se cargaba con cuadernos, o de rodillas en el corredor del edificio, donde todos pudieran verle, para escarnio público y como advertencia para los demás. Nadie nunca cuestionó aquellos métodos brutales. La palabra de los educandos no valía un ardite y los alumnos no tenían otro recurso que ajustarse a convivir con semejantes procedimientos.
Así, la vida de Carlos Felipe transcurría entre el horror que le inspiraba el colegio, el cual poco a poco fue transformándose en aborrecimiento, y las particulares condiciones que tenían lugar en su casa, en donde la abuela era la voz de la autoridad. Mientras duraron los estudios primarios las cosas se desarrollaron de manera más o menos tranquila, puesto que sus resultados académicos, sin ser sobresalientes, se encontraban dentro de las expectativas de desempeño. Las cosas iban a cambiar dramáticamente cuando pasara a bachillerato.
Ya desde los primeros años de estudio secundario fue evidente que la política instruccional de C. A. R. C. E. L. era desarrollar los programas para aquellos alumnos que pudieran seguir el proceso de manera ágil, veloz y sin tropiezos. Ellos se fueron convirtiendo en los favoritos de los profesores y las clases se dictaban específicamente para ellos. No hay manera de determinar hoy con exactitud cuántos de estos había en cada grupo, pero no sería aventurado tratar de hacer una somera estratificación de las habilidades de los alumnos de un grupo cualquiera: un 20 % (un total de 6 individuos en un salón de 30), que hacía gala de una excelente capacidad de comprensión y asimilación; un 40% (es decir otros 12 estudiantes del mismo grupo), con capacidades ordinarias, que se afanaba por seguir el ritmo de enseñanza y que lograba un irregular aunque relativamente aceptable nivel de aprendizaje; ¿y los 12 restantes? ¡Ha de quedar muy claro que no eran estúpidos ni ostentaban ninguna discapacidad mental! Puede afirmarse que sus capacidades de asimilación eran bastante variables y que, si bien aprendían bien en algunas áreas, en otras requerían de un proceso más elaborado que les diera la oportunidad de alcanzar aquellos temas que se les dificultaban. Pero, subyugados por un sistema abusivo de terror soterrado y de franca y abierta discriminación intelectual, no podían hacer otra cosa que intentar seguir el ritmo, tomando notas en sus cuadernos y tratando de hacer ejercicios y tareas que muchas veces no comprendían, puesto que la rapidez con que se habían dado las explicaciones les había dejado muchas lagunas y jamás se les había otorgado una oportunidad real de aclarar sus dudas. Carlos Felipe pertenecía a esta casta inferior y las consecuencias no dejaron de hacerse sentir en los resultados de su desempeño.
Un ingrediente adicional vino sumarse a la situación. Carlos Felipe y su pequeño grupo de amigos se hacían cada vez más notorios a los ojos de los demás estudiantes y, sobre todo, de las autoridades del instituto. Ellos no jugaban al fútbol ni participaban en las actividades deportivas. Sus gustos iban derivando hacia otras actividades como los juegos de roles y la conversación inteligente sobre temas diversos que se fueron haciendo cada vez más abstractos a medida que pasaban los años. Y como si fuera poco, un elemento adicional hizo su aparición en escena. El “reverendo” Timoteo Saniz era el nuevo sátrapa encargado de mantener la disciplina, quien a su vez tenía a su cargo la cátedra de matemáticas. Era un hombre amargado y colérico que disimulaba su mal talante bajo una apariencia sosegada, que desaparecía para dar lugar a su verdadera naturaleza ante la más nimia circunstancia. Imponía su ley mediante la intimidación y el terror y la sola mención de su nombre generaba en muchos unos elevados niveles de angustia y ansiedad. Detestaba a Carlos Felipe y a sus amigos, los vigilaba con mal disimulada animadversión y no desaprovechaba ocasión de humillar a uno o a otro durante sus clases. De esa manera y como una consecuencia indirecta del escarnio público al que eran sometidos, la segregación, que ya era evidente, se incrementó y muchos de los otros estudiantes se dedicaron a hacer mofa del grupo y, en alguna que otra ocasión, llegaron a pasar inclusive a la agresión física.
IV
Llegados a este punto, la situación para Carlos Felipe se iba haciendo cada vez más insostenible. Nuevos expatriados europeos iban llegando y sumándose al contexto de abuso y amedrentamiento que imperaba en aquel lugar. Aparecieron sujetos como Alipio Barahona, un seglar exboxeador, violento e iracundo que pretendía ser maestro y que con frecuencia recurría a la amenaza directa, en cuyas clases el principal sentimiento de los estudiantes era el miedo, (cabe anotar la anécdota de una evaluación que ningún estudiante logró terminar en el período de la clase, que se extendió durante el recreo y que, al día siguiente tuvo como consecuencia que el energúmeno llegara enardecido a vociferar como un poseso), o como el “reverendo” Emelino Laplaz, (apodado Tontín por los estudiantes, en virtud de su actitud solapada), nombrado para reemplazar a Timoteo, y que cambió la simple y llana imposición del terror que había caracterizado a su antecesor por una actitud sinuosa y artera, pero no menos oprobiosa. Estos fueron los encargados de buscar la manera de permear aquel grupo de amigos a quienes ya se señalaba abiertamente de ser distribuidores de propaganda comunista.
Los bajos resultados académicos de Carlos Felipe fueron el instrumento con que las directivas de C. A. R. C. E. L. orquestaron su salida de la institución. Acaso planeaban hacer de aquel un escarmiento para los demás integrantes del grupo. Así, al concluir un año, se apeló al historial de notas y al pobre rendimiento mostrado, para determinar que Carlos Felipe no podría matricularse en el curso siguiente. Pero a pesar del sentimiento inicial de confusión ante la necesidad de tener que salir a recomponer el proceso educativo, bien pronto el interesado y su familia pudieron ver que el dividendo para él fue inmenso. De una manera inexplicable, ellos fueron siempre incapaces de proceder al cambio de modelo educativo, que mucho le hubiera beneficiado y le hubiera ahorrado tanto tiempo de penuria, abuso y persecución. Así que la jugada maestra de C. A. R. C. E. L., que determinó su salida, vino a constituirse en el bien más preciado que aquellos tiranos pudieron otorgarle. Culminó su proceso educativo en un lugar diferente y descubrió con regocijo que el mundo, fuera de los muros de aquel instituto infame, era distinto, más amable y menos abusivo. También pudo ver que la educación estaba cambiando y que, así fuera muy lentamente, los derechos de los estudiantes comenzaban a ser tenidos en cuenta. La pesadilla había terminado.
Resulta útil arrojar una mirada en retrospectiva a las enormes vicisitudes que aquí se han descrito, las cuales se ajustan con precisión a la verdad. A pesar de haber dejado una profunda huella en la memoria de nuestro personaje, los hechos narrados no vinieron a conformar un obstáculo en el desarrollo de la vida personal y profesional de Carlos Felipe. Luego de algunas vacilaciones, finalmente optó por la docencia y la ejerció con devoción a lo largo de los años. Muchos de quienes fueron sus alumnos dan hoy testimonio de haber accedido a un valioso aprendizaje y de haberlo hecho en un contexto de rigor y búsqueda de la excelencia, pero del que estuvo siempre ausente toda forma de abuso, agresión sicológica o humillación; por el contrario, describen el ambiente de clase como ameno, cordial y hasta informal y en recuerdo de ello aún hoy, muchos años después, dispensan a su antiguo maestro una espontánea y cálida amistad. Signado por el recuerdo de sus años en C. A. R. C. E. L., aunque no rememorados de manera traumática, Carlos Felipe revirtió aquella experiencia y la transformó en un instrumento benéfico, utilizando el quehacer de aquellos malhadados individuos como el modelo de todo eso que un maestro nunca jamás debe llegar a ser.