¿Se acerca realmente el fin del mundo? ¿Cuáles son las causas de una mentalidad apocalíptica? ¿Pueden percibirse algunas consecuencias de esta manera de ver la realidad?
No sin cierto grado de asombro e inquietud, los habitantes del planeta hemos asistido a esa que hoy nos parece una alocada carrera de preparación para lo que podríamos dar en llamar el Final de los Tiempos. A lo largo de los años, a través de la literatura, la historia y, más recientemente la prensa, ha llegado hasta nosotros un no escaso número de referencias a individuos y agrupaciones de diverso tenor, que de manera repetitiva han pronosticado la inminencia del fin del mundo. Enmarcados casi todos en esquemas místicos y respaldados por “incuestionables y acertadas” interpretaciones de signos, símbolos y documentos antiguos, (como también de pretensiones de hallarse en contacto directo con la Divinidad), estos personajes han levantado sus voces y sus dedos acusadores para prevenir a cuanto descuidado parroquiano esté dispuesto a escucharlos, sobre la urgente necesidad de prepararse para tan sobrecogedor acontecimiento.
1. Las Causas:
Diversas circunstancias han venido a alimentar esta obsesiva fijación y quienes se encuentran bajo su influencia están prestos a descubrir señales del predicho suceso en las más variadas ocurrencias de la cotidianidad. Seguramente todos recordamos las voces de alarma que se dispararon a propósito del famoso Y2K, en el momento de la transición del año 1999 al año 2000. De manera acuciosa, gentes pertenecientes a las minorías opulentas, a ciertas clases políticas y sociales de mentalidad febril y extremista, invirtieron ingentes recursos y esfuerzo en prepararse refugios de distinta naturaleza, casi todos subterráneos, en los que acumularon enormes cantidades de provisiones, agua y armas. Según su manera de ver la situación, el mundo como lo conocemos iba a dejar de existir, en virtud del colapso informático que habría de tener lugar. Superfluo resulta señalar que, aparte de mínimos escollos que muchas entidades catalogaron como “rutinarios”, nuestra forma de vida se mantuvo incólume y quienes permitieron que una manera obtusa e inconsecuente de percibir la realidad los condujese por el camino de la extravagancia, con toda probabilidad lamentan hoy las ruinosas inversiones en las que desperdiciaron sus haberes.
Algo similar ocurrió con respecto a la interpretación del calendario maya, que de forma inexplicable llega a su fin en un punto que los estudiosos determinaron que se podía equiparar con el 21 de diciembre de 2012. Todas esas mentes dadas a buscar indicios de catástrofe dondequiera que posan sus ojos vieron en este hecho un “clarísimo” mensaje profético de lo que, según ellos, estaba por llegar. La fragmentaria información que ha logrado reunirse sobre la mencionada cultura mesoamericana, como también su inexplicable desaparición entre los siglos VIII y IX DC, vinieron a constituir un magro soporte que, sin embargo, dio sustento a la creencia de que los miembros de esa civilización estaban en posesión de medios o recursos de algún tipo que los capacitaban para predecir lo que se llamó “el fin de un ciclo y el comienzo de otro”. De nuevo corrió la gente a procurarse reservas y refugios que les garantizaran la supervivencia. Y, como nos lo muestra la incontrovertible realidad, de nuevo quedó plenamente probada la futilidad de tanto preparativo y la pérdida de cuantiosas sumas de dinero. Todo lo cual nos lleva indagar sobre las causas que han dado lugar a lo que podría denominarse una “mentalidad orientada hacia el Apocalipsis”.
Nadie puede cuestionar la complejidad de la vida moderna ni la manera en que el desarrollo de un avanzado conocimiento técnico-científico ha influido en la existencia de los seres humanos. Esta ha venido evolucionando a partir de tiempos inmemoriales desde una gran simpleza hasta lo que vemos hoy. La carrera vertiginosa de todos y cada uno de nosotros por hacerse con una posición así sea medianamente aceptable en el competitivo mundo actual, con los consiguientes niveles de angustia, frustración, ansiedad y desasosiego que lo caracterizan, ha terminado por convertirnos en individuos mecanizados, destinados a llevar una vida azarosa en la que todos avanzamos con ánimo desaforado en procura de un objetivo indistinto que cada vez se nos presenta más y más inalcanzable, puesto que cuando creemos haberlo logrado, con frecuencia nos encontramos con una pírrica recompensa, cuando no simple y llanamente con las manos vacías. Parafraseando a Joan Manuel Serrat: “Llegamos siempre tarde a donde nunca pasa nada”.
Es por esta razón que muchos de nosotros nos afanamos en buscarle sentido a esta sinrazón. Durante siglos, individuos iluminados que afirmaban (y todavía hoy afirman) ser mensajeros de un magno poder celestial intentaron dar respuesta a los múltiples cuestionamientos del hombre común. De forma parcial pudimos encontrar satisfacción a nuestras dudas a partir de convicciones sustentadas en la fe. Pero eso no fue suficiente. A medida que la racionalidad hacía palidecer a la creencia, otra vez nos vimos enfrentados con esta realidad opresiva y con este sentimiento de confusión, que de manera categórica expresara alguna vez Rafael Pombo en su “Hora de Tinieblas”: “…sopla el tiempo y ando y ando, ignoro a dónde y por qué…”. Y en esa búsqueda, muchos llegan al convencimiento de que lo que va, así como va, no puede durar mucho más. De modo que toman la decisión de prepararse para cuando todo cambie, con la firme determinación de ser parte de los elegidos que habrán de darle forma y consistencia al nuevo mundo.
Bien mirado, resulta hasta cierto punto de vista comprensible el que muchas personas asuman esta actitud “apocalíptica”. La realidad circundante resulta cada vez más abrumadora y es la primera vez en toda su existencia que el ser humano se ve enfrentado a la urgente necesidad de replantear su presencia en el mundo, ante las inequívocas señales de alarma que recibe del entorno. Hemos sido los responsables directos o indirectos de la extinción consumada o por consumarse de cientos de especies; nuestra forma de vida actual, plena de comodidades y adelantos tecnológicos, está teniendo un efecto nefasto sobre la naturaleza; de cuando en vez volvemos la vista hacia el firmamento y nos hacemos conscientes de la precaria condición del planeta frente a unas amenazas cósmicas que, si bien hoy por hoy son apenas eventuales, no por ello son menos preocupantes; todo ello sin tener en cuenta tantas y tantas confrontaciones que bañan con sangre y lágrimas el suelo que pisamos, sin que exista a corto o mediano plazo un esquema de solución que ponga fin a la tragedia y nos abra las puertas a una nueva era de concordia y justicia social, de la que estén ausentes el hambre, la explotación del hombre por el hombre, la codicia y el cúmulo de necesidades insatisfechas que han agraviado a tantos durante tanto tiempo.
Un ingrediente adicional que tiene mucho qué ver en este panorama es el sentimiento místico-religioso que ha caracterizado a la especie humana desde sus más tempranos albores. Cuandoquiera que su mente inquisitiva no encuentra explicación para lo que ocurre a su alrededor, el ser humano ha tenido la tendencia a volver sus ojos y su mente hacia lo sobrenatural. Ahora como entonces, con frecuencia nos hacemos conscientes de nuestra condición de desamparo frente a casi todo lo que nos rodea y nos vemos inermes e indefensos, a pesar de la arrogancia que nos ha hecho llegar a creer que en verdad somos los “reyes de la creación”. Por esta razón hemos acunado entre nosotros a toda clase de profetas, chamanes, visionarios y augures a quienes escuchamos con mayor o menor atención, convencidos de que se hallan en permanente contacto con una potencia suprema, todopoderosa, iracunda y punitiva, que por intermedio suyo nos comunica su descontento y su inminente y “justiciero” castigo, (pero que, por lo demás, permanece sorda e indiferente a nuestras súplicas y múltiples calamidades). Y es así como muchos han llegado a dar cabida en sus mentes a la convicción de que se avecina un final catastrófico que habrá de poner fin a una realidad opresiva y que constituirá el nacimiento de una nueva etapa, de un nuevo comienzo, más promisorio y menos azaroso. Todos aquellos que se ven a sí mismos como “elegidos” y cuentan con los enormes recursos necesarios, optan entonces por adoptar las disposiciones necesarias para poder ser parte de ese nuevo ciclo de la existencia humana.
2. Las Consecuencias:
Esta creencia en la proximidad del Armagedón no ha sido del todo inocua en el mundo moderno. Las premoniciones fatalistas han inundado todas las instancias de la vida cotidiana y han dado lugar a un número indeterminado de especulaciones que no han dejado de tener una influencia nociva en las gentes de hoy. Como siempre, las personas se han dividido en unos cuantos grupos firmes de creyentes, otros tantos que manifiestan un total escepticismo y los más, por lo general poco avisados y sometidos al bombardeo de información contradictoria, que no saben qué creer. Y es en estos últimos en quienes tienen lugar los más funestos efectos. La propaganda puede llegar a ser un arma de destrucción masiva, al permear las mentes de cientos de miles que, bien manipulados, se muestran dispuestos a dejarse conducir por senderos impensables. En muchas fases de nuestra historia encontramos abundantes ejemplos de ello. Por esa causa, el Sheriff y las autoridades de Sedona, Arizona, estaban seriamente preocupados por el efecto que la diatriba delirante de Peter Gersten pudiera tener en otras personas que se sintieran impulsadas a seguir su ejemplo. Según podemos recordar, este abogado jubilado de algo así como 70 años había proclamado a los cuatro vientos que el 21 de diciembre de 2012 saltaría al vacío desde Bell Rock, un elevado peñasco de 1.468 metros de altura, para ingresar así a un vórtice tridimensional que se abriría a una hora específica y que lo llevaría al centro de la galaxia. (Valga decir que no hubo tal vórtice y, por lo tanto, no hubo tal salto; sino que, por el contrario, un Gersten probablemente confuso y cabizbajo, regresó a su casa por sus propios medios). De igual manera, gobiernos nacionales y locales de todo el mundo habían manifestado fundados temores sobre el riesgo de suicidios individuales o colectivos, auspiciados por sectas milenaristas, como resultado de la popularización de la creencia de que en la mencionada fecha habría de tener lugar un evento cataclísmico de proporciones desconocidas. Frente al hecho consumado de suicidios colectivos acaecidos en el pasado, como por ejemplo el de los 39 integrantes de la secta denominada “La Puerta del Cielo”, cuyo frenesí fue exacerbado por la aparición del cometa Hale-Bopp, o la inconmensurable tragedia de la muerte auto infligida de los 900 miembros de la secta “El Templo del Pueblo”, que lideraba el tristemente famoso Jim Jones, ocurrida en Guyana, es entendible la inmensa preocupación que generaba este sentir de muchos sobre lo que supuestamente debía suceder.
Pero aparte del efecto que tales “predicciones” puede tener en un sinfín de mentes calenturientas, la divulgación descontrolada de estas doctrinas genera un clima pernicioso que perturba el normal desenvolvimiento de la vida, ya de por sí colmada de avatares diversos que demandan toda nuestra energía y nuestra capacidad de desempeño y adaptación a las circunstancias. Múltiples adversidades nos salen al paso a la vera del camino y se requieren entereza de carácter, voluntad combativa y un cierto grado de confianza en el porvenir para salir adelante. Todas esas características resultan seriamente minadas cuando cunden la desesperanza o la duda de que pueda llegar a haber realmente un futuro por el cual luchar.
Por otra parte, no se nos oculta el hecho de que existen en el mundo grandes necesidades, enormes desigualdades y cientos de miles de seres humanos que se hallan sumidos en diversos niveles desde la pobreza hasta la miseria absoluta. Razón por la cual forzosamente nos vemos obligados a pensar en tantos recursos desperdiciados en virtud de una premonición fatalista y que apenas satisfacen las alucinadas suposiciones de pequeños puñados de individuos de abultada cuenta bancaria y mente febril. Puede afirmarse, claro está, que cada cual tiene la libertad de actuar de acuerdo a lo que le dicten sus necesidades y deseos, sean unas u otros reales o meras fantasías. Pero es evidente que muchas de las penurias que hoy aquejan a un enorme conglomerado de la población mundial podrían atenderse si se dispusiera de fuentes económicas adecuadas y si los dueños de tan enormes fortunas se mostrasen un poco más dispuestos a compartir así fuera algunas migajas con los que poco o nada tienen, en lugar de ir dilapidando sus haberes, cada vez que sus alucinadas mentes prevén un fatídico episodio. Por lo consiguiente, no deja de ser lamentable que estas gentes hayan desperdiciado inmensos capitales en sus elucubraciones ególatras.
No cabe ninguna duda de que la vida es una experiencia intensa. Enormes y cada vez mayores y más intrincadas demandas se ejercen sobre los seres humanos, puesto que alcanzar un equilibrio existencial en el que se conjuguen la adecuada satisfacción de las necesidades básicas, un cierto nivel de desarrollo intelectual, acceso a una cierta cantidad de bienes materiales y la posibilidad de llegar a la vejez y a la culminación con un grado aceptable de dignidad, es un propósito que exige la mayor parte de nuestras capacidades. La lucha es constante y las opciones de victoria o fracaso se definen en cada curva del tortuoso camino que vamos recorriendo. Pero tales son las cartas con las que nos ha correspondido jugar y no existe, hoy por hoy, un mecanismo viable para que las cosas sean diferentes. Así, el más importante deber que nos corresponde como individuos pensantes, es el de asumir con entereza el reto de vivir. Hemos de ser conscientes de las muchas miserias que nos aquejan como especie y realizar nuestro mejor esfuerzo, de aportar nuestro grano de arena en un intento de lograr que el mundo que dejamos sea un poco mejor que ese que nos recibió. Nada de ello habrá de lograrse si asumimos la legendaria actitud del avestruz y enterramos nuestra cabeza en la arena. Nadie posee ni ha poseído jamás manera alguna de develar el momento exacto en que esta forma de vida, tal como la conocemos, llegará a su fin. Si bien la única certeza al respecto es que eso ocurrirá en algún momento, el obnubilar nuestras mentes con obsesiones de tal naturaleza tendrá un efecto malsano y destructivo.
¿Qué tipo de existencia aguardaría a quienes sobreviviesen a un holocausto nuclear, a un cataclismo cósmico o a una pandemia como las que nos han planteado el cine y la literatura? ¿Quiénes de nosotros están preparados para un evento regresivo que nos lleve de vuelta a la Edad de Piedra o a períodos pretéritos de nuestra historia, de los que se hallen ausentes casi todos los recursos con los que hoy contamos, a los que nos hemos acostumbrado y que han venido a constituirse en material imprescindible para nuestro ser y estar? Sin importar cuánto acumulen en su febril previsión, las personas que han asumido la actitud de alistarse para el Apocalipsis deben saber que las existencias de víveres y provisiones se agotarán de manera inevitable. Armados hasta los dientes y con la agresividad natural que caracteriza a nuestra especie, ¿acudirán al búnker vecino para apropiarse de lo que les haga falta, con la consiguiente secuela de cadáveres que irán quedando a medio camino? Si tal es el panorama de la realidad post-apocalíptica, en el supuesto caso de que se salve alguna proporción del género humano, las perspectivas no son muy halagüeñas. Habrán corrido con mejor suerte quienes hayan perecido en el evento, cualquiera que este haya sido.
Así las cosas, tal vez sería mucho más importante aunar los esfuerzos de toda la humanidad para soslayar un acontecimiento que pudiera dar lugar a tan estremecedora posibilidad. Si bien no estamos y nunca estaremos en plena capacidad para prevenir o controlar un incidente de las fuerzas de la naturaleza, desatadas contra el planeta o sus habitantes, podemos sacar provecho y utilidad del sendero recorrido hasta ahora y de lo que hemos sido capaces de aprender, tanto de nosotros mismos como del mundo que nos rodea. Este conocimiento, empleado de la manera adecuada, puede llegar a convertirse en una herramienta fundamental que nos ayude a minimizar las posibilidades de acercarnos al borde de la extinción. Hoy como nunca nos hallamos en la posibilidad de tener conciencia cierta del impacto que nuestra forma de vida, con todas sus extravagancias, tiene sobre nuestro entorno. El desmedido afán de acumulación de riqueza por parte de unos pocos ha sumergido a todos los demás en una crisis dramática cuyas consecuencias son todavía imprevisibles. Mientras que un reducido porcentaje de la población vive en la opulencia, ingentes mayorías se ven obligadas a sobrellevar una forma de vida infrahumana. La contaminación está llegando a niveles aterradores y no se perciben medidas ni a corto ni a mediano plazo. La renuencia de los poderosos a suscribir acuerdos como el protocolo de Kioto, es un claro indicio de su muy poca determinación a renunciar a algunos de los privilegios de los que gozan, en beneficio de la especie. El único sentimiento que parece regir de manera despiadada la vida del género humano es la codicia. Se ha dicho, por ejemplo, que el agujero de la capa de ozono se ensancha peligrosamente y, al parecer, aunque ya existe la tecnología capaz de poner remedio a esta situación, nadie se ha mostrado dispuesto a asumir la tarea, porque esta no es rentable (?!). Al igual que Próspero y sus cortesanos en el cuento de Poe, hemos optado por aislarnos de la inmensa tragedia que nos rodea y nos hemos dedicado a vivir el aquí y el ahora mientras la Muerte Roja hace estragos a nuestro alrededor. Y para terminar de completar este cuadro de horror, cuandoquiera que surge una premonición milenarista o apocalíptica, estos modernos nobles y príncipes se organizan en sus nuevas formas de palacios aislados y fortificados, con la intención de entregarse a su “mascarada”, convencidos de su derecho a prevalecer y a repudiar negligentemente a sus congéneres.
Se dice que los seres irracionales son incapaces de ir en contra de su propia naturaleza. Así, el felino jamás asumirá una convivencia pacífica con el antílope. Pero los humanos somos racionales. Nuestra naturaleza y nuestros instintos primarios nos inducen a obrar de determinada manera, pero eso no quiere decir que esa capacidad de raciocinio no pueda imponerse, de modo que nuestra forma de actuar se ajuste a objetivos que redunden en el beneficio de todos. No es una tarea fácil en un contexto en el que el sinnúmero de necesidades desborda los recursos para satisfacerlas. Aún así, si miramos hacia esta meta y nos proponemos alcanzarla, tendremos la oportunidad de forjar un futuro más promisorio para las generaciones venideras.
Por el contrario, si persistimos en ignorar las señales de alarma, si nos empeñamos en mantener la inmediatez como nuestro único medio de vida y propósito, si desconocemos los derechos de todos para prevalecer, entonces estaremos cultivando esa catástrofe que tanto tememos, de la cual vendremos a ser no solo víctimas sino también artífices. El final llegará antes de lo que cabría esperar, engendrado en esta lenta pero reiterada destrucción de lo que nos rodea, o nacido de un masivo movimiento de seres famélicos, desharrapados y enloquecidos por siglos de necesidades insatisfechas, que no tendrán absolutamente nada que perder, como no sea el reducto paupérrimo de sus miserables vidas.
Acaso no es tarde para encarar el reto de inducir un cambio significativo en la existencia de los seres humanos. Si bien nuestra naturaleza nos hace mezquinos, egoístas y autodestructivos, poseemos el don de la razón, que nos otorga la posibilidad de cambiar. Será tan solo desde ese punto de vista que todos deberemos asumir una mentalidad “apocalíptica”, orientada hacia el único objetivo común de prevenir el potencial desastre que estamos en camino de provocar. Más allá de las amenazas cósmicas, de las premoniciones y elucubraciones de ciertas mentes alucinadas, la meta que hemos de fijarnos es la de producir un cambio radical a la forma en que hasta hoy hemos llevado a cabo nuestro transitar por el planeta.