LA NECESIDAD DE CONSTRUÍR NUESTRO FUTURO

Estudios científicos y ciertas otras investigaciones, unas bastante bien fundamentadas y algunas otras un tanto especulativas, nos han señalado que los diversos procesos que han tenido lugar en este nuestro planeta han estado, desde tiempos inmemoriales, no solo enmarcados sino también inducidos por un acontecer de carácter esencialmente violento. La existencia misma del cosmos, desde su hipotético nacimiento a partir de la Gran Explosión hasta el día de hoy, su evolución y su esencia misma se hallan signados por un caótico y turbulento devenir que pone de presente la bien poco sosegada naturaleza de todo lo que existe, incluido, por supuesto, el ser humano. En virtud de ello, aún la única especie conocida hasta hoy, con conciencia de sí misma, conlleva en sus genes, en sus moléculas, desde los más lejanos albores de su existencia, la anárquica barahúnda de un desenvolvimiento azaroso, imprevisible y con una permanente tendencia al comportamiento irracional.

Visto de esta manera, casi que podríamos pensar que no tenemos la culpa de ser lo que somos y, por esa misma razón, tampoco se nos puede llamar a cuentas por el sinnúmero de tribulaciones que a diario causamos, no solo a nuestros congéneres sino también a todas y cada una de las demás especies con las que compartimos este suelo que, por causa específicamente nuestra, está a punto de colapsar. Bien podemos pasar a creer que, habida cuenta de lo que somos, muy difícilmente habríamos podido llevar una forma de vida diferente hasta el día de hoy. Pero, ¿será esto verdaderamente cierto?

Sería importante que hiciéramos un análisis somero de nosotros mismos. La naturaleza nos dotó de la incomparable capacidad de raciocinio. Como nuestros científicos han podido determinar, evolucionamos desde primitivas formas de vida hasta la condición actual y poseemos habilidades que nos han sido otorgadas de manera exclusiva, como el lenguaje, la aptitud de la abstracción y la posibilidad de tener plena conciencia de nuestro ser y de nuestra existencia. Tales rasgos han dado como resultado el presente estado evolutivo, junto con todas las “maravillas” del desarrollo tecnológico-científico. Ningún otro ser viviente del que se tenga noticia ha llegado tan alto en su desarrollo.

Sin embargo, atávicas características han permanecido en lo más profundo de nuestro ser. A pesar de las normativas sociales, con frecuencia caemos víctimas de nuestros instintos más primitivos y damos rienda suelta a la barbarie que ha sido y sigue siendo el eje central de nuestro frecuentemente fiero proceder; entonces nos volvemos contra otros con poca o ninguna provocación, liberamos nuestras bajas pasiones y una reconcentrada forma de egolatría individualista, sin que el dolor de los demás, sus lágrimas o sus desgracias lleguen siquiera a conmovernos. Aún en los más serenos momentos de nuestra existencia, estamos prestos a la agresión y nos pasamos media vida organizándonos para repelerla. (Las rejas en las ventanas de nuestras casas y los vehículos blindados en que muchos se transportan, amén de las armas de todo calibre, destinadas a la “protección personal”, son un elocuente ejemplo de ello). Y como colofón, podemos apreciar que  uno de los más importantes logros de la tecnología ha sido el de proporcionarnos mayores, mejores y más destructivos instrumentos para hacer daño a nuestros vecinos, por cualquier “quítame estas pajas”.

Como bien sabemos, mientras que los recursos existentes son, si no escasos, (no por lo menos todavía, aunque las previsiones son poco optimistas), sí por lo menos limitados, las necesidades de una población que crece con coeficientes alarmantes son inmensas. La urgencia de proporcionarnos el alimento, la búsqueda de un territorio adecuado, el deseo inmanente de prevalecer y el instinto de perpetuar la especie constituyen demandas ineluctables que debemos satisfacer de manera cotidiana, en una contienda a brazo partido contra los elementos de un entorno muchas veces hostil. Y, desde siempre, nos hemos visto abocados a confrontaciones violentas, no solo con otros seres del entorno sino también entre nosotros mismos. La convivencia pacífica no ha sido un ingrediente abundante en nuestro discurrir por el mundo. Y nos hallamos en todo momento dispuestos a proteger y defender lo que tan difícilmente hemos conseguido, por cualquier medio, aún a costa de la destrucción de todo aquello que amenace nuestra condición, bien sea a nivel colectivo o individual. A este respecto no se aprecian mayores diferencias con  la instintiva y muy poco racional territorialidad que muestran otras especies.

Pero es que además de las características de supervivencia descritas, los seres humanos adolecemos de ciertos rasgos que de manera exclusiva distinguen a nuestra progenie de todas las demás. Tales son la ambición, la codicia, la intolerancia y el ansia desmedida de poder, (entre otros). Ellos han sido el motor que nos ha impelido a imponer nuestra voluntad sobre la de los demás, a adueñarnos de todo aquello que creemos que nos corresponde por derecho, aún en el caso de que pertenezca a otros y a considerar que somos mejores que los seres que se mueven a nuestro alrededor, en virtud del color de nuestra piel, de nuestras posesiones o de la muy quimérica pero no menos arraigada convicción de haber sido elegidos por Dios. Por ende, desde tiempos inmemoriales nos hemos ido lanza en ristre contra nuestros semejantes y hemos arrastrado a muchos a diversos tipos de disputas, sin otro propósito que la satisfacción de nuestra desmedida avidez y con la consecuencia inevitable del dolor y la tragedia que se levantan alrededor. Argumentos tan disímiles y, hoy por hoy, altamente cuestionables, como la religión, el patriotismo, la búsqueda de la gloria en la batalla y otros más han servido de pretexto para que los humanos tomen las armas y se abalancen contra todo y contra todos en la búsqueda de unos figurados objetivos que por lo general se traducen en pírricas victorias, en virtud de la destrucción y el dolor que se siembra en derredor. Además, claro está, del tan manido propósito de obtener o preservar ciertos derechos que se consideran inalienables, pero que por lo general resultan violentados, transgredidos e ignorados en el fragor de las luchas fratricidas.

Hoy por hoy, luego de siglos y más siglos de experiencia, a pesar de nuestra evolución, nos hallamos todavía sometidos a desoladores y catastróficos enfrentamientos. Hemos sido testigos de la desgracia que todos ellos causaron en el pasado y siguen ocasionando en el presente, sin que hayamos hecho el más mínimo intento de rendirnos ante la evidente necesidad de buscar una forma distinta de hacer las cosas. El fundamentalismo, la intolerancia de carácter racial, religioso o de cualquier otra índole, además de los eternos conflictos por el territorio o por los recursos, mantienen viva e inalterable la propensión hacia la confrontación armada. A pesar de las innumerables y dolorosas experiencias de pasados remotos y recientes, no ha sido posible que las gentes del mundo actual comprendan que en una guerra no hay sino vencidos, que las conquistas que se alcanzan no vienen a ser sino entelequias que palidecen ante los inconmensurables costos materiales y la pérdida de vidas y que las secuelas que van quedando no son otra cosa que el germen de nuevas, futuras y aún más trágicas luchas, en un círculo vicioso que, al parecer, solo tendrá fin cuando no queden contendientes vivos que empuñen los instrumentos de muerte. ¿Tendremos que llegar al borde mismo de la extinción para que finalmente se ponga un alto a esta locura?

Por otra parte, acaso conviene señalar aquí un elemento adicional que, a pesar de sus promisorias características, bien puede terminar añadiendo “más leña al fuego”, de ese conflicto secular en que se han visto envueltos los humanos, casi desde el mismo momento de su aparición sobre el planeta: recientemente se ha hecho la divulgación de estudios científicos que, al parecer, se encuentran ad portas de alcanzar insospechados períodos de longevidad, sin que ese que don Jorge Manrique llamaba “arrabal de senectud” llegue a causar mayor deterioro en la calidad de vida de quienes logren beneficiarse de tan inestimable nivel de progreso. Si volvemos la vista hacia lo que ha sido el desarrollo de la ciencia, tan solo en el último siglo, parece no caber duda de que tal propósito habrá de conseguirse a corto o mediano plazo. Pero, aparte del regocijo que pueda llegar a causarnos la perspectiva de extender nuestra existencia, de vencer el envejecimiento y todo lo que conlleva y de ganarle la partida a las enfermedades, enormes interrogantes surgen ante esta posibilidad, puesto que, de algún modo, la vida tal como la conocemos sufrirá una dramática transformación.

¿Cuáles serán las consecuencias de aumentar todavía más la diferencia entre el promedio de nacimientos y el de decesos? ¿Podemos detenernos a pensar en el costo de producir alimentos para una población que, sin duda, crecerá en progresión geométrica, sobre todo considerando que, en la actualidad, un significativo porcentaje de seres humanos padece hambruna y sucumbe en la inanición? ¿Cuál será el impacto ambiental, teniendo en cuenta que somos una raza desaforadamente contaminante y que ya hoy los recursos naturales, entre ellos el agua, amenazan con tornarse peligrosamente escasos? Y, como una consecuencia directa de nuestra natural agresividad, ¿hacia dónde creemos que pueda derivar la inevitable confrontación que surja de la superpoblación?

Con angustiosa certeza nos vemos en la necesidad de afirmar que nuestra mente, nuestra psique (o como quiera que le llamemos), es un importante elemento nuestro que no evolucionó. Las mismas pasiones que, milenios en el pasado, dieron lugar a que, supuestamente por causa del rapto de una mujer, (aunque ha podido determinarse que fueron en realidad razones de carácter comercial, más que todo), se pusiera sitio a una ciudad durante diez largos años y que después se aniquilase indiscriminadamente a su población, perviven hoy en las incontables contiendas que se desarrollan a todo lo largo y ancho del globo. Lo que sí fuimos capaces de perfeccionar y modernizar son las herramientas con las que nos masacramos unos a otros. Y nuevos enfrentamientos se perciben en el horizonte, sin que pueda vislumbrarse un medio eficaz que conduzca a una convivencia realmente pacífica.

Así las cosas, la gran pregunta es si nuestra conciencia de nosotros mismos está preparada y tiene la capacidad para encaminarse hacia un drástico proceso de autorreflexión. Es, por demás, urgente, que hagamos un alto y utilicemos el don del raciocinio para realizar un análisis retrospectivo de lo que hemos hecho hasta ahora, en términos de coexistencia, de cuál ha sido su doloroso resultado y que, sobre esa base, adoptemos las medidas necesarias para impulsar un cambio radical en nuestro comportamiento. Será necesario que entendamos que ninguno de nosotros se halla en posesión absoluta de la verdad, que todos, a pesar de nuestras evidentes diferencias, tenemos los mismos derechos (y también los mismos deberes), que ninguna fuerza natural ni sobrenatural ha señalado a nadie para que prevalezca sobre sus congéneres y que, ante los nuevos y nunca antes enfrentados retos que nos irán saliendo a la vera del camino, no solo en el presente sino también en el futuro inmediato, lo que verdaderamente importa es la forma en que vamos a conseguir que la existencia pueda llegar a ser menos azarosa y más llevadera para todos los seres humanos.

Es un hecho que deberemos modificar nuestra naturaleza. Para eso somos seres racionales. Si hemos sido capaces de alterar estructuras genéticas, de sustituir órganos de nuestro cuerpo, de cambiar nuestra apariencia física casi a voluntad, por una parte, y si nos hallamos en posibilidad de extender nuestra vida por períodos de tiempo nunca antes vistos, por la otra, entonces tenemos que poder inducir paulatinas variaciones en nuestra psiquis para que podamos percibir el mundo como el hogar de todos y nos encontremos, finalmente, en posición de mejorar las características de nuestra existencia. Este habrá de ser el mayor desafío que hayamos enfrentado como especie, desde las épocas inmemoriales en que vencimos el temor y abandonamos las cavernas para dar la cara a un entorno que nos amedrentaba, pero que estábamos dispuestos a domeñar. Es de esperar que encontremos la senda para llevar a cabo estas importantes transformaciones que, sin lugar a dudas, constituirán la piedra angular de un porvenir más amable para las generaciones venideras. De otra manera, no haremos más que continuar cuesta abajo por este cada vez más empinado despeñadero y nuestros hijos, nuestros jueces, sufrirán las consecuencias y apostrofarán nuestra memoria por los siglos de los siglos. Importantes y casi que premonitorias han sido las imágenes que nos han mostrado el cine y la literatura de ficción, en las que se reflejan las deplorables condiciones de vida en que podríamos llegar a caer, luego de una confrontación nuclear, por ejemplo. Es, por lo mismo, urgente, que nos fijemos como meta fundamental la prevención de semejante desastre. Si bien no podemos alterar el pasado, deberemos aprender de los errores cometidos para intentar la configuración de un futuro menos catastrófico. Quizás entonces, por primera vez en nuestra historia, seremos verdaderamente dignos de habitar el suelo que pisamos y pensar en nosotros como la casta dominante que siempre hemos creído ser.

2 comentarios en “LA NECESIDAD DE CONSTRUÍR NUESTRO FUTURO

  1. Un aspecto muy importante que valdría la pena considerar al lado de todo lo que apunta el insigne bloguero es el de la herencia – que llamaría político-oligárquica – por la que no sólo los individuos sino con más fuerza los grupos familiares, regionales y estatales que tienen poder económico, segregan y maltratan a sus congéneres menos favorecidos por fortuna o situación geográfica, haciendo imposible que estos, que son mayoría absoluta en la presente edad, tengan que nacer, reproducirse y fenecer sin haber llegado a las cuotas mīnimas de bienestar a las que tendrían derecho tan sólo por ser básicamente humanos. Homo homini lupus podría ser el certero epitafio para el inmenso camposanto de los desposeídos.

    • Muy cierto. Es otra de las perspectivas desde la que podemos percibir esta inmensa egolatría del género humano. ¿Y las consecuencias? Basta mirar la desaforada inmigración hacia Europa, para que tengamos una idea de lo que se avecina, si no intentamos hacer algo al respecto. Muchas gracias por el comentario.

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