LOS DESAFÍOS QUE PLANTEA EL LOGRO DE LA PAZ

Luego de largos años de discusiones, de tire y afloje, de ilusiones, promesas, viajes, discursos y pantalla, la negociación de las FARC con el gobierno colombiano parece que ha entrado en su fase final y que la firma de un acuerdo definitivo que ponga fin a un enfrentamiento de más de medio siglo se encuentra cada vez más cerca. Todos hemos estado a la expectativa, esperando que así sea, confiados en que los puntos álgidos que todavía son motivo de controversia vayan subsanándose con la buena voluntad de los negociadores, para que pronto pueda cerrarse ese oscuro y trágico capítulo de nuestra historia. Recientemente se había anunciado la consecución de un compromiso bilateral para un “alto al fuego”, con emotivos pronunciamientos de tinte político en campaña electoral; y tanto Timochenko como el presidente Santos le manifestaron al país que este era, ahora sí, el preámbulo de un convenio definitivo para dar por terminado el conflicto armado. Y nosotros, El Pueblo Soberano, seguimos soñando con la tantas veces fementida y quimérica promesa de la paz, que parece hallarse, esta vez, más cerca que nunca.

No se nos oculta, sin embargo, que silenciar las armas y lograr que los rebeldes se reincorporen a la vida civil, amén de las circunstancias en las que esta reincorporación pueda llegar a darse, constituyen apenas el umbral de entrada hacia esa PAZ que todos anhelamos. Es claro que resta un tortuoso camino por recorrer y que resulta imprescindible determinar, más allá de toda duda, cuál es el mecanismo correcto para que el andamiaje funcione: ¿debe haber paz para que el país cambie? o ¿debe cambiar el país, para que haya paz? He ahí el meollo de  la cuestión, muy similar al viejo planteamiento del huevo o la gallina.

Casi sin temor de equivocarnos, tal vez podríamos afirmar que la firma de los acuerdos en La Habana habrá de significar el surgimiento de una nación distinta a aquella que hemos conocido desde hace algo así como 60 años. Pero la gran preocupación que nos nace es si ese cambio es realizable y, en caso de que llegara a darse, si habrá de ser realmente sostenible. Inevitablemente hemos de preguntarnos: ¿cuál será el panorama socio-político-económico, una vez desaparecida la guerrilla? ¿Cuáles son las expectativas de cada uno de los estamentos de la sociedad, respecto a esa tan anhelada paz? ¿Está la clase dirigente colombiana preparada y dispuesta a realizar las reformas necesarias para identificar, reconocer sin ambages y erradicar las causas que dieron lugar al levantamiento armado? Esas son ya muchas y muy difíciles incógnitas.

Algo que será urgente que nos quede claro a todos es el hecho de que la estructura social y política del país no podrá volver a ser aquella en la que los dueños de los medios de producción desarrollaron sus actividades fundamentados en el tesón de las clases trabajadora y campesina, cuyos miembros no han contado sino con la fuerza de sus brazos para obtener el sustento, sin ninguna otra perspectiva que no sea quebrarse la espalda de sol a sol hasta el último día de sus vidas. El hecho de que tales desigualdades vinieron a ser el caldo de cultivo en el que se cocinó un conflicto de casi un siglo de duración es, sin duda, una verdad de Perogrullo. Si bien el contexto nacional que se vivía entonces tenía un conjunto muy específico de características que difieren enormemente de las que distinguen a la Colombia actual, infortunadamente hemos de decir que, aunque muchas cosas han cambiado, otras, muchas otras, han permanecido estancadas, a lo largo de los lustros.

Pero entonces, ¿cuáles son esos aspectos que pueden llegar a convertirse en obstáculos insalvables para que logremos alcanzar una paz verdaderamente duradera? Al mirar las condiciones actuales de la estructura de nuestra sociedad, nos agobia un hondo e inevitable sentimiento de desánimo. No se necesita poseer una mentalidad alarmista para estar de acuerdo en que la institucionalidad del país se halla muy comprometida, casi que en cuidados intensivos. Basta echar una mirada desapasionada y atenta a nuestra realidad de hoy:

El alto gobierno se debate en unos niveles de impopularidad pocas veces vistos en el pasado. El Primer Mandatario se ha distinguido por su personalidad irresoluta, que muestra frecuentes cambios de opinión que generan enormes dudas entre sus colaboradores y entre la gente, en general. Ello no tendría que ser, en sí mismo, un problema mayor, si  no fuera por el grado de incertidumbre en que mantiene al país y porque, aparte de su lucha denodada por el acuerdo con las FARC, al igual que todos los otros políticos que alguna vez alcanzaron el solio, ha incumplido muchas de las promesas de su campaña electoral.

Su segundo de a bordo ha adoptado una distante posición de cautela que da lugar a especulaciones de todo tenor respecto a sus verdaderos sentimientos frente a este proceso. En virtud de que su candidatura presidencial para el próximo período está prácticamente cantada, por una parte y que los analistas políticos lo dan como seguro ganador, por la otra, ese silencio tan prolongado se torna sospechoso, especialmente para quienes han tenido la oportunidad de percibir su ideología, proclive a la defensa del Statu Quo y, por lo mismo, bastante poco dispuesta a las transformaciones que habrán de ser necesarias para que podamos finalmente alcanzar un escenario sin conflicto armado.

Los otrora respetables representantes de la Justicia se han convertido en individuos de una venalidad vergonzosa y, cual meretrices en un antro de mala muerte, se muestran dispuestos a subastar la que alguna vez fuera su honrosa equidad, al mejor postor.

El Ministerio Público se halla en manos de un individuo retrógrado, recalcitrante y fanático, quien ostenta en su pasado, como única referencia a la cual pueda el pueblo remitirse para determinar su calidad de líder y de dirigente, el hecho de haber participado, como cualquier inquisidor que se respete, en una quema de libros que él y su grupo consideraban dañinos para la moral y las buenas costumbres. Cual moderna encarnación del tristemente célebre Torquemada, enarbola su particular y muy bíblica interpretación de la Constitución en sus diatribas delirantes, abriga en su mente la firme convicción de que el pecado es mucho más grave que el delito y, seguramente convencido de que, para defender a la sacrosanta y única religión verdadera el fin justifica los medios, no ha vacilado en recurrir a cualesquiera soterrados subterfugios, nepotismo y corrupción para alcanzar sus cuestionables propósitos.

La oposición, categorizada desde siempre como la piedra angular y la esencia de la democracia, está representada por un hombre megalómano e inescrupuloso, quien impunemente acudió al delito para tratar de perpetuarse en el poder y que no ha tenido inconveniente en utilizar la falacia, la agresión verbal y, aún, el conato de sedición con el único objetivo de torpedear este intento de poner fin a la guerra fratricida, ya que es el único escenario que le otorga una razón de ser y de existir, (y de volver a mandar, así tenga que ser por interpuesto títere).

La salud, privilegio garantizado en la Constitución, es hoy un negocio al servicio de intereses particulares, representado por entidades que simulan proveer la atención que reclaman los usuarios, pero que en realidad recurren a todo tipo de tretas y excusas para dilatarlo en el tiempo y, aún, negárselo olímpicamente. Los pacientes afectados por semejante despropósito deben deambular cual mendigos en busaca limosna y con mucha frecuencia se ven obligados a recurrir a los estrados judiciales para lograr que se les proporcione el servicio al que tienen derecho. Una innombrable cantidad de colombianos comunes se ven, impotentes, abocados a presenciar la muerte de sus seres queridos mientras aguardan resoluciones jurídicas que les otorguen el servicio que les ha sido negado y que muchas veces llegan demasiado tarde.

Con inexplicable éxito, criminales de cuello blanco logran eludir las sanciones a que se han hecho acreedores, obtienen beneficios, logran demorar sus procesos o son enviados a cumplir breves períodos de reclusión en sus cómodas mansiones, cuando no acuden a diagnósticos médicos fraudulentos para poder permanecer en hospitales y clínicas privadas en los que gozan de enormes prerrogativas, como castigo para sus inexcusables trapisondas.

Entretanto, el desempleo, la indigencia y la inseguridad crecen de manera desproporcionada. La mendaz desmovilización de los grupos paramilitares, (que dejaron de ser ello para cambiar de “razón social” y pasar a llamarse dizque BACRIM), ha conducido a las entidades de vigilancia y control del Estado a una grave condición crítica; entre los Urabeños, el Clan Úsuga y los ganchos de microtráfico, como los que se detectaron en la toma del Bronx, aparte de la perpetua delincuencia común,  las autoridades se encuentran poco menos que desbordadas y, para completar el cuadro, el hacinamiento en las entidades carcelarias está dando lugar a que se considere como viable la salida de reclusos. Además de la bochornosa realidad de la que el ciudadano ordinario debe ser impotente testigo: abundan los delincuentes que, aún capturados en flagrancia, son devueltos a las calles.

La corrupción ha alcanzado niveles aterradores. No solo se ha entronizado en nuestro medio el vergonzoso: “Usted no sabe quién soy yo”, sino que persiste desde hace una incalculable cantidad de tiempo el aún más oprobioso: “¿Cómo voy yo?”, que se emplea inescrupulosamente de manera soterrada en la mayor parte de las instancias en las que se aguarda una decisión administrativa o, peor aún, una judicial.  Pero además, todos los días los medios de comunicación nos informan de qué manera se han descubierto malos manejos, desfalcos, cohechos y prevaricaciones en los que sale beneficiado un puñado de individuos desconocedores de la más elemental decencia, que acumulan insondables niveles de prosperidad al feriar la que debiera ser su impoluta ecuanimidad, o al apropiarse sin recato de recursos que nos corresponden a todos y que, con pasmosa desfachatez eluden los controles del Estado y acuden a todo tipo de argucias para convertir en acusados a sus acusadores; y que, las más de las veces, se salen con la suya.

Y como si el escenario anterior no contuviera suficientes ingredientes como para descorazonar al más optimista, hemos podido ser testigos de la primera marcha multitudinaria en contra de la tolerancia, algo insólito y sin precedentes en el planeta.

Como puede apreciarse, el panorama es bastante desolador. El ciudadano común y corriente se ve en la inevitable necesidad de  moverse en este pantano fangoso en el que se ha convertido nuestra cotidianidad, cada vez más embrollado en esta maraña existencial, en este río revuelto, en el que muchos buscan una pequeña cuota de poder o de dominio que les reporte pingües beneficios. A tal punto ha escalado el desbarajuste institucional, que con angustiosa certeza se me ocurre pensar que estamos cerca de ser, si es que no lo somos ya, un perturbador ejemplo de esos que Noam Chomsky ha llamado “estados fallidos”.

Son pues, muy complejos los vericuetos a los que deberemos enfrentarnos, una vez se lleve a feliz término la firma de los acuerdos con los alzados en armas. Los ciudadanos del común hemos de entender que de ninguna manera podemos permitir que de nuevo se imponga el  que todo cambie para que todo siga igual. Esta ha sido precisamente la causa de que nos encontremos hoy sumidos en el caos y que no pueda percibirse una solución a corto o mediano plazo. Tal es el inmenso desafío que encaramos como nación y como pueblo, ahora que la ilusión de una patria en paz parece haberse transformado en un bien por primera vez alcanzable en muchos años.

Ahora bien: un importante sector de la comunidad, los grupos financieros, los industriales, algunos miembros de la clase política y ciertos círculos de eso que hemos dado en llamar clase media, han desarrollado un enorme y, acaso, no del todo infundado temor de que los antiguos guerrilleros hagan política y puedan eventualmente acceder por la vía de las urnas a lo que no consiguieron por la vía de las armas y que de ahí pudiera llegar a derivarse un proceso similar a la Revolución Bolivariana de Venezuela, con los desastres económico, político y social que esta ha significado para el hermano país. Saben sin lugar a dudas que, si bien han detentado el poder económico y político por largo tiempo, la inmensa mayoría de la población se halla constituida por todos los demás que no pertenecen a su élite: la clase trabajadora, los empleados, los campesinos y muchos otros, menos favorecidos por la fortuna y que hoy por hoy, sufren las consecuencias de la condición de desigualdad en que les ha tocado vivir. Ven como un hecho incontestable que, en unas elecciones transparentes, propuestas de cambio pudieran atraer numerosos votantes que desplazarían fácilmente a los candidatos de la vieja política tradicional. No en balde se escuchan en algunas conversaciones informales sentencias como “…ya veremos cuando estemos como Venezuela…”

Todo ello nos lleva a algunas conclusiones que vale la examinar: en primer lugar, a nadie se le oculta que el modelo venezolano tuvo su oportunidad y dispuso de un adecuado margen de tiempo para mostrarse, con las consecuencias que hoy son evidentes para todos. Es claro que nadie desea para nuestro país un destino ni siquiera parecido. Por otra parte, todos hemos de entender que la estructura social, política y económica en que se desenvolvió la Colombia del siglo XX fue la causa primordial del conflicto armado que trajo dolor, sangre y muerte a nuestro suelo y que por ello debemos inducir un cambio radical, que elimine los vicios de antaño y ofrezca unas condiciones más justas y equitativas para todos los colombianos. Y, por consiguiente, que todos y cada uno de los estamentos de la sociedad deberemos esforzarnos en conducir al país por una senda de la que se hallen ausentes la intolerancia, la corrupción y la injusticia, para que quizás nosotros y seguramente nuestros hijos volvamos a creer en esa “utopía contraria” a la que se refiriera el gran García Márquez, en la que: “nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad…” (*). Solo si lo logramos podremos conjurar el riesgo de que la población, hastiada de promesas incumplidas y de un sistema político abusador e inequitativo, pudiera llegar a caer en las redes del populismo barato, causante de los errores de nuestro vecino, que les han significado tantos sinsabores. Y, así mismo, estaremos forjando un futuro más promisorio para las generaciones venideras.

Tal como puede apreciarse, son enormes los retos que se nos plantean frente a este intento de alcanzar la paz. Es un hecho que todavía abundan muchas heridas, aún hoy abiertas y sangrantes. Pero el objetivo esencial de una patria sin conflicto para nuestros hijos y nuestros nietos es un desafío digno de asumir. Es imprescindible, por lo tanto, que hagamos el ingente esfuerzo de llevarnos nuestro dolor a la tumba, en lugar de transmitírselo a nuestros descendientes, que de nada han tenido la culpa y que definitivamente no merecen el tener que sufrir por los pecados de sus padres. No será fácil sacudirnos las tragedias que muchos vivieron en carne propia; no será fácil deshacernos de la mezquindad y la codicia que han anidado en nuestros corazones desde tiempos inmemoriales y que han dado lugar a que nuestra clase política se halle inmersa en una corruptela sin precedentes y en una ineficacia paquidérmica; no será fácil abrir nuestras mentes a la convivencia y la concordia; y, sobre todo, no será fácil encaminarnos por la senda de una probidad a toda prueba, luego de esta tristemente extensa y arraigada deshonestidad que nos ha significado tantas aflicciones. La gran pregunta es, ahora: ¿Estaremos a la altura de las circunstancias? O, por el contrario, ¿Permitiremos que, una vez más, este inconmensurable bien se nos escape de las manos? Antes de aceptar que tal ocurra, pensemos que ningún sacrificio es trivial, si se trata de evitar otros 60 años de tragedia, muerte y desolación.

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(*) GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel, La Soledad de América Latina, Estocolmo, 1982.