LA ENCRUCIJADA DE LA EDUCACIÓN

Los problemas de la educación en nuestro país no son de factura reciente. Desde tiempos casi inmemoriales el acto que conlleva la formación intelectual, alfabetización y culturización de la gente se ha visto envuelto en un enmarañado proceso en el que se han conjugado intereses de diversa índole, tales como lo social, económico, político y, por qué no, también lo cultural. Desconociendo la importancia que tiene, para el desarrollo de la nación, educar debida y adecuadamente al pueblo, sucesivos gobiernos han mirado esta tarea con escaso interés y se han convertido en los principales responsables de la crisis actual. Ahora, frente a la incontrovertible realidad, los funcionarios se “rasgan las vestiduras” y se estremecen inquietos en sus cargos, pero tan solo porque les asusta llegar a perderlos, no porque en serio les preocupe una verdad de a puño que bien podía percibirse desde tiempo atrás, pero ante la cual todos hasta ahora, sin excepción, prefirieron desviar discretamente la mirada.

A partir de la entronización de la Ilustración, fue evidente para todas las comunidades, pueblos y naciones que era necesario instruir al individuo para que ello redundara en el progreso del conglomerado. Cabe entonces preguntarse cómo pudo llegar a ser posible que tan apremiante asunto se haya dejado de lado y haya sido arrojado al fondo de la tabla de prioridades. Era un hecho que había que educar al pueblo. Pero, si bien de manera más bien especulativa, podemos suponer que, poco a poco, en las mentes de líderes y dirigentes, seguramente fueron apareciendo oscuras inquietudes frente a las implicaciones de diverso orden que podían derivarse de la aplicación indiscriminada de tan loable principio.

La primera consideración era, por supuesto, el elevado costo y el ingente consumo de recursos que serían necesarios para poner en práctica un proyecto masivo de magnitud hasta entonces desconocida. ¿Quién querría disminuir sus beneficios económicos para favorecer a las masas?

Un segundo motivo de preocupación radicaba en lo social. Valga recordar que, durante toda la Edad Media y una buena parte de la Edad Moderna, el acceso a un proceso de formación intelectual y, por ende, al conocimiento, fue una exclusividad del clero y de una muy selecta minoría laica, quienes se beneficiaban enormemente del statu quo y, por lo consiguiente, apoyaban con su ideología y su manera de actuar las condiciones existentes, representadas en el saber de unos pocos y la ignorancia supina de muchos. Un ejemplo que nos ilustra el pensamiento extremo y recalcitrante a que se llegó, fue el nacimiento, en diversos momentos de la historia de la humanidad, de sociedades secretas a las cuales el ingreso estaba drásticamente restringido y cuyo único objetivo era alcanzar un conocimiento que tan solo se brindaba a los iniciados y que garantizaba el ejercicio de un poder casi omnímodo sobre sus semejantes. (Hemos de recordar, sin ir más lejos, que en el imaginario judeo-cristiano, la única prohibición impuesta en el Jardín del Edén era “comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal”; es decir, acercarse al conocimiento. Si nuestros Primeros Padres querían vivir eternamente felices, debían mantenerse voluntariamente en un dichoso estado de ignorancia. Tal es lo que, por años, se nos ha inculcado con las primeras letras.)

Un tercer ángulo de apreciación tiene que ver fundamentalmente con las relaciones de los medios de producción. Si se tiene en cuenta el hecho cierto de que la educación es un elemento altamente condicionante del comportamiento y de las expectativas, el que la masa iletrada que conformaba una fuerza de trabajo abundante, auto reproductiva y barata, buscara a través de la educación unas mejores condiciones de vida, era algo que no dejaba de quitarles el sueño a los integrantes de las clases más favorecidas. (Ya en pleno siglo XX, un destacado estadista e intelectual afirmó sin sonrojo que: “si educamos a los emboladores, ¿quién nos va a lustrar los zapatos en las esquinas?”).

Por último, una tercera causa de desasosiego para quienes detentaban el poder tenía que ver con lo político. Siempre era más fácil manipular a una masa de seres ignorantes, luego: ¿convenía sacarlos de su ignorancia?

De esa manera, calladamente, como quien no quiere la cosa, la educación se fue convirtiendo en un privilegio exclusivo de una minoría. Se diseñaron y pusieron en práctica, claro está, programas que se ofrecieron al pueblo con la intención de mostrar un principio de equidad, pero que de ninguna manera llegaron nunca a convertirse en una herramienta real y significativa que abriera el camino de la superación a las grandes multitudes. Esa no era la idea, por supuesto.

Hoy, ya entrados en un nuevo milenio, cuando la tecnología nos ha abierto tantos caminos y ha puesto a nuestro alcance recursos que hace un poco más de medio siglo habrían sido inimaginables, exhaustivos estudios acaban de “descubrir” que nuestro proceso educativo es vetusto, ineficaz y paquidérmico y que las nuevas generaciones, que deberían hacerse cargo de las banderas, imprimir un nuevo impulso a nuestro avance hacia la modernidad y sacarnos del marasmo en que sujetos torpes pero colmados de una impúdica rapacidad nos sumieron durante tantos lustros, no están a la altura de las circunstancias. Las reformas que varios dirigentes han intentado llevar a cabo no han hecho otra cosa que “maquillar” el desbarajuste y, en el mejor de los casos, dar palos de ciego en fútiles intentos por transformar un esquema cuyas inmensas falencias han desbordado siempre las más que tímidas modificaciones. A ello se añaden las fallidas importaciones de modelos educativos que, por haber resultado exitosos en otras latitudes, se considera que deberían surtir efecto entre nosotros, pero que no se adecúan sino que se trasplantan sin estudios ni análisis idiosincrásicos o culturales y que, por lo mismo, terminan siendo totalmente inocuos, cuando no un remedio más nocivo que la misma enfermedad.

Como puede apreciarse, la situación es de una gran complejidad, hasta tal punto que el Estado, directo responsable de garantizar que la educación esté al alcance de todos, como reza la Constitución, ha sido incapaz de cumplir con la tarea. Hoy por hoy es un hecho que los recursos del presupuesto nacional se destinan a otros muchos menesteres y que un adecuado desarrollo intelectual y cultural de la población no se encuentra precisamente entre las más urgentes prioridades. Los colegios oficiales adolecen de grandes deficiencias y carecen de muchos de los más elementales implementos para desarrollar su labor. Es angustioso el número de instituciones cuyas plantas físicas se hallan seriamente deterioradas o amenazan ruina, poniendo así en riesgo la integridad física de quienes allí se desempeñan como educadores o como educandos. Todo ello sin mencionar el abandono en que están tantas regiones de provincia, con falta casi absoluta de locales y personal que satisfagan la necesidad de cientos de compatriotas que no ven otra alternativa que dedicarse al trabajo desde la más tierna edad y sumergirse en la ignorancia, el hambre y, por ende, en la falta de oportunidades. ¿Y nos parece incomprensible que algunos de estos seres opten por la delincuencia o sucumban a la presión de ir a engrosar los grupos armados que tanta sangre y lágrimas han causado en nuestro suelo?

Y, en la forma de un lóbrego contraste, se presenta ante nosotros, como un aspecto que no puede sustraerse a nuestra apreciación, la disparidad manifiesta entre la educación privada y la pública. Como ya ha quedado planteado, la incompetencia del Estado ha dado lugar a una condición educativa seriamente comprometida en nuestro país, de lo cual son conscientes todos aquellos que han llegado a ocupar cargos directivos en el gobierno. Por otra parte, la educación privada es ya casi una tradición que viene desde los pretéritos tiempos coloniales y que se ha multiplicado, en virtud del negocio que representa. Primero fueron los clérigos, que de manera acuciosa aplicaron esfuerzos enormes al proceso formativo, circunscrito a un esquema de orientación específicamente religiosa. Con el pasar del tiempo, seglares diversos asumieron también la tarea. Ingentes recursos particulares se invirtieron en este propósito, pero la necesidad de recuperar la inversión, como también la de obtener un medio de subsistencia, por parte de aquellos que habían asumido esta tarea como su modus laborandi, (en resumidas cuentas era una actividad comercial y se esperaba que rindiera beneficios),fue encareciendo paulatinamente los costos de acceso hasta convertir la educación privada en un bien exclusivo para una selecta minoría.

Hoy por hoy, los colegios particulares imponen elevados rubros a quienes se acercan a sus aulas. En retribución, mantienen un relativamente constante proceso de investigación y mejoramiento. En un todavía más selecto nivel (si cabe), se contrata a profesores extranjeros los cuales, se espera, habrán de aportar criterios educativos ultramodernos y traspasar su mentalidad del Primer Mundo a sus tercermundistas educandos. Todo ello sin tener en cuenta el riesgo de incurrir en delicados efectos secundarios de carácter social y cultural que esta, hoy por hoy muy extendida práctica, conlleva en nuestro medio.

De esta manera, tal como se ha expuesto más arriba, el acceso al conocimiento sigue estando restringido y controlado por el poder adquisitivo de quien lo pretende. Así las cosas, la población se mantiene dividida en tres grupos que son más o menos fácilmente identificables: un exclusivo nivel altamente elitista, en el que unos pocos acceden a lo mejor que se ofrece en materia educativa (y que, a pesar de todo, en muchos casos no satisface las expectativas ni cubre todas las necesidades, como consecuencia, entre otras cosas, del espíritu de facilismo que ha ido imponiéndose en este estrato, a partir de la opulencia en que se vive y de la convicción de que el dinero es herramienta suficiente para facilitar el camino al éxito, sin que sea absolutamente necesario cultivar el intelecto.) Un nivel intermedio, dividido en varios sub-niveles, en el que el producto oscila entre lo mediocre y lo deficiente. Y un nivel bajo en el que una verdadera educación y una adecuada formación intelectual brillan por su ausencia.

¿Y los docentes? He aquí un apéndice adicional del enorme problema. La actividad del magisterio es mirada por nuestra sociedad con soterrado menosprecio. Considerada más un oficio que una profesión, por incontables lustros ha sido evidente que muchos la miran como algo para lo que no se necesita mayor preparación. (“Ayúdeme a que mi hijo termine el bachillerato para que aunque sea de profesor se meta”, le decía una madre a un maestro en un colegio privado de primera categoría).

Y bien mirado, cabe preguntarnos cuál es la esencia de la formación que se proporciona a quienes eligen la docencia como profesión. Los programas que se desarrollan en universidades públicas o privadas suelen hallarse saturados de una más o menos interesante variedad de contenidos académicos, más teóricos que prácticos, con los que se trata de adiestrar las mentes de futuros profesores en diversas áreas del conocimiento. Los procesos investigativos, cuando los hay, son más bien escasos en el pre-grado y, aunque se intenta que tengan lugar en cursos de post-grado, ello no siempre se da de la manera más adecuada.

Sin embargo, a pesar de las deficiencias de su formación profesional, quienes optan por la actividad educativa lo hacen con un gran espíritu de apostolado y asumen su papel con energía y vitalidad. Es por esta razón que un enorme sentimiento de desconsuelo nos abate cuando miramos las condiciones laborales de estos abnegados servidores. Durante mucho tiempo fue de público conocimiento que un docente empleado en el medio oficial tenía que trabajar mínimo dos, cuando no tres jornadas, para alcanzar un medio de subsistencia apenas medianamente digno. Con mucha frecuencia, el escalafón nacional, unidad de medida para estratificar a los profesores de acuerdo con su nivel de preparación y tiempo de experiencia, fue utilizado por las autoridades gubernamentales como un instrumento político, para tratar de “meter en cintura” a los díscolos integrantes de la comunidad del magisterio. Y cuando ello no era suficiente, determinaciones de reubicación, traslados y modificación de cargos fueron empleados para recordar a los maestros “cuál era su lugar”.

En el medio de la educación privada las cosas no son ni han sido mejores. Desde hace muchos años se tomó la decisión de ofrecer contratos a término fijo, por la duración del año académico. De esta manera, miles de docentes quedan prácticamente desempleados al final de cada año, sometidos a los variables avatares de procedimientos de evaluación no siempre equitativos, que con frecuencia, más que la idoneidad profesional miden la disposición de los maestros de someterse a los dictámenes de las directivas en materias disímiles que van desde arbitrarias extensiones de la jornada (sin ningún reconocimiento pecuniario, por supuesto), exigencias de dedicación exclusiva que limitan las posibilidades de mejorar el ingreso y atentan contra la libertad del individuo, hasta el desempeño de oficios varios, muchos de ellos ajenos al ejercicio docente como tal. Todo esto sin haber mencionado el leonino “contrato de diez meses”, que deja al profesor con dos meses al año sin devengar salario y lo obliga a recurrir a las prestaciones para poder subsistir, con el consiguiente detrimento de su patrimonio.

El panorama es altamente desolador. Nos encontramos ante una verdadera encrucijada, rodeados de sombras y sin que podamos siquiera llegar a suponer que pueda existir luz al final del túnel. Cada vez que surgen motivos de preocupación por la calidad educativa, como en la actualidad, mucho ruido se escucha en los diversos estamentos nacionales y se desencadenan acciones diversas que de manera convulsa y desordenada señalan responsables, buscan soluciones y nos muestran a los funcionarios corriendo alocadamente de un lugar a otro; reacciones estas que semejan la actividad de una bicicleta estática, que mucho es lo que se mueve pero que no va a ninguna parte.

Un verdadero plan que logre sacarnos del pantano en que nos hallamos tendría necesariamente que incluir, en primer lugar, una ingente revisión del presupuesto, con los incrementos que fueran necesarios para mejorar las condiciones en que se desarrolla la educación en todo el territorio nacional. Mejora de las plantas físicas, atractivos incrementos salariales para los maestros y programas de investigación que eleven la calidad formativa y el desempeño de los docentes. De igual manera, sería necesario que se diseñara un esquema de subsidios que ofreciera el acceso a la educación a las gentes de las clases menos favorecidas que tendrían, de esa manera, la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida en el competitivo mundo del nuevo milenio. Un detenido análisis de los programas académicos, para excluir de ellos todo lo que pueda haber de anecdótico y memorístico y reemplazarlo por un proceso en el que verdaderamente se busque desarrollar la capacidad analítica de los estudiantes, a quienes deberá vincularse como verdaderos entes activos de su propia formación, en lugar del papel pasivo que representan, aún en la actualidad, en la educación bancaria que todavía hoy tiene lugar en muchas instituciones. Tendría que haber planes de revisión y mejoramiento a corto y mediano plazo, con el propósito de buscar las fallas que pudieren presentarse y aplicar los correctivos necesarios, teniendo siempre en cuenta que la educación debe considerarse como una entidad viva y en permanente estado de evolución. Pero para que todo eso pudiera llegar a ser posible, lo más importante es la voluntad de la clase dirigente, que tendría que mostrarse dispuesta a proveer el esfuerzo y los recursos para lograr un cambio verdadero y significativo.

Así pues, no nos enfrentamos a una fácil tarea. Tenemos ante nosotros un inmenso desafío para el cual, la verdad sea dicha, no sé si estamos preparados. La recalcitrante miopía de ciertos exclusivos estamentos de la sociedad, que intentan conservar el actual estado de cosas, porque de él se han beneficiado por muchos lustros, es uno de los principales obstáculos para que el sueño de cambio pueda llegar a realizarse. Es esencial entender que la tan anhelada Paz solo se alcanzará mediante la aplicación de principios de equidad y de justicia, aún a expensas de la posición de privilegio de algunos, y que una adecuada educación puede finalmente brindar, acaso no a nosotros pero sí a nuestros descendientes, un país más amable y una sociedad más igualitaria, en la que la prosperidad sea un beneficio de todos y no una prerrogativa exclusiva de una minoría selecta. ¿Será posible? No soy muy optimista, pero la esperanza es lo último que se pierde.

Deja un comentario