LA POSESIÓN DE LA VERDAD ABSOLUTA

La verdad. Noción difícil de comprender. Defínela el diccionario de la Real Academia Española como: “Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente”. Es decir, que será verdad cuando el intelecto alcance una percepción de la realidad que se halle en concordancia con la realidad misma. En ese sentido y dada la falibilidad del ser humano, tal conocimiento de la verdad dependerá única y exclusivamente de los parámetros de medición y verificación de que pueda disponerse, para que sea posible alcanzar algún grado de certeza respecto de lo que se conoce. Así, por ejemplo, a pesar de los avances de antiguos textos hindúes y de apreciaciones expresadas en su momento por Platón y Aristóteles, entre otros,  la concepción de la redondez del mundo solo vino a sustituir a la idea de que la Tierra era plana, a partir de los estudios de Copérnico y Galileo y los viajes de Colón, los cuales ofrecieron una certeza inequívoca de la forma del planeta.

Visto de esa manera, cabe suponer, a partir de la experiencia, que la mente humana con frecuencia percibe la realidad de manera incorrecta, como ocurrió tantas veces en el pasado y que la única manera de establecer la exactitud de lo que sabemos o creemos saber, más allá de toda duda, es disponer de herramientas de comprobación que nos conduzcan a la certidumbre de que nuestras apreciaciones, nuestras apropiaciones mentales, se ajustan a la realidad. Todo ello enfocado, por supuesto, al universo tangible que nos rodea, el cual podemos medir, pesar, calibrar, para extraer conclusiones que hagan, de alguna manera, valedero nuestro conocimiento.

Pero es un hecho que nos movemos en un mundo dual, en el que las realidades materiales a nuestro alrededor cohabitan con elementos menos medibles, más abstractos, que sin embargo imponen su presencia y constituyen una parte integral de nuestra realidad. En este terreno la verdad se torna difusa, intangible y esquiva y no nos queda otro recurso que ir tras ella, con la esperanza de acercarnos a su vera, aunque sin la certeza absoluta de llegar a poseerla plenamente. Es en tal sentido que muchos seres humanos fundamentan su discurrir por el mundo en eso que todos dan en llamar, “la búsqueda de la verdad”; actividad que llega a convertirse en el quehacer cotidiano y, en muchos casos, el fin último de la existencia del hombre, en virtud de la perspectiva de ser este un espécimen racional, inteligente y con un permanente deseo de conocer e interpretar el entorno en el que se desenvuelve su existencia.

Sin embargo, tal como ha quedado señalado, se nos presentan dos planos definidos y bien diferenciados en lo referente a esa correspondencia entre lo que llegamos a conocer y la realidad circundante. En el ámbito material y medible, es posible alcanzar un alto grado de certeza respecto a la precisión del concepto que nuestra mente se forja, a partir del mundo que nos rodea. Y, entre mayores y más eficaces lleguen a ser los métodos de comprobación que podamos tener a nuestro alcance, mayor será nuestra certidumbre. Nadie cuestiona hoy la redondez del planeta que habitamos. Podemos afirmar de manera casi absoluta, sin temor de equivocarnos, que eso es verdad.

Por otra parte, además, existe un plano alterno en el que se afinca la mente de un inmenso número de nuestros congéneres. Tal es lo que muchos llaman la dimensión espiritual: una experiencia interior y profunda de la persona, fundamentada por lo general en la fe o, en su defecto, en la convicción que el individuo pueda llegar a tener, de ser un ente trascendental y con un propósito definido, de cualquier naturaleza, supuestamente localizado más allá de la existencia material. Desde épocas inmemoriales, como resultado del gran temor que el entorno infundía en sus mentes, nuestros ancestros, ávidos de protección, volvieron sus ojos hacia los cielos, los astros y los elementos y los deificaron. Aquellas primeras divinidades fueron el sol, la luna, la lluvia y la tierra. Y a ellos dirigieron sus súplicas, invocando su amparo e intervención para que la vida fuese menos azarosa. Con el paso del tiempo, las deidades se multiplicaron, se hicieron más abstractas e imponentes y fueron, además, definidas a partir de muchas de las características de los humanos que las crearon; la mitología griega, sin ir más lejos, nos ofrece una variada gama de ejemplos en este sentido. De esa manera, convencidos de contar con su poderosa contribución, los hombres afianzaron su seguridad en ellos mismos y emprendieron el camino de la superación y el progreso. No solo los primeros códigos morales de ética y comportamiento, sino también muchas de las formas de expresión cultural de varias comunidades y pueblos, surgieron de la intención de agradar y mantener satisfechos a los dioses, quienes de lo contrario, podían encolerizarse y castigar con saña a justos y a pecadores. Eran épocas primitivas y los parámetros de interpretación especulativa, más que de certidumbre, de que se disponía entonces, no pasaban de ser incidentes cuasi-cotidianos, tales como una cosecha abundante, una epidemia o un fenómeno natural. Con base en ellos, la única “verdad” a la que podían llegar a los individuos de entonces era el buen o mal talante de esas divinidades.

Como era de esperarse, las creencias evolucionaron junto con la especie humana, a medida que se ampliaba la comprensión del mundo circundante. La percepción de lo divino se fue moldeando y adaptando a las nuevas circunstancias y la imagen de una Entidad todopoderosa fue difuminándose, en la medida en que la evidencia nos iba mostrando que los hechos que se atribuían a su intervención no eran otra cosa que simples acontecimientos imputables al caótico azar que rige el comportamiento de la Madre Naturaleza. Lo que nos trae al momento presente. La avidez de conocimiento, entre otras motivaciones, ha logrado inmensos progresos en el desarrollo técnico científico. Ahora sabemos que las pestes, los terremotos y las sequías son hechos que nada tienen que ver con una deidad enardecida y ansiosa de descargar su ira sobre nosotros, sino que son el resultado de circunstancias aleatorias, que forman parte integral del mundo que nos rodea y, lo más importante, que somos capaces de prevenirlos hasta cierto punto y de luchar contra ellos para sacudir su frecuentemente ignominioso yugo.

No obstante, ha de tenerse en cuenta que, a pesar de los avances en el conocimiento y en la ciencia, el sentimiento de hallarnos sometidos al escrutinio de un poder superior, profundamente arraigado en nuestros genes, ha pervivido incólume en la mente de muchos. Así, un incontable número de individuos de todas las condiciones, orígenes, razas y género ha mantenido la creencia en un Ser Superior y en su capacidad para incidir sobre las vidas de todos, para bien o para mal. Todas las religiones hoy vigentes cuentan con un complejo esquema en el que se conjugan divinidades, ángeles, demonios y lugares o estados de existencia post mortem, con las consabidas ofertas de premios y castigos. Todo ello constituye la FE de un individuo, la cual debe presumiblemente determinar, mediante una innumerable variedad de preceptos y prescripciones, sus acciones a lo largo de su deambular por la vida. Y, con el propósito de desvirtuar cualquier interpretación que pudiere asignarle un objetivo tendencioso o parcializado a estas apreciaciones, consideramos esencial dejar claro que entendemos de manera incuestionable, que el mantener este conjunto de creencias y vivir de acuerdo con ellas es un derecho inalienable de cada uno de los seres humanos, siempre y cuando este esquema de vida respete a todos los demás y se abstenga de intentar influir sobre la forma en que otros han decidido llevar la suya propia. Sin que nos quepa la menor sombra de duda, cada cual es libre de creer todo aquello que haya elegido creer.

Pero las cosas no son así de sencillas. Si el sentimiento religioso hubiera sido siempre una parte integral y exclusiva del mundo interior de un individuo o de una comunidad, si la creencia en su Ser Supremo hubiera servido únicamente para reencontrarnos con nosotros mismos y, sobre la base de nuestra fe, afianzar nuestra autoestima y nuestro deseo de ser cada vez mejores, bajo la premisa inamovible del mencionado respeto a los demás, esa que hemos llamado dimensión espiritual habríase convertido en una valiosa manifestación cultural que hubiera podido ayudar a todos en este discurrir por la existencia.

Sin embargo, aún desde los más tempranos albores de la humanidad, ciertas características de la naturaleza humana, tales como la avaricia, la codicia y la ambición no tardaron en aflorar y alentar a un cierto número de individuos con muy pocos escrúpulos a aprovecharse de las incertidumbres y temores de los demás seres a su alrededor. Así nacieron sacerdotes, chamanes, augures y profetas de toda índole que, con la falaz pretensión de estar en comunicación con las deidades, fueron sometiendo a su dominio e imponiendo su voluntad sobre los demás miembros de sus comunidades. En forma ladina y artera se las ingeniaron para acrecentar los miedos de la gente y fueron creando poco a poco una parafernalia temática, enmarañada y confusa, de la cual se valieron para alcanzar soterrados propósitos, directamente relacionados con la satisfacción de mezquinos intereses, suyos, o de poderosas minorías opulentas a cuyo servicio desempeñaron tan innoble tarea.

Estos sujetos afirmaron entonces (y continúan afirmándolo hasta el día de hoy), hallarse en posesión de la verdad absoluta. Solo a través de ellos podía el resto de los mortales lograr una estabilidad razonable a nivel emocional, alcanzar un adecuado nivel de buen  comportamiento y aspirar a una eterna bienaventuranza o a un interminable sufrimiento en hipotéticos lugares, creados para tales propósitos desde el mismo comienzo de los tiempos. Y, aprovechando las múltiples necesidades espirituales que se fueron creando, los mencionados gurúes se fueron arrogando el derecho exclusivo de “guiar” los pasos de sus congéneres por la senda de la verdad. No obstante, es importante anotar que, aún en este caso, a pesar del abuso que significaba el esquema de superstición mística así constituido, el único gran señalamiento que hubiera podido hacerse habría sido el de un grupo de avivatos que engañaban a la gente con su verborrea, con el objetivo de sacar algún beneficio. Solo que ellos  no se quedaron ahí.

La tradición judeo-islámico-cristiana se ha caracterizado a lo largo de la extensa historia de la humanidad, por la máxima simple, pero contundente y categórica de que “…quien no está conmigo, está contra mí.” Bajo este principio, los iluminados que afirman ser representantes de la divinidad que, en cualquiera de los casos corresponde a una entidad megalómana, furibunda y vengativa, se han dedicado a perseguir, castigar y, aún, exterminar a todos aquellos que manifiesten sus reservas frente a la “Gran Verdad” que ellos pregonan. Así, desde tiempos inmemoriales,  se entronizó la “guerra de religión” como un elemento cultural-histórico que enfrentó pueblos y naciones y que vino a añadirse a las muchas otras penurias que, como las hambrunas, las pestes, la explotación y la esclavitud, han agobiado desde siempre a nuestra sufrida especie. Quedó claro que, para que una “Verdad Religiosa”, de cualquier naturaleza u origen, pudiese ser realmente eficaz en el cumplimiento de cualesquiera que fuesen los objetivos propuestos, era necesario imponérsela por la fuerza a los demás. Así, con sangre y fuego, se registraron en los anales del género humano la invasión de los moros y la consecuente reconquista española, la infame inquisición, las guerras de religión que devastaron a Europa y más recientemente la lucha de reivindicación del islamismo recalcitrante y el temible ISIS, todos ellos producto de un extremismo fanático. Los últimos mencionados, a la fecha, amenazan con quebrar la frágil estructura de eso que se nos ha ocurrido llamar el “mundo civilizado moderno”.

No nos cabe duda de que la vida actual se halla inmersa en múltiples vericuetos, grandes desafíos y un sinnúmero de dificultades que las gentes de hoy todavía no han mostrado la fuerza y la entereza para asumir de forma apropiada. Por primera vez en toda nuestra historia enfrentamos la contienda por la supervivencia en un entorno que bien podría no dar cabida a que esta se dé. La sobrepoblación, el envenenamiento del suelo que pisamos y la urgente necesidad de producir alimento para tantos, mientras que los recursos son cada vez más escasos, hacen que el reto adquiera una dimensión colosal que bien podría llegar a superar  nuestras capacidades. Así las cosas, ¿no sería más sensato remitir el misticismo al interior de la mente, allí donde pertenece, para poder preocuparnos de esos mucho más tangibles y urgentes problemas que nos aquejan? A diferencia de la leyenda del pueblo aqueo, cuyos dioses lucharon hombro a hombro con los guerreros en la llanura frente a Troya, divinidades más recientes se han empecinado en mantener un hermético silencio, una inactividad pasmosa ante nuestras ingentes necesidades, hasta el punto de que, racionalmente, ha cundido entre muchos la convicción de que no están realmente ahí.  Creer o no creer son, por lo consiguiente, opciones de carácter estricta y absolutamente individual, cada una de ellas tan válida como la otra, en el plano íntimo y personal; por lo menos hasta que exista evidencia incontestable, si es que puede llegar a darse, de que una de las dos posiciones es cierta y la otra está errada. Por lo demás, el sentimiento místico, exteriorizado, predicado y, como hemos podido apreciar, muchas veces impuesto, con el argumento que sea, constituye un escollo complejo que puede llegar a ser insalvable, en el contexto del objetivo fundamental de hacer de este un mundo mejor y proporcionar una existencia digna a esa inmensa mayoría que, hoy por hoy, carece de los más elementales medios de subsistencia.

La tolerancia de cualquier forma de credo religioso, que necesariamente incluye (o debería hacerlo), el no tener  ninguno en absoluto, forma parte integral de la estructura del Mundo Occidental. En otras regiones, sin embargo, la imposición mística está a la orden del día y se persigue cualquier forma de disidencia; y sustraerse a los preceptos religiosos o expresarse críticamente respecto a ellos puede acarrear tenebrosas consecuencias, incluso una condena de muerte. Pero es que todavía, en muchos lugares del planeta, muchas veces en nuestro mismo vecindario, se sigue utilizando a la religión como una valiosa herramienta de control y manipulación de masas. Hasta nosotros han llegado noticias de conglomerados místicos de diversa naturaleza, cuyos líderes, pastores, gurúes y autoproclamados profetas viven en la opulencia, en virtud de las jugosas donaciones que realizan sus adeptos. Para mantener lo cual, acuden a la radio, la televisión y al púlpito, desde donde lanzan sus diatribas frenéticas que vaticinan el fuego eterno y una existencia colmada de miserias para todos aquellos que no se muestren dispuestos a someterse a sus dictados. Es el fanatismo utilitarista del cual se sirven muchos grupos religiosos para su sostenimiento. ¿Habrá algo que podamos hacer?

No solo hechos históricos que todos conocemos sino también dolorosos y abrumadores acontecimientos de palpitante actualidad dan cuenta de la imposibilidad de razonar con el fanatismo. La Civilización Occidental se está quedando sin argumentos para encarar la tenebrosa organización que se ha creado en el Oriente Medio de tal manera que, con el estremecimiento que esta certeza nos produce, al parecer estamos cayendo en el abismo insondable de otra guerra de religión, cuyas causas son, sin duda, la reivindicación mística y cultural de unos pueblos que se han sentido, desde tiempos inmemoriales, agredidos, por una parte, y los intereses estratégico-económicos y de dominio de imprescindibles recursos naturales, por la otra. Y de nuevo las víctimas serán y, de hecho ya son, el cúmulo de seres inocentes que, como ha podido verse, caen abatidos en el fuego cruzado de una agresión vesánica o que huyen despavoridos de  la tierra que los vio nacer, en un muchas veces fútil intento de salvar aunque sea sus atribuladas vidas.

Así las cosas, una observación somera de lo anteriormente expuesto, todo ello asumido como su fuesen esos parámetros de medición y verificación a que hacíamos referencia, nos permite llegar a una conclusión inquietante: uno de los grandes enemigos de la humanidad es la pretensión que algunos se han arrogado, de hallarse en posesión de la verdad, especialmente referida a esa dimensión interior y personal que debiera ser el sentimiento espiritual. Esta presunción, adoptada no solamente desde la voluntad de un propósito de inspiración mística, del cual se quiere hacer partícipes a otros, ya sea a las buenas o las malas, sino también con soterradas intenciones, más utilitaristas que altruistas, sigue llevando, aún hoy, en los albores del nuevo milenio, a los seres humanos, por la senda oscura de la tragedia. No es claro de qué manera ha de proceder nuestra especie para sacudir un yugo semejante. Pero lo que hoy ocurre ante nuestros aterrados ojos, no solo en el Mundo Occidental sino también en esas otras latitudes agobiadas por la intolerancia, los preceptos que atentan contra la vida y la libertad y la agresión indiscriminada de quienes buscan adueñarse de sus recursos, tiene todo ello que constituir una señal de alerta, una alarma que resuena ya desde hace mucho, y que nos advierte a todos que avanzamos por un empinado despeñadero y que son imprevisibles las consecuencias que pudieran llegar a derivarse del actual estado de cosas. De nuevo se hace patente ante nosotros la urgente necesidad de promover un cambio significativo en nuestra conducta, que poco a poco vaya permeando a esas otras comunidades que hoy nos ven como enemigos y que induzca también en ellos una corrección de rumbo. No es fácil pensar que hemos de dejar de ser lo que hemos sido hasta hoy pero, bien mirado, no parece haber muchas alternativas. Deberemos llegar a la convicción de que nadie posee la verdad de manera absoluta y que lo que más nos dignifica como humanos es continuar en su permanente búsqueda. Solo así alcanzaremos la paz y la concordia que tanto nos hacen falta en estos afligidos tiempos.