Se cuenta que tres críticos de arte contemplaban una obra de autor desconocido, en la que se plasmaba a Adán y Eva en el jardín del Edén. El crítico inglés sostenía que el autor debía ser, sin duda, británico, puesto que, ello se podía deducir del hermoso paisaje campestre que se asemejaba a la campiña inglesa en primavera. Por su parte, el crítico holandés sostenía que el autor era, a todas luces, flamenco, ya que este estilo se podía apreciar en el manejo de los colores y en los contrastes de luz y sombra. El tercero, un cachaco bogotano, afirmaba que definitivamente el autor tenía que ser de nacionalidad colombiana. Al preguntarle sus compañeros en qué se basaba para suponer algo así, él respondió: «No hay más que verlos. No tienen casa, no parece que tengan qué comer, están desnudos y piensan que están en el Paraíso.»
Hace algunos días la prensa nacional publicó un artículo en el que destaca que, definitivamente, Colombia es un “buen vividero”. Sin entrar a cuestionar las motivaciones que pudiera haber tenido el articulista para dar luz a semejante despropósito, podría resultar conveniente examinar esta aseveración que se escucha con frecuencia en boca de algunas personas, lo cual podría estar demostrando que de verdad hay quien cree que “este es uno de los países más felices del mundo”.
Para nadie es un secreto que la clase dirigente, los dueños de la banca, los terratenientes, los poderosos industriales y algunos comerciantes de alto vuelo han encontrado en nuestro país unas condiciones óptimas para forjar sus fortunas, que crecen de año en año de manera exponencial, mientras el resto de la población se ve obligado a “saltar matones”, deslomarse de sol a sol en un trabajo muchas veces riesgoso y, las más, paupérrimamente remunerado, o entregarse al infame rebusque, a la informalidad o a la simple y llana mendicidad para poder poner algo de pan en la mesa de sus hijos. Tal es el contexto en el que hemos vivido desde que muchos de nosotros tenemos memoria, una situación de injusticia social pavorosa en la que un muy reducido número de gentes lo tiene todo, algunos luchan a brazo partido para ajustar ingresos y gastos, muchos otros cuentan con poco o escasamente lo necesario para malvivir y una inmensa mayoría, tanto en el campo como en las ciudades, se debate entre la pobreza y la miseria.
Hace algo más de medio siglo las ambiciones, la codicia y el ansia de poder llevaron a la clase opulenta a suscitar un enfrentamiento armado que perdura hasta el día de hoy. Mientras sus vástagos se educaban en el extranjero, lanzaron al campesinado a una contienda sangrienta que exacerbó los ánimos de los más humildes, cuyos hijos terminaron convertidos en carne de cañón de una lucha que no era suya y que ha cubierto de cadáveres el suelo patrio. Por supuesto, en un ambiente cambiante en el que las reivindicaciones sociales se hallaban a la orden del día, perdieron el control del monstruo que habían liberado y los miembros de dos o tres generaciones debimos asistir impotentes y abismados al escalamiento de un conflicto que evolucionó por sí solo y que, aderezado con el enriquecimiento fácil e inmediato de las drogas ilegales, terminó por convertirse en un flagelo sin precedentes y en una amenaza directa para aquellos mismos que lo habían inducido. Entonces, decidieron armar sus tenebrosos ejércitos particulares los cuales, lejos de aportar algún viso de solución, añadieron un ingrediente más a la violencia, de la cual las víctimas fueron de nuevo los campesinos. Y así, con este panorama desolador, nos hemos adentrado en el siglo XXI, sin que se vislumbre todavía un poco de luz al final de este oscuro túnel.
Pero por si fuera poco, el infortunio que se ha instalado en nuestra casa continúa acechándonos de forma inclemente, hasta el punto de que hoy por hoy estamos inermes ante el cúmulo de calamidades que nos vemos obligados a afrontar de manera cotidiana. La revista Semana publicó en su edición # 1715 en el mes de marzo un desgarrador artículo en el que resalta el desbarajuste que padece la nación en todos los niveles, ante una evidente falta de autoridad. Como resultado de los sucesos que hemos presenciado en los últimos 50 años, los ciudadanos comunes y corrientes siempre habíamos tenido una relativa y más bien escasa confianza en nuestras instituciones. Pero lo que hemos podido ver que ocurre hoy, en el seno de la Rama Judicial, por ejemplo, la cual lejos de ser un ente protector de la vida, la honra y los bienes de todos, ha mostrado haberse convertido en un antro de podredumbre y corrupción, ha venido a ser el “tiro de gracia” a nuestra credibilidad y nuestra fe en que, quizás, las cosas puedan llegar a ser mejores. Así pues, a pesar del caos social que representa, no debería sorprendernos la tendencia del “…usted no sabe quién soy yo…” que denota claramente la convicción que pervive en todos nosotros de que el único medio para prevalecer, progresar y alcanzar un término de vida aceptable es pertenecer a esa élite encumbrada, opulenta y minoritaria, que desde mucho tiempo atrás no solo se ha sentido sino que ha demostrado hallarse muy por encima de la ley. ¿Y los demás? Nos hemos visto arrojados sin piedad a la “cultura del atajo”, en virtud de la cual el más avivato, el más canalla, el más inescrupuloso alcanza siempre lo que se propone, independientemente de que sea necesario pasar por encima de los demás y violentar sus derechos. En semejante contexto no deben extrañarnos los colados en el sistema de Transmilenio, los taxistas que bloquean la ciudad para oponerse a un sistema novedoso y competitivo que amenaza con volverse una alternativa viable al deplorable servicio que prestan (y eso solo cuando “les da la gana”), la mujer que manda asesinar a tres indefensos infantes para espantar a sus familiares y poder apropiarse de una porción de terreno o la justicia ejercida por propia mano de un grupo de individuos desesperanzados que, hastiados con la ineficiencia del Estado para proporcionarles la protección que merecen, le da una muerte cruenta y brutal a un delincuente.
Tal es la amarga realidad de este “buen vividero”. Solamente aquellos que han alcanzado una provechosa “ganancia de pescadores” en este inconmensurable y patético “río revuelto” están convencidos de que nuestro país es en verdad un excelente lugar para vivir. Es, por supuesto, evidente, que para ellos las características en las que se ha desenvuelto la vida nacional constituyen el mejor esquema para el propósito de conservar su bienestar y su preeminencia a pesar de todo y de todos. Pero para los demás, para el ciudadano de a pie, el estado de anarquía social política económica y ética en que se halla inmersa la nación es una gran desgracia que nos lleva a cuestionarnos si esto a lo que todavía llamamos nuestro país es de verdad una estructura socio-cultural viable y coherente. A este respecto, puede ser interesante examinar la siguiente cita de Noam Chomsky para matizar estas consideraciones:
| “Entre las propiedades más características de los estados fallidos figura el que no protegen a sus ciudadanos de la violencia –y tal vez incluso de la destrucción– o que quienes toman las decisiones otorgan a esas inquietudes una prioridad inferior a la del poder y la riqueza a corto plazo de los sectores dominantes del Estado.” (*) |
Cabe ahora preguntarnos: ¿Es el nuestro un estado fallido? Y, si no lo es, ¿está en camino de serlo? Corresponde a cada uno de nosotros el hallar una respuesta a estos interrogantes, pero esta es una reflexión urgente que debe figurar en la mente de todos los ciudadanos. El andamiaje institucional de nuestro país se halla en cuidados intensivos, por decir lo menos. Delincuentes “de cuello blanco” que tanto daño nos han hecho, de manera oronda han marchado a tierras extranjeras, lejos de quien pudiera exigirles cuentas sobre su proceder. Otros, menos acuciosos para gestionar su fuga, estarán seguramente tramándola si se llegara a dar el caso de que este remedo de justicia pudiera significar una amenaza real para sus intereses. Y aquellos sobre quienes se cierne el dedo acusador de la sociedad, por haber sido flagrante e inocultable su delito, hábilmente han acudido a toda clase de subterfugios para minimizar, dilatar y, aún, suprimir las sanciones a las que se han hecho acreedores.
Es evidente que la descripción de todas estas penurias constituye un cuadro de horror al que nos hemos acostumbrado, a fuerza de tener que desenvolvernos en él de manera cotidiana. Pero no por ello la situación es menos angustiosa, especialmente cuando nuevas y cada vez más insólitas tribulaciones vienen a sumarse al drama en que se ha convertido la vida nacional. Todo ello podría llegar a considerarse una etapa oscura y superable de nuestro devenir, si no lleváramos algo más de dos siglos de inestabilidad y pendencia, a partir de la trifulca callejera Morales-Llorente, que nos arrojó de lleno en un estado de agitación que ya nunca tuvo fin. Y no hemos logrado alcanzar el nivel de madurez necesario para situar en las posiciones de liderazgo a dirigentes verdaderamente dispuestos a llevarnos más allá de la crisis, en busca de un nivel de prosperidad y bienestar comunes a todos, cosa que hasta ahora no ha sido más que un sueño, al parecer inalcanzable. En lugar de ello, los altos cargos han estado ocupados las más de las veces por oportunistas que solo han buscado la consolidación de sus mezquinos intereses y que nos han obnubilado con su cháchara desvergonzada y hueca, mientras no cesan de pregonar a voz en cuello la enorme falacia del “buen vividero”, persuadidos de que la repetición consuetudinaria y monocorde de una mentira puede dar lugar a que muchos lleguen a considerarla como cierta.
Así, nos corresponde a todos despertar de nuestro letargo, asumir con firmeza la determinación de buscar una transformación real de la estructura socio-política, que no sea tan solo un maquillaje perpetrado por “los mismos con las mismas”. De otra manera, ellos continuarán aplicándonos el principio de Lampedusa de permitir “que algo cambie, para que todo siga igual”. Y nosotros continuaremos inmersos en este marasmo malsano, mientras seguimos convencidos de que vivimos en el paraíso.
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(*) CHOMSKY, Noam. Estados Fallidos, el abuso de poder y el ataque a la democracia, ediciones B, S. A., Barcelona, 2007, pg. 49.