LA CULTURA DE LA MUERTE

Con Inmenso dolor y profunda consternación, los ciudadanos del mundo hemos sido una vez más espectadores impotentes de otra tragedia de sangre ocurrida en Estados Unidos. Esta situación, que ya parece haber adoptado las características de una enfermedad crónica y recurrente en ese país, no deja, sin embargo, de producir horror y estupefacción, pues parece que, como un cáncer, ha ido haciendo una dramática metástasis y ha permeado los más diversos estamentos de la sociedad norteamericana. Las más variadas circunstancias han rodeado los hechos más recientes que recordamos con asombro, en escenarios tan disímiles como un colegio de bachillerato, una universidad, una sala de cine y, ahora, un pre-escolar. Y los habitantes de la 1ª potencia mundial no acaban de entender de qué manera, en razón de qué motivos, su mundo se ha visto inmerso en este flagelo que parece remontarse varias décadas en el pasado.

La muerte en masa parece ser un ingrediente de la naturaleza humana. La historia se encuentra plagada de genocidios cometidos por muchas culturas diferentes en muy distintos momentos de la existencia del hombre. Ese don tan preciado, como es la vida, parece haber asumido, a los ojos de nuestra especie, un carácter superfluo y acomodaticio, puesto que nuestra mirada en retrospectiva a lo que somos y a lo que hemos hecho nos muestra una larga trayectoria en la que hemos prodigado la muerte con fría y pasmosa eficiencia.

Pero por supuesto, seres racionales como nos vemos en la actualidad, nos cabe el derecho a la esperanza y a la expectativa de que los procesos civilizadores a través de los cuales hemos discurrido, hayan ido menguando esa tendencia atávica y nos hayan hecho más amantes de la vida y más decididos a protegerla, habida cuenta de su evidente fragilidad. Esa capacidad de raciocinio, ese intelecto superior que nos sacó de las cavernas y nos llevó a posar nuestras plantas sobre la superficie lunar, tendrían que haberse convertido en los instrumentos que nos garantizaran una actitud menos proclive a propiciar la muerte cuandoquiera que nuestro vecino luce, piensa, actúa o se comporta de manera diferente. Pero con inusitada desazón comprobamos que la codicia, la ambición y la ira, de manera muy frecuente se imponen a la razón y desatan en nosotros esa latente agresividad, tan solo insuficientemente domeñada por las leyes y normas sociales que, a tal efecto, nos hemos ido imponiendo para tratar de controlar nuestra naturaleza. De tal manera hemos aprendido a vivir de acuerdo con una normatividad que pretende señalar la senda de nuestro devenir y hemos llegado a creer que los impulsos agrestes se hallan bajo control. Infortunadamente, casi sin que tengamos una real conciencia de ello, con mayor o menor frecuencia se libera el monstruoso kraken y el mundo de seguridad, armonía y concordia en el que creemos vivir, tambalea hasta sus más profundos cimientos.

En lo referente a la tragedia que nos ocupa, cada vez que tiene lugar un nuevo incidente, las mentes atormentadas tratan de explicar lo inexplicable. ¿Cómo es posible que un individuo joven, criado dentro del marco de una sociedad pretendidamente igualitaria, en el seno de una nación próspera, haya optado por la barbarie? Tan solo la insania puede intentar un amago de aclaración frente a hechos que hasta ahora parecían emanados únicamente de pueblos con inferiores niveles de desarrollo cultural. Mas sin embargo, la endémica repetición de múltiples muertes en tiroteos causados por individuos jóvenes parece ser una exclusividad del país del norte.

Los motivos individuales no se han establecido nunca con exactitud. En varios casos estos han quedado reducidos al campo puramente especulativo, ante la muerte de los causantes, ya sea por mano propia o por acción de los agentes de la ley. Y en los demás, a medias ha podido establecerse que el agresor simple y sencillamente no estaba en sus cabales. En toda circunstancia, la pérdida de la cordura parece haber sido el elemento que condujo a estas personas a actuar como lo hicieron. Después de cada incidente, la sociedad se rasga las vestiduras, atónita ante su incontrovertible incapacidad para prevenir o evitar lo ocurrido. Vuelven a escucharse las voces de quienes de tiempo atrás se han manifestado en contra del armamentismo que caracteriza a los norteamericanos. Un país en donde cualquiera compra desde una simple pistola hasta un rifle automático de asalto, de esos que usan las fuerzas especiales, como quien va al supermercado a adquirir mantequilla, no puede menos que encontrarse abocado a que el contexto de vida se vea circunscrito por la cultura del “Lejano Oeste”. La gran mayoría de los habitantes tiene el firme convencimiento de que las querellas han de resolverse mediante el imperio de la “Ley del Revólver” y muchos de ellos actúan en consecuencia, profundamente influidos por ensalzados matones del celuloide como Chuck Norris, Steven Segal o Arnold Schwarzenegger.

Pero si bien es claro que la afluencia de armas en manos de civiles es un caldo de cultivo para que cualquiera tome la determinación de buscar la solución de sus problemas, reales o imaginarios, a plomo limpio, una inquietud adicional surge al contemplar la reiterativa ocurrencia de los hechos. Cabe plantearse dos preguntas estrechamente ligadas: ¿Qué pasaba por las mentes de estos individuos mientras se sumergían en la orgía de sangre y muerte? ¿Qué pudo haber ocurrido a sus propias personas o en su entorno, que los plantó en el camino sin retorno de poner fin a las vidas de otros y a la suya propia? Porque es ahí donde resulta pertinente buscar la causa del mal. Sin dejar de aclarar que la siguiente consideración se hace MUY GUARDADAS LAS PROPORCIONES, imaginemos tan solo por un momento que les asiste la razón a los defensores del derecho armamentista, que afirman que “las armas no matan a la gente. Es la gente la que mata a la gente”. Entonces, lo que resulta urgente descubrir ahora es por qué esa “gente mata a la gente”. Con un inmenso y profundo sentimiento de dolor, no nos queda más remedio que afirmar que, a pesar de la disimilitud existente de un hecho luctuoso a otro, la repetición de los incidentes nos da los elementos de juicio suficientes para establecer un perfil, un patrón de conducta, unas directrices contextuales y ambientales que ayuden a los expertos a ver un poco más allá, a analizar las vidas sociales y familiares de los asesinos, para establecer en qué momento se fracturó su cordura, para identificar el detonante que los condujo al abismo y tratar, de esa manera, de interponer los recursos necesarios de una medicina preventiva, puesto que la curativa no tiene más que el inútil paliativo del dolor y las lágrimas que no cambian lo acaecido ni impiden que algo así vuelva a suceder.
No es el propósito de estas líneas el intentar ofrecer una respuesta a la gran pregunta que hoy se formula el pueblo americano. Pero consideramos que es importante buscarla en todos y cada uno de los ámbitos que se entretejen en el complejo mundo architecnológico del siglo XXI. Expertos analistas de la conducta seguramente señalan como responsable a una variada gama de sicopatologías disociativas que llevan al individuo a actuar en contra de su comunidad. Desde ese punto de vista, puede afirmarse que siempre han existido seres asociales y antisociales, que han optado por lineamientos de conducta que han resultado perjudiciales para sus congéneres. Pero es el deber de las sociedades contemporáneas aprender de los sinsabores del pasado y, de esa manera, encontrar sendas más amables para que pueda tener lugar el avance hacia el futuro.

En virtud de lo anterior, se nos plantea un interrogante estremecedor que nadie parece haber formulado en voz suficientemente alta: ¿Cuál es la responsabilidad que le cabe a la sociedad por el efecto que su estructura y sus características habrán, probablemente, tenido en el ánimo, el ser, el espíritu y la mente de estos miembros, súbitamente convertidos en asesinos múltiples? Si hemos de creer a Rousseau, todo ser humano nace bueno y es el medio social el que se encarga de pervertirlo. Es claro, por supuesto, que nada es hoy tan solo en blanco y negro, sino que se dan muy variados matices de gris, todo ello enmarcado en la información que se tiene de las profundas desviaciones que se presentan en las mentes de algunos seres. Pero, ¿será que el contexto social en que estos individuos se desenvuelven puede eludir su cuota de responsabilidad? En otras palabras: ¿Qué incidencia nefasta está teniendo en esas mentes débiles y propensas a la enfermedad esta forma de vida azarosa, competitiva, plena de escasez, carente de valores y adoradora irrestricta del dios dinero y del éxito fácil e inmediato, una vida en la que, definitivamente y sin arredro, el fin SÍ justifica los medios?
De acuerdo con la información recabada con posterioridad a la tragedia de Columbine, por ejemplo, una de las cosas que pudo establecerse fue que Eric Harris y Dylan Klebold llevaban largo tiempo como víctimas del matoneo ejercido por sus algunos de sus compañeros de colegio. No pertenecían a esa élite popular y exitosa que suele darse en las instituciones educativas, sino que eran más bien, individuos retraídos y rechazados por la comunidad, quienes en un sinnúmero de ocasiones habían sido convertidos en el hazmerreír de los demás. Al parecer, su acto vandálico fue inducido por la recurrente frustración de ver su dignidad vapuleada día tras día; hasta que la presión originada en la constante humillación hizo que algo en sus mentes se quebrara y los llevó a la decisión bárbara de matar y morir para saciar su sed de venganza. Y hablamos de dos adolescentes promedio, con un aparente nivel de normalidad que los habría hecho (y en realidad los hizo) pasar desapercibidos entre la multitud. Hoy sabemos que en un lugar profundo de sus mentes había algo que se iba debilitando a pasos agigantados. La gran pregunta es: ¿Ha de considerarse a estos jóvenes únicamente como los victimarios (que de hecho son), o será que cabe pensar que fueron, a su vez, también víctimas? Pero, ¿víctimas de qué o de quién?

Joseph Lieberman, un experto sicólogo, autor de un libro que trata del dramático caso de los tiroteos en los colegios, opina que, si bien no se tienen datos concretos de las motivaciones que el tirador de Newtown pudo haber tenido, es posible suponer que allí, en la escuela donde estudió, debió tener lugar el comienzo de un proceso de sufrimiento que quizás sembró en su mente la semilla de esta innombrable tragedia. Quienes lo conocieron en sus épocas de estudiante han referido anécdotas sobre su comportamiento, a veces extraño, sus frecuentes “ausencias” y su carácter inevitable y consecuentemente retraído. Y si añadimos a ello la información que se tiene respecto a una eventual discapacidad existente, resultante al parecer de un desorden de personalidad que muchos han dado en catalogar como Asperger, podemos suponer de manera casi inequívoca que el entonces niño debió verse sometido a la burla y al escarnio de sus compañeros. Su mente perturbada se encargó seguramente de cultivar oscuros sentimientos que no se disolvieron con el paso del tiempo sino que, por el contrario, germinaron en el convencimiento de que, en algún momento, sería necesario tomar desquite. No se nos oculta el inmenso peligro que esta situación entraña en un medio en el que es posible el acceso a armas de todo tipo por parte del ciudadano común, permitido y garantizado por una ley arcaica que fue creada por hombres que intentaban suplir unas necesidades de otra época, en un contexto cuyas características se han modificado drásticamente con el correr del tiempo y las transformaciones de la sociedad. Situación esta que desconoce de manera olímpica la Asociación Nacional del Rifle, cuyos miembros han iniciado ya una campaña cuyo lema es: “Para detener a un hombre malo con un arma se necesita un hombre bueno con un arma”, paupérrimo esfuerzo para intentar sostener el hecho de que es necesario armarse sin importar que todo el país termine convertido en un sangriento remedo del “OK Corral”(*) .
Un elemento adicional que conviene considerar es la proliferación de videojuegos, cada vez más realistas, en los que la violencia está a la orden del día. Héroes imaginarios enfrentan enemigos y villanos, provistos tanto unos como otros de un inimaginable armamento. Con el respaldo de la tecnología de la Alta Definición, abren fuego contra sus contrincantes y saturan las pantallas de televisores, computadores y tabletas con tremendas explosiones y una abundante efusión de sangre. Los temas son cada vez más complejos y cuidadosamente elaborados y abundan los reportes de personas de todas las edades caídas en las garras de una adicción tan nociva como la del alcohol, en virtud de las fuertes descargas de adrenalina que tienen lugar en el organismo. Acaso no estaríamos muy desenfocados si se nos diera por suponer que algunos individuos con ciertas características mentales específicas estuvieran propensos a perder de vista la diferencia entre la realidad y la fantasía y, en consecuencia, acudieran al bien provisto armamento existente en su armario y salieran de sus casas con el propósito de dar continuidad a sus alucinantes misiones virtuales.

Así pues, tenemos ante nosotros todos los ingredientes para que desgracias como esta hayan ocurrido, ocurran y tengan el escalofriante potencial para seguir ocurriendo: un contexto social de feroz e inhumana competencia; un medio abusivo en el que los débiles son presa fácil de los fuertes y deben verse sometidos a agresiones verbales y/o físicas y demás tipo de vejámenes, entre los que se cuentan el ridículo, la exclusión, y el ostracismo; un sistema de entretenimiento de alta tecnología en el que el valor de la vida es ínfimo y el único objetivo de la existencia es matar o morir; y el acceso expedito y sin restricciones a un amplio poder de fuego, en un entorno en el que la idea de “armarse hasta los dientes” ha venido a constituir un elemento fundamental de la esencia de ser. ¿Y todavía nos preguntamos cómo es posible que tengan lugar hechos tan deplorables?

Es esencial que la sociedad en pleno se haga cargo de la urgente necesidad de introducir modificaciones trascendentales en diversos niveles de su estructura, con el propósito de reparar los entuertos que han dado lugar a tantos luctuosos hechos que de manera repetitiva enlutan y han enlutado muchos hogares. Es primordial que se incremente el sentimiento social de las personas, sobre todo los jóvenes, y que se controle el desmedido individualismo que suele caracterizar el mundo de hoy. Un aspecto de naturaleza crítica es el matoneo, que ya hoy ha salido de las aulas escolares y se ha tomado los etéreos lindes del ciberespacio, con consecuencias lamentables que los medios de comunicación se han encargado de difundir. Algunos entes gubernamentales ya han ido tomando conciencia de este mal y ciertas medidas están empezando a adoptarse para prevenir la agresión física o sicológica que sufren muchos seres a lo largo de sus vidas.

Así las cosas, es de vital importancia que, de manera incuestionable, en las mentes de hoy calen profundamente conceptos tales como la tolerancia, el respeto a la diferencia y el derecho inalienable a la vida. Los líderes del mundo deberán hacerse cargo de esta ingente tarea, que deberá tramitarse a través del proceso educativo. Pero es igualmente urgente que la sociedad actual asuma el reto de desarticular cada uno de los factores que han venido a constituirse en catalizadores de la violencia. Solo si logramos evolucionar hacia una convivencia menos prevenida y menos agresiva, de la que se hallen ausentes el abuso, la explotación del otro y la violación de los derechos, podremos tener la esperanza de que tragedias como la acaecida en Newtown y en otros varios lugares del país puedan llegar a convertirse en lejanos e ingratos recuerdos del pasado. Implica, por supuesto, que cada uno de nosotros asuma la delicada responsabilidad de transformar, poco a poco, esa naturaleza que nos caracteriza. Seguramente luce como un ambicioso e inalcanzable objetivo, pero hemos de creer con firmeza que puede llegar a ser posible. Porque la alternativa es este funesto escenario, muchas veces repetido, en el que la sangre y las lágrimas estarán a la orden del día. Un primer paso podría ser el reconsiderar esa necesidad imperiosa de armarse e incrementar, así sea lentamente, nuestra fe en el ser humano, para que podamos cambiar la cultura de la muerte por la cultura de la vida y, de esa manera, sentar las bases de un futuro más amable y promisorio para las generaciones venideras.

(*)Escenario en el que los hermanos Earp y Doc Holliday se enfrentaron a balazos contra los bandidos Billy Clanton y los hermanos McLaury, con fatales consecuencias inmediatas para algunos de ellos y posteriores para otros, que perdieron la vida en la famosa vendetta contra los Earp.

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