El Quijote en América: Siglos de entuertos por «desfacer»

A MANERA DE INTRODUCCIÓN.

Es probable que muchas personas estén de acuerdo en considerar que el desarrollo de la cultura en los pueblos de Hispanoamérica ha estado enmarcado por el esquema idiosincrásico del español de finales de la   EdadMedia y comienzos de la Edad Moderna. El perfil de estas gentes se conformó durante el transcurrir de los siglos anteriores, desde el período de la dominación romana, pasando por la llegada de los pueblos germánicos y lo que ha venido a ser conocido históricamente como la invasión de los moros y el largo y esforzado proceso de la reconquista. Y luego, como salido de la chistera de un mago, surge el descubrimiento de América y los efectos que un hecho de semejante magnitud tuvo en todos y cada uno de los aspectos de la vida europea y de una manera más específica, de la vida española. Sin olvidar las características muy particulares que tuvo el Medioevo en La Península: destello de rutilantes y caballerescas figuras, como el Mío Cid; inicio de un enconado enfrentamiento cultural-religioso que pareció ganar Occidente en Lepanto, pero que resurgió posteriormente con renovada fuerza y perdura hasta nuestros días; nacimiento de la Santa Inquisición frente a la real o infundada necesidad de protegerla Fe.

Las anteriores circunstancias, entre otros factores varios que sería prolijo enumerar, ayudan a configurar la imagen del español medio de la época, con sus necesidades y deseos, sus sueños y realidades y sobre todo su eterna búsqueda de una  mejor forma de vida. Tal es el espíritu que nos transmitieron los hombres que se lanzaron allende los mares a la conquista del territorio recién descubierto. Sus luchas, sus pesares, sus propósitos que fueron en algunos casos muy nobles y en otros no tanto, constituye todo ello parte de la herencia que viene a ser el fundamento de nuestro bagaje cultural.

Era la España de aquel entonces una nación poderosa y como tal, impuso su dominio sobre los territorios conquistados. Reaccionaria frente a los avances de la Edad Moderna y de una forma de vida que consideraba inclinada al paganismo y la impiedad, se aferró al esquema feudal, a la protección de sus convicciones religiosas y a una estructura social, política y económica que ya estaba siendo revaluada en otras partes del continente. Así, se fue quedando sola la nación Ibérica, sostenida por la súbita pero efímera riqueza proveniente de Las Indias. Estos elementos y otros atribuibles a una administración negligente minaron su solidez y fueron causales de su descalabro, tan solo algo así como un par de siglos después. En este contexto ve la luz la obra de Cervantes. De buena cuna, antiguo militar y hombre de gran cultura, el Ilustre Manco se interna en un terreno hasta la fecha escasamente explorado por la literatura: el antihéroe. Será la suya una obra de incalculables proporciones, en virtud de la pluralidad de aspectos que maneja, en lo que tiene que ver con la naturaleza humana, la sociedad, la explotación del hombre por el hombre y la ya evidente inoperancia del sistema de gobierno. Todo esto mirado con los ojos alucinados de un enfermo mental que, a pesar de su insania parece percibir la realidad de una manera más clara y simple y se halla convencido de poseer las capacidades y la fuerza para sentar un precedente y marcar la diferencia. La vida, las ilusiones y los fracasos de esta que se fue convirtiendo en una imponente figura, afectaron de forma irreversible a esas otras naciones que se gestaban en ese momento en el Nuevo Mundo.

LA FIGURA DE DON QUIJOTE EN EL PERÍODO DE LA CONQUISTA Y LA COLONIA.

La que hoy reconocemos como Obra Cumbre de las letras hispánicas ve la luz en un momento particularmente crucial para lo que será su divulgación y su posterior reconocimiento como la pieza literaria por excelencia en nuestra lengua. Hechos sin precedentes estaban ocurriendo en el mundo en esa época. Es pertinente anotar, por ejemplo, que la inquietud de Colón por demostrar la redondez del mundo y su consiguiente viaje, que terminará en el descubrimiento del continente americano, son hechos contemporáneos con la obra de Cervantes. Pero además, la aparición de un relato en el que por vez primera un enajenado mental se convierte en protagonista y héroe de una serie de sucesos inenarrables y absurdos, tiene ribetes tragicómicos en un mundo en el que, con la indiscutible excepción de Lázaro de Tormes, no había visto otra cosa que figuras épicas, y no había sido testigo literario de otra cosa que no fueran epopeyas y grandes hazañas en las que resaltan ilustres nombres de digna recordación, tales como Fernán González, Don Bernardo del Carpio, el mismo Abenámar, todo ello sin olvidar al famoso guerrero de Vivar, adalid de la lucha contra los moros en el esforzado proceso de la reconquista: Don Rodrigo Díaz.

La de Cervantes era, por lo tanto, en sí misma, una obra de dimensiones quijotescas, si se nos permite la reiteración conceptual. Concebida, no obstante, y realizada en un momento de quiméricas empresas; un instante en que las viejas concepciones filosóficas se hallaban a punto de ser revaluadas; una época en la que el hombre había ya empezado a adquirir su calidad de ser pensante, con cada vez mayor dominio sobre su realidad y una creciente independencia ideológica frente a dogmas impuestos que oscurecieron los mil años anteriores y que fueron el origen de sinsabores sin cuento para tantos y tantos infelices que vieron sacrificada su existencia en el potro, el garrote o la hoguera.

Podríamos atrevernos a asegurar que una figura tan singular habría sido objeto de censura, por decir lo menos, si no de una declarada y abierta persecución, de haber visto la luz medio siglo antes. La seguridad de su persona y su vida misma habríanse visto seriamente comprometidas al promover la divulgación de un texto en el cual se ridiculizaba la imagen sacrosanta del caballero medieval, gallardo y noble, siempre vencedor de sus batallas y depositario de innumerables cualidades.

A partir de lo dicho, vemos posible la comparación que aquí puede establecerse con esa otra empresa alocada e inconcebible de llegar al oriente viajando hacia occidente, la cual habría recibido tan solo una desdeñosa sonrisa de conmiseración, por parte de un monarca antecesor de Isabel. (De hecho sabemos que Don Fernando El Católico trató a Colón con una infinita muestra de desprecio por su persona y por su empresa, cuando el Almirante se presentó en su corte alguna vez, después del fallecimiento de Isabel). Pero tanto el texto literario como el inaudito proyecto de viaje se originaron en los albores del Renacimiento, lo cual hizo posible que el Ilustre Manco hiciera mofa del Mío Cid, del Amadís de Gaula y de tantos otros héroes medievales que se habían distinguido por el solo hecho de llevar a cabo las hazañas que, en el caso de don Alonso Quijano, no eran otra cosa que alucinaciones de una mente enfermiza. El contraste entre este y aquellos no deja de ser evidente, a partir de la publicación de la obra de Cervantes.

Pero si bien el planteamiento cervantino nos sumerge en una realidad dual, en la cual observamos el enfrentamiento entre un mundo irreal, fantástico y pleno de entidades y sucesos absurdos, que tan solo pervive en la imaginación calenturienta del  De La Triste Figura, y otro más tangible y cotidiano, poblado por hombres y mujeres ordinarios, cuya única hazaña consiste en conseguir el pan diario para ellos y para sus hijos, la figura del Caballero, anacrónica y ridícula, constituye una imagen, acrisolada al fuego de la insania, de ese hombre común, de ese otro español de la agónica Edad Media, que armado con el valor de sus convicciones  y enarbolando el estandarte de la Fe, se propone culminar la tarea ingente de la reconquista.

Pero la figura de Don Quijote alcanza una dimensión mucho más universal si se tiene en cuenta el proceso de cambio que desde hace ya tiempo se viene gestando, no solo en el aspecto humano, sino de una manera primordial en los campos político, social y económico, a todo lo largo y ancho del continente europeo. Estas modificaciones, surgidas como inevitable consecuencia de un milenio de oscurantismo, nos proporcionan un marco de referencia más concreto para entender la persona del Ingenioso Caballero Andante, como también para determinar la esencia de su justa. Por primera vez nos hallamos frente a una figura polivalente que, por lo mismo, en modo alguno podría ser analizada desde una perspectiva estrictamente unitaria. Se nos plantea, a partir de la misma, la imagen de un hombre que ha dedicado una muy importante parte de su existencia a la lectura. Esta es una situación que no puede dejar de parecernos altamente singular, en una época en que solo los clérigos y algunos otros miembros de una exclusiva élite, poseedora de una por lo menos mediana hacienda, disponen del tiempo y los recursos necesarios para llevar a cabo actividades de carácter estrictamente cultural y no necesariamente enfocadas a la cotidiana consecución del sustento. Es, al mismo tiempo, un ser sensible, a quien afectan las desventuras de sus congéneres. El primer conocimiento que tendrá de las mismas habrá de ser a través de las fantásticas historias con que embriaga su mente. Y más adelante, se empapará de ellas en su deambular por esos caminos bañados con el sudor de hombres y mujeres que día a día enfrentan la amenaza del hambre, contra la cual sostienen una recurrente contienda armados únicamente con la fuerza de sus brazos.

Al retomar nuestra observación de la persona inicial que era nuestro Caballero, la conclusión es tan clara como el agua: Don alonso Quijano, era un hombre pudiente pero insatisfecho con su condición y deseoso de un cambio fundamental en su existencia. Su inquietud intelectual es tan solo comparable al sentimiento que animó a aquellos aventureros que se embarcaron en las carabelas para ir a buscar algo que no se les había perdido, pero que tampoco les había correspondido en suerte: tierras y fortuna. Tales bienes eran patrimonio exclusivo de los nobles y de los primogénitos, hasta el punto que los plebeyos y los segundogénitos estaban excluidos de todo beneficio y carecían casi en absoluto de cualquier posibilidad de modificar la condición que les había correspondido en suerte. Tal fue la fuerza que los empujó hacia la mar océano.

De esa misma manera, la motivación de Don Quijote nace específicamente de las aventuras que se encuentran plasmadas en los libros que ha leído y, antes de consumirse su razón de forma absoluta, descubre que existe en España un cúmulo de injusticias que hacen necesaria la intervención de alguien dispuesto a resarcir a los desposeídos. Así, en un ambiente en el que se perciben los vientos de cambio, estos dos tipos de aventureros: los hermanos Yáñez Pinzón y sus tripulaciones, por una parte y Don Quijote y Sancho por la otra, consumidos por esta especie de locura, se lanzan a la realización de proyectos sin precedentes, en los cuales tienen todos mucho que perder. Pero si bien, el mencionado es, acaso, el único punto de tangencia entre estos dos eventos, no deja de ser común la energía que los impele a ambos: vientos de cambio, nuevos modos de percibir la realidad y nuevos estilos de vida.

Un hecho de capital importancia viene a sumarse al medio ambiente en que nace la historia del Caballero Andante: la escisión de la cristiandad y la consecuente aparición del protestantismo. A partir de la misma, tras un largo proceso de lucha, no tan solo en el terreno ideológico, (en materia de religión jamás será así), la dogmática postura de la Iglesia se fragmenta en varias posiciones, no menos recalcitrantes, pero que sembrarán en el intelecto renacentista la duda respecto a la infalible posesión de la verdad, insistentemente predicada por cada una de las partes. Se abrirá paso, de la mano de la doctrina interpretativa de Lutero, una forma más personal de Culto, que será la piedra angular que habrá de dar lugar al principio de la tolerancia, con amplitud difundido en Occidente. (Concepto más teórico que práctico, como nos lo enseña la realidad actual, pero elevado, por lo menos sobre el papel, a la calidad de derecho inalienable del individuo). En este contexto que bien podríamos calificar como “revolucionario”, se lanza Don Quijote a recorrer España y se lanzan los españoles (y tras ellos portugueses, ingleses, franceses y demás), a recorrer el mundo; cada cual en persecución de su quimera.

El sueño del de La Manchano pasará de ser un espejismo inalcanzable que le traerá un cúmulo de tristezas. Igual decepción habrán de llevarse muchos de los cazadores de riqueza en el Nuevo Mundo, quienes agotarán sus fuerzas en inútiles búsquedas de eldorado o la fuente de la juventud. De quijotescos habrán de ser tildados muchos de estos y otros proyectos que los hombres emprenderán al calor de esos tiempos. Pero independientemente de que se vean coronados por el éxito o sumidos en el fracaso, y de las consecuencias que de los mismos puedan eventualmente derivarse, bien podemos afirmar que el mundo ya nunca volverá a ser el mismo. Los eruditos hablan de la historia antes y después del descubrimiento de América. Con poco temor de equivocarnos, bien podemos referirnos al mundo, en lo que tiene que ver con grandes sucesos en lo intelectual, con el desarrollo cultural y humano, con los hitos marcados por lo que los hombres han llevado a cabo, en  antes y después del Quijote. Nada volvió a ser como antes, después que el Ilustre Manco dio a luz a su personaje. Y la influencia del mismo, de su sentir, su ilusoria manera de enfrentar una cotidianidad abrumadora, no han dejado de hacerse presentes en el ámbito de vida de quienes hemos tenido la incomparable suerte de sumergirnos en las páginas fascinantes del texto y compartir con el Caballero sus amores y sus desventuras.

Esto es especialmente cierto para quienes hemos vivido en tierras de Hispanoamérica y hemos debido asistir a la consolidación de un mundo que se caracteriza, hoy por hoy, por ser la antítesis del que se esforzaba en promover el Ingenioso Hidalgo. Un estilo de vida despiadado en el que el valor de la existencia humana ha decaído enormemente, en el que la explotación del hombre por el hombre se da, como nunca, de forma impúdica y desvergonzada y en el que otros señores feudales, con títulos diferentes pero con la misma desmedida ambición de sus antecesores del Medioevo, asumen el usufructo de los recursos naturales y envenenan sin arredro la tierra en que todavía todos debemos forzosamente vivir.

¡Cómo nos hace de falta un Don Quijote! Alguien que con un corazón puro y una mente así fuera cargada de espejismos, hiciese presencia frente a los poderosos y se entregara a desfacer tantos entuertos que acongojan hoy a los seres humanos. Si tal fuese posible, quizás podríamos tener la esperanza de estar verdaderamente construyendo un futuro mejor para las próximas generaciones.

EL QUIJOTE: ¿UN ELOGIO A LA LOCURA?

Una de las características primordiales del personaje de Cervantes es su condición de enajenado mental. De una manera tradicional este estado ha sido considerado a lo largo del tiempo como una condición ambivalente; en algunos casos el concepto de “loco” es empleado de manera despectiva,  para significar que un individuo simplemente no se halla en sus cabales y no debe, por lo tanto, ser tenido en cuenta. Todas sus opiniones, su comportamiento y los resultados que se derivan de sus actos han de desestimarse, en virtud de esta situación de extravío. Pero, por otro lado, este concepto ha sido utilizado por muchos como un adjetivo que apela a la comprensión, la tolerancia y eventualmente la compasión de parte de los demás. Con ese enfoque, en el cual la connotación del vocablo ha sido ampliada y ha perdido su significado estricto y peyorativo, se ha señalado como locos a un muy diverso número de individuos que, por una u otra causa, han optado por asumir una conducta fuera de lo común, la cual es mirada por quienes se mueven en su entorno como extravagante, inusual y digna de poca atención. Así, un individuo que, al calor del alcohol, baila encima de una mesa en una reunión social, será tildado de “loco”. Y no digamos las “locuras” en que incurren quienes han caído en las redes del amor.

Pero el concepto va más allá. Decía García Márquez en Estocolmo que la nuestra “…es una tierra de seres alucinados…”. Afirma el colombiano que se necesita estar mal de la cabeza para asumir con tanto brío las innumerables desventuras que el destino les ha deparado a los pueblos latinoamericanos. Y es en tal sentido que puede considerarse la locura del Ingenioso Hidalgo.

A pesar de pertenecer a una clase social favorecida por la fortuna, como ya ha quedado expuesto, Don Alonso Quijano elige sustraerse de una realidad que lo convierte en miembro de una casta minoritaria, para sumergirse en los avatares que implicarán el tomar la causa de los desposeídos. Visto desde la perspectiva del mundo moderno, sin ir más lejos, alguien que asuma una posición igual o similar sería considerado como fuera de sus cabales.

Así pues, la locura de Don Quijote se convierte en motivo de análisis, no solo de una manera en que afecta directamente al personaje de la obra como tal, sino también al mirarlo como un modelo de individuo que ha optado por un camino tortuoso, plagado de dificultades, a lo largo del cual ninguna recompensa aguarda, como no sea el ilusorio amor de Dulcinea que, como todos sabemos, no otra cosa que un elemento más, integrante del cúmulo de fantasías que bullen en la enfermiza mente del Caballero.

Cervantes tomó la determinación de caracterizar a su personaje como un demente. ¿Cuál podría haber sido el propósito del Ilustre Manco, al encauzar su relato tan por fuera de las vías “normales” de comportamiento de los personajes literarios de la época? No se equivocan quienes afirman que la obra ha recibido una notable y variada gama de interpretaciones, que se han acomodado al momento histórico, socio-político que se vive en cada momento. Fue de esa manera que la insania se hizo perenne, cruzó el Atlántico con el Gran Almirante y de la mano de muchos de sus numerosos acompañantes trascendió los siglos, para llegar hasta nosotros. En su famoso Elogio, Erasmo se propuso hacer una apología de esa singular condición mental, no solo en sus alcances más inmediatos y estrechos, sino también en su significado más amplio, tan solo reconciliable con todos aquellos que se apartan de los cánones establecidos por la sociedad. Proclamó a los cuatro vientos que quienes padecen esta condición (si es que podemos hablar de padecimiento, en estos términos), llegan a convertirse en seres más felices. ¿Y quién de nosotros, adultos irredentos e irredimibles, hundido hasta las raíces del cabello en una cotidianidad reiterativa, monótona y, en muchos casos, carente de significado, no ha añorado en la soledad de su alcoba o en la calma chicha de la rutina diaria, aquellas que sin ambages nos atrevemos a llamar “locuras de la juventud”?

Visto desde esa perspectiva, el mensaje de Cervantes no podría ser más claro. Sí: Don Quijote estaba loco, de la misma manera que tuvieron que estar locos todos aquellos hombres que desafiaron el destino de un futuro incierto y aún la misma muerte para emprender tantas empresas, a todas luces sacadas de la imaginación febril de alguien que parecía haber perdido la razón. Entre ellos, los aventureros que, ávidos de riqueza, se lanzaron allende los mares a la conquista de una tierra inhóspita y desconocida. De esa misma manera, abandonó Don Quijote la cómoda seguridad de su sala de lectura para ir a buscar aventuras en las cuales intentaba recrear las fantasías que se habían fijado en su cabeza, pero también pretendía dar a su vida, acaso insulsa y carente de emociones que no fuesen las que le prodigaban sus libros,  un nuevo significado, un rumbo distinto a lo largo del cual él pudiera ser la diferencia. Su legado no pudo ser más fructífero.

A lo largo del mundo y de una manera especial en nuestra América, hombres y mujeres han venido optando por la senda de lo imposible, lo extraño, todo aquello que las convenciones sociales señala como absurdo, carente de sentido y propio de “locos”. Animados por este espíritu de eterna inquietud se lanzaron Jiménez de Quesada hacia el interior del continente, Simón Bolívar a la búsqueda de una patria más digna que aquella en que había nacido, Benito Juárez a la lucha por la igualdad y Jorge Eliécer Gaitán a la conquista del poder que había sido hasta entonces patrimonio exclusivo de las clases dirigentes, (lo cual, dicho sea de paso, le costó la vida). En otro marco que no por ser menos real es menos significativo hicieron gala de una irracionalidad inaudita, tan solo equiparable a la del Caballero de la Triste Figura,  el Coronel Aureliano Buendía, el padre Cayetano Delaura y Florentino Ariza, sobresalientes personajes surgidos de la pluma maestra del hombre de Aracataca, enamorados cada uno de una quimera inalcanzable, pero persistentes en su intento, amén de las múltiples complicaciones que el sueño trajo a sus vidas. No menos quijotesca resulta la figura de Demetrio Macías, el personaje central de la obra de Azuela, envuelto en el vendaval de la revolución por causas estrictamente personales, pero arrastrado a un maremagnum caótico que desdibujará el inicialmente ennoblecido propósito del conflicto mexicano y tomará en pago su vida y la de sus compañeros. Y, si tornamos a nuestra realidad americana, rayana en lo absurdo y casi surrealista, en modo alguno podríamos perder de vista la figura prometéica (como la denomina García Márquez) de Salvador Allende, amurallado en su palacio pero también en sus convicciones y dispuesto a enfrentar él solo una alianza cobarde entre una opulencia local, egoísta y mezquina y un ladino interés foráneo con ánimo filibustero. Todos ellos vinieron a ser herederos directos de esa locura que empujó  a Don Quijote y a Sancho por tierras de España y los convirtió en arquetipos del soñador, español o  americano, derrotado pero nunca vencido y por siempre anhelante de un mundo más igualitario, menos dogmático en el que, tal como lo expresa el Nobel colombiano en otro de sus discursos,  “…sea posible el amor y nadie pueda decidir por el otro hasta la forma de morir”.

Tal es la locura que anima a Don Quijote, la cual Cervantes pregona con su personaje absurdo y tragicómico, y que hemos heredado nosotros quienes nos atrevemos a pensar que todo puede ser mejor y que la felicidad podría llegar a ser alcanzable. Parafraseando al sin par Facundo Cabral, podríamos afirmar sin temor que, de esta manera, sería mejor que todos estuviésemos locos: “Benditamente locos y por locos, tan libres y por libres, tan bellos, que hagamos un paraíso de este maldito infierno”.

DESFACER ENTUERTOS: LA CORDURA DE UN ORATE.

Seguramente todos hemos leído en algún momento de nuestras vidas una novela de caballería. Todas ellas se desenvuelven con base en un esquema único en el que los caballeros, los torneos, las damas y uno que otro dragón, están a la orden del día. El caballero, como bien sabemos, era un individuo de gran calidad humana y personal, amante de la justicia y con un valor a toda prueba. Sincero y leal, atesoraba su honra como una presea inapreciable y por ella estaba dispuesto a sacrificar inclusive su propia vida. Dentro de este perfil, que lo hacía merecedor de pasar a integrar el santoral, se hallaba una desmedida e insatisfecha necesidad de proteger a los débiles de los abusos de los fuertes, fueran estos esbirros de un poder superior, representantes de una clase poderosa y avasalladora o, aún, un monstruoso ser que, al parecer, tenía por costumbre adueñarse de doncellas desvalidas que el caballero se desvelaba por liberar. Hecho lo cual, expresaba su amor imperecedero por la dama en cuestión, (sentimiento, por lo demás,  platónico del que estaba ausente toda intención libidinosa), la devolvía a su casa y a su dueño y se alejaba sin otra recompensa que una tímida sonrisa y, si tenía suerte, un pañuelo bordado que guardaba cerca de su corazón.

Nada podría ser más irreal. Las generaciones medievales dieron rienda suelta a su imaginación y concibieron la figura de esta especie de superhéroe que, sin las habilidades extraordinarias del Hombre de Acero, deambulaba por la tierra con el único propósito de honrar su juramento caballeresco. Pero la realidad era notablemente diferente. Los señores feudales del Medioevo se parecían más a aquellos nobles ingleses cuya codicia y cuya intolerancia sacaron a William Wallace de su parcela y lo convirtieron en un guerrero violento e incontenible, ávido de venganza y reparación. La Edad Mediafue un período en el que unos pocos se adueñaron de la tierra, se arrogaron títulos nobiliarios, impusieron normas de vida que no les favorecían sino a ellos y se dedicaron a aprovecharse de la inmensa mayoría de desposeídos mediante el avasallamiento, el atropello y el abuso físico, material, espiritual y moral. Así las cosas, fue siempre claro para todos que había a lo largo y ancho del continente europeo una gran cantidad de entuertos por desfacer. En ese contexto nació la imagen de la figura  caballeresca, acrecentada y alimentada por personajes reales a los que, como en el caso del Mío Cid, se les fueron colgando superlativos varios que tuvieron como efecto el engrandecer al ser real y convertirlo en un mito, a lo largo del transcurso de los años. “O Dios, qué buen vasallo si oviese buen señore”, decía el poema épico sobre el célebre castellano, mostrándonos que muchas veces ni aún los reyes podían equiparar las cualidades de esa figura noble y gallarda que era el caballero.

Don Miguel de Cervantes tomó la determinación de revestir a su personaje de todas estas cualidades, enmarcadas en su condición absurda de enajenado. No obstante, en Don Quijote se nos presenta esa dualidad contradictoria de un hombre que está demente pero a quien la cordura señala el camino de todos sus actos. No deja de causarnos un asombro singular la forma en que se desenvuelve frente a cada una de las situaciones que su aventura le pone en el camino. Las observaciones hechas a los abusadores, como aquel que había tomado la decisión de azotar al criado o los prudentes consejos impartidos a Sancho, cuando este se disponía a asumir el gobierno de Barataria, son tan solo dos de las múltiples situaciones en las que el Hidalgo hace gala de una capacidad de raciocinio a toda prueba y un sentido común que parecía ajeno a todos aquellos que eran considerados como personas mentalmente sanas.

En nuestro medio ha hecho carrera un decir que parece confirmar el contraste sin igual que nos plantea el personaje cervantino. Reza la vox populi que “los ebrios y los niños dicen siempre la verdad”. No se nos oculta que tanto unos como otros han sido vistos en su momento como individuos que, por no estar en posesión de sus facultades mentales plenas, bien sea por la inexperiencia debida a la temprana edad, o por  causa de los efectos del alcohol, son dignos de poco crédito, por lo cual no podemos permitir que acaparen nuestra atención más que para una mirada compasiva o una discreta sonrisa de tolerancia. Pero el proverbio ha trascendido y, bien mirado, con frecuencia nos encontramos abocados a observaciones y comentarios de estas personas, que resaltan aproximaciones, enfoques o interpretaciones del entorno que nosotros en nuestra miope cordura no habíamos sido capaces de percibir. El término “loco” es usualmente empleado para referirnos a estos seres, pero a veces no nos queda otro recurso que reconocer que ellos, en la elevación incomprensible que les otorga su condición, son capaces de asir la realidad con pasmosa precisión, resaltando aspectos que a nosotros se nos escapan.

A este lado del Atlántico hemos podido observar que muchas de las inimaginables empresas que se han acometido en nuestra reciente historia, han estado marcadas por la insensatez. Ha sido esta locura una condición similar a la del Ingenioso Hidalgo quien, con el único propósito de aliviar los infortunios de unas personas a las creía que debía proteger, puso en riesgo su seguridad, su casa, su hacienda y hasta su persona. Abandonó el bienestar que le proporcionaba el pertenecer a una clase minoritaria y favorecida por la suerte y se fue por esos andurriales dela Españaa cumplir con una misión que tan solo él mismo se había impuesto para estar de acuerdo con sus convicciones. Tómese a título de ejemplo una situación acaecida enla América Hispana, que nos enseña que, con frecuencia, a algunos les resulta imposible renunciar a lo que consideran que debe ser la forma correcta de las cosas:

De principio a fin fue “quijotesca” y temeraria la traducción y publicación que don Antonio Nariño hiciera de Los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Favorecido por la fortuna, el ilustre patriota tuvo acceso a una formación intelectual envidiable, que le otorgó la posibilidad de aprender, entre otras cosas, la lengua francesa. Y fue a partir de esta habilidad que las doctrinas igualitarias de la revolución hallaron eco en su mente inquieta, hasta llevarlo a transcribir al castellano el texto de un documento peligroso y subversivo para la época. ¿Estaba Nariño consciente de las eventuales consecuencias de sus actos? Sin que podamos responder en forma categóricamente afirmativa, debemos suponer que muy seguramente alcanzó a vislumbrar el destino aciago que se vería forzado a enfrentar más adelante.

A lo largo de la historia de la humanidad hemos podido ser testigos de un hecho recurrente que da indicios de la naturaleza del homo sapiens: la dominación que unos pocos humanos, bien sea a través de la fuerza, la persuasión o la astucia, ejercen sobre sus congéneres. Esta situación se encuentra descrita y, a la vez, resumida, en la famosa sentencia de Hobbes: “Homo homini lupus”, (el hombre es un lobo para el hombre). Tal vez por esta razón, desde los tiempos dela Edad Media, los individuos subyugados, dominados y desposeídos acudieron a la imagen ficticia y fantasiosa del Caballero que, al igual que los superhéroes inventados en el siglo XX, eran seres con características muy especiales, distintos del resto de la especie humana y dispuestos a defender a los débiles de los abusos de los fuertes. Este planteamiento nos ubica de plano frente a la figura de Don Quijote. Y la razón de ello es que la búsqueda de una condición igualitaria para todos los seres, con todo y ser la propuesta más coherente que puede haber surgido de la mente del hombre, no es otra cosa que una ingenua locura. La humana naturaleza se ha encargado de que la realidad sea notablemente distinta al sueño. En la humilde aldea de Belén nació, en épocas pretéritas otro Quijote que se dedicó a predicar el amor entre los seres humanos y la igualdad de todos a los ojos del Padre. Al considerarlo un desquiciado que constituía un riesgo para la estabilidad de las clases dirigentes del momento, fue martirizado bárbaramente y llevado a un suplicio ignominioso. Sus enseñanzas perduraron a través de los siglos, pero los defensores de las mismas han debido soportar toda suerte de vejámenes.

De esta manera, el desfacer entuertos se ha tornado una empresa quimérica y, no obstante el principio de igualdad promulgado a los cuatro vientos por las sociedades contemporáneas, sus defensores, al igual que el Caballero de la Triste Figura, han visto sus propósitos truncados por la rapacidad, la envidia, la codicia o el ridículo. Y nosotros, los habitantes de la América Hispana, hemos llegado a convertirnos en herederos de tan ilusorias metas. Estamos convencidos de la viabilidad de una sociedad más justa y creemos, como dice García Márquez: “…que las estirpes condenadas a  cien años de soledad pueden tener de una vez y para siempre, una segunda oportunidad sobre la tierra”.

CARÁCTER UNIVERSAL DE LA FIGURA DEL INGENIOSO HIDALGO.

Dentro de las múltiples clasificaciones que se han hecho y aún se pueden hacer de nuestra especie, podríamos mirar a los seres humanos como reunidos en lo que daríamos en llamar dos grandes conglomerados, uno indiscutible y notablemente más numeroso que el otro. Hablamos aquí de la gente que se destaca, que resalta y brilla con luz propia, de resultas de una serie de características innatas o adquiridas, por una parte, y la inmensa mayoría de individuos comunes y corrientes que conforman la masa ordinaria y que poca o ninguna vez muestran cualidades de distinción que los hagan merecedores de pertenecer a la minoría refulgente.

¿De qué manera puede un hombre perteneciente a la mayoría ordinaria convertirse en integrante de la minoría selecta? Si bien no son abundantes, puede decirse que existen varias vías que pueden conducir a cualquiera de nosotros por la senda de la fama y la inmortalidad. Ahí tenemos por ejemplo el caso de Eróstrato; en su mente tortuosa cupo la convicción de no poseer cualidades o características específicas que lograran hacer perenne el recuerdo de su nombre. Esta era una realidad que no estaba dispuesto a aceptar. Obsesionado por la idea de hacer memorable la figura de sí mismo, determinó que quien no puede crear algo digno de pasar a la historia, bien puede ser relacionado con ello, como su destructor. “Destruir es más fácil que crear, pero puede llegar a ser igualmente significativo”, parece haber sido el lema que este sociópata puso en práctica y que le representó, sin lugar a dudas, un lugar en la memoria colectiva. Como él podríamos citar a muchos que se hicieron famosos por sus acciones indignas. Aunque, como dijera el Loco de la obra de Vargas Tejada: “Si doy muerte a uno o a unos pocos, soy un asesino. Pero si doy muerte en masa, soy un conquistador”. Así pasaron a la historia tanto Charles Manson, ejemplo de la primera consideración, como Alejandro Magno, modelo de la segunda. Tal es el carácter relativo con que la comunidad aprecia los actos de los individuos.

Pero existe una manera segura de ser recordado con vehemencia por las generaciones venideras. Esta es convertirse en un ser descollante a través de acciones que merezcan la admiración y, aún, la veneración de los demás. En esta categorización se ubican muchos de los nombres que recordamos con respeto y que miramos no sin algo de envidia. Su quehacer ha dado lugar a que el resto de los mortales los tomemos como ejemplos dignos de emular. En estos términos, la figura de cualquiera de ellos adquiere una dimensión universal; trasciende su espacio-tiempo y se convierte en un símbolo.

Entre los más singulares personajes, reales o imaginarios, que se ganaron, de esta manera, un lugar de preeminencia en la memoria de la humanidad, se destacan: Hércules con su fortaleza sobrehumana y su capacidad para llevar a cabo tareas inauditas; Leonidas el espartano, cuyo valor lo llevó a entregar su vida por la causa de su pueblo; Rolando, quien nos enseñó en Roncesvalles que el honor es la más valiosa de las posesiones del hombre, más aún que la propia vida; y tantos otros cuyos nombres han sido grabados a fuego en los anales de la historia o la literatura.

Sin duda encontramos entre ellos la figura de Don Quijote. Su nombre ha pasado a convertirse en un símbolo y su imagen, que no por escuálida e hilarante deja de ser gallarda, se destaca entre los anteriormente citados como el paladín de las empresas ilusorias, bien intencionadas pero condenadas al fracaso. Intentos como el suyo hallaron eco en los corazones de hombres y mujeres que creyeron que acaso su esfuerzo, si bien no habría de verse coronado por el éxito, alcanzaría un significado simbólico de la lucha eterna del ser humano por alcanzar nobles ideales. Este caballeresco personaje se constituye una y otra vez en el modelo a seguir, especialmente enla América Hispana.

Para nadie es un secreto que nuestra dependencia cultural, económica, política y social de la península, durante los interminables siglos de colonia, tuvo un efecto nefasto en el desenvolvimiento de nuestro pueblo como nación, como etnia, como entidad multicultural autónoma. El avasallamiento a que fueron sometidas las gentes nacidas en el Nuevo Mundo fue de tal naturaleza que sembró en nuestra conciencia y en nuestro entendimiento el gen de la sumisión. Desde entonces y hasta los tiempos que corren, nos hemos ocupado en aprender a inclinar la cabeza y a ponernos de rodillas ante cualquier sujeto venido de otras latitudes.  Enraizado en lo más profundo de nuestra historia se encuentra este mal que nos ha ido convirtiendo en eternos segundones, expatriados y advenedizos en nuestro propio suelo, en el que individuos de otras nacionalidades obtienen las mayores prebendas, los mejores salarios y las mejores condiciones para explotar y saquear nuestros recursos naturales, en vergonzoso contubernio con dirigentes locales que sacian sus ambiciones personales a expensas del sacrificio de sus compatriotas y dan, de esa manera, fundamento más que sólido al decir de Alberto Cortez: «La vida es una mágica balanza: unos pesan el corazón, otros la panza».

 

Tamaño entuerto requeriría de un hombre con el espíritu del Ingenioso Hidalgo; alguien que estuviese dispuesto a arriesgar su propia seguridad a cambio de unos términos más justos  y una oportunidad de desarrollo equitativo. Ha habido, sin lugar a dudas, numerosos intentos en los que hombres idealistas han optado por sacrificar su propio bienestar para perseguir metas que beneficien a su comunidad. Acaso, como ha quedado dicho, la figura primordial y quijotesca de este lado del Atlántico fue Simón Bolívar. Fue su deseo perenne el lograr el nacimiento de una nación inmensa, poderosa, plena de recursos y de gente dispuesta a trabajar por la grandeza. En su febril locura, forjada como la del personaje de Cervantes, por la gran cantidad de libros que había leído y el cúmulo de conocimientos que había alcanzado, deseaba el caraqueño conformar una patria que, según él mismo manifestara, hiciese contrapeso y mantuviera el equilibrio frente al gran coloso que se estaba formando en el norte. Quiméricas fueron sus ilusiones. Al igual que muchas de las aventuras del dela Triste Figura, su éxito en la lucha por la independencia fue tan solo un espejismo que lo llevó a creer que su sueño era realizable. Como sabemos, sus propósitos se derrumbaron y debió hacerse a un lado, solitario y enfermo no solo del cuerpo sino también del alma. Cuando nos negamos a ver la realidad, o cuando perdemos la perspectiva de la misma, esta se torna implacable. Como para Bolívar, así lo fue también para Don Quijote, quien finalmente descubrió que no había castillos sino tan solo ventas, que las mujeres que hallaba en su deambular no eran princesas sino simples aldeanas y que los entuertos, desarreglos e injusticias que se debían corregir se iban haciendo cada vez mayores, más frecuentes y más poderosos, debido a la mezquindad que reina en lo profundo del corazón humano.

Al hallarse nuestra historia, como hemos podido ver, pletórica de ejemplos que día a día nos refuerzan esta imagen, no podemos menos que referirnos a muchas de esas situaciones particulares que hacen de nuestro suelo otro lugar deLa Mancha, donde a lo largo del transcurrir de los lustros han ido apareciendo hombres que bien podemos equiparar con el personaje creado por el Manco de Lepanto. Tómese como ejemplo el caso de Francisco Madero.  Con quiméricas ilusiones asumió este hombre la dirigencia de su patria, desolada por la violencia. Creyó que era verdaderamente posible la instauración de un sistema democrático, justo e igualitario, después de tantos años del oprobioso porfiriato. No contaba con que el enemigo se hallaba en su propia casa y que este, a diferencia de quienes entraron a San Carlos en la nefanda noche septembrina, lograría el objetivo de poner fin a sus sueños de una manera inmediata y expedita, segándole la vida. Con él murieron las ilusiones de un pueblo. Victoriano Huerta, el asesino, como otro molino de viento, dio, en su caso, un golpe letal que no le permitió una segunda oportunidad.

Este cúmulo de figuras históricas o literarias nos plantea una universalidad patente de la figura del Ingenioso Hidalgo. Su gesta es la de todo ser humano que, en cualquier época o lugar del planeta, ha creído poseer el derecho de buscar la felicidad para sí y para quienes lo rodean. En cada caso los obstáculos no se han hecho esperar y la senda conducente a tal objetivo ha mostrado estar plagada de espinas. Los interrogantes que se nos proponen resultan, a todas luces, evidentes: ¿Vale la pena? En un análisis de costo-beneficio, ¿podemos llegar a pensar que la ganancia que se logra alcanza a equiparar el sacrificio? ¿O nos hallaremos, por el contrario, al final del camino, con una victoria pírrica? No existen respuestas correctas o equivocadas para tales cuestionamientos. La búsqueda de una forma de vida cada vez mejor es también parte integral de la naturaleza humana. Ahí radica, precisamente, el carácter universal de Don Quijote. Si bien su imagen se encuentra enmarcada en la aureola de la demencia, no por ello sus motivos son menos justos, su lucha menos encomiable o su sacrificio menos digno. Por el contrario, el modelo que nos muestra debe convertirse y de hecho se convierte en un inmenso desafío para todos los que creemos que nuestro paso por este otrora denominado “valle de lágrimas”, puede resultar menos tortuoso, más amable y abundante en satisfacciones por los logros alcanzados. La vida no es fácil, pero puede llegar a ser una experiencia fascinante, si conseguimos la sabiduría necesaria para vivirla y luchamos por alcanzar nuestros objetivos. Al hacerlo de esta manera, no importará que nos tilden de quijotes. Será la nuestra una locura que ofrecerá retos a nuestros semejantes, otorgará un mérito incalculable a nuestro tránsito por el mundo y hará que el mismo, tanto para nosotros como para nuestros seres queridos, haya valido la pena.

LA CONQUISTA DE AMÉRICA: UNA EMPRESA QUIJOTESCA.

El ingenio fue la herramienta que sacó al ser humano de las cavernas y lo llevó a posar su planta sobre la superficie lunar. Ha sido acaso el arma más eficaz en la batalla contra los múltiples escollos que ha debido sortear para sobrevivir. El entorno hostil de una naturaleza indómita, la amenaza permanente del hambre, su indefensión frente a agentes externos que constantemente amenazan su salud, su bienestar y su vida, incluidos los de su propia especie,  son tan solo algunos de los factores a los que ha debido enfrentarse, premunido tan solo de la inventiva. Las múltiples necesidades han sido el catalizador que ha dado lugar a que su mente crezca, se desarrolle y le facilite los medios para salir avante en el proceso evolutivo que ha tenido lugar desde su aparición sobre la tierra.

Así las cosas, las múltiples empresas que hemos acometido como especie han estado siempre signadas por un dejo de riesgosa complejidad que hemos debido ir venciendo, paso a paso, sin cejar en nuestro empeño y siempre con la mirada fija en un horizonte, no del todo claro, pero que nos llama y nos invita, sin que podamos sustraernos a su magnética atracción. Muy pocas veces somos realmente capaces de intuir con acierto lo que nos aguarda; por el contrario, usualmente nos encontramos con situaciones del todo imprevistas que no nos dejan margen para algo más que improvisar sobre la marcha y tratar de salir del compromiso en la forma más ilesa posible. La aventura supone, por lo general, un elevado precio que debemos pagar pero, al igual que el adolescente que de manera pertinaz vuelve a subirse a la montaña rusa que acaba de provocarle altos niveles de emoción, no siempre placentera, una y otra vez corremos en busca de lo desconocido, sin medir del todo las consecuencias y con la vista puesta en el objetivo que pretendemos alcanzar.

Con frecuencia, bien sea a través de las noticias o de las historias que se nos refieren en el cine o la literatura, tenemos conocimiento de hombres que no encontraron otra forma de probar sus teorías, como no fuese someterse ellos mismos a las pruebas o los experimentos que habrían de llevar sus elucubraciones más allá del marco puramente especulativo. La asombrosa y aterradora historia del Dr. Jekyll es tan solo un ejemplo, afortunadamente ficticio, de hasta dónde está dispuesto a llegar el ser humano, cuando de ampliar sus conocimientos se trata. De esa misma forma, cuando Colón, convencido de la redondez del mundo, optó por emprender su inconcebible travesía, más de un hombre racional creyó que la idea era tan solo el producto de una mente enferma. Si hubiera existido la suficiente perspectiva histórica entre la propuesta del viaje y la aparición de la obra de Cervantes, el proyecto del Gran Almirante habría sido señalado como quijotesco, por decir lo menos. Y es que hacerse a la mar en tres frágiles barquichuelas, con la esperanza de llegar “…a donde jamás había llegado ser humano alguno….”, (parodiando de esta manera el significado del lema enarbolado  por Gene Roddenberry en su famosa serie televisiva, concebido para un nivel cósmico, pero del todo aplicable en el caso que nos ocupa), era un plan inaudito que solo podía caber en las cabezas de seres desocupados e imaginaciones afiebradas. Los estudios que promovieran en Colón la idea de un recorrido de naturaleza tan incierta bien habrían podido tomarse como dignos émulos de las lecturas de Don Alonso Quijano (guardadas las proporciones, por supuesto). En virtud de los mismos se lanzó el genovés a una aventura que, por sus dimensiones y previsibles consecuencias de fracaso y costo de vidas, era más alocada y absurda que la del deLa Mancha. Fue, de esta manera, don Cristóbal otro Quijote, con la diferencia de que él sí logró demostrar sus planteamientos, a pesar de no haber llegado a tener conocimiento pleno de los alcances de su descubrimiento. Su obra  fue sino el inicio de una empresa descomunal que habría de movilizar a miles de hombres, que pondría en funcionamiento una maquinaria gigantesca y que transformaría para siempre el mundo que hasta entonces conocían los europeos.

No se nos oculta, sin embargo, que el descubridor no fue el único que decidió asumir como realizables sus más recónditos sueños. Luego de su retorno a la península, como todos bien sabemos, muchos hombres de diversas condiciones, desposeídos los más, se lanzaron al mar para correr en busca del Nuevo Mundo. No repararon en riesgos ni en costos, ignoraron los peligros que tan inaudita empresa podía llegar a constituir para sus propias personas, abandonaron lo poco que poseían en su tierra natal y salieron a enderezar el más importante entuerto de todos: su propia existencia. Es bien sabido que la mayor parte de estos aventureros tenía poco perder (y mucho que ganar, como bien lo demostró la historia subsiguiente). Pero el viaje a una tierra desconocida, en condiciones muchas veces desfavorables (sabemos que Vasco Núñez de Balboa, por ejemplo, huyendo de sus acreedores y de la justicia se escondió en un barril. Es improbable que hiciese el viaje entero en tales circunstancias, pero las implicaciones que podía tener su condición de polizón amenazaban directamente su propia vida), la inevitable necesidad de enfrentarse a un clima desconocido, a una selva inhóspita y a unos aborígenes que, aunque nuca lo fueron realmente, bien podían ser tenidos como hostiles, eran factores que entrañaban penurias sin cuento y privaciones de todo tipo, cuyas consecuencias se presentaban como del todo imprevisibles. Sin ir más lejos, una personalidad inestable como la de Lope de Aguirre no logró reunir la entereza suficiente para soportar todo aquello, con el corolario inevitable de su pérdida de la razón.

Lanzarse a la conquista del nuevo continente no era, por lo tanto, una determinación particularmente apropiada o, de una manera más específica, no era del todo cuerda. Era necesario poseer un espíritu decidido y una irracionalidad rayana en la demencia. En otras palabras, los avezados conquistadores deben haber tenido mucho de quijotes. Más de uno escuchó seguramente las sensatas admoniciones de sus parientes y amigos, cuando su intención se hizo ante ellos manifiesta. Lágrimas y angustias debió la misma ocasionar en madres, amantes y/o esposas, muchas de las cuales, al igual que el ama y la sobrina del Ingenioso Caballero, acaso jamás llegaron a comprender las razones que empujaban a su bienamado a realizar este viaje con unas tan altamente dudosas posibilidades de éxito. Asumieron ellos sin duda, a su manera, el papel inquieto y andariego del Caballero dela Triste Figura, con una idea fija en sus mentes y con el propósito de llevarla a feliz término, o morir en el intento. Y si bien es cierto que la fortuna coronó los esfuerzos de muchos, un número equivalente de pioneros, la mayor parte de los cuales permanecerá anónimo para siempre, realmente perdió la vida en el camino, sus nombres fueron olvidados e ignoto quedó el lugar donde fueron a reposar sus extenuados huesos. No intentamos juzgar aquí los resultados de su labor ni las inquietantes consecuencias que el advenimiento de los europeos tuvo para la tierra o para los pueblos de este lado del Atlántico, de la misma manera que tampoco nos atreveríamos a evaluar la muy cuestionable eficacia de la actividad del Caballero Andante por tierras de España.  Pero tanto en uno como en otro caso, nos maravillamos ante la determinación de una férrea voluntad que condujo a estos hombres a tomar decisiones que significaron una dramática alteración de sus vidas, con el único objetivo de alcanzar sus quiméricas metas.

Todos hemos nacido con el ingenio que nos ha proporcionado el desarrollo tecnológico-científico que hoy nos rodea. Mediante esta habilidad hemos obtenido logros que han moldeado nuestra forma de vida. Pero, sin entrar a discutir los efectos que la modernidad, con toda su parafernalia, ha tenido en la existencia del hombre, no podemos dejar de mirar con respetuosa admiración a aquellos que la hicieron posible. Sus esfuerzos, sus desvelos, su lucha encarnizada contra dificultades inimaginables y no solo sus brillantes éxitos sino también sus rotundos y no menos dolorosos fracasos, constituyen un ejemplo y un modelo para todos los demás que nunca pensamos ni por asomo sumergirnos en actividades de tal naturaleza y que de una u otra manera hemos limitado nuestra participación al usufructo de los resultados. Esta apreciación no nos coloca en un plano muy favorable; por el contrario, nos aproxima a una condición que bien podríamos tildar de parasitaria, pero acaso podamos decir, a manera de paliativo para cualquier eventual sentimiento de inutilidad, que “muchos son los llamados y pocos los escogidos” y que, de cualquier forma, cada uno de nosotros contribuye en la medida de sus posibilidades y aporta su grano de arena, para hacer de este un mundo mejor. Quizás en nuestras mentes muchos tengamos algo de quijotes, pero pocos hayan sido dotados con la energía que demanda lanzarse a la aventura de corregir lo que está mal. Pero todos aquellos que lo lograron, desde el Ingenioso Hidalgo, su inseparable compañero Sancho, los conquistadores del nuevo mundo y los arrojados pioneros que han hecho posible la conquista del espacio, se han ganado a pulso un lugar en la historia y un recuerdo perenne en la memoria de todos los habitantes del orbe.

INFLUENCIA DEL QUIJOTE EN LA CULTURA HISPANOAMERICANA.

La conquista de América por parte de los colonos europeos, ingleses, españoles o de otras nacionalidades, significó una irreversible modificación en el proceso de desarrollo sociocultural de los pueblos que habitaban estas latitudes. Se abrió un atajo evolutivo por el cual discurrieron hacia el Renacimiento y los inicios dela EdadModerna, hombres que se hallaban en un momento intermedio de lo que los antropólogos llamarían la edad de los metales; es decir, entre unos dos mil y tres mil años antes. Las implicaciones de este hecho histórico fueron de una dimensión colosal y, para bien o para mal, los aborígenes se vieron impelidos hacia adelante en el tiempo, con todas las consecuencias de diversa índole que historiadores, sociólogos y otros estudiosos han sacado en claro en el curso de los últimos años.

Mirado desde este punto de vista, es incuestionable que nuestra cultura de hoy ha sido el resultado de lo que los lingüistas llaman un contacto estrecho entre un pueblo, el español, dinámico y poderoso, sin par en ese momento entre las naciones europeas, colocado en la posición de superestrato, es decir dominante y avasallador el cual, sin que mediara obstáculo alguno impuso su lengua, su religión, sus costumbres y forma de vida a todo lo largo y ancho del territorio conquistado. Tal contacto, decíamos, tuvo lugar con los pueblos nativos, rezagados en su desenvolvimiento social, primitivos, apenas en estadio tribal, que vinieron a asumir la condición de sustratos y debieron someterse al conquistador con poca o ninguna resistencia. Por ende, todo lo que somos hoy, lo que fuimos en el pasado reciente y con mucho lo que seremos en nuestro futuro inmediato se halla impregnado de hispanidad. Nuestra relativa tolerancia a la diversidad racial, por ejemplo, nos viene del pueblo ibero que era él mismo una mezcla de godo-árabe-judeo-cristiano con algo de celta, según afirman los entendidos. Fue el nuestro un proceso harto diferente del acaecido enla Américadel Norte, donde los colonos ingleses se abstuvieron en un alto porcentaje de la mezcla racial con los aborígenes y optaron por una medida más expedita: el exterminio.

Como ha quedado expuesto, el descubrimiento y los primeros pasos de la conquista se desarrollaron de manera contemporánea con la composición y edición de las aventuras del Ingenioso Hidalgo. Su mundo, su realidad inconmensurable viajó a las Indias Occidentales con  Quesada, Cortés, Balboa y Pizarro. Ese espíritu de aventura enmarcó el comienzo de la nueva realidad para la tierra hispanoamericana. Andariego y escuálido, en ellos caminó Don Quijote por estas selvas inhóspitas y, personificado en tantos peninsulares, muchos  sumidos para siempre en el anonimato, transmitió a las siguientes generaciones su ánimo de lucha, su filosofía idealista y su quimérica y perenne búsqueda.

Los hombres y mujeres de estas tierras somos herederos directos de ese singular aventurero y lo hemos venido personificando, hasta el nivel de la cotidianidad, en muchas de nuestras actitudes frente a la vida, a las vicisitudes, en nuestros no muy numerosos pero significativos éxitos y también en nuestros incontables fracasos. El estilo de vida del mundo contemporáneo no ha sido misericordioso con nuestro espíritu romántico, de la misma manera que los vientos del final del Medioevo soplaron gélidos sobre la figura anacrónica  y obsoleta del Caballero Andante. Los nacidos enla Américahispana en el último siglo hemos debido enfrentar nuestra personalidad cálida, sencilla y dicharachera con la inmutable frialdad de los nuevos amos del mundo, para quienes el único lenguaje comprensible es la riqueza, la suya propia, obtenida en forma audaz e inmisericorde mediante la explotación de sus semejantes y una agresión aleve contra la naturaleza.

La nuestra es, por lo consiguiente, una cultura que bien podríamos llamar quijotesca. Surgidos de un hecho perturbador de los procesos socioculturales, como fue el descubrimiento y conquista, jamás hemos logrado ir más allá de nuestro papel de segundones en el dominio del orbe. Los grandes sucesos que conforman la estructura de la vida actual nos llegan costosa y tardíamente. (Ya lo dijo el maestro Julio Flórez: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte”). Sin embargo, en ese esquema de vida, nos hemos convertido en grandes luchadores. Al igual que Don Alonso Quijano, nos levantamos día a día con la frente en alto, animosos y enamorados de la vida. Muchas son nuestras desventuras y arduo es el camino que tenemos que seguir. Pero tenemos una fortalecida confianza en el porvenir y estamos plena y absolutamente convencidos de que lograremos hacer un mundo mejor para nuestros hijos. ¿Quijotesco? Preguntarían algunos. Es la nuestra una justa que intenta alcanzar una meta lejana, para llegar a la cual deberemos seguir una senda tortuosa y plagada de dificultades. Imbuidos de un romanticismo pasado de moda, proseguimos por ella haciendo caso omiso de las espinas que nos asedian y de los escollos con los que tropezamos a cada paso. En un mundo más y más globalizado, en el que los amos inclementes imponen su ritmo y sus condiciones, seguimos nosotros buscando una forma de vida digna que nos acerque un poco más a la esquiva felicidad. No se nos oculta que nuestro ansiado bienestar se mueve en contravía respecto a los intereses egoístas de quienes, mejor armados, mejor alimentados y convencidos de su derecho de imperar sobre los demás, interponen toda suerte de obstáculos tendientes a mantenernos en nuestra condición de subyugados y serviles, para poder ellos continuar disfrutando de su privilegio. Entonces debemos responder: Sí, quijotesca y hasta ilusoria nuestra lucha. Pero no por ello perdemos la fe. De la misma manera que Don Quijote jamás permitió que sus incesantes descalabros se convirtiesen en un óbice para sus propósitos, al igual avanzamos nosotros, lanza en ristre, dispuestos a corregir el descomunal entuerto de las características de nuestra propia existencia.

EL DRAMA DE NUESTRA LUCHA CONTRA NUESTROS MOLINOS DE VIENTO.

El enfrentamiento de Don Quijote contra los molinos se ha convertido en símbolo de todas las luchas estériles que muchos hombres emprenden y de las que salen generalmente mal librados. Obnubilados por un espejismo irracional, muchos de ellos se arrojan contra adversarios infinitamente más poderosos o persisten en dar coces contra el aguijón, inconscientes de su propio y único daño. En este sentido, los pueblos de Hispanoamérica tenemos mucho de quijotes. El proceso de nuestra independencia de España estuvo caracterizado por una serie de sucesos absurdos y aún extravagantes, hasta el punto que el logro que se pretendía alcanzar se vio seriamente comprometido en más de una ocasión. Alcanzado este, era el nuestro un continente pletórico de recursos naturales, con una tierra feraz y pródiga que prometía ser el respaldo necesario para que hubiésemos crecido como nación, como pueblo, como etnia. Tan solo debíamos superar las circunstancias adversas a que nos habían sometido siglos de colonialismo, propender por la equidad y la justicia social y aunar nuestros esfuerzos y nuestras voluntades en el solo y único propósito de progresar. Infortunadamente, ambiciones personales y egoísmos mezquinos nos condujeron por un camino diferente. Incapaces de reconocer al verdadero enemigo, nos enfrascamos en contiendas inútiles que desangraron (y aún desangran) nuestro patrimonio y agotaron nuestros esfuerzos sin mejorar ni un ápice nuestra calidad de vida; por el contrario, hoy cuando cumplimos dos siglos como países independientes, cada vez nos encontramos más débiles, más empobrecidos y en paupérrimas condiciones para encarar los desafíos constantes de la vida en el nuevo milenio. Los héroes patriotas que ofrendaron su sudor y su sangre para que pudiéramos sacudir el yugo de las cadenas no estuvieron a la altura de las demandas que surgieron con posterioridad, cuando era necesario organizar  la administración y constituir una comunidad creciente y pujante. Los dirigentes que vinieron después tampoco mostraron las capacidades necesarias para una misión de tal envergadura. La historia posterior a la conquista de nuestra independencia ha estado marcada por incesantes palos de ciego que no han hecho otra cosa que acrecentar nuestro declive y sumirnos más y más en el patético subdesarrollo del Tercer Mundo. A título de ilustración podemos citar a la holandesa-argentina Silvina Bullrich, quien configuró las características de nuestro perfil en su obra “La Creciente”, en la cual la única propuesta de solución a que se llega en una indistinta nación latinoamericana, frente al embate de las aguas oceánicas que amenazan invadir el territorio, es la sugerencia de imponer a los ciudadanos clases obligatorias de natación.

Uno de los mayores males que nos aquejan, como ya ha quedado dicho, es un endémico complejo de inferioridad frente a otras culturas y a gentes de otras nacionalidades. Como una secuela de los días de conquista y colonia, que todavía no hemos sido capaces de erradicar plenamente, desde la cuna se nos ha inculcado que hemos de hincarnos ante estos advenedizos extranjeros, muchos de ellos aventureros impíos que poco o nada nos aportan y que terminan adueñándose de bienes que deberían ser solo nuestros. Indiferentes, animados por la servil pleitesía que se les rinde, llegan a nuestra tierra, se apropian de nuestros recursos naturales, ocupan inmejorables posiciones laborales, desplazando a muchos de nosotros, con frecuencia mejor calificados, y nos miran con desprecio cuando intentamos formular algún reparo. Una muestra de ese innato repudio nuestro a lo que somos, incrementado por el febril deseo de llegar a ser algo que no nos corresponde, puede verse, por ejemplo, en el esquema educativo. La educación raras veces ha sido una prioridad real de nuestra estructura político-administrativa. Mientras las clases populares naufragan en el analfabetismo, ante la mirada indiferente de gobiernos que tan solo han sido hábiles para saciar su propia rapacidad, las clases opulentas conformaron, desde hace mucho en nuestros países, enclaves educativos extranjeros y a ellos confían la instrucción de sus hijos, ansiosos de proporcionarles una formación fundamentada en modelos europeos o norteamericanos que, creen ellos, contribuirá a convertirlos en individuos exitosos, con mentalidad distinta, acaso podríamos añadir, de conquistadores y no de conquistados. Tal es la inconmensurable diferencia en el esquema que enmarca nuestro modelo educativo.

De esta manera, nos encontramos los pueblos de Hispanoamérica frente a una inmensa encrucijada que no parece tener solución, a ojos vista. Al igual que el DeLa TristeFigura, deambulamos en el tiempo, al parecer sin un rumbo definido y embestimos cuanto Molino de Viento se nos aparece en el camino. Llevamos a cuestas la herencia del Ingenioso Hidalgo: marchamos a la búsqueda de soluciones quiméricas para nuestros muy reales y tangibles problemas. Es evidente, hoy por hoy, que la respuesta se halla muy por fuera de nuestro alcance. Estamos en la mitad de un laberinto de dimensiones colosales, buscamos alcanzar el valioso tesoro de una vida próspera, igualitaria y pacífica, pero en medio de la oscuridad y carentes del hilo de Ariadna, desconocemos la dirección correcta hacia la cual tendríamos que encaminar nuestros pasos, combatimos  con fútiles esfuerzos contra las rocas y contra nuestra propia sombra y nos negamos a reconocer que el verdadero adversario es el monstruoso Minotauro  de nuestras gigantescas desigualdades que aguarda oculto en la penumbra y dispuesto a devorarnos de manera inmisericorde, una vez hayamos consumido nuestras fuerzas en esta lucha estéril contra nosotros mismos.

Diversas interpretaciones pueden hacerse al enfrentamiento de Don Quijote con los Molinos de Viento. Desde un punto de vista más o menos riguroso es posible asumir que la intención del escritor era mostrarnos la extrema locura a que había llegado el Caballero. Era incapaz de percibir la realidad en su verdadera dimensión; por el contrario, no veía sino lo que quería ver y permitía que su enfermiza imaginación interfiriera con las imágenes que se presentaban a sus ojos. En tales condiciones era claro que no podía correr sino hacia el fracaso, con el inevitable riesgo a su propia persona. En estos términos bien podemos asumir que el Ingenioso Hidalgo es una representación prototípica de muchos de nosotros, cuandoquiera que hemos perdido el juicio o nos negamos a mirar cara a cara nuestro destino. Con frecuencia eludimos la responsabilidad de ver las cosas como realmente son y preferimos hacer suposiciones ambiguas que nos presentan una imagen falseada de la real dimensión de nuestros problemas. Optamos entonces por buscar soluciones donde no las hay, al igual que el ebrio que, habiendo perdido su llave en la entrada oscura de la estación, su fue a buscarla al interior iluminado del salón. En intentos inútiles agotamos nuestras fuerzas y nuestros recursos, en tanto que nuestros problemas se agrandan y se vuelven cada vez más complejos. Al igual que el DeLa TristeFigura, eventualmente descubrimos nuestro error y, adoloridos y maltrechos, buscamos afanosamente a quién culpar por nuestro desacierto. Desoímos a Sancho, que juiciosamente intenta aconsejarnos y reemprendemos la marcha hasta encontrarnos con otro antagonista irreal que de nuevo nos derrota, sin comprender que la única que nos vence una y otra vez es nuestra propia estulticia.

Son múltiples los Molinos de Viento a que nos enfrentamos en nuestro cotidiano discurrir por el camino de la vida. De manera trabajosa, en el curso de los últimos lustros, como resultado de incontables descalabros, la venda ha ido cayendo de nuestros ojos y, aún de manera renuente, pero abrumados por la implacable realidad a nuestro alrededor, hemos comenzado a buscar la salida de este túnel en que nos encontramos. Todavía nos cuesta trabajo reconocer el rostro de nuestros verdaderos enemigos: la injusticia social, la renuncia a nuestra propia identidad, la inveterada costumbre pasar por encima de lo que sea o de quien sea cuando de alcanzar nuestra metas se trata, entre otros. Todavía quienes han aprovechado estas tristes condiciones para obtener pingües beneficios se empeñan en mantener  tal estado de cosas y muchos de ellos están dispuestos a defender su condición de preeminencia a sangre y fuego. Es, por lo tanto, largo el sendero que nos queda por recorrer, antes de que podamos abordar, finalmente, el barco de la prosperidad, la paz y la equidad. Nos anima, al igual que a Don Quijote, un espíritu valiente y decidido que nos mantiene en la batalla aún en contra de las más adversas predicciones. Este será el que, esperamos, habrá de prevalecer finalmente y nos señalará el camino hacia una vida mejor, más digna, menos azarosa, en la que nuestros hijos puedan avanzar un poco más en la búsqueda de la felicidad. Acaso muchos de nosotros no llegaremos a ver este nuevo amanecer de nuestro pueblo, pero, al igual que en las Termópilas, sobre nuestro sacrificio se erigirá un mundo nuevo; y entonces, todos nuestros desvelos habrán valido la pena. Este es el sentimiento que debe prevalecer en nuestra mente, para que no desfallezcamos en el arduo trajín que el destino nos adjudicó en esta vida.

A MANERA DE CONCLUSIÓN.

Al examinar con algún detenimiento las desventuras que aquejaron a Don Quijote durante su extenso periplo, acaso podemos señalar que una de las más notorias es la inconmensurable soledad que rodea tanto su persona como la misión que él mismo se ha asignado. Esta condición tiene sus comienzos en la sala de lectura de su casa. Allí, sin otra compañía que sus libros, su mente se descarría y pierde la capacidad de distinguir entre la realidad y la fantasía. Inmerso ya en su muy particular forma de demencia, el Caballero se lanza al recorrido de un mundo que no lo entiende, que se mofa de su persona y de su condición y que lo abandona a su suerte. Sancho, su fiel escudero, no basta como compañía para mitigar la soledad que lo aqueja. Sus motivaciones son distintas y de ninguna manera comparte  las alucinadas elucubraciones de su amo. Su voz es muchas veces la única nota de cordura y de coherencia en el deambular insensato de la pareja pero, como otra Casandra, sus admoniciones se pierden en el viento sin encontrar eco en la mente febril del Caballero. Así pues, Don Quijote es el hombre más solo de la tierra y su justa, grande y noble en sus propósitos, se pervierte al materializarse en un sinfín de eventos inconexos que nada logran, como no sea desgastarlo hasta el agotamiento físico y emocional y conducirlo, finalmente, a la tumba.

La soledad es un concepto que ha sido tratado por eminentes pensadores de nuestra América hispana. Octavio Paz hace referencia a la misma al tipificar la idiosincrasia del pueblo mexicano. A pesar de que el ilustre poeta intenta plasmar unos rasgos muy propios y particulares de la cultura azteca, no podemos menos de maravillarnos ante los múltiples denominadores comunes que encontramos entre esta descripción y lo que alcanzamos a apreciar en el resto de los pueblos de Hispanoamérica. Somos todos tan parecidos y nos aquejan de una forma tan similar tantos infortunios semejantes, que parecería que Paz estuviese refiriéndose a todo el pueblo latinoamericano.

Son estas características, según se afirma en el que el autor muy acertadamente tituló “El Laberinto de la Soledad”, las que nos convierten a todos en un conglomerado singular, agobiados por dificultades seculares, oprimidos por la dependencia económica y política del poderoso país del norte y subyugados por un misticismo a ultranza que poco contribuye al hallazgo de las urgentes soluciones que requerimos. Nos encontramos inmensa y abrumadoramente solos en estos parámetros de lugar y tiempo y, al igual que Don Quijote, a pesar de hallarnos rodeados de gentes diversas que se nos aproximan con variados propósitos, no tenemos a nuestro lado a nadie que comparta nuestras angustias o que entienda nuestras grandes necesidades.

La muy divulgada novela macondiana de García Márquez nos plantea, de la misma manera, las vicisitudes de un pueblo agobiado por “el germen de la soledad”. Muchas generaciones discurren y son incontables los sucesos que se desenvuelven a lo largo de la obra. Pero a pesar de las interminables visitas de gitanos y de otras gentes, más allá de los sinsabores que sacuden al pueblo durante las guerras civiles, el auge y caída de la Compañía Bananera y, aún, los “más de tres mil muertos” de aquel fatídico diciembre del 28, cuando el ejército dela Patria volvió las armas contra el pueblo indefenso, la familia Buendía se encuentra sola. En medio de este sensible abandono que padecen, se desarrollan sus dramas internos, sus amores y desventuras y la tragedia inevitable y recurrente de sus vidas. ¡Cómo se parecen ellos a todos nosotros! Esta soledad suya y también nuestra se asemeja a una condena de proporciones bíblicas, que nos hubiera sido impuesta antes de venir nosotros al mundo y como consecuencia de un pecado por otros cometido, (en la obra se tipifica este en la muerte violenta de Prudencio Aguilar), pero purgado una y otra vez por todos los descendientes hasta la consumación de los siglos: (el viento profético que borró a Macondo de la faz del planeta).

A título ilustrativo podemos hacer mención de otos casos extraídos de nuestra realidad literaria, la cual no es sino el reflejo de esa otra cruda y agobiante cotidianidad en que nos hallamos inmersos. Sabato es un extraordinario exponente de esta temática a través de sus personajes: una enorme y abrumadora soledad aqueja a Juan Pablo Castel, quien la expresa a través de la obra pictórica que lo pondrá en trágico contacto con esa otra desolada persona que es María Iribarne. Sobrecoge también la soledad de Alejandra Vidal, consumida en un mundo de patrióticas figuras, en el que se siente extraña y desubicada. La prostitución, el incesto, el parricidio y finalmente la inmolación por el fuego son las vías de escape que buscará el personaje para exorcizar el fantasma de la permanente desolación. No resulta demasiado difícil encontrar otros ejemplos plasmados en el arte literario, como son el Pedro Páramo de Rulfo y el Artemio Cruz de Fuentes. Opulentos y poderosos personajes, cada uno en su respectivo contexto, descubrirán que los bienes acumulados a lo largo de años de oprobio y vejación de sus semejantes nunca lograron poner a su alcance la satisfacción de sus más recónditos deseos y llegarán al final de sus días eternamente solos y con un íntimo sentimiento de frustración.

Como ha podido verse, son incontables los puntos de referencia que nos ponen en contacto con la figura eterna y tragicómica del Ingenioso Hidalgo. Somos los herederos directos de esa cultura que dio lugar a que un personaje de tal naturaleza pudiese ser alguna vez concebido por la mente de un escritor. Avanzamos, como el Caballero, por una tierra inhóspita, rodeados por individuos de hostilidad manifiesta o latente o que, en el mejor de los casos, exhiben una fría indiferencia ante lo que somos o lo que pretendemos lograr. Otros pueblos del orbe que nos han precedido por este camino, de manera muy conveniente olvidan que nuestras penurias actuales fueron una vez suyas y que, al igual que ellos, también nosotros buscamos una forma de vida digna que nos proporcione alguna estabilidad y mucho respeto en el concierto universal de las naciones.

La búsqueda de metas inalcanzables condujo a Don Quijote al sepulcro. Es aquí donde esperamos marcar la diferencia con el dela TristeFigura.Proseguimos nuestro batallar animados por la esperanza de ver nuestros esfuerzos coronados alguna vez por el éxito. Si tal ocurre, más tarde o más temprano, todos nuestros desvelos habrán valido la pena y la ilusión quimérica de Don Alonso Quijano, de alcanzar un mundo mejor, más justo, del cual el oprobio y la explotación hayan sido erradicados, por primera vez después de cuatro largos y casi interminables siglos se habrá convertido en realidad. Acaso, solo entonces su atribulado cuerpo, con los de nuestros antepasados, finalmente descansará en paz

VALORES Y ANTI-VALORES QUE NOS MUEVEN A UNA CUIDADOSA REFLEXIÓN

Con frecuencia en los canales de nuestra televisión se anuncia como primicia la nueva presentación de una serie que nos trae, una vez más, la espeluznante historia de SM Enrique VIII de Inglaterra. Este nombre nos transporta a una época turbulenta y a un período histórico que bien podría describirse como de ingrata recordación. El disoluto comportamiento de un hombre libidinoso y ahíto de poder, que no vaciló en recurrir a toda una serie de engaños y truculentos procederes para satisfacer sus más rastreras pasiones constituye la piedra angular de este refrito, transmitido de manera repetitiva en diversas producciones cinematográficas que se esmeran en la recreación escénica de una época convulsa.

Ya en el pasado, tanto el cine como la televisión han reiterado una y otra vez en el tema y las diversas aproximaciones que se han hecho no han logrado otra cosa que desdibujar la realidad histórica y mostrarnos los hechos envueltos en una falacia que varía de acuerdo con el director y el productor de turno, quienes sin el más mínimo pudor sumergen la verdad en una maraña de incidentes inciertos, ficción recreativa y francas mentiras sobre lo acontecido durante el reinado del citado monarca.

No es de extrañar que nuestras productoras locales se encuentren poco menos que fascinadas. Es precisamente esta temática, en la que la intriga, el vicio y el crimen van de la mano y que de manera conveniente siempre se salen con la suya, lo que atrae la atención de un elevado porcentaje de la audiencia nacional. Y, si las escenas de sexo y violencia resultan explícitas hasta donde sea posible, pues aún mejor. Cómodamente nos ubicamos frente a nuestros televisores y nos deleitamos ante el actuar de un hombre corrupto, corruptor y corrompido que arrastra a toda una nación a los vericuetos de la guerra, la traición y el adulterio, sin que haya una sola voz de discrepancia que se levante a protestar. Si alguien tuvo el valor de hacerlo, fue rápida y eficazmente silenciado a través del hacha del verdugo.

Sin embargo, nadie puede levantar un dedo acusador contra este tipo de producciones cinematográficas. Los responsables de su realización son mercaderes del entretenimiento, apenas motivados por un fin inmediato y específico: el lucro. Pero no deja de inquietarnos una pregunta que algunos nos formulamos reiterativamente, relacionada con el interés que una comunidad que se muestra civilista y reposada como la de Gran Bretaña, podría tener en que se ventile una y otra vez este período oscuro de su historia. Acaso, ¿no se lava en casa la ropa sucia?

A menos, claro está, que los hechos vergonzosos que se desarrollaron en aquel entonces no constituyan motivo de sonrojo para las nuevas generaciones de esas latitudes. Si bien cuesta creer que los ingleses avalen el comportamiento criminal de un sujeto como de Enrique VIII, se suscita entre nosotros un grave elemento de incomprensión. No podemos dejar de cuestionarnos si esta “repetición de la repetidera”, no la de nuestra televisión, que tan solo opera como consumidora, sino de las productoras que se muestran engolosinadas con el tema, no raya en la apología de delitos cometidos a la sombra del poder omnímodo ostentado por un hombre inescrupuloso que no supo estar a la altura de su cargo como soberano de una nación sino que, por el contrario, dio rienda suelta, de manera impune, a sus más bajos instintos.

¿Cuál será, entonces el mensaje? Para satisfacer este interrogante es necesario mirar un poco más detenidamente el contexto cultural, social y político en que los hechos tuvieron lugar: y entonces, al repasar el desenvolvimiento histórico de ese pueblo, la relación con sus vecinos y los objetivos que se propusieron alcanzar a todo lo largo y ancho del planeta, súbitamente se apodera de nuestras mentes un profundo sentimiento de inquietud. Desde el patio trasero de su casa, representado por naciones aledañas como Irlanda del Norte o Escocia, hasta las regiones más inhóspitas y apartadas de su propia latitud, cuyo ejemplo bien pueden ser las islas Malvinas, entre muchos otros, Inglaterra ha impuesto su voluntad, ha hecho primar sus intereses y su predominio con poco o ningún reato de conciencia. Para alcanzar sus propósitos esta nación no ha vacilado en recurrir a métodos que rayan con el crimen y el genocidio y ha llegado a imponerse sobre una infinidad de otros pueblos a los que ha sustraído sus valores culturales y sus riquezas naturales. Poca significación ha tenido para ellos la tragedia que su paso ha dejado por la India y varias naciones del África y América.

De esa forma, no podemos menos que estremecernos al suponer que la actuación desmedida del soberano de marras no es otra cosa que una imagen del sentir de un conglomerado: ‘frene a mis apetitos y mis deseos no habrá barrera alguna capaz de contenerme y estoy dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias si de alcanzar mis propósitos se trata.’

Así las cosas, es claro el porqué del aval que se otorga a la repetitiva retransmisión de unos hechos vergonzosos que tienen como protagonista a un rey disoluto y criminal. Simplemente no importa, ya que el mensaje es claro como el agua: Su voluntad prima sobre cualquier otra consideración. Tal ha sido desde tiempos inmemoriales, tal es hoy y tal se pretende que sea en tiempos venideros. Como lo manifestara Nixon en la famosa entrevista con Frost: “Cuando lo hace el Presidente, entonces no es ilegal”.

Así, cuando se da el caso de gentes que, de manera individual o colectiva pretenden estar por encima de la ley, las consecuencias para sus vecinos y para todo aquel que se interponga en su camino, suelen ser desastrosas. Ese «todo vale» viene a constituir un legado de inmoralidad y carencia de escrúpulos que se transmite a las nuevas generaciones y que bien podría ser una de las principales causas de este caos ético-moral en que con frecuencia vemos que se sumerge el mundo contemporáneo. En todo momento hemos de tener en cuenta que cuando se transgreden las barreras de contención, cuando son la codicia y la avaricia las que dictan la forma de proceder, cuando el fin SÍ justifica los medios, flaquean los cimientos de miles de años de evolución civilizadora y la raza humana parecería que se complace en desandar el camino que nos trajo hasta aquí, desde la época de las cavernas.

¿Habrá de ser tal el futuro que nos aguarda a la vuelta de unos cuantos lustros? ¿Deberemos sufrir el abuso y la violación de unos por parte de otros, cuando, en un futuro cada vez más próximo, los recursos que hasta hace poco parecían inagotables, finalmente se tornen escasos? Será necesario que quienes nos hemos declarado en favor de la vida, la equidad y la justa búsqueda de la felicidad por parte de todos realicemos un esfuerzo denodado para que la catástrofe de una humanidad deshumanizada y violenta deje de ser una eventualidad que se perfila en el horizonte, habida cuenta de la sobrecogedora realidad que hoy se presenta ante nuestros ojos. Acaso una forma de intentar prevenir semejante despropósito sea la de afianzar nuestra posición de rechazo a la violencia y dejar de regodearnos con la villanía y con el crimen.